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12/2/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 3. Literatura (I)








GEORGES CHARBONNIER: Hoy plantearemos a Jorge Luis Borges una pregunta que ya planteamos a Raymond Queneau y a Jacques Audiberti. En realidad, la pregunta será un poco distinta, pero el principio de la interrogación queda.
«¿Qué es la literatura?»
La formulación de la pregunta será distinta. Sabemos que la pregunta sobre la naturaleza de la literatura está en el núcleo de las preocupaciones literarias contemporáneas, y que la propia pregunta es materia prima de la literatura.
La experimentación hace su entrada en la literatura, y esta experimentación ya es literatura. Experimentación que se refiere al lenguaje, a la organización de la obra literaria, al tejido literario mismo o a todos estos elementos a la vez.
Así se construye la nueva novela, o con más exactitud una parte de la nueva novela, la más elaborada, la más significativa, Robbe-Grillet, Philippe Sollers y Michel Butor representan bien este paso.
Quizá será necesario mucho tiempo para que sepamos qué es la literatura, para conocerla, mientras que actualmente nos limitamos a reconocerla.
Quizá —y muchos parecen desearlo, como si la ignorancia fuera inseparable del contexto social de la literatura realizada, de la literatura nacida, lista para ser consumida—, quizá nunca sabremos qué es la literatura…
Pero, de nuevo, queda un hecho. Un buen número de personas se interrogan y plantean la cuestión: «¿Qué es la literatura?»
¿A quién planteársela si no, con prioridad, a los escritores que, sin duda alguna, aportan algo nuevo a la literatura? ¿A quién plantear la pregunta, si no a Jorge Luis Borges?
Jorge Luis Borges ¿cuándo sabe usted que hay literatura?
Se puede leer diversos textos y no pensar a su propósito: «Literatura».
¿A partir de qué momento diría usted que aparece la literatura?
¿Cómo reconocerla?

JORGE LUIS BORGES: Yo la reconozco de una manera física. Hay algo que cambia en mí. No me atrevo a hablar de la circulación de mi sangre o del ritmo de mi respiración, pero hay cosas que en seguida siento como pertenecientes a la poesía. Por ejemplo, si hubiera de analizar o justificar un verso como éste: «Le vent de l’autre nuit a jeté bas l'amour»[5], quizá me costaría algo, y la explicación no sería demasiado satisfactoria. Pero cuando lo digo, aun en mi mal francés, o cuando alguien lo dice, siento que estoy en presencia de la poesía. De la misma manera que sentimos, qué diré yo, el mar, o una mujer, o la puesta del sol, o la amistad o la inteligencia de los demás. Es una experiencia inmediata. Por ejemplo, usted va a una reunión o a un cocktail y dos personas le son presentadas. Una dice cosas muy inteligentes, la otra no habla o dice cosas triviales. De regreso a su casa tiene la convicción de que quien dijo las cosas inteligentes es un imbécil. ¡El otro es el inteligente! Creo que no nos equivocamos. Esta impresión inmediata de la poesía, o de la inteligencia, o de la belleza, es con razón la más valiosa. Mientras que el razonamiento es una especie de cadena, ¿no? Si nos equivocamos una sola vez, el resto ya no existe.
Creo que sentimos la poesía como la música, como el amor, o como la amistad, o todas las cosas del mundo. La explicación viene después.
G. C.: Consideremos el razonamiento. La explicación. Lo que viene después. Dicho de otro modo coloquémonos en el estadio del análisis. ¿Podríamos penetrar en el lenguaje mediante un análisis que permitiera descubrir que hay o no literatura? ¿Qué piensa usted de ello?
J. L. B.: Sí, me gustaría que fuera así, pero creo más seguro atenerse a la emoción.
G. C.: Por el momento…
J. L. B.: Diría más bien a la emoción fisiológica.
G. C.: Por el momento, la emoción es un muy buen criterio.
J. L. B.: Analicemos. Imaginemos un verso. Podremos decir que en este verso el efecto se obtiene mediante un prosaísmo inesperado, y esto puede ser cierto. Pero en un verso que no nos gusta, con la misma razón podremos decir que ese verso es malo porque hay en él prosaísmo. El argumento llega demasiado tarde y el prosaísmo, por ejemplo, puede ser una virtud en un verso y una falla en otro. Lo llamamos virtud cuando el verso está logrado, antes de encontrar que el logro se debe a palabras prosaicas que se deslizaron entre las palabras nobles. Si el verso nos disgusta, decimos entonces, con toda razón, que ese verso no vale nada. La prueba es su prosaísmo. Lo mismo sucede con las metáforas. Podemos decir: sí, ese verso es admirable porque contiene una metáfora audaz. O: ese verso no vale nada porque contiene una metáfora extravagante. Lo que a veces viene a ser lo mismo.
G. C.: Quisiera saber cómo abordar un texto. Cómo, descartando la emoción, reconocer que revela literatura y no fiarme de la emoción. Fiarme de mi espíritu analítico. ¿Es esto posible?
J. L. B.: ¡Ah! ¡Es muy francesa esta idea de tener una conciencia literaria! Porque otros que no lo son, nosotros, por ejemplo, nos sentimos muy reconocidos cuando nos encontramos frente a la belleza. No soñamos con justificarla o razonarla. Para mí, esta idea de una conciencia intelectual, para saber si tengo el derecho de admirar…
G. C.: ¡Oh, no es para saber si tenemos el derecho!
J. L. B.: O si es necesario hacerlo.
G. C.: ¡No, tampoco!
J. L. B.: Quizá se trate de una ética.
G. C.: No, no. Es para saber si, habiendo analizado el fenómeno literario, se podría fabricar literatura a voluntad. He aquí lo que nos interesa. Así planteamos la pregunta. La pregunta de ninguna manera se plantea en el terreno: «¿Tenemos derecho?» o en el terreno: «¿Es necesario?»
J. L. B.: Perdone…
G. C.: El derecho y el deber no están en tela de juicio.
J. L. B.: Había entendido de una manera ética o jurídica.
G. C.: No, no. El derecho y el deber no están en tela de juicio. Tampoco la admiración. Por el momento, son puntos de vista que dejo de lado. Yo tomo el problema de otro modo. ¿Podría yo fabricar literatura con la ayuda de criterios que utilicen la lógica, la matemática, la lingüística, etc.?
J. L. B.: Bien. Responderé de una manera no francesa, que sería una manera demasiado artificial de actuar. Creo que la emoción es más natural; la emoción presente o la emoción del recuerdo, como decía Wordsworth. Todo eso produce poesía. Si no, habría que pensar en una máquina que hiciera versos; o en algo análogo a la máquina de pensar de Raimundo Lulio, por ejemplo, que intimaría a no pensar, a agotar las combinaciones de palabras hasta que estas palabras dieran ideas. Creo que es más fácil pensar o versificar que recurrir a métodos tan artificiales y penosos. Y que tampoco serían satisfactorios, ya que no explicarían nuestra emoción.
G. C.: ¡Oh, yo no sé nada! Y de golpe percibo que podría formular de otra manera la pregunta que le planteo.
J. L. B.: Entonces, si lo quiere usted así, se trata de un poeta artificial, un poeta mecánico, una especie de cuerpo o de máquina que hiciera versos mediante un arte combinatoria… ¿Es esto?
G. C.: Admitámoslo. Ese poeta «artificial», ¿sería o no un autómata?
J. L. B.: Al lector le daría lo mismo: no sabría si había sido producida por un azar sabiamente dirigido o si provenía de una conciencia humana. De todos modos, esto no le interesaría.
G. C.: Para el lector, pues, nada cambiaría.
J. L. B.: Asimismo, puesto que estamos un poco en el dominio de lo fantástico, podríamos pensar que los antiguos encontraron esta máquina y que se llama Homero, o Virgilio, digamos.
G. C.: ¡Absolutamente! ¿Por qué no?
J. L. B.: Y que todo se ha olvidado. Que, más tarde, se inventaron las biografías, etc., pero que toda literatura se producía de otra manera.
G. C.: Podríamos pensarlo, claro está.
J. L. B.: Sí, agotando las combinaciones de palabras.
G. C.: No tenemos tiempo para ello.
J. L. B.: De agotarlas, no. No, no hace falta agotarlas. En general, creo que uno siente algo de esto. Cuando un poeta juega con las variantes, uno lo reconoce. Veamos el caso de los adjetivos. Recuerdo que se criticó los dos primeros versos de la Jerusalén de Tasso. Él escribió:
Canto Vanne pietose e’l capitano
Che’l gran sepolcro liberò di Cristo…
«Canto las armas piadosas (las armas de los cruzados) y al capitán que liberó la gran sepultura, el gran sepulcro de Cristo».
Uno de sus críticos más recientes, Modigliano, hombre muy inteligente por otra parte, dijo que gran sepolcro era un poco mecánico; que puesto que Tasso escribió: la gran sepultura, el gran sepulcro, esto no puede sorprender a nadie. Pero yo pienso que Tasso tuvo razón. En efecto, puesto que en el primer verso se obtenía ya un efecto con el empleo de un adjetivo inesperado (las armas «piadosas», por decir las armas de los cruzados), no era necesario utilizar otro epíteto sorprendente en el segundo verso. Si no sentiríamos que Tasso era un señor que trabajaba para variar los epítetos. El efecto quedaba destruido. Así pues, era mejor colocar un epíteto un poco trivial. Si no, todo esto olería a mecánico.
Es un poco el caso, creo yo, de Mallarmé. Uno siente siempre el esfuerzo. Uno siente que está demasiado consciente de lo que hace. No sé si usted comparte esta impresión. Sentimos la impresión de que Mallarmé ha trabajado sus versos. Si se quiere un ejemplo más preciso, ahí está el de Joyce. Uno tiene la impresión de que Joyce sabía que se trataba de un juego. Joyce dispone de un juego que vuelve a jugar. En el caso de Mallarmé uno no está muy seguro. Quizá quería, al contrario, ser poeta en el sentido en que Hugo, digamos, lo es.
G. C.: Tenemos la seguridad absoluta de que Mallarmé no se divertía.
J. L. B.: Yo escuché un disco de Joyce. Uno siente que Joyce se divierte enormemente. Las aliteraciones, las consonancias, son para él un juego, un hermoso juego. Del que se ríe.
Hablábamos de adjetivos. Voy a citarle un ejemplo de un adjetivo extravagante que quizá es el más débil de toda la literatura. Se trata de un texto de Gracián, Baltasar Gracián, del siglo XVII. Gracián habla de la isla Santa Elena. Dice que esta isla colocada en medio del océano sirve como lugar de descanso de las naves de la… (sigue el adjetivo que él encontró) Europa. Y Gracián encontró el adjetivo más sorprendente y más débil al mismo tiempo: ¡la «portátil» Europa! Uno no sabría ser más extravagante y más torpe al mismo tiempo. Es un caso extremo. Si uno busca adjetivos puede encontrarlos. ¡Mil! En todo caso, espero que sean encontrados. Evidentemente, el autor quería jugar con la sorpresa. La obtuvo en demasía, cubriéndose de ridículo. ¿Usted cree que sea bello: la «portátil Europa»?
G. C.: No, no lo parece.
J. L. B.: No. Más bien parece algo moderno, en el sentido pobre de la palabra.
G. C.: Me parece esto algo inquietante, porque trato de averiguar qué quiso decir.
J. L. B.: Quiso decir que los europeos viajan, que Europa es viajera, por lo tanto, portátil. Sí, simplemente eso.
G. C.: ¡Esto no es satisfactorio!
J. L. B.: No, evidentemente no es satisfactorio. Lo cité como ejemplo de ridículo y, al mismo tiempo, de barroco. Hay muchos escritores que han encontrado epítetos nuevos y sorpresivos que no eran ridículos.
Pero creo que nos alejamos un poco del punto central de su inquietud que tan mal comprendí en un principio.
G. C.: Voy a precisar mi pensamiento. Me preguntaba si, en el fondo, hay trayectos marcados de antemano en La Biblioteca de Babel; si podemos suponer que hay un orden; si puedo… espere, si puedo volver a encontrar ese orden. He aquí otra manera de formular mi pregunta. No es la única.
Otra manera más sencilla: ¿Podríamos, si tuviéramos los conocimientos lingüísticos necesarios, fabricar literatura? Descartemos la cuestión de saber si es deseable o no. He aquí la pregunta desnuda: ¿Es posible, o será posible?
J. L. B.: Sí, creo que es posible. Estamos en el caso del jugador de ruleta que posee un capital infinito. No puede perder, sólo con doblar su puesta cada vez. En un momento determinado ganará, en el terreno de la hipótesis. Por otra parte, si uno posee un capital infinito nunca pensaría en jugar a la ruleta. ¡Si el capital es infinito no se puede ni perder ni ganar! Por definición las dos cosas son imposibles, creo yo.
G. C.: La razón así lo indica. La pasión puede decir otra cosa.
J. L. B.: Sí, creo que se podría fabricar literatura.. Pero esta fabricación sería demasiado fastidiosa para el escritor, aun suponiendo un escritor inmortal. Regresemos al ejemplo del epíteto. Toma usted un sustantivo cualquiera, después saca su diccionario y ensaya todos los epítetos. Esto podría hacerse, pero se acabaría más pronto pensando en el sustantivo mismo, o esforzándose por emocionarse un poco.
La cosa sería posible, pero no sé si se trataría de una experiencia interesante. Sólo sería posible como experimento. Y sobre todo como un experimento posible. Y no como una experiencia a hacer. En el caso del verbo sería lo mismo.
G. C.: Para el lector, no cambiaría nada si no lo supiera. Para el escritor, la literatura quizá sería fastidiosa, ¡pero la fabricación de la literatura podría llegar a ser apasionante!
J. L. B.: ¿La fabricación de la literatura apasionante? ¿Para quién?
G. C.: Para el propio escritor. El descubrimiento de los secretos de fabricación podría ser apasionante.
J. L. B.: Ah, sí. Quizá estemos equivocados al separar dos cosas que coexisten. Tomemos un texto bien breve, un soneto. Ahí, evidentemente, algo hay de fabricación. Si nos resignamos al primer verso, es necesario que el cuarto rime con el primero. Estamos pues un poco en la máquina de hacer versos. Quizá nos hayamos equivocado al creer que de un lado está la emoción, el pesar, el amor, la espontaneidad, etc., que hacen versos. Y, del otro lado, una máquina de variaciones. Quizá hay ambas cosas en cualquier poema, sea cual fuere. Aun en cuatro líneas. Por un lado, una emoción previa. Por el otro, muy modestamente por otra parte, la fabricación.
G. C.: Toda vez que se respeta una forma…
J. L. B.: Toda vez que se respeta una forma hay que resignarse un poco a las variaciones, y digamos, ya que parece gustarle esa historia, es preciso resignarse a La Biblioteca de Babel.
G. C.: Sí, toda vez que se está en presencia de una forma.
J. L. B.: Toda vez. Y aun cuando se hagan versos libres, aun cuando no se quiera ser Hugo sino Walt Whitman, esos versos libres tienen leyes. El hecho es que estas leyes todavía son secretas para nosotros. Como las leyes de la prosa. Quizá serán descubiertas un día como lo hizo Pierre Menard, creo yo, en otra historia que escribí. Pierre Menard descubrió cuáles eran las leyes secretas de la prosa.
Escribimos un verso. Escribimos otro verso. Nos atenemos un poco al oído. Pero el oído, sin duda, está atónito; o entrevé esas leyes secretas. Sentimos que tal verso libre es posible después de tal otro y que aquel otro es imposible. Es decir, ¡que siempre hay un poco de La Bibtioteca de Babel ahí!
Hay un poco de la máquina.









[5] «El viento de la otra noche derribó al amor» [T] 

Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler


Foto arriba: Borges in Sicily. Near Palermo. Bagheria. Villa Palagonia. 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos






23/8/16

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 2. El ultraísmo







GEORGES CHARBONNIER: La primera entrevista de esta serie fue un panorama de Jorge Luis Borges. Las que siguen estarán consagradas a la literatura en general.
Sabemos que la revista L’Herne dedicó recientemente a Jorge Luis Borges un número especial; no sabríamos recomendar lo suficiente a nuestros oyentes la consulta de esta obra.
Hoy, nos remontaremos a muchos años atrás, al período que sucedió a la guerra de 1914-1918, y pediremos a Jorge Luis Borges que nos precise el sentido de una palabra poco conocida en Francia, la palabra «ultraísmo».
Jorge Luis Borges, la palabra «ultraísmo» nos intriga. Sabemos que esa palabra designa un movimiento literario, un movimiento literario sudamericano. Sabemos que, cronológicamente, este movimiento tiene lugar poco después del período europeo dadá, pero no sabemos qué es el ultraísmo. ¿Qué es, pues, el ultraísmo?
JORGE LUIS BORGES: Creo que lo mejor sería ignorar totalmente el ultraísmo. Se trata de un movimiento literario que tuvo su origen en España: se quería imitar a poetas, qué diré yo, del género de Pierre Reverdy. Se quería imitar a Apollinaire, al chileno Huidobro. Una teoría, que hoy encuentro totalmente falsa, quería reducir la poesía a la metáfora y creía en la posibilidad de hacer nuevas metáforas.
Y bien, yo creí, o intenté creer, en este credo literario. ¡Ahora lo encuentro falso de toda falsedad! No veo ninguna razón para suponer que la metáfora sea el único artificio literario posible, cuando lo cierto es que hay otros. Y, después, también se hizo lo mismo en Buenos Aires.
G. C.: La palabra metáfora conoció la misma fortuna en Francia. Hace tres o cuatro años, revistas, artículos y ensayos estaban llenos de ellas. La moda cambió. La metonimia remplaza a la metáfora.
J. L. B.: ¡No creo que se gane mucho con el cambio!
G. C.: ¡Desde luego!
J. L. B.: Así, pues, hicimos un movimiento literario. Negábamos la rima. Queríamos negar la música del verso. Sólo queríamos encontrar nuevas metáforas. Desgraciadamente para nosotros, había ya en Buenos Aires un poeta, Leopoldo Lugones. Leopoldo Lugones había publicado un libro en 1909. Era un hombre bastante joven para nosotros —en efecto, éramos de 1920. Lugones había predicado y practicado la misma idea: la de renovar las metáforas.
Creo que este movimiento no tiene ninguna importancia o, lo que es otra forma de decir lo mismo, que sólo es importante para los historiadores de la literatura. Lo que es una manera de ser insignificante, según yo.
No creo que sea posible encontrar nuevas metáforas. Creo que hay metáforas que corresponden a afinidades verdaderas entre las cosas. Podríamos citar un montón de metáforas en que se trata de la vida y el sueño, de la muerte y el dormir, del tiempo y del río, de las estrellas y los ojos, de las mujeres y las flores. Diría que estas metáforas, estos lugares comunes, estas trivialidades si se quiere, son verdaderas metáforas. Todo hombre en un momento determinado de su vida piensa, o siente más bien, de esta manera. Cuando se quiere hacer nuevas metáforas, se inventan afinidades que no existen. No se obtiene otro resultado que pasmar o irritar un poco al lector.
Creo que el ultraísmo hizo su época. Estoy un poco avergonzado de haber firmado sus manifiestos. En cuanto a negar la música del verso, encuentro que se trata de un error evidente. Creo que la música es la esencia del verso, es decir, la correspondencia entre la emoción y el sonido del verso. Lo mismo diría de la prosa. En cuanto a la rima: no veo qué razones hay para renunciar a un medio tan agradable como la rima.
En todo caso, esta historia del ultraísmo corresponde a una época muy lejana. Yo era ultraísta en 1921. Estamos en 1964. Si aún quedan colegas de esa época le dirán exactamente lo que yo digo. Esa época era muy divertida para nosotros. Nos divertimos mucho creyéndonos revolucionarios, pensando que la poesía empezaba en nosotros, pensando que si encontrábamos bellas metáforas en Shakespeare o en Hugo era, evidentemente, porque eran precursores nuestros. ¡Precursores nuestros! Eran otras épocas. Sería necesario olvidarlas.
Todo esto podría servir, más o menos, para los exámenes de literatura argentina o española, pero no tiene ninguna importancia. Los «creacionistas», etc. En el caso de los poetas que intentábamos imitar, diría que Apollinaire es a veces un gran poeta, pero más bien a pesar de sus teorías. En todo caso, creo que las teorías literarias no tienen ninguna importancia. En esa época, ese poeta, que seguramente era un gran poeta, dijo que el tiempo de la rima había pasado. Tenía razón en cuanto a sí mismo, puesto que podía hacer admirables versos libres. Si Hugo hubiera dicho lo mismo, se habría equivocado, porque él podía rimar de una manera que me parece muy bella.
Las teorías en sí mismas no tienen, para mí, ninguna importancia. Lo importante es lo que se hace con ellas y esto depende del genio de cada poeta. Es inútil discutir una teoría estética. Es preciso ver a qué objeto ha servido.
G. C.: Anecdóticamente, regreso al ultraísmo…
J. L. B.: Sí, ¿por qué no?
G. C.: ¿Cómo se manifestó —anecdóticamente— el ultraísmo?
J. L. B.: Se manifestó a través de poemas muy cortos, escritos de una manera voluntariamente ingrata o prosaica, y en cada línea había una metáfora generalmente viciosa, ¡no sé por qué razón hacíamos tantas metáforas sobre la luna! Después se descubrió que Lugones o Laforgue ya las habían hecho. También teníamos una vaga idea de ser modernos: de vez en vez había ascensores o aviones en nuestros poemas. No muy numerosos, pero todo esto, creo yo…
G. C.: ¿Tenían relaciones con el movimiento dadá europeo?
J. L. B.: Sí, sí, pero me parece que el movimiento dadá era más interesante. Correspondía a una idea, digamos, de nihilismo, de desesperación de la literatura. Quedamos muy decepcionados cuando supimos —después— que los dadaístas no eran verdaderos escépticos. Por ejemplo, cuando discutíamos sobre la paternidad del dadaísmo, pensábamos que el verdadero dadaísta habría debido decir: «Pero, sí, evidentemente, eres tú el inventor del verdadero dadaísmo y no yo». En fin, supimos que los dadaístas eran escritores tan profesionales como los demás, igualmente celosos, igualmente vanidosos.
G. C.: Cada uno de ellos gastó treinta años reclamando la paternidad del dadaísmo: «Soy yo quien lo inventó de verdad».
J. L. B.: Sí, es decir, para demostrar que no eran escépticos. Si hubieran sido verdaderos dadaístas habrían dicho: «No, no, yo no he inventado nada, ¡eres tú quien lo ha hecho!».
G. C.: Ésta ha sido la actitud de Picabia. Picabia decía: «¿Dadá? No lo conozco, de ninguna manera estoy en él». Pero era el único que mantenía esta actitud. Los demás tenían verdaderos museos dadá
J. L. B.: Bien cierto. Verlaine hizo el simbolismo. Cuando se le hablaba del simbolismo, decía: «¿El simbolismo? No sé alemán». Encontraba que el simbolismo era algo pedante. Creo recordar que a los simbolistas los llamaba «cimbalistas». Es decir ¡no se interesaba por las teorías! Igualmente, cuando atacó la rima, lo hizo en versos rimados. Recuérdelo usted:
Oh! qui dira les torts de la Rime
Quel enfant sourd ou quel nègre fou
Nous a forgé ce bijou d’un sou
Qui sonne creux et faux sous la lime?*
Al atacar a la rima, mostraba que podía manejarla con toda facilidad.
G. C.: Los ultraístas, con la edad…
J. L. B.: Se han vuelto otra cosa.
G. C.: ¿Se volvieron hacia el surrealismo?
J. L. B.: No, no en Argentina, que yo sepa. Creo que mi generación se volvió más bien hacia la poesía regular, hacia lo clásico, o hacia el romanticismo. Y cuando llegó el surrealismo, se lo miró con cierta desconfianza. Hubo surrealistas en nuestro país, pero no eran estos mismos, eran jóvenes que nos veían un poco como a viejos pomposos, a nosotros, los viejos que fuimos ultraístas en nuestra época. Sin duda, esto es inevitable.
G. C.: ¿La aparición del surrealismo es reciente en Argentina? Si no la aparición, ¿por lo menos la consideración de la existencia del surrealismo?
J. L. B.: Creo que hay algunos surrealistas, pero perdí la vista hace unos diez años, tengo mis deberes, en fin, mi trabajo de director de la Biblioteca Nacional, mi cátedra de Biblioteca inglesa y norteamericana en la Universidad, estudio el anglosajón, me atrevo a estudiar el noruego para leer textos escandinavos, las eddas y las sagas, tal como leo las elegías y la poesía heroica sajona y quiero escribir de vez en cuando. De ninguna manera estoy al corriente de la literatura más joven.
G. C.: Aquí el surrealismo no es ya una literatura joven.
J. L. B.: No, evidentemente.
G. C.: De ninguna manera.
J. L. B.: De acuerdo, pero en América del Sur las cosas llegan siempre con retraso; se recibe muy lentamente las aportaciones literarias.
G. C.: La guerra fue un toque de agonía para el surrealismo.
J. L. B.: Sí, evidentemente. Pero tengo la impresión de que cuando yo tenía, digamos, veinte o veinticinco años, en Buenos Aires, hablo de lo que conozco, en Montevideo, que también conozco bien, y en Madrid, la literatura podía ser una pasión. Éramos grupos de jóvenes. Nos reuníamos hacia las 11 de la noche, el sábado, y podíamos hablar de literatura, hablar en pro o en contra de las metáforas y la rima, hasta el amanecer. Podíamos discutir también de filosofía. Hablábamos mucho de la existencia o de la inexistencia del yo, del tiempo, de Dios, de la inmortalidad, del universo, del infinito, etc., ¡y todo esto era apasionante para nosotros! Podíamos discutir hasta el amanecer de todas estas cosas.
Creo que ahora la pasión de un joven sería más bien la política. Personalmente, la política me interesa bien poco. Desde luego, estoy contra todos los estados totalitarios. Fui contrario al nazismo. Estoy contra el comunismo. Estoy contra la dictadura que acabamos de sufrir. Se trata de convicciones personales, pero tampoco demasiado interesantes para mí. Es un poco como decir: «No estoy en pro del canibalismo, no». Lo declaro, pero no puedo hablar mucho tiempo de ello.
Creo que ahora, para los jóvenes, la política puede ser una pasión. Mientras que en mi época —todo ello le parecerá a usted un juego muy viejo— la literatura podía ser una pasión. No sólo las cosas de las que he hablado —metáforas, rimas, etc.—, sino también las posibilidades mismas del lenguaje, las relaciones posibles del lenguaje con el universo, con la experiencia humana: todo ello nos apasionaba. No sé si todo esto es válido todavía. Puedo equivocarme. Quizá, en este momento, cenáculos de jóvenes, en las ciudades que he mencionado, están a punto de discutir, con un vocabulario evidentemente distinto, con citas distintas, estos mismos problemas. Esto no es imposible.
G. C.: Hace treinta años podían ustedes alimentar una pasión por la literatura. Supongo que sus homólogos actuales son capaces de alimentar la misma pasión.
J. L. B.: Sí, pero no sé si estos homólogos tienen cenáculos como nosotros. Tengo la impresión —que puede ser falsa— de que casi ya no hay cenáculos. En todo caso, en Argentina, nosotros, los escritores, estamos evidentemente interesados en la literatura: es nuestra vida, es nuestro destino. Pero ya no nos reunimos para discutirla. Cada quien hace su obra en casa y discute sus problemas consigo mismo. En la soledad.
Sé que hay grupos de amigos. Por ejemplo, he hablado con frecuencia de literatura con Adolfo Bioy Casares, Carlos Mastronardi, Manuel Peyrou, con Mujica Láinez, Marisa Vásquez, que me acompaña en este momento, pero esto no significa que haya cenáculos literarios. En mi tiempo sí los había. Cenáculos que contaban, qué diré yo, con quince o veinte personas que se reunían expresamente para hablar de literatura. Seguimos hablando de literatura, pero ya no en forma bien organizada.
G. C.: No, de acuerdo. Aquí hablamos siempre mucho de literatura, pero la organización es menor. Es algo que yo creo extremadamente feliz. Permite más libertad. Entre las dos guerras, la literatura fue violentamente organizada y regida, no por los poderes públicos sino por algunos escritores autócratas…
J. L. B.: Esto ya no existe.
G. C.: No.
J. L. B.: Creo que esto hizo daño. Creo que una de las causas de la riqueza de la literatura inglesa es que nunca ha habido, en Inglaterra, movimientos literarios. Heine decía que todo inglés es una isla. Creo que esto puede aplicarse también a los hombres de letras: cada quien hace su obra; hay muy pocos manifiestos y escuelas. Hubo prerrafaelitas, etc.; lo que hicieron bien nada tiene que ver con el movimiento en sí.
Creo que los movimientos literarios, los cenáculos, las escuelas, son propias del periodismo, de la propaganda, más que de la literatura misma. No sé si tengan una influencia bienhechora. Quizá sí para los escritores muy jóvenes que tienen necesidad de hablar de literatura y que no encuentran un ambiente hospitalario para ello. Ahí son buenas las escuelas. Si no, creo que son útiles para los historiadores de la literatura. Lo mismo diría de la división de los escritores en generaciones.
Y además, repito, creo que las convicciones de un escritor, aun las convicciones estéticas, no son muy importantes. Lo importante es lo que hace. Dado un grupo de escritores con las mismas teorías: las obras son muy distintas. Es suficiente con pensar en los simbolistas, por ejemplo, o en los poetas que se llamaban cubistas. Eran bien distintos irnos de otros, sobre todo cuando hacían cosas valederas. Creo que fue Flaubert quien dijo —y exageraba—: «Si un verso es bueno, pierde su escuela. Un verso de Boileau vale un buen verso de Hugo». Evidentemente exageraba. Pero también tiene algo de verdad.
Si una cosa está lograda, lo está para todo el mundo, aparte de todas las discusiones estéticas. La obra se vuelve clásica, es decir, más allá de toda discusión.
Pero evidentemente no se puede hablar sin simplificar, y no se simplifica sin deformar las cosas. La verdad siempre es más compleja. Aventuro simplemente estas ideas que me han venido a la mente para responder a sus preguntas. Las aventuro con timidez. Simplemente.



* «¿Quién de la Rima dirá los males? / ¿Qué niño sordo, qué loco negro / nos ha forjado tan falsa alhaja / que si la liman nos suena a hueco?» («Art poétique», en Jadis et naguère [traducción de Luis Guarner]).





Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler

Foto: Georges Charbonnier, producer to France Culture,
academic and art critic, April 01, 1967 (Getty Images)


10/7/16

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 1. Introducción







GEORGES CHARBONNIER: La entrevista que van a escuchar es la primera de una serie grabada aprovechando la reciente estadía en París de Jorge Luis Borges. Es un intento de acercarnos a un autor de lengua española y de cultura universal.
Hoy fijaremos algunos puntos importantes, mientras que las próximas entrevistas versarán sobre la literatura en general y las últimas sobre la propia obra de Jorge Luis Borges, que no ha sido traducida todavía en su totalidad al francés. El conocimiento de las obras traducidas, intituladas en francés Labyrinthes, Etiquétes, Fictions, Histoire de l’infamie, Histoire de l’éternité[1]—la mayor parte publicadas en Éditions Gallimard—, abre un buen camino de acceso al pensamiento de Jorge Luis Borges.
Jorge Luis Borges, recientemente consagré un programa a sus obras traducidas al francés. Expuse al auditorio que experimenté una gran dificultad; no hablo el español y, por otra parte, comprobé que diversas personas pronuncian su nombre de manera distinta. ¿Cómo debo pronunciarlo?
JORGE LUIS BORGES: En general, en mi país, se pronuncia «Borges». Quizá esta g ofrece alguna dificultad a los franceses. Cuando era estudiante en Ginebra, todos me llamaban «Borges»[2]. Me llamaban así por razones fonéticas. A mí me da lo mismo. La verdadera debería ser una pronunciación portuguesa de hace dos siglos, que sería «Borges». Pero usted puede atenerse a uno de estos sistemas o a todos los que desee.
G. C.: Como francés, me inclino a decir Borgès.
J. L. B.: En esta conversación seré, pues, Borgès, lo que no me molesta en lo absoluto.
G. C.: En Francia no disponemos de todas sus obras.
J. L. B.: ¿No es una suerte? ¡Quizá fueran demasiadas! ¡He escrito unos cuarenta volúmenes, lo que realmente es un abuso!
G. C.: No lo creemos así y anhelamos que esos cuarenta volúmenes sean traducidos rápidamente. Disponemos, sí, de una obra que Roger Caillois intituló Labyrinthes. Ése no es el título que usted le dio, ¿verdad?
J. L. B.: No; pero existe toda una tradición a este respecto: es preciso traducir fielmente el texto, pero el editor se reserva el derecho de cambiar el título. No sé por qué, pero es una tradición que existe. Hay que respetarla como a todas las tradiciones, creo yo. Por otra parte, el título de Labyrinthes es un acierto, y mi traductor alemán, Karl August Horst, lo adoptó también. Pues me gusta mucho la palabra «laberinto»; mi parecer es que fue correcto cambiarlo. El título original era un poco más pálido, un poco más descolorido.
G. C.: Para nosotros los franceses, Labyrinthes es la obra que reúne La busca de Averroes, La escritura del Dios, Historia del guerrero y de la cautiva El inmortal.
J. L. B.: Creo que se trata de un título bien buscado, ¿no es así?
G. C.: Así parece.
J. L. B.: Sí, Labyrinthes queda muy bien. La palabra es tan misteriosa, al fin y al cabo palabra griega. Así, pues, todo está bien.
G. C.: Sí, sí, así lo creemos. Y después disponemos también de Fictions…
J. L. B.Fictions, sí. El mismo libro que se llama Ficciones en español.
G. C.: Que reúne Pierre Menard, autor del Quijote, Las ruinas circulares, La lotería de Babilonia…
J. L. B.:Eso es…
G. C.La Biblioteca de Babel…
J. L. B.: Se trata de los primeros relatos que escribí.
G. C.El jardín de senderos que se bifurcan…
J. L. B.: Eso es.
G. C.: Y otros más: Funes el memorioso, Tema del traidor y del héroe, La muerte y la brújula, El milagro secreto, Tres versiones de Judas, y aún más…
J. L. B.: Eso es; creo que se tradujeron casi todos los títulos en forma literal.
G. C.: No los he enumerado todos aún…
J. L. B.: No.
G. C.: Disponemos también de una obra titulada Enquêtes.
J. L. B.: Sí, Enquêtes. En español se titula Inquisiciones, que etimológicamente quiere decir «encuestas», pero que también remite a la Inquisición, ¿no es cierto?
G. C.: Sí.
J. L. B.: Creo que este libro lo tradujo Paul Bénichou. Seguramente que lo hizo bien, puesto que conoce el español y —naturalmente— el francés de una manera, podríamos decir, total.
G. C.: Dijo usted «Inquisición». A este libro lo llama Inquisiciones. En francés es una palabra fuerte, mucho más fuerte que «enquête».
J. L. B.: También en español, créame. Es el título de un libro de juventud. No creo que más adelante hubiera escogido un título tan extraño. Cuando jóvenes tendemos al barroquismo, buscamos la sorpresa, y como no estamos muy seguros de los propios medios, buscamos sorprender en todo. Una vez aparecido el libro, la gente se acostumbró a ese título, pero cuando apareció, en Buenos Aires, todo el mundo encontró que era un título muy sorprendente, anormal, para decirlo de una vez por todas.
G. C.: ¡Absolutamente!
J. L. B.: Sí.
G. C.: También disponemos de Histoire de l’infamie y de Histoire de l’éternité reunidas en un solo volumen.
J. L. B.: Sí, aunque se trata de dos libros bien diferentes. Historia universal de la infamia contiene relatos más o menos imaginarios de bandidos; Historia de la eternidad es un estudio sobre la eternidad, sobre las diversas acepciones de eternidad en el decurso de los siglos. También hay un artículo sobre un tema que me interesa mucho en la actualidad, las kenningar, es decir, las metáforas de los poetas anglosajones y de los escaldos escandinavos. Creo que también incluye un cuento, Hombre de la esquina rosada, aunque no me acuerdo muy bien: hace tanto tiempo que escribí ese libro que lo veo un poco como escrito por otro. Cosas que suceden.
G. C.: ¿Se traducirán otras obras en fecha próxima?
J. L. B.: Sí. En diciembre de este año[3] se publicará en Buenos Aires un volumen completo de mis poesías. Incluirá todos los poemas publicados de 1923 a 1964. O sea, el contenido de tres volúmenes, Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente, Cuaderno San Martín, toda la parte poética de un libro que se llama El hacedor... que yo no sé cómo traducir al francés. ¿El «faiseur»? En el sentido griego del poeta que «hace», o quizá en el antiguo sentido inglés de maker. Se trata también de un poeta. Además, unas treinta o cuarenta piezas inéditas. Quiero decir, piezas publicadas en periódicos o revistas y que no habían sido recogidas. Este volumen será traducido al francés por mi amigo Néstor Ibarra. Ibarra me conoce desde hace muchos años y tiene un sentido muy vivo del lenguaje. Como argentino, conoce el español perfectamente, tiene una muy bella traducción española, quizá la más bella, del Cimetière marin de Valéry, un libro que hace ya tiempo publicó en Buenos Aires y para el que escribí un prefacio. Ibarra conoce todos mis hábitos literarios. Podría decir incluso que conoce todas mis manías, todos mis tics literarios. Estoy seguro de que hará una traducción no sólo ajustada, sino, en verdad, muy superior al texto.
Ibarra es un caso muy raro. Tiene un gran talento literario. No sé qué modestia o qué ironía le impide escribir o publicar lo que ha escrito. Prefiere traducir. Quizá piensa que el oficio de traductor es más sutil, más civilizado que el de escritor: el traductor llega evidentemente después que el escritor. La traducción es una etapa más avanzada. Sea como fuere, estoy seguro de que hará una traducción excelente.
Creo que el libro aparecerá en las prensas de mi editor francés, Gallimard, y que lo publicará en el transcurso del próximo año.
Otras traducciones de mis libros —excelentes— las ha hecho Verdevoye, y otro gran amigo mío, Paul Bénichou, que quizá usted conoce. La traducción de los poemas la hará, pues, Néstor Ibarra. Ya ha discutido conmigo algunos puntos que le parecían oscuros y ha encontrado soluciones brillantes…
G. C.: ¿Escribe usted en francés directamente? ¿Lo ha hecho alguna vez? ¿Existen textos suyos escritos directamente en francés?
J. L. B.: Sí. ¡Hace ya tanto tiempo! Cuando cursaba mi bachillerato en Ginebra. Desde luego, leía, como leo aún, a Verlaine y a Baudelaire, e hice algunos intentos. Compuse sonetos, bien mediocres por cierto, en francés y en inglés. Ahora, ya no osaría hacerlo. Tengo un sentido de la responsabilidad que no tenía entonces. Creo que puedo escribir textos tolerables, digamos, o perdonables, en español, pero no en otra lengua alguna. ¡Cometí la imprudencia de publicar dos o tres piezas en inglés y estoy arrepentido!
Creo que para escribir en una lengua cualquiera hay que conocerla a la perfección. Evidentemente, el español es la lengua que más conozco, puesto que es mi lengua materna.
G. C.: En general, ¿cree usted que ha sido bien traducido al francés?
J. L. B.: Sí.
G. C.: ¿Ha tenido la buena fortuna de ser bien traducido a todas las lenguas en las que se han publicado libros suyos?
J. L. B.: No siempre. He tenido, digamos, algunas pequeñas dificultades, pequeñas molestias, al leer las traducciones inglesas y alemanas. En inglés hay visiblemente una trampa. Usted sabe que el inglés dispone de un doble registro. Incluye palabras germánicas y palabras latinas. El traductor inglés de un texto español tiende, por respeto, a traducir con la ayuda de las palabras latinas. Esto puede hacer que la traducción sea un poco pedante.
Invento un ejemplo: imaginemos que escribo en español una habitación oscura. Si el traductor inglés traduce an obscure habitation escribe en una especie de jerga, ya que la frase es absolutamente artificial en inglés. Creo que en este caso debería traducirse simplemente, con palabras sajonas, a dark room. Es bien sencillo y natural en inglés. Pero como el traductor ve la palabra oscura, sólo le viene a la mente «obscure», y habitación le hace pensar en «habitation». Tiende, pues, a traducir an obscure habitation. Esto suena falso y da al texto un aire pedante que no tiene el texto original.
En el caso de la traducción alemana, he visto deslizarse a veces pequeños errores, sobre todo en una historia, Hombre de la esquina rosada, que escribí un poco con la jerga de Buenos Aires, o, mejor dicho, con la que se hablaba hace cincuenta años. En este caso habría sido necesario encontrar a un argentino, a un viejo argentino, para consultarle, y no traducir a golpes de diccionario. Así se habrían evitado algunos errores.
Pero en general tengo la impresión de que las traducciones son buenas. Sobre todo aquellas que he podido examinar más de cerca, es decir, las traducciones francesas. Pero estoy muy reconocido a todos mis traductores: no quisiera hablar mal de ninguno.
G. C.: Creo que se puede decir que lo que ha llamado la atención de los franceses sobre sus obras es el gusto que poseemos por la lógica y la matemática modernas.
J. L. B.: Sí, sí, esto es bien posible. No creo ser un buen matemático, pero sí he leído —y releído, lo que es más importante— a Poincaré, Russell y algunos matemáticos más. Todo esto me ha atraído de la misma suerte. He dado conferencias en Buenos Aires sobre las paradojas eleáticas. La matemática y la filosofía, la metafísica, siempre me han interesado. No diré que sea matemático o filósofo, pero creo haber encontrado en la matemática y la filosofía posibilidades literarias, y sobre todo posibilidades para la literatura que más me apasiona: la literatura fantástica.
Pero más que nada me veo como un poeta o un hombre de letras que ha columbrado las ventajas y posibilidades de las ciencias para la imaginación, sobre todo para la imaginación literaria.
G. C.: El matemático Georges Guilbaud hizo notar que cuando se habla de ciencia-ficción se trata casi siempre de física…
J. L. B.: Sí, oí el programa.
G. C.: Ahora bien, en su caso se podría decir que nos recuerda un poco a la ciencia-ficción, pero que se trata de matemática.
J. L. B.: Sí, de matemática. Poco sé —menos que de matemática o de filosofía—, poco sé de física, de química y aun de aritmética. En un tiempo fui apasionado del álgebra. La aritmética siempre me aburrió un poco, no así el álgebra. Era, lo puedo decir con modestia, un buen algebrista, un mal aritmético y casi nada comprendía de la física y la química. Debí interesarme por los experimentos que se hacen para llegar a la luna, etc., pero todo esto fue sobrepasado de tal modo por la imaginación literaria, o por escritores como Wells, etc., que la realidad me ha conmovido menos de lo que habría sido debido.
G. C.: Por ejemplo: cuando escribió La Biblioteca de Babel, ¿partió usted de una idea matemática precisa?
J. L. B.: Sí: la idea del juego combinatorio. Pero en La Biblioteca de Babel yo diría que hay dos ideas. Primero una idea que no es mía, un lugar común, la idea de una posibilidad de variación casi infinita partiendo de un número limitado de elementos. Detrás de esta idea abstracta, hay también (sin duda sin que me sienta perturbado por ello) la idea de estar perdido en el universo, de no comprenderlo, la necesidad de encontrar una solución precisa, el sentimiento de ignorar la verdadera solución. En ese cuento, y lo espero de todos mis cuentos, hay una parte intelectual y otra —más importante, según creo—, el sentimiento de la soledad, de la angustia, de la inutilidad, del carácter misterioso del universo, del tiempo, y lo que es más importante: de nosotros mismos, para decirlo de una buena vez: de mí mismo. Creo que en todos mis cuentos se encuentran estos dos elementos. Un poco son juego, y juego que no es arbitrario. En todo caso, no lo es para mí. Una necesidad, si la palabra no es demasiado fuerte, me puso a escribirlos.
Y, además, también me he divertido. La labor de escribir un cuento no ha sido sólo fatiga. También diversión. Era un juego. Un poco como el caso del jugador de ajedrez. Hay un problema, una diversión y un gozo.
G. C.: Cuanto más lógico es el lector, cuanto más matemático, cuanto más moderno es su pensamiento —he podido asegurarme de ello—, más brutal es su risa al leer sus cuentos.
J. L. B.: ¡Ah!, me alegra oír decir eso, porque hay personas que sólo ven en mis cuentos una especie de juego árido. Mas, para mí, no se trata de un juego árido. Me divertía escribirlos, estaba emocionado mientras los escribía: sentía a veces que bordeaba la pesadilla, pero no estaba molesto. Al contrario, ¡eso me divertía! Deslizaba bromas en el texto. En un cuento que es una especie de pesadilla, La Biblioteca de Babel, creo que también hay bromas. Quizá sean bromas un poco secretas. Quizá se trata de bromas para mí y mis amigos. Pero le repito que me divertía al hacerlo. Si no, no lo habría hecho.
G. C.: La gente a la que he visto reírse, lo repito, eran compositores, lógicos, matemáticos, siempre personas que tenían una formación matemática bien acusada. Los he visto reírse de verdad, con una risa verdaderamente brutal, morirse de risa. No una risa que se eterniza, no. Siempre estallidos, estallidos violentos.
J. L. B.: ¡Me alegra mucho que me diga usted esto!
G. C.: Así es como he visto suceder las cosas siempre…
J. L. B.: Sí, me alegra mucho que me cuente estas cosas.
G. C.: … en un momento en que el humor y la lógica se juntaban el uno con la otra.
J. L. B.: Tengo la impresión de que en Francia se me ha leído de una manera intelectiva.
¡Quizá se me ha leído con más intelección de la que yo puse al escribir! Tengo la impresión de que se me ha enriquecido un poco o mucho al leérseme.
G. C.: ¡Nosotros tenemos la impresión de habernos enriquecido leyéndolo a usted!
J. L. B.: Entonces la cosa es recíproca, ¡tanto mejor! Pero cuando veo los análisis que se han hecho de mis cuentos, cómo han sido leídos, cómo se los ha tomado en serio, y cómo, al mismo tiempo, se ha sentido lo que hay en ellos de humor, de un humor quizá un poco secreto…
G. C.: Aquellos de nosotros que no somos hispanizantes, sin duda alguna, no lo vemos todo. (Pero usted decía hace un momento que las traducciones publicadas en francés parecían buenas).
J. L. B.: ¡Son muy buenas! Y, además, en Argentina, en América del Sur, se está, o se cree estar, muy cerca de Francia. La influencia de la literatura francesa sobre las diversas literaturas sudamericanas ha sido, y es todavía, muy grande. Aun cuando hablemos el francés de una manera torpe o penosa para ustedes, en Argentina toda persona educada puede gozar de la literatura francesa. Aun cuando tenga dificultades para hablar con un mozo de café o para entenderse con el portero, esta persona no tendrá, creo yo, grandes dificultades para entendérselas con Voltaire, con Hugo, con Verlaine, lo que evidentemente es más importante.
Francia ha sido y es aún muy importante para nosotros, para nuestra cultura. Quizá estemos más cerca de Francia que los españoles, porque los españoles se separaron de Francia: hubo razones históricas, hubo un Napoleón, hubo guerras, etc. Mientras que nosotros, no: no hubo nada de esto.






Notas 

[1] Que corresponden a las siguientes obras de Borges: El Aleph, 
Inquisiciones, Ficciones, Historia universal de la infamia, Historia de la eternidad. [T.]
[2] Con la e muda. [T.]
[3] 1965. [T.]

Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler
Audio en francés

Foto: Georges Charbonnier, producer to France Culture, 
academic and art critic, April 01, 1967 (Getty Images)


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