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22/10/15

Jorge Luis Borges en el sepelio de Macedonio Fernández







Un filósofo, un poeta y un novelista mueren en Macedonio Fernández, y esos términos, aplicados a él, recobran un sentido que no suelen tener en esta república.

Filósofo es, entre nosotros, el hombre versado en la historia de la filosofía, en la cronología de los debates y en las bifurcaciones de las escuelas; poeta es el hombre que ha aprendido las reglas de la métrica (o que las infringe, ostentosamente) y que sabe, también, que puede versificar su melancolía, pero no su envidia o su gula, aunque tales pasiones sean fundamentales en él; novelista es el artesano que nos propone cuatro o cinco personas (cuatro o cinco nombres) y los hace convivir, dormir, despertarse, almorzar y tomar el té hasta llenar el número exigido de páginas. A Macedonio, en cambio, como a los hindúes, las circunstancias y las fechas de la filosofía no le importaron, pero sí la filosofía. Fue filósofo, porque anhelaba saber quiénes somos (si es que alguien somos) y qué o quién es el universo. Fue poeta, porque sintió que la poesía es el procedimiento más fiel para transcribir la realidad. Macedonio, pienso, pudo haber escrito un Quijote cuyo protagonista diera con aventuras reales más portentosas que las que le prometieron sus libros. Fue novelista, porque sintió que cada yo es único, como lo es cada rostro, aunque razones metafísicas lo indujeron a negar el yo. Metafísicas o de índole emocional, porque he sospechado que negó el yo para ocultarlo de la muerte, para que, no existiendo, fuera inaccesible a la muerte.

Toda su vida, Macedonio, por amor de la vida, fue temeroso de la muerte, salvo (me dicen) en las últimas horas, en que halló su coraje y la esperó con tranquila curiosidad.

Íntimos amigos de Macedonio fueron José Ingenieros, Ignacio del Mazo, Carlos Mendiondo, Julio Molina Vedia, Arturo Múscari y mi padre. Hacia 1921, de vuelta de Suiza y de España, heredé esa amistad. La República Argentina me pareció un territorio insípido, que no era, ya, la pintoresca barbarie y que aún no era la cultura, pero hablé un par de veces con Macedonio y comprendí que ese hombre gris que, en una mediocre pensión del barrio de los Tribunales, descubría los problemas eternos como si fuera Tales de Mileto o Parménides, podía reemplazar infinitamente los siglos y los reinos de Europa. Yo pasaba los días leyendo a Mauthner o elaborando áridos y avaros poemas de la secta, de la equivocación, ultraísta. La certidumbre de que el sábado, en una confitería del Once, oiríamos a Macedonio explicar qué ausencia o qué ilusión es el yo, bastaba, lo recuerdo muy bien, para justificar las semanas. En el decurso de una vida ya larga, no hubo conversación que me impresionara como la de Macedonio Fernández, y he conocido a Alberto Gerchunoff y a Rafael Cansinos Assens. Se habla de la irreverencia de Macedonio. Éste pensaba que la plenitud del ser está aquí, ahora, en cada individuo; venerar lo lejano le parecía desdeñar o ignorar la divinidad inmediata; de ese recelo procedieron sus burlas contra viejas cosas ilustres.

Los historiadores de la mística judía hablan de un tipo de maestro, el Zaddik, cuya doctrina de la Ley es menos importante que el hecho de que él mismo es la Ley. Algo de Zaddik hubo en Macedonio. Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas. No imitar ese canon hubiera sido una negligencia increíble.

Las mejores posibilidades de lo argentino —la lucidez, la modestia, la cortesía, la íntima pasión, la amistad genial— se realizaron en Macedonio Fernández, acaso con mayor plenitud que en otros contemporáneos famosos. Macedonio era criollo, con naturalidad y aun con inocencia, y precisamente por serlo, pudo bromear (como Estanislao del Campo, a quien tanto quería) sobre el gaucho y decir que éste era un entretenimiento para los caballos de las estancias.

Antes de ser escritas, las bromas y las especulaciones de Macedonio fueron orales. Yo he conocido la dicha de verlas surgir, al azar del diálogo, con una espontaneidad que acaso no guardan en la página escrita.

Definir a Macedonio Fernández parece una empresa imposible; es como definir el rojo en términos de otro color; entiendo que el epíteto genial, por lo que afirma y lo que excluye, es quizá el más preciso que puede hallarse. Macedonio perdurará en su obra y como centro de una cariñosa mitología. Una de las felicidades de mi vida es haber sido amigo de Macedonio, es haberlo visto vivir.


Marzo-abril de 1952
Jorge Luis Borges


En Macedonio Fernández: Obras
Recopilación y revisión de los textos: Miguel Zavalaga Flórez
Foto sin mención de autor ni fecha Vía


24/2/15

Jorge Luis Borges: Discurso aceptación del Premio Miguel de Cervantes, 1979








Majestades, señoras y señores: 

El destino del escritor es extraño, salvo que todos los destinos lo son; el destino del escritor es cursar el común de las virtudes humanas, las agonías, las luces; sentir intensamente cada instante de su vida y, como quería Wolser, ser no sólo actor, sino espectador de su vida, también tiene que recordar el pasado, tiene que leer a los clásicos, ya que lo que un hombre puede hacer no es nada, podemos simplemente modificar muy levemente la tradición; el lenguaje es nuestra tradición. El escritor tiene una desventaja: el hecho de tener que operar con palabras, y las palabras, según se sabe, son una materia deleznable. Las palabras, como Horacio no ignoraba, cambian de connotación emocional, de sentido; pero el escritor tiene que resignarse a este manejo, el escritor tiene que sentir, luego soñar, luego dejar que le lleguen las fábulas; conviene que el escritor no intervenga demasiado en su obra, debe ser pasivo, debe ser hospitalario con lo que le llega y debe trabajar esa materia de los sueños, debe escribir y publicar, como decía Alfonso Reyes, para no pasarse la vida corrigiendo los borradores, y así trabaja durante años y se siente solo, vivo en una suerte de sueñosismo; pero si los astros son favorables, uso deliberadamente las metáforas astrológicas, aunque detesto la astrología, llega un momento en el cual descubre que no está solo. En ese momento que le ha llegado, que le llega ahora, descubre que está en el centro de un vasto círculo de amigos, conocidos y desconocidos, de gente que ha leído su obra y que la ha enriquecido, y en ese momento él siente que su vida ha sido justificada. Yo ahora me siento más que justificado, me llega este premio, que lleva el nombre, el máximo nombre de Miguel de Cervantes, y recuerdo la primera vez que leí el Quijote, allá por los años 1908 ó 1907, y creo que sentí, aún entonces, el hecho de que, a pesar del titulo engañoso, el héroe no es don Quijote, el héroe es aquel hidalgo manchego, o señor provinciano que diríamos ahora, que a fuerza de leer la materia de Bretaña, la materia de Francia, la materia de Roma la Grande, quiere ser un paladín, quiere ser un Amadís de Gaula, por ejemplo, o Palmerín o quien fuera, ese hidalgo que se impone esa tarea que algunas veces consigue: ser don Quijote, y que al final comprueba que no lo es; al final vuelve a ser Alonso Quijano, es decir, que hay realmente ese protagonista que suele olvidarse, este Alonso Quijano. Quiero decir también que me siento muy conmovido, tenía preparadas muchas frases que no puedo recordar ahora, pero hay algo que no quiero olvidar, y es esto: me conmueve mucho el hecho de recibir este honor en manos de un Rey, ya que un Rey, como un Poeta, recibe un destino, acepta un destino y cumple un destino y no lo busca, es decir, se trata de algo fatal, hermosamente fatal, no sé cómo decir mi gratitud, solamente puedo decir mi innumerable agradecimiento a todos ustedes. 

Muchas gracias.


En Jorge Luis Borges, Premio de Literatura en lengua castellana "Miguel de Cervantes" 1979, 
Barcelona, Anthropos, Editorial del Hombre, Ministerio de Cultura, Dirección General del Libro y Bibliotecas, 1989

Antologado en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé








Fotos: 
Borges en la ceremonia Premio Cervantes 1979. Gerardo Diego en segundo plano
Borges y Gerardo Diego con los Reyes de España en la entrega del premio (Archivo Clarin)



22/10/14

Jorge Luis Borges recibe las llaves de la Ciudad de Medellín






Señoras y señores

Yo diría que el Universo es continuamente optimista, grandioso, pero ese misterio es sensible en ciertas cosas, sobre todo en unas llaves.

Desde que yo era chico me fue mal con las llaves. Pensar que un trozo de metal podía franquear la entrada de un gran edificio… Yo diría que estas llaves, el hecho mismo de una llave, es algo que nos hace sentir lo misterioso del mundo. Podría decirse de otras cosas, de la escritura, por ejemplo. También de la palabra. Yo acabo de tener ese sentimiento al oír las hermosas palabras del señor Alcalde y lo que está detrás de las palabras y…, ahora, ¡qué otra cosa puedo decir!

Estoy muy conmovido. Me entregan estas llaves que no abren ninguna puerta, o mejor dicho, que abren todas las puertas ya que no abren ninguna, y que para mí será el símbolo de la nostalgia que yo siento, porque de algún modo yo estoy en Buenos Aires y estoy añorando esta tarde en que estoy con ustedes, en que me siento en tierra de Colombia; en donde me siento rodeado por la cóncava hospitalidad y generosidad de todos ustedes. Muchas gracias, digo esto a cada uno de ustedes, no a todos, a cada uno de ustedes, singularmente.


Medellín, Colombia, noviembre de 1978
Fuente y notas

27/3/14

Jorge Luis Borges: Homenaje a Victoria Ocampo





Discurso pronunciado en la sede central de la Unesco el 15 de mayo de 1979

Señoras, Señores:

Hemos oído varias veces esta noche en boca de Uslar-Pietri un curioso neologismo que fue forjado hará unos dos mil quinientos años por los estoicos, y ese neologismo que sigue siendo asombroso, ambicioso y generoso es la palabra "cosmopolita". Pensemos en lo que significa aquello, pensemos que los griegos se definían por la ciudad en que habían nacido: Zenón de Elea, Tales de Mileto, después Apolonio de Rodas y pensemos en lo extraño de que algunos de los estoicos quisieran modificar aquello y llamarse no ciudadanos de un país, como todavía mezquinamente decimos, sino ciudadanos del cosmos, ciudadanos del orbe, del universo, si es que este universo es un cosmos y no un caos como parece ser muchas veces. Pues bien, recuerdo también un gran escritor americano, Hermán Melville, que dijo en alguna página de "The White Whale " que un hombre tenía que ser a patriot to heaven, es decir tenía que ser leal al cielo y creo que es buena esa ambición de ser cosmopolita, esa idea de ser ciudadanos no de una pequeña parcela del mundo que cambia según las convenciones de la política, según las guerras, con lo que ocurra, si no de sentir todo el mundo como nuestra patria. Pues bien, esa interpretación generosa de la palabra cosmopolita es la que tuvo Victoria. Ahora al decir cosmopolita podemos pensar en turistas, en algo tan borroso como internacional, pero yo creo que el verdadero sentido es éste: somos ciudadanos del mundo o debemos tratar de serlo y que en esa palabra está cifrado de algún modo el destino de Victoria Ocampo. Ser cosmopolita no significa ser indiferente a un país, y ser sensible a otros, no. Significa la generosa ambición de querer ser sensibles a todos los países y a todas las épocas, el deseo de eternidad, el deseo de haber sido muchos, que ha llevado a la teoría de la transmigración de las almas.

Pues bien, Victoria sintió aquello, lo sintió de un modo ejemplar, podemos decir. Indudablemente fue una buena argentina: padeció una honrosa prisión durante la época de la dictadura y luego uno de sus últimos actos fue firmar, éramos pocos, realmente, una protesta contra cierta absurda guerra que se planeaba entonces. Es decir, ella sentía la patria y sentía también las otras patrias, principalmente sentía a Europa y aunque yo abomino del nacionalismo que es un mal de esta época, sin embargo creo poder afirmar que los americanos del norte o del sur podemos sentir Europa de un modo que es difícil que sea sentida por quienes han nacido aquí, ya que aquí un hombre tiende a pensar que es francés, que es inglés, que es alemán y luego siente que es europeo. En cambio nosotros desde esa vida nostálgica que llevamos podemos sentir Europa y eso más allá de lo étnico, más allá de las aventuras de la sangre, eso no importa. Podemos pensar en la cultura occidental, pero también la palabra cultura occidental es falsa, porque la cultura occidental podría definirse como el diálogo de Grecia con Israel o, si ustedes prefieren, podemos pensar en Platón, podemos pensar en la Biblia, en esa reconciliación que la Edad Media logra, de ambas fuentes. Además, ¿qué son los países? Toynbee ha señalado que la historia de Inglaterra es incomprensible sin el contexto. Y recuerdo un verso de Tennyson de quien Chesterton dijo que era un Virgilio provinciano. Tennyson dijo "Saxon and celt and dane are we", es decir, todo inglés puede decir que es sajón, que es celta, que es escandinavo. Y nosotros ¿cuántas sangres se juntan en nosotros? En mí, que yo sepa, sangre portuguesa, sangre española, sangre inglesa, quizás alguna muy lejana e hipotética sangre normanda y sin duda sangre judía. Pero ser español, ¿qué es? Pensemos simplemente en el hecho de España, pensemos en los celtas, pensemos en los fenicios, pensemos en los romanos, pensemos en los godos, en los vándalos que eran germanos, pensemos en los árabes que estuvieron ocho siglos allí, pensemos en los judíos que sin duda estuvieron allí y han dejado ilustres nombres, y en que ser español ya es ser algo múltiple y creo que ya que la idea de razas puras es una idea falsa, creo que esto es una riqueza. Pero más importante que la sangre de nuestro cuerpo es la sangre del espíritu.

¿Y qué seríamos nosotros sin Grecia, ya que Virgilio es inconcebible sin Homero y Homero sin duda es inconcebible sin otros griegos, si es que hubo alguien que se llamó Homero? Es decir, todo el mundo está felizmente unido y, para volver a otro concepto de los estoicos, es la idea que justifica las supersticiones, de que todo el mundo es un organismo. De Quincey dijo que las cosas menores son espejos secretos de las mayores y así se justifican las supersticiones. Todo está unido y el número 13 puede predecir la muerte, ya que todos pertenecen a la misma escritura. Aquí recuerdo lo de Carlyle. Carlyle dijo: la historia es un texto que debemos leer continuamente, que debemos escribir continuamente y, aquí viene el escalofrío: en el que también nos escriben, es decir, somos signos de esa ortografía divina y es la idea de León Bloy y es la idea de los cabalistas.

Pues bien, Victoria sintió la atracción de Europa y luego sentiría la del Oriente, no sabemos si el Oriente existe, no sabemos si la palabra Oriente tiene algún significado para un japonés, para un hindú. Posiblemente no, posiblemente ellos sientan sus diferencias, así como en Europa las diversas naciones sienten sus diferencias. Yo creo, yo diría que debemos tratar de atenuar nuestras diferencias y de sentir nuestras afinidades, pero ese es un error. Yo creo que lo más exacto sería lo que hizo Victoria Ocampo, sentir que el mundo era una fiesta y que esa fiesta le ofrecía muchos sabores y querer gustarlos a todos y hacer que los otros gustaran de ellos. Uslar-Pietri se acordará de Arturo Capdevila. Arturo Capdevila tiene un libro titulado "La fiesta del mundo". Se dirá que ya que el mundo está hecho de muchas cosas, puede ser comparado a cada una de ellas pero lo más hermoso es la idea de compararlo a una fiesta, una fiesta de diversos sabores y yo sé, por haber tratado a Victoria Ocampo durante medio siglo, aunque nunca fuimos amigos íntimos, yo sé que Victoria Ocampo sentía las diversas culturas de Europa. Sintió también, a través de Tagore, a través de la filosofía, a través de Kipling, sintió también a la India, es decir sintió al Oriente.

La vida de Victoria Ocampo es un ejemplo, un ejemplo de hospitalidad. Esa hospitalidad la llevó a recibir tantas culturas, tantos países a través de su memoria llena de versos en diversos idiomas. No siempre estábamos de acuerdo. Ella cometía para mi la herejía de preferir Baudelaire a Hugo y yo cometía para ella la herejía de preferir Hugo a Baudelaire. Pero nuestras discusiones eran discusiones gratas. Yo no recuerdo que ella cometiera el error común, que yo suelo cometer, de admirar a alguien contra alguien. No, era fundamentalmente generosa. Si admiraba a un escritor no lo admiraba contra los demás escritores. Ella no admiraba a Baudelaire contra Hugo o contra Verlaine, no, era mucho más sabia que yo. Yo suelo tender al fanatismo y ella no lo tenía. El recuerdo de Victoria Ocampo me acompañará siempre. Yo no era nadie, yo era un muchacho desconocido en Buenos Aires, Victoria Ocampo fundó la revista Sur y me llamó, para mi gran sorpresa, a ser uno de los socios fundadores. En aquel tiempo yo no existía, la gente no me veía a mí como Jorge Luis Borges, me veía como hijo de Leonor Acevedo, como hijo del Dr. Borges, como nieto del coronel, etc. Pero ella me vio a mí, ella me distinguió cuándo casi no era nadie, cuando yo empezaba a ser el que soy si es que soy alguien todavía, porque a veces tengo mis dudas, a veces creo que soy una superstición de ustedes y ustedes me han inventado, sobre todo Francia me ha inventado. Yo era el hombre invisible de Wells en Buenos Aires y luego recibí aquel premio internacional. Bueno, ahí votó por mí Roger Caillois y entonces empezaron a verme en Buenos Aires, se dieron cuenta que yo estaba allí y todo eso lo debo también a Victoria Ocampo. Fui nombrado director de la Biblioteca Nacional después de los años aciagos de la dictadura de cuyo nombre no quiero acordarme y debo eso a la iniciativa de Esther Zemborain de Torres y de Victoria Ocampo. A ellas se les ocurrió que yo podía ocupar el sillón de Groussac y de Mármol. A mí me pareció que eso era imposible. Les dije: "Quien mucho abarca poco aprieta, yo preferiría dirigir la Biblioteca de Lomas de Zamora" que es un pueblo que está al sur de Buenos Aires. Victoria me dijo: "No sea idiota". Efectivamente, ocupé el sillón de Groussac. Yo dirigí aquella biblioteca y descubrí que se cumplía en mí un hecho que voy a recordar ahora. El hecho es éste: Groussac había sido ciego y había dirigido la biblioteca. A mí me dieron un tiempo los 900.000 volúmenes (habrá menos ahora, habrán robado muchos sin duda, digamos unos 800.000 ahora) de la Biblioteca Nacional y descubrí que estaba ciego, apenas podía descifrar las carátulas y los lomos de los libros. Entonces escribí un poema, pero una vez que escribí esos poemas sobre Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche, descubrí que esa dinastía era triple, ya que José Mármol, el olvidado novelista argentino, que ha fijado para todos los argentinos y quizás para toda América la imagen no sé si más fiel pero si la más vivida del tiempo de Rosas, había sido también ciego. De modo que parece algo misterioso, parece que es muy peligroso ser Director de la Biblioteca, porque uno corre el albur de ser ciego, pero como yo soy el tercero, quizás sea el último. El número tres tiene una significación. Si me piden un recuerdo de Victoria, es curioso, yo recuerdo que nunca estábamos de acuerdo y que siempre nos queríamos mucho, y no nos poníamos de acuerdo, pero éste es un rasgo grato, el hecho de poder estar en desacuerdo con alguien es mucho y ya que estoy en Francia, quiero recordar también a un hombre a quien recuerdo siempre, Pierre Drieu La Rochelle. Yo lo conocí, Victoria lo había invitado, fue uno de los dones que Victoria hizo a nuestro país, y recuerdo que salimos a caminar por los arrabales de Buenos Aires. No sé si era por Chacarita, por el puente de Alsina, por Barracas, no recuerdo muy bien dónde, pero de pronto sentimos la cercanía de la llanura, de pronto sentimos la gravitación de la llanura. Habíamos dejado las casas y estábamos entrando en el campo, entonces Drieu dijo una cosa que no recogió en ningún libro, pero que es la definición de la llanura, que todos los escritores argentinos hemos buscado, con la cual no hemos dado. Fue necesario que aquel normando viniera y nos la dijera. Dijo: "Vertige horizontal", es la expresión magnífica, una hermosa metáfora.

Pues bien, a Victoria le interesaba la literatura francesa, pero no sólo los autores ilustres sino los escritores medianos, por ejemplo si yo hacía una alusión a Gide, Victoria la conocía desde luego. Si yo aludía al Sr. Sherlock Holmes y a su amigo el Dr. Watson ella indudablemente los conocía también. Frecuentaba a Leroux también, y me parece que el hecho de conocer a los escritores menores, de conocer el slang de los diversos idiomas, conocer lo que viene a ser como bromas de familia de los idiomas, esa es la verdadera intimidad con un país. Y ahora sólo me resta decir que es importante honrar a Victoria, pero que es más importante ser dignos de aquella alta memoria de Victoria Ocampo. Debemos tratar de continuar su labor, debemos tratar de interesarnos no en un solo país, en un solo proceso histórico, sino iniciar esa aventura imposible y generosa de la humanidad, debemos interesarnos en el universo. Muchas gracias.

Sur, Buenos Aires, N° 349, enero-junio de 1980
Imagen: Borges con Victoria Ocampo s/d


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