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28/8/18

Jorge Luis Borges: Baruch Spinoza [Conferencia en la Sociedad Hebraica Argentina, 1° de abril de 1985]









Señoras, señores. En una novela de Joseph Conrad, que para mí es el novelista, un navegante, que es el narrador, ve desde la proa de su nave algo. Una sombra, una claridad en los confines del horizonte. Y se dice que esa claridad, esa sombra, es de la costa de África. Y que más allá hay fiebres, imperios, ruinas, Sahara, los grandes ríos que exploraron Stanley, Livingstone, y luego palmeras, y lo que queda de Cartago, que Roma borró con el fuego y con la sal. Y luego la historia de portugueses, de holandeses, de zulúes, de bantúes, y también los compradores de esclavos, y ruinas, y pirámides. Es decir, un vastísimo mundo. De selvas, desde luego, de leopardos, de pájaros.

Bueno, a mí me sucede algo parecido. Me he comprometido a hablar de Spinoza. Me he pasado la vida explorando a Spinoza y, sin embargo, qué puedo decir de él. Puedo decir de él lo que dice el narrador de la novela de Conrad. Ha vislumbrado algo. Sabe que eso que vislumbra es vastísimo. Yo me propuse alguna vez un libro sobre Spinoza. Tengo en casa, bueno, varias ediciones de la Ethica, en alemán, en francés, en inglés. Y muchos estudios sobre Spinoza, y biografías. Sin embargo, qué puedo confesar ahora sino mi ignorancia, mi deslumbrada ignorancia. Pero tengo la impresión de algo no solo infinito sino esencial también. Algo que de algún modo me pertenece. Yo pensaba escribir un libro sobre Spinoza. Junté los materiales, y luego descubrí que no podía explicar a otros lo que yo mismo no puedo explicarme. Pero hay algo que puedo sentir, misterioso como la música, misterioso como su Dios.

Pero pensé en estos días que Spinoza había consagrado su vida a construir dos imágenes. Una es la que conocemos todos. Recuerdo aquellas palabras que en la presentación acaba de recitar un amigo mío: un hombre engendra a Dios... Ese fue Spinoza, que dedicó su vida no sólo a pulir lentes sino también a pulir lo que yo he llamado en un soneto ese otro claro laberinto de la Divinidad, ese ser infinito, que viene a ser el más complejo de los dioses.

Una de las tareas de la humanidad ha sido imaginar a Dios. Pero, de los casi infinitos dioses que se han imaginado, ninguno, ni siquiera el Dios de la Escolástica, el Dios de Santo Tomás, por ejemplo, puede competir en variedad, en insondabilidad (si se me permite el barbarismo), con el Dios de Spinoza. Bueno, esa imagen ha quedado y será parte de la memoria de todos los hombres. Más allá de los otros dioses del panteísmo, por ejemplo la esfera infinita de Parménides, por ejemplo el Brama de la India, que crea el mundo, Visnú, que lo conserva, y Siva, que lo destruye. Salvo que Siva es, a la vez, el que destruye y el que engendra, ya que la muerte y el acto sexual vienen a ser lo mismo, porque uno es causa del otro.

Bueno, Spinoza dedicó su vida a imaginar a Dios con amor, con lo que él llamó amor intelectual, una expresión que tomó de Moisés Maimónides. Dedicó su vida a imaginar a Dios con imaginación, con amor y con una rigurosa razón que suele llamarse razón cartesiana. Salvo que Spinoza fue mucho más riguroso que Descartes, su maestro. Ya que si Descartes parte del rigor cartesiano y concluye en el Vaticano y en la Trinidad, no muchos podemos esperar de ese rigor. En cambio Spinoza llevó su voluntad, no diré de engendrar, sino de erigir a Dios, ese cristalino laberinto, hasta el fin.

Pero, mientras él se dedicaba a ese propósito, estaba creando otra imagen. Esa otra imagen no es menos inmortal que la de Dios. Es la imagen que ha dejado en cada uno de nosotros. La imagen de su propia vida. Recuerdo una expresión latina, vita umbratiles, vida en la sombra. Es la que buscó Spinoza y la que no ha logrado ciertamente, ya que ahora, tantos siglos después, estamos aquí, en el extremo de un continente que casi ignoró, estamos aquí pensando en él, yo tratando de hablar de él, y todos extrañándolo. Y, curiosamente, queriéndolo, lo cual es lo más importante.

Bueno, veamos primero esa imagen de la vida de Spinoza que sin duda ustedes conocen mejor que yo.

Suele leerse que Spinoza era un judío portugués. En todo caso, su familia se embarcó en Lisboa huyendo del quemadero inquisitorial y buscó refugio en la más tolerante de las naciones, Holanda. Y Spinoza fue un buen ciudadano holandés.

Leí hace años en una biografía de Spinoza un catálogo de su biblioteca. Y, curiosamente, no figuraban libros portugueses. Pero había ejemplares de Cervantes, y de Quevedo también.

Y leí en la admirable History of Western Philosophy, de Bertrand Russell, que Spinoza conocía el castellano, el portugués (su familia se embarcó en Lisboa, y además conocer un idioma es conocer a otros, las diferencias son mínimas, como yo lo he comprobado muchas veces), y supo también latín.

Es una lástima que hayamos perdido el latín. Todos sentimos la nostalgia del latín, y la literatura la siente. En versos de Quevedo, por ejemplo: Feroz, de tierra, el débil muro escalas. El hipérbaton latino. Quiere decir: feroz escalas el débil muro... Y otro hipérbaton famoso de «Elegía a las ruinas Itálicas»: Esto, Fabio, ay dolor, que ves ahora..., que parecen palabras casi amontonadas al azar, y luego todo se explica al empezar el segundo verso: campos de soledad, mustio collado. Y tendríamos ejemplos de Góngora más forzados y menos felices.

Pero, en fin. Spinoza llegó no solo a escribir en latín, sino, estoy casi seguro, a pensar en latín. Es una lástima que se haya perdido esa lengua universal. Y todos sentimos esa nostalgia. Es una característica de las literaturas. De todas. Querer volver al latín, ese idioma que Browning llamó el idioma de mármol: latin, marble language.

Pues bien. Spinoza conoció desde luego el holandés. Fue su lengua. Estudió quizás algo de griego, estudió el hebreo, y algo de le habrá alcanzado del italiano, y del francés también. Su familia era humilde. Mis fechas son vagas, pero espero no equivocarme al hablar de 1632- 1677, lo cual daría una vida bastante larga, cuarenta y cinco años, dada la tuberculosis que lo aquejó. Recuerdo haber escrito aquel soneto, donde me refiero a la tuberculosis, que dice así: Las traslúcidas manos del judío / Labran en la penumbra los cristales / Y la tarde que muere es miedo y frío / (Las tardes a las tardes son iguales). Luego explico que esos cristales son los lentes que él pulía, ya que existe esa buena tradición judía de que el rabino tenga un oficio manual. Y luego esos otros cristales que constituyen el laberinto de la Divinidad.

Spinoza estudió el hebreo, estudió la escritura, estudió el Talmud, estudió la filosofía de Maimónides y estudió la Cábala. En cuanto a la Cábala, la consideró un delirio. Y en cuanto a todo lo demás, esa idea de un Dios que es un ser personal, un Dios que elige un pueblo, un Dios que hace pacto con el pueblo, todo eso le resultó del todo extraño. El lo rechazó y divulgó sus dudas entre sus compañeros. Y eso se supo, y tiene que haber sido bastante importante su influencia, ya que quisieron sobornarlo con mil florines, que él rechazó, y, según se dice, trataron de asesinarlo. Pero como él persistía en sus opiniones heréticas, la Sinagoga lo excomulgó. En las biografías de él están las terribles palabras del Anatema: Anatema sea cuando está solo. Anatema sea en la calle. Anatema sen en el lecho. Que ningún hombre se acerque a él...

Una cosa terrible. Bueno, fue excomulgado, arrojado de Israel, y quizá lo atrajo la Escolástica, quizás habrá leído algo del teólogo irlandés del siglo IX Escoto Erígena. Escoto quiere decir irlandés. Erígena nacido en Erín, en Irlanda. Es decir, dos veces irlandés. Escoto llegó a la corte de Carlos el Calvo desde su monasterio en Irlanda, perseguido por los sajones, e inventó un sistema según el cual todas las cosas emanan de la Divinidad, y después del Juicio Final regresan a la Divinidad. Curiosamente, ese sistema es el mismo que otro irlandés más famoso, George Bernard Shaw, dramatiza en el pentateuco metabiológico Vuelta a Matusalén, en el cual dice que no hay hombres adultos, por lo menos en Occidente, y que la edad mínima debe ser de trescientos años. Ya la final, en el último acto, todas las cosas vuelven a la Divinidad.

Hay una expresión muy linda, admirable, de este sistema, en la obra Contemplations, de Víctor Hugo. El poema se titula hermosamente «Ce que dit la bouche d'ombre», Lo que dice la boca de sombra, y al final todos los seres, sin excluir al demonio, vuelven a Dios, y vuelven también los dragones, las serpientes, los reptiles que hemos hecho símbolos del mal, y todos ellos vuelven a la Divinidad y no se sabe qué sucede después.

Pues bien, Spinoza vive humildemente en distintas ciudades de Holanda, da pruebas de su valor en alguna circunstancia patriótica y rechaza dos sobornos. En un caso, le ofrecieron no sé qué cargo muy importante en Francia a condición de que él dedicara un libro a Luis XIV, el gran monarca. Pero Spinoza rechazó aquello. Y luego le ofrecieron también una cátedra de filosofía en Heidelberg, Alemania. Y le prometieron que tendría plena libertad de expresar su pensamiento. El rechazó este soborno también y siguió puliendo lentes, pensando y escribiendo. Escribiendo en un árido latín, como Swedenborg, el místico sueco que fue su contemporáneo.

Tenía muchos amigos. En Inglaterra, en Holanda, en Alemania. Decidió escribir su libro siguiendo el método geométrico de Euclides, y eso hace que su lectura sea muy difícil. Goethe dice que no se atrevió a entrar en ese laberinto que vendría a ser la Ethica de Spinoza porque leyó algunas páginas y no se sintió mejorado en ningún momento, pero que vio lo bastante de Spinoza para sentir su grandeza, para sentir que ahí había algo distinto.

Spinoza recibió la visita de Leibniz, y, según he leído, Leibniz habría tomado de él la doctrina de la armonía preestablecida, pero luego negó haberlo conocido. No se condujo bien con él. Pues bien, Spinoza llevaba su vida. Era una vida muy sencilla. Creo que le gustaba la sopa de lentejas, se retiraba muy temprano y su ocupación principal era el pensamiento.

Ilustre vida. Ahora, ese modo de escribir, en el cual sigue la geometría de Euclides, no es arbitrario, ya que veía todo el Universo como lógicamente justificable. Y. Si creía que la geometría podía justificarse lógicamente, no es un capricho (y además Descartes ya había hecho algo parecido) que explicara su filosofía de ese modo, mediante axiomas, definiciones, proposiciones, corolarios. En los Estados Unidos, tuve ocasión de manejar un libro titulado On God (De Dios), que es el nombre de otra obra de Spinoza, pero ese libro está construido de este modo: se suprime todo el incómodo andamio geométrico y está el texto de Spinoza. Y se han combinado la Ethica y el Tractatus con las cartas de él a sus amigos en las cuales explica sin aparato geométrico el sistema.

Pues bien, Spinoza llevó esa vida. Bertrand Russell dijo que quizá no es el más riguroso de los filósofos, pero, y esto es mucho más importante, sí The most lovely, el más querible de todos los filósofos, ya que otros pueden ser admirados, pero no queridos. Y es más importante ser querido que admirado.

El, quizá tomando esa idea de Maimónides, predicó el amor intelectual de Dios. Pero dice ( y esto no lo entendió bien Goethe) que ese amor no espera ser correspondido. Debemos querer a Dios, pero no debemos esperar que él nos quiera. Dios se quiere infinitamente a sí mismo y no tiene por qué querernos a nosotros, que somos atributos o modos muy parciales, casi infinitesimales, de la Divinidad.

Sabemos, entonces, que Spinoza vivió solo, que se retiraba temprano. Pero hay un rasgo un tanto ingrato que, sin embargo, no tengo por qué ocultar, ya que nos ayuda a tener una imagen suya. Ese rasgo es que le gustaba organizar y presenciar riñas de arañas. Veía en esos duelos símbolos de la maldad y las pasiones de los hombres. Siento haber tenido que recordar eso.

Bueno, ya tenemos esa vida que pasa de una ciudad a otra en Holanda, que rechaza honores ofrecidos en Heidelberg, ofrecidos también, creo, por La Sorbona, en París, y que prefiere el placer intelectual a cualquier otro.

Parece que siendo muy joven se enamoró, que su amor no fue correspondido, que él volvió a ese otro amor, el amor de Dios. Vivió cuarenta y cinco años, murió tísico, e inmediatamente se dijo que había sido ateo. Lo cual parece un castigo justo para un hombre que pensaba que solo Dios existe.

Hay un verso de Amado Nervo que vendría a ser una suerte de síntesis, quizás involuntaria, de la filosofía de Spinoza. Ese verso, si no me engaño, dice: Dios existe / nosotros somos los que no existimos.

He llegado a pensar que la filosofía de Spinoza puede llegar a desaparecer, pero que quedará su imagen. John Toland, unos cuarenta años después de la muerte de Spinoza, acuñó una palabra que parece imprescindible ahora y que él no conoció: la palabra panteísmo. Es lo contrario a ateísmo. Ateísmo quiere decir que no hay Dios, y panteísmo, que todo es Dios. Spinoza usa la frase Deus sive natura, (Dios o la Naturaleza). Es decir, ambas cosas son iguales. Dios o el Universo. Salvo que el universo no es solo el Universo material, el del espacio astronómico, sino lo que llamamos el proceso cósmico. Es decir, el Universo comprende todo lo que existe. Nos comprende, por ejemplo, a cada uno de nosotros, comprende esta tardía tarde posterior a la muerte de Spinoza, comprende toda nuestra vida, lo que soñamos, lo que entresoñamos, lo que hemos hecho, comprende la historia universal, y todo eso también es Dios.

Ahora, el panteísmo como sistema es antiguo. Lo encontramos por ejemplo en Parménides. Creía que solo existe una esfera, infinita, pero esa esfera es material. Y en la filosofía de la India, tenemos a Brama, que es también el Universo. Y luego hubo otras filosofías panteístas posteriores. Pero la más extraña es la de Baruch Spinoza, o Benedictus Spinoza. Para él hay un solo ser, y ese ser es Dios. Pero ese Dios es harto más complejo que las otras divinidades que nos han propuesto los teólogos de todas las sectas y de todas partes del mundo. La definición, creo, está en la primera página de la Ethica, aunque es de difícil comprensión y no estoy seguro de haberla entendido. Pero quizá podamos adelantar algo en la infinita exploración de esa frase. El define a Dios como una sustancia infinita, dotada de infinitos modos o a tributos. Y agrega que esa sustancia es su propia causa. Eso es lo más difícil, o en todo caso me resulta a mí lo más difícil. Pero podemos pensar en la definición ontológica de la Divinidad que da el escolástico San Anselmo. Según parece, era un italiano, arzobispo de Canterbury, y creía en Dios, y le pidió que, ya que había tanta gente que no creía en Él, le diera un prueba, y descubrió así lo que se ha dado en llamar la prueba ontológica, la prueba del Ser. Hay otras pruebas que dicen que Dios existe ya que en este mundo se observa un orden. Por ejemplo, las diversas edades del hombre, las diversas estaciones, el orden de los astros, el hecho de que las cosas se dividan en animales, minerales, vegetales. Ese vendría a ser el orden cosmológico, pero el ontológico es más raro. Voy a decirlo con las mismas palabras de San Anselmo, que quizá lo hagan más fácil, aunque no convincente. Empieza por preguntar: ¿Puedes tú concebir un ser perfecto? Y para seguir el juego tenemos que decir que sí. Entonces sigue: ¿Puedes concebir un Ser absolutamente poderoso, absolutamente omnisciente, absolutamente justo? Tenemos que contestar que sí. Luego San Anselmo nos pregunta: ¿Ese Ser existe o no? Entonces, si somos sinceros, contestamos que no sabemos. Y San Anselmo nos dice: Entonces, no has imaginado al Ser más perfecto, ya que le falta el atributo de existir. Y podemos imaginar otro más perfecto, que además exista. Luego, Dios existe.

Ahora, no entiendo esta prueba, porque me parece muy raro que una combinación de palabras pueda determinar la existencia de Dios. Porque al fin, lo que San Anselmo ha dicho, y Spinoza también, no son más que combinaciones de palabras dichas en latín, o en castellano, o en la lengua que ustedes quieran, en cierto orden.

Luego, Hegel toma ese argumento de un modo insolente que no puede convencer a nadie. Empieza por preguntarnos si una hormiga existe. Le contestamos, previsiblemente, que sí. Entonces, Hegel dice: Bueno, si una hormiga, que es un ser mínimo que podemos aniquilar de un pisotón, existe, cómo no va a existir Dios, que es un ser todopoderoso.

No sé si este es un juego de palabras o mucho más. A mí, personalmente, esto no me convence.

Pues bien, Spinoza nos propone ese ser que es causa de sí mismo, y luego de dedica a explorarlo. Y ya que ese ser es Dios, tiene que ser infinito. Y Spinoza piensa en una sustancia infinita, dotada de infinitos modos o atributos. Y aquí viene quizá lo más sorprendente de su concepto de Dios. Sé que todo esto es raro, para ustedes y para mí, pero tengo que explicarlo de algún modo. Pues bien, Spinoza imagina esa sustancia infinita, dotada de infinitos atributos. Y al decir infinito no quiero decir múltiple, quiero decir estrictamente infinito. Por ejemplo, si pensamos en el tiempo, el tiempo es estrictamente infinito, ya que no podemos concebir ni un principio ni un fin. Ya lo mismo ocurre con la idea de Spinoza. Pero dos de los atributos, y aquí prepárense para algo muy asombroso también, son lo que él llama la extensión y el pensamiento. Pero quizá más fácil para nosotros sea decir el espacio y el tiempo. Esos vendrían a ser dos de los atributos de Dios. Ahora, Leibniz tomó su idea de la armonía preestablecida de Spinoza, y esto podría explicarse así: imaginemos dos cosas tan distintas como la materia y el espíritu. ¿Cómo puede una influir en la otra? Por ejemplo: alguien clava una aguja en mi carne. Ese es un hecho físico. Yo siento dolor. Ese es un hecho mental, o espiritual. ¿Cómo puede ser que uno esté causado por el otro? O, por ejemplo, en este momento alguien saca una fotografía. Yo, a pesar de mi ceguera, veo el flash. ¿Cómo puede ese flash, que es meramente físico, ser percibido por mi mente, que es espiritual? Todos tendemos a pensar, quizá sea imposible no pensar, que lo material influye en lo físico. Por ejemplo, yo estoy pronunciando estas palabras. Ustedes las oyen. Es difícil suponer que mi pronunciación de estas explicativas y torpes palabras no sea la causa de lo que ustedes oyen. Pero, según Leibniz, y según Spinoza, el hecho no es ese. El hecho vendría a ser que son dos cosas paralelas, pero no una, causa de la otra. El ejemplo que da Leibniz es este: él imagina dos relojes. Los dos funcionan perfectamente. Les dan cuerda. En el mismo momento en que uno marca las siete de la tarde, el otro marca las siete. Pero ninguno de esos dos relojes ejerce una influencia en el otro. Los dos han sido condicionados para ese hecho. Pues bien, según Leibniz, y según Spinoza, cada uno de nosotros ha sido condicionado por la Divinidad para una serie de hechos. Y esos hechos son paralelos. En el momento en que yo golpeo la mesa, ustedes oyen el golpe. Pero no se trata de que el golpe haya producido esa impresión en ustedes. Se trata de que cada uno de nosotros ha sido condicionado inconcebiblemente para ese fin.

Yo tengo 85 años. Posiblemente, me he muerto hace unos días, y ustedes han sido condicionados para seguir escuchándome. O ustedes no han venido, han ido todos a oír la conferencia sin duda muy superior de Octavio Paz, pero yo he sido condicionado para oírlos a ustedes y sentir que están aquí.

No sé si ustedes pueden aceptar eso. Pero eso no es nada. Yo creo que la filosofía y la teología son las formas más extravagantes y más admirables de la literatura fantástica. Ahora viene algo aún más raro que las muchas cosas raras que he dicho.

Según Spinoza, Dios es una sustancia infinita que consta de un número infinito de atributos. Uno de ellos es el espacio, o lo que llama la extensión, y el otro el tiempo, o lo que llama el pensamiento. Pero, además, hay un número infinito de otros atributos. A nosotros solo se nos ha dado sentir dos: el espacio y el tiempo. Entonces, yo decido abrir los dedos de esta manos, y eso es el pensamiento. Luego, yo abro lentamente los dedos, y esa es la extensión, el espacio. Pero, paralelamente, en otra serie ocurren infinitas otras cosas que ni siquiera podemos concebir. Y eso vendría a ser el Universo.

Si eso es así, cada uno de nosotros ha sido condicionado, y ninguno de nosotros merece ser castigado, o premiado. Con eso se borra la idea de un establecimiento penal, el Infierno, y un establecimiento premial, el Cielo. Somos autómatas condicionados para un fin, y nuestro arduo deber es el amor de Dios, que vendría a ser no el amor de un Ser, sino el amor de todo este sistema.

Ahora, en cuanto a Dios, Spinoza le concede la imaginación, Dios imagina hasta el más ínfimo detalle de nuestras vidas, que además conciernen a todos los atributos infinitos. Pero, curiosamente, le niega dos posibilidades. Una, la de comprender, ya que, si yo comprendo algo, el instante anterior fue de incomprensión. Yo, de golpe, comprendo que estoy hablando demasiado tiempo, o que no he hablado bastante, pero hay un momento anterior. Y luego, Spinoza le niega también a Dios la voluntad, ya que querer algo es carecer de algo. Si yo quiero salir de aquí, si yo quiero haber llegado, quiere decir que hubo un momento en que no estuve aquí, un momento en el cual decidiré irme. Y Dios, que es todas las cosas, Dios, que agota todas las posibilidades, no puede desear nada y no puede comprender nada. El es todas las cosas.

Y entonces Spinoza aconseja a los hombres, si es que cabe aconsejar algo a alguien que ha sido condicionado, no arrepentirse, porque el arrepentimiento es un error, ya que obrar mal es un error, y arrepentirse es agregar una tristeza también. De modo que él aconsejaría la serenidad, si es que depende de nosotros la serenidad.

Y recuero aquí inesperadamente una estrofa de un gran poeta español, de origen judío también como su nombre lo indica, Fray Luis de León (los toponímicos corresponden a apellidos judíos), que dice: Vivir quiero conmigo / gozar quiero del bien que debo al Cielo / a solas sin testigo / libre de amor, de celo / de odio, de esperanza, de recelo.

Libre de amor, ya que el amor es una pasión, una pasión que nos inquieta, y puede aniquilarnos. Luego, de celos, de odio, de esperanza, de recelo. Pero, como esos atributos son de algún modo imaginarios, ya que no agotan la sustancia divina, Spinoza dice que los hombres deben tratar de liberarse de la esperanza y del temor, que se parecen tanto. El que espera desespera. Además, ambas cosas se refieren al tiempo. Esperar algo es esperar algo del tiempo, suponer que mañana puede suceder algo. Temer algo es, de algún modo, lo mismo, y todo eso está contra la idea de Spinoza de que el tiempo es ilusorio, como lo es el espacio. Son dos de los atributos de la Divinidad, pero los dos, y queda un número estrictamente infinito de otros. Bueno... cuando vine aquí me recordaron una frase de Spinoza que dice algo así como no llorar, no esperar, no temer. Sí tratar de comprender, ya que es tan vasto ese territorio que llamamos la Divinidad que no acabaremos de recorrerlo.


No sé si he logrado darles a ustedes una idea de ese querible ser humano Baruch Spinoza. Fue anatemizado, la Sinagoga lo rechazó, ahora ha vuelto póstumamente a anexarlo, no sé si eso puede importarle a él... Él no creía en la inmortalidad personal. Spinoza escribió: sentimos, experimentamos ser inmortales. Pero no se refería a su yo, sino a esa sustancia que somos. De algún modo sentimos la inmortalidad de esa sustancia anterior en el tiempo a nuestro nacimiento, posterior a nuestra muerte en el tiempo.


Conferencia en la Sociedad Hebraica Argentina, 1° de abril de 1985
Publicada luego en diario Clarín, 27 de octubre de 1988
Imagen: Jorge Luis Borges
Captura documental Archivo Antología, A propósito de Borges
Exhibido en RTVE el 18 de julio de 2010

14/8/18

Jorge Luis Borges: Agnon [Conferencia en el Instituto Cultural Argentino-Israelí de Buenos Aires, 1967]








Empezaré con unas consideraciones que corren el albur de parecer digresivas, pero que, sin embargo, nos llevarán al tema esencial: la personalidad y la obra de nuestro gran contemporáneo, Agnon.

Es verdad que poco he alcanzado de esa obra, ya que mi ignorancia del hebreo ignorancia que deploro, pero es un poco tarde para corregirla me ha obligado a juzgarlo a través de una versión inglesa de aquel libro suyo que recuerdo "Los fastos de Ovidio", ese libro sobre el año litúrgico de los judíos, y una versión francesa de los "Cuentos de Jerusalén". Tendré, pues que limitarme a lo que he entrevisto y a lo que me ha asombrado y deleitado en esos libros, sobre todo, en el segundo.

Y ahora vuelvo a esas consideraciones que pueden parecer un poco extrañas al tema y que, sin embargo, creo necesarias.

Empecemos por una pregunta, aparentemente sencilla y esencialmente compleja, como lo son todas las preguntas. ¿Qué es una nación? La primera tentación que nos acecha es dar una respuesta de orden geográfico. Evidentemente, ésta sería insuficiente. Entonces, tendríamos que pensar, para la definición que nos preocupa, en la suma de memorias que anidan en el seno de un pueblo.

Recuerdo aquí a Bernard Shaw, cuando le hablaron del sufrimiento humano, de la suma de sufrimientos que iban acumulándose, y él contestó que lo que un individuo puede gozar y sufrir, marca el límite de lo que puede gozar y sufrir la humanidad. Ésta, evidentemente, es abstracta, a diferencia de los individuos que son, desgraciadamente a veces, reales. ¿Y entonces cómo podríamos definir "una nación"? Creo que no hay un ejemplo más claro de "nación" que el de Israel, cuyos orígenes casi se confunden con los del mundo y que llega, a través de la desdicha, del exilio, de la diáspora, a nuestros días.

¿Qué es, entonces esa nación? Es la memoria de las sucesivas generaciones. Esa memoria puede estudiarse de dos modos; como lo estudian los historiadores, reducidos a una árida serie de fechas y de nombres geográficos, o como una suerte de museo de curiosidades, como una colección.

Pero hay otra tradición, que no se limita a las fechas del historiador, ni a las curiosidades del folklore. Es algo más profundo, que no se repite, sino que florece de un modo vivo y eso es, precisamente, lo que encontramos en la obra de Agnon. Y así "Los cuentos de Jerusalén" a que ya aludí pueden ser leídos como ciertas obras medioevales o de Dante. Pueden ser leídos en varios planos; como relatos contemporáneos, trágicos o humorísticos; y también, como sucede con toda obra de arte, como íntimos símbolos nuestros. En la obra de Agnon apreciamos como una serie de espejos cambiantes, esa tradición a lo largo de los siglos, y advertimos la acentuada influencia que en ella ha ejercido el jasidismo. Es indudable que los cuentos jasídicos recopilados en sus tempranos años por Agnon y Martín Buber dejaron imborrable huella en el magno escritor israelí.

Todo esto vive y florece en Agnon. He aquí aquel hermoso cuento "Ido y Einam", surcado de misterios y simbolismos. Es la extraña historia de un erudito a quien le son reveladas noventa y nueve palabras de un idioma desconocido. Creo que son noventa y nueve también los nombres de Dios, fuera del centésimo, YHWV, que es infalible. En ese cuento, aunque de un modo indirecto, está insinuada la leyenda del Golem, del hombre creado mediante palabras sagradas por un cabalista de la judería de Praga.

Me referiré al cuento "El Pan Entero" que nos recuerda a varios de Kafka. Ese cuento está hecho de una serie de percances. Reconoce la importancia del azar en nuestra vida. Relata las infinitas y minúsculas postergaciones del hombre hambriento, que no llega a la jornada de paz, advirtiéndose, pues, la influencia de Kafka, quien también ahora es parte de la memoria judía. Pero, en Kafka, no hay mayor esperanza, creo. Sus cuentos, sus novelas nos conducen a una esperanza tan lejana, que son terribles en la desesperación. En cambio, Agnon espera, Agnon cree. Por eso me parece que uno de los muchos aciertos de la Academia de Suecia ha sido el premiar, no a un escritor de la desesperación y la tristeza, sino a un escritor que, como otro laureado con el premio Nobel, Bernard Shaw, siente lo trágico del destino humano, pero cree asimismo que el "happy ending", el final feliz, es decir, el paraíso no está más allá de nuestras esperanzas.

Viene a mi memoria el cuento titulado "El Toldo", en el que se habla de un país que puede ser cualquiera. Ese país está castigado por la sequía, con un cielo inexorablemente azul. Además, está atacado por enemigos, la tierra no produce nada y los ríos están secos. Sus habitantes están divididos en dos partidos: el de los "cabezas cubiertas" y el de los "cabezas desnudas". Paradójicamente, los defensores de los "cabezas desnudas" creen que pueden guarecerse, siempre que el techo no los toque, y enarbolan así sombrillas y paraguas. Los otros, los que creen en la cabeza cubierta, se dividen en partidarios del gran sombrero, de la gorra, del sombrero cónico, del sombrero piramidal.

Se destruyen entre ellos. Pero hay un hombre, uno solo (esto es importante), que no pertenece a ninguno de los partidos. Este hombre sale, furtivamente, de la ciudad y ruega a Dios para que mande una lluvia bienhechora. Cuando esto se sabe, el hombre es execrado por ambos partidos, pues habia emprendido una acción, sin la autorización de los altos jefes. Todos se ponen de acuerdo y deciden construir un gran toldo para detener la lluvia pedida por el impío.

Se constituye una comisión para que decida qué nombre debe darse al toldo que debe cubrir toda la extensión del país. Se nombran comisiones para estudiar la correcta ortografía y etimología de la palabra.

Mientras el país se pierde en trivialidades, Dios, que ha oído la plegaria del hombre solitario, envía la lluvia. El desierto florece como ha florecido Israel.

Y aquí podemos oír un eco lejano de aquella tradición judía que dice que, en cada momento, en el Universo, ignorándose unos a otros, hay desparramados treinta y seis hombres rectos. Esta leyenda ha sido estudiada por Max Brod, el amigo de Kafka. Estos hombres justos recorren el mundo y son inmediatamente reemplazados cuando mueren. Ese cambiante dinastía está salvándonos en este momento.

La memoria de Israel está en Agnon. No es una memoria erudita; es una memoria viva.

Lo conocemos bajo un seudónimo y creo que este hecho no es fortuito. No escribió, vanidosamente, para él. Sabía que era, de algún modo, la memoria viviente de ese pueblo admirable al cual todos pertenecemos más allá de las vicisitudes de la sangre. He hablado de Israel. Es todo. 






Conferencia dictada en el Centro de Estudios Judaicos de Buenos Aires en 1967
En: Conferencias, Buenos Aires, Instituto de Intercambio Cultural y Científico Argentino–Israelí, 1967 
Separata preparada por Marcelo Cohen del libro Conferencias, Instituto de Intercambio Cultural y Científico Argentino-Israelí, 1967
En imagen: Portadas del libro y de la Separata

19/7/18

Jorge Luis Borges: Diálogo con Victoria Ocampo y María Rosa Oliver [Teatro San Martín, 4 de septiembre de 1972]








Diálogo entre papagayos


La UNESCO decidió que 1972 fuera declarado Año Internacional del Libro; esta ocurrencia, casi ingenua, asume en la Argentina características aterradoras. Desde que el decreto tomó estado público no pasa un día sin que alguna mesa redonda, o conferencia, o disertación, dé cuenta del suceso. La noche del 4 de setiembre en la sala 1 del Teatro Municipal San Martín, el periodista Pedro Larralde decide jugar su carta y reúne para consumar el ágape —bautizado Las Letras— a Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo y María Rosa Oliver. El resultado es memorable; no porque el dúo Ocampo-Borges —actores principales— haya perorado nada distinto de lo que vienen perorando hace más de cincuenta años; el mérito reside en que en menos de dos horas, fueron capaces de condensar en unas pocas, delirantes frases, sus increíbles boutades.

Borges comienza bien; cuando Larralde lo invita a que se explaye sobre el motivo de la reunión, espeta: "Yo, en principio, descreo de los años internacionales". Fue el último guiño ingenioso de la noche, a partir de allí la desmesura se adueña de los participantes.


Munidas de papeles en los cuales traen consignadas sus respuestas, Victoria Ocampo y María Rosa Oliver divagan. El tono de la mesa es denso; a los pocos minutos todo se transforma. Borges cita entonces al doctor Samuel Johnson: "Para él —atestigua—, todo lo que nos hace olvidar el aquí y el ahora nos ennoblece". La Oliver se encrespa: "Yo —replica—, a diferencia de Borges, leo los diarios. Me interesa el aquí y el ahora y saber qué sentido puede tener mi vida en este momento. Kipling, por ejemplo, se me hizo profundamente antipático cuando alentaba al imperialismo inglés y trataba de seminiños a los indios". Borges no se amilana y contraataca: "Creo —reflexiona— que la raza blanca y la amarilla son superiores a la negra y, en este país, a la india. Yo creo —insiste— que la Conquista del Desierto fue necesaria. Si todos hubieran desertado, como Martín Fierro, el país estaría ahora en manos del cacique Calfucurá".

Luego de entonar endechas a los grandes imperios —Roma, Inglaterra, "a los cuales les debemos mucho", Borges dixit—, el artífice de El Aleph remata: "Hemos pasado del francés al inglés y del inglés a la ignorancia". La Oliver murmura alusivamente; se le escuchan —adjudicados a otros personajes, Kipling supuestamente— estigmas tales como "fascista". Totalmente lanzado, Borges dispara una confesión alucinante: "Durante la época de la segunda dictadura —martiriza— me creía demócrata. Hoy ya no estoy seguro de serlo. En realidad, quiero una dictadura ilustrada al estilo del siglo XVIII. No creo que estemos preparados para las elecciones. Ya vemos —susurra— adonde nos han llevado".

Diestro —en el sentido más estricto de la palabra—, Pedro Larralde desvía la charla: la ideología se diluye en las aguas de la melancolía. Interroga a Victoria Ocampo sobre los libros que más han gravitado sobre su infancia. Después de invocar a Graham Greene y aferrada a su papel, define su tarea: es la de "desenterrar almas en las páginas muertas". Cuando se sentía triste "iba y me compraba un par de alas —y repite—, un par de alas". Los personajes preferidos de la Ocampo —Sherlock Holmes, entre ellos— la llevan "de las manos o quizá de las narices". Sus primeros escarceos literarios tienen una culpable: Miss Ellis, su institutriz inglesa. Resulta que la Ellis apoya a las milicias inglesas contra el vandalismo de los Boers; contra Miss Ellis, Ocampo pacta con los Boers: de este maridaje surge su primer texto. Adolescente ya, alguien más tangible que Holmes turba el aprendizaje de Victoria Ocampo: es T. E. Lawrence con sus pilares. Los de la sabiduría, se entiende: "Sus siete pilares —afirma la Ocampo textualmente— agitaron mi juventud". Y de un salto —¿azaroso quizá?— se larga a ironizar contra Sigmund Freud, culpable de mancillar la inocencia: "En aquellos años —cuando Ocampo leía los libros de la Biblioteque Rose ("no sé si los chicos los siguen leyendo")— no se sospechaba que las palizas eran goces secretos —ironiza— ni que las pasiones incestuosas nacían en la cuna".

Como el diálogo en la mesa redonda es suplido por las cuartillas, cada participante debe reprimir sus humores hasta que el otro, el ofensor, culmine su discurso. Así le sucedió a María Rosa Oliver, indignada por la apología al racismo desgranada por Borges. Ahora, luego de señalarle que imperialismo y racismo eran caras de una misma moneda, Oliver la emprende contra él y contra Victoria Ocampo. A Borges le hace notar que opiniones como las suyas son las mismas que llevaron a los campos de concentración alemanes; a V.O., luego de reconocer la indudable fascinación que le provoca Lawrence, le hace saber que ella —Oliver—, por su parte, admira, en mayor grado, a alguien tanto o más valiente que el teniente legendario. "Y —provoca— no necesito mencionarlo". El público aúlla: ¿quién, quién?, quiere saber. María Rosa accede: "Es el comandante Che Guevara".

Un frío recorre la sala; Borges cabecea, la Ocampo no da señales de vida, el público se divide: algunos gritan, mientras aplauden. "Bien María Rosa, bravo". Otro grupo desafía: "Vamos, Borges, contéstele".

Astuto, Larralde vuelve a desviar la tensión. Inquiere nuevamente a Ocampo sobre si los libros han sido lo más importante en su vida y, como corolario de este aquelarre contenido, la Ocampo da una respuesta memorable: "Yo he entrado a los libros —declama— con los papagayos de mi vida interior y he establecido en los libros mi reinado".

Es imposible hallar, para este diálogo de fantasmas, inventariando, un emblema más formidable que la confesión de Victoria Ocampo. Larralde debe de haberse dado cuenta de este broche de oro: anonadado, sólo logró articular unas pocas preguntas insulsas para decidir, prontamente, que —como diría Alfonso Reyes, aclara— se ha llegado a "la región más transparente de la noche".

En ese momento, un muchacho de estatura mediana, ligeramente obeso, se acerca al redactor de Primera Plana, que contempla el cuasi final del espectáculo, y con voz tenue pregunta: "Che, ¿quiénes son éstos?" Se le responde, pero él se resiste: "¿Y de qué diario son?" Se le informa que no son periodistas, sino escritores. Finge comprender e inmediatamente con más claridad que Larralde acopla al corolario de Victoria Ocampo un desenlace perfecto: "Decime, negro —inquiere al redactor—, ¿no me rajarán si me pongo a vender caramelos?" 


En Primera Plana, Nro, 502,  10 de septiembre de 1972, página 31
Digitalización ©Mágicas Ruinas

12/4/18

Jorge Luis Borges: Mi entrañable señor Cervantes [Conferencia pronunciada en Austin, 1968]





Puede parecer una tarea estéril e ingrata discutir una vez más el tema de Don Quijote, ya que se han escrito sobre él tantos libros, bibliotecas enteras, bibliotecas aún más abundantes que la que fue incendiada por el piadoso celo del sacristán y el barbero. Sin embargo, siempre hay placer, siempre hay una suerte de felicidad cuando se habla de un amigo. Y creo que todos podemos considerar a Don Quijote como un amigo. Esto no ocurre con todos los personajes de ficción. Supongo que Agamenón y Beowulf resultan más bien distantes. Y me pregunto si el príncipe Hamlet no nos hubiera menospreciado si le hubiéramos hablado como amigos, del mismo modo en que desairó a Rosencrantz y Guildenstern. Porque hay ciertos personajes, y eso son, creo, los más altos de la ficción, a los que con seguridad y humildemente podemos llamar amigos. Pienso en Huckleberry Finn, en Mr. Picwick, en Peer Gynt y en no muchos más.


Pero ahora hablaremos de nuestro amigo Don Quijote. Primero digamos que el libro ha tenido un extraño destino. Pues de algún modo, apenas si podemos entender por qué los gramáticos y académicos le han tomado tanto aprecio a Don Quijote. Y en el siglo XIX fue alabado y elogiado, diría yo, por las razones equivocadas. Por ejemplo, si consideramos un libro como el ejercicio de Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, descubrimos que Cervantes fue admirado por la gran cantidad de proverbios que conocía. Y el hecho es que, como todos sabemos, Cervantes se burló de los proverbios haciendo que su rechoncho Sancho los repitiera profusamente. Entonces, la gente consideraba a Cervantes un escritor ornamental. Y debo decir que a Cervantes no le interesaba para nada la escritura ornamental; la escritura refinada no le agradaba demasiado, y leí en alguna parte que la famosa dedicatoria de su libro al Conde de Lemos fue escrita por un amigo de Cervantes o copiada de algún libro, que él mismo no estaba especialmente interesado en escribir esa clase de cosas. Cervantes fue admirado por su “buen estilo”, y por supuesto las palabras “buen estilo” significan muchas cosas. Si pensamos que Cervantes nos transmitió el personaje y el destino del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, tenemos que admitir su buen estilo, o, más bien, algo más que un buen estilo, porque cuando hablamos de buen estilo pensamos en algo meramente verbal.



Me pregunto cómo hizo Cervantes para lograr ese milagro, pero de algún modo lo logró. Y recuerdo ahora una de las cosas más notables que he leído, algo que me produjo tristeza. Stevenson dijo: “¿Qué es el personaje de un libro?" Y respondió: “Después de todo, un personaje es tan sólo una ristra de palabras”.



Es cierto, y sin embargo, lo consideramos una blasfemia. Porque cuando pensamos, digamos, en Don Quijote o en Huckleberry Finn o en Peer Gynt o en Lord Jim, sin duda no pensamos en ristras de palabras. También podríamos decir que nuestros amigos están hechos de ristras de palabras y, por supuesto, de percepciones visuales. Cuando en la ficción nos encontramos con un verdadero personaje, sabemos que ese personaje existe más allá del mundo que lo creó. Sabemos que hay cientos de cosas que no conocemos, y que sin embargo existen. De hecho, hay personajes de ficción que cobran vida en una sola frase. Y tal vez no sepamos demasiadas cosas sobre ellos, pero, especialmente, lo sabemos todo. Por ejemplo, ese personaje creado por el gran contemporáneo de Cervantes, Shakespeare: Yorick; el pobre Yorick, es creado, diría, en pocas líneas. Cobra vida. No volvemos a saber nada de él, y sin embargo sabemos que lo conocemos. Y tal vez, después de leer Ulises, conocemos cientos de cosas, cientos de hechos, cientos de circunstancias acerca de Stephen Dedalus y de Leopold Blomm. Pero no los conocemos como a Don Quijote, de quien sabemos muchos menos.


Ahora voy al libro mismo. Podemos decir que es un conflicto entre los sueños y la realidad. Esta afirmación es, por supuesto, errónea, ya que no hay causa para que consideremos que un sueño es menos real que el contenido del diario de hoy o que las cosas registradas en el diario de hoy. No obstante, como debemos hablar de sueño y realidad, porque también podríamos, pensando en Goethe, hablar de Wahrheit und Dichtung, de verdad y poesía. Pero cuando Cervantes pensó escribir este libro, supongo que consideró la idea del conflicto entre los sueños y la realidad, entre las proezas consignadas en los romances que Don Quijote leyó y que fueron tomadas del Matière de Bretagne, del Matière France y demás y la monótona realidad de la vida española a principios del siglo XVII. Y encontramos este conflicto en el título mismo del libro. Creo que, tal vez, algunos traductores ingleses se han equivocado al traducir El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha como The ingenious knight: Don Quijote de la Mancha, porque las palabras Knight y Don son lo mismo. Yo diría tal vez “the ingenious country gentleman” y allí está el conflicto.

Pero, por supuesto, durante todo el libro, especialmente en la primera parte, el conflicto es muy brutal y obvio. Vemos a un caballero que vaga en sus empresas filantrópicas a través de los polvorientos caminos de España, siempre apelado y en apuros. Además, de eso, encontramos muchos indicios de la misma idea. Porque por supuesto, Cervantes era un hombre demasiado sabio como para no saber que, aun cuando opusiera los sueños y la realidad, la realidad no era, digamos, la verdadera realidad, o la monótona realidad común. Era una realidad creada por él; es decir, la gente que representa la realidad en Don Quijote forma parte del sueño de Cervantes tanto como Don Quijote y sus infladas ideas de la caballerosidad, de defender a los inocentes y demás. Y a lo largo de todo el libro hay una suerte de mezcla de los sueños y la realidad.

Por ejemplo, se puede señalar un hecho, y me atrevo a decir que ha sido señalado con mucha frecuencia, ya que se han escrito tantas cosas sobre Don Quijote. Es el hecho de que, tal como la gente habla todo el tiempo del teatro en Hamlet, la gente habla todo el tiempo de libros en Don Quijote. Cuando el párroco y el barbero revisan la biblioteca de Don Quijote, descubrimos, para nuestro asombro, que uno de los libros ha sido escrito por Cervantes, y sentimos que en cualquier momento el barbero y el párroco pueden encontrarse con un volumen del mismo libro que estamos leyendo. En realidad eso es lo que pasa, tal vez lo recuerden, en ese otro libro espléndido sueño de la humanidad, el libro de Las Mil y Una Noches. Pues en medio de la noche Scherezade empieza a contar distraídamente una historia y esa historia es la historia de Scherezade. Y podríamos seguir hasta el infinito. Por supuesto, esto se debe a, bueno, a un simple error del copista que vacila antes ese hecho, si Scherezade contando la historia de Scherezade es tan maravilloso como cualquier otro de los maravillosos cuentos de las Noches.

Además, también tenemos en Don Quijote el hecho de que muchas historias están entrelazadas. Al principio podemos pensar que se debe a que Cervantes puede haber pensado que sus lectores podrían cansarse de la compañía de Don Quijote y de Sancho y entonces trató de entretenerlos entrelazando otras historias. Pero yo creo que lo hizo por otra razón. Y esa otra razón sería que esas historia, la Novela del curioso impertinente, el cuento del cautivo y demás, son otras historias. Y por eso está esa relación de sueño y realidad, que es la esencia del libro. Por ejemplo, cuando el cautivo nos cuenta su cautiverio, habla de un compañero. Y ese compañero, se nos hace sentir, es finalmente nada menos que Miguel de Cervantes Saavedra, que escribió el libro. Así, hay un personaje que es un sueño de Cervantes y que, a su vez sueña con Cervantes y lo convierte en un sueño. Después, en la segunda parte del libro, descubrimos, para nuestro asombro, que los personajes han leído la primera parte y que también han leído la imitación del libro que ha escrito un rival. Y no escatiman juicios literarios y se ponen del lado de Cervantes. Así es como si Cervantes estuviera todo el tiempo entrando y saliendo fugazmente de su propio libro y, por supuesto, debe haber disfrutado mucho de su juego.

Por supuesto, desde entonces otros escritores han jugado ese juego (permítanme que recuerde a Pirandello) y también una vez lo ha jugado uno de mis escritores favoritos, Henrik Ibsen. No sé si recordarán que al final del tercer acto de Peer Gynt hay un naufragio. Peer Gynt está a punto de ahogarse. Está por caer el telón. Y entonces Peer Gynt dice: “Después de todo, nada puede ocurrirme, porque ¿cómo puedo morir al final del tercer acto?”. Y encontramos un chiste similar en uno de los prólogos de Bernard Shaw. Dice que nada le serviría a un novelista escribir “se le llenaron los ojos de lágrimas, pues vio que a su hijo sólo le quedaban unos pocos capítulos de vida”. Y yo diría que fue Cervantes quien inventó este juego. Salvo que, por supuesto, nadie inventa nada, porque siempre hay algunos malditos antecesores que han inventado muchísimas cosas antes que nosotros.

Entonces tenemos en Don Quijote, un doble carácter: Realidad y sueño. Pero al mismo tiempo Cervantes sabía que la realidad estaba hecha de la misma materia que los sueños. Es lo que debe haber sentido. Todos los hombres lo sienten en algún momento de su vida. Pero él se divirtió recordándonos que aquello que tomamos como pura realidad era también un sueño. Y así todo el libro es una suerte de sueño. Y al final sentimos que, después de todo también nosotros podemos ser un sueño.

Y hay otro hecho que me gustaría recordarles: cuando Cervantes habló de La Mancha, cuando habló de los caminos polvorientos, de las posadas de España a principios del siglo XVII, pensaba en ellas como cosas aburridas, como cosas muy ordinarias. Algo muy semejante sentía Sinclair Lewis al hablar de Main Street, y cosas así. Y sin embargo ahora palabras como La Mancha tienen una significación romántica porque Cervantes se burló de ellas.

Y hay otro hecho que me gustaría recordarles. Cervantes, como él mismo dijo dos o tres veces, quería que el mundo olvidara los romances de caballería que él acostumbraba a leer. Y sin embargo, si hoy se recuerdan nombres tales como Palmerín de Inglaterra, Tirant lo Blanc, Amadís de Gaula y otros, es porque Cervantes se burló de ellos. Y de algún modo esos nombres ahora son inmortales. Entonces uno no debe quejarse si la gente se ríe de nosotros, porque por lo que sabemos, esa gente puede inmortalizarnos con su risa.

Por supuesto, no creo que tengamos la suerte de que se ría de nosotros un hombre como Cervantes. Pero seamos optimistas y pensemos que podría ocurrir.

Y ahora llegamos a otra cosa. Algo que es tal vez tan importante como otros hechos que ya les he recordado. Bernard Shaw dijo que un escritor sólo podía tener tanto tiempo como el que le diera su poder de convicción. Y, en el caso de Don Quijote, creo que todos estamos seguros de conocerlo. Creo que no hay duda posible de nuestra convicción en cuanto a su realidad. Por supuesto, Coleridge escribió sobre una voluntaria suspensión del descreimiento. Ahora me gustaría entrar en detalles acerca de mi afirmación.

Creo que todos nosotros creemos en Alonso Quijano. Y, por raro que parezca, creemos en él desde el primer momento en que nos es presentado. Es decir, desde la primera página del primer capítulo. Y sin embargo, cuando Cervantes lo presentó ante nosotros, supongo que sabía muy poco de él. Cervantes debe haber sabido tan poco como nosotros. Debe haber pensado en él como héroe o como el eje de una novela de humor, pero no se ve ningún intento de entrar en lo que podríamos llamar su psicología. Por ejemplo, si otro escritor hubiera tomado el tema de Alonso Quijano, o de cómo Alonso Quijano se volvió loco por leer demasiado, hubiera entrado en detalles acerca de su locura. Nos hubiera mostrado el lento oscurecimiento de su razón. Nos hubiera mostrado cómo todo empezó con una alucinación, cómo al principio jugó con la idea de ser un caballero errante, cómo por fin se lo tomó en serio, y tal vez todo eso no le hubiera servido de nada a ese escritor. Pero Cervantes meramente nos dice que se volvió loco. Y nosotros le creemos.

Ahora bien, ¿qué significa creer en Don Quijote? Supongo que significa creer en la realidad de su personaje, de su mente. Porque una cosa es creer en un personaje, y otra muy diferente es creer en la realidad de las cosas que le ocurrieron. En el caso de Shakespeare es muy claro. Supongo que todos creemos en el príncipe Hamlet, que todos creemos en Macbeth. Pero no estoy seguro de que las cosas ocurrieran tal como Shakespeare nos cuenta en la corte de Dinamarca, ni tampoco creemos en las tres brujas de Macbeth.

En el caso de Don Quijote, estoy seguro de que creemos en su realidad. No estoy seguro – tal vez sea una blasfemia, pero después de todo, estamos hablando entre amigos, les estoy hablando a todos ustedes; el algo diferente ¿no? ; estoy hablando en confianza – no estoy del todo seguro de que creo en Sancho como creo en Don Quijote. Pues a veces siento, que pienso en Sancho como un mero contraste de Don Quijote. Y después están los otros personajes. Me parece que creo en Sansón Carrasco, creo en el cura, en el barbero, tal vez en el duque, pero después de todo no tengo que pensar mucho en ellos, y cuando leo Don Quijote tengo una sensación extraña. Me pregunto si compartirán esta sensación conmigo. Cuando leo Don Quijote, siento que esas aventuras no están allí por sí mismas. Coleridge comentó que cuando leemos Don Quijote nunca nos preguntamos “¿y ahora qué sigue?”, sino que nos preguntamos qué ocurrió antes, y que estamos más dispuestos a releer un capítulo que a continuar con uno nuevo.

¿Cuál es la causa? La causa, supongo, es que sentimos, al menos yo siento, que las aventuras de Don Quijote son meros adjetivos de Don Quijote. Es una argucia del autor para que conozcamos profundamente al personaje. Es por eso que libros como La ruta de Don Quijote, de Azorín, o la Vida de Don Quijote y Sancho, de Unamuno, nos parecen de algún modo innecesarios. Porque toman las aventuras o la geografía de las historias demasiado en serio. Mientras que nosotros realmente creemos en Don Quijote y sabemos que el autor inventó las aventuras para que nosotros pudiéramos conocerlo mejor.

Y no sé si esto no es cierto con respecto a toda la literatura. No sé si podemos encontrar un solo libro, un buen libro, del que aceptemos el argumento aunque no aceptemos a los personajes. Creo que eso no ocurre nunca, creo que para aceptar un libro tenemos que aceptar a su personaje central. Y podemos pensar que estamos interesados en las aventuras, pero en realidad estamos más interesados en el héroe. Por ejemplo, aun en el caso de otro gran amigo nuestro  y le pido disculpas a él y ustedes por no haberlo mencionado, Mr. Sherlock Holmes, no sé si creemos verdaderamente en El perro de los Baskerville. No lo creo, al menos yo creo en Sherlock Holmes, creo en el Dr. Watson, creo en esa amistad.

Y lo mismo ocurre con Don Quijote. Por ejemplo, cuando cuenta las extrañas cosas que vio en la cueva de Montesinos. Y sin embargo, yo siento que él es un personaje muy real. Las historias no tienen nada especial, no se ve ninguna ansiedad especial en la urdimbre que las une, pero son, en cierto sentido, como espejos, como espejos en los que podemos ver a Don Quijote. Y sin embargo, al final, cuando él vuelve, cuando vuelve a su pueblo natal para morir, sentimos lástima de él porque tenemos que creer en esa aventura. El siempre había sido un hombre valiente. Fue un hombre valiente cuando le dijo estas palabras al caballero enmascarado que lo derribó: “Dulcinea del Toboso es la dama más bella del mundo y yo el más miserable de los caballeros”. Y sin embargo, al final, descubrió que toda su vida había sido una ilusión, una necedad, y murió de la manera más triste del mundo, sabiendo que había estado equivocado.

Ahora llegamos a lo que tal vez sea la escena más grande ese gran libro: la verdadera muerte de Alonso Quijano. Tal vez sea una lástima que sepamos tan poco de Alonso Quijano. Sólo nos es mostrado en una o dos páginas antes de que se vuelva loco. Y sin embargo, tal vez no sea una lástima, porque sentimos que sus amigos lo abandonaron. Y entonces también podemos amarlo. Y al final, cuando Alonso Quijano descubre que nunca ha sido Don Quijote, que Don Quijote es una mera ilusión, y que está por morirse, la tristeza nos arrasa, y también a Cervantes.

Cualquier otro escritor hubiera cedido a la tentación de escribir un “pasaje florido”. Después de todo, debemos pensar que Don Quijote había acompañado a Cervantes muchos años. Y, cuando le llega el momento de morir, Cervantes debe haber sentido que se estaba despidiendo de un viejo y querido amigo. Y, si hubiera sido peor escritor, o tal vez si hubiera sentido menos pena por lo que estaba pasando, se hubiera lanzado a una “escritura florida”.

Ahora estoy al borde de la blasfemia, pero creo que cuando Hamlet está por morir, creo que tendría que haber dicho algo mejor que “el resto es silencio”. Porque eso me impresiona como escritura florida y bastante falsa. Amo a Shakespeare, lo amo tanto que puedo decir estas cosas de él y esperar que me perdone. Pero bien, también diré: Hamlet, “el resto es silencio”… no hay otro que pueda decir eso antes de morir. Después de todo, era un dandy y le encantaba lucirse.

Pero en el caso de Don Quijote, Cervantes se sintió tan sobrecogido por lo que estaba ocurriendo que escribió: “El cual entre suspiros y lágrimas de quienes lo rodeaban” y no recuerdo exactamente las palabras, pero el sentido es “dio el Espíritu, quiero decir que se murió”. Ahora bien, supongo que cuando Cervantes releyó esta oración debe haber sentido que no estaba a la altura de lo que se esperaba de él. Y sin embargo, también debe haber sentido que se había producido un gran milagro. De algún modo sentimos que Cervantes lo lamenta mucho, que Cervantes está tan triste como nosotros. Y por eso se le puede perdonar una oración imperfecta, una oración tentativa, una oración que en realidad no es imperfecta ni tentativa sino un resquicio a través del cual podemos ver lo que él sentía.

Ahora, si me hacen algunas preguntas trataré de responderlas. Siento que no he hecho justicia al tema, pero después de todo, estoy un poco conmovido. He vuelto a Austin después de seis años. Y tal vez ese sentimiento ha superado lo que siento por Cervantes y por Don Quijote. Creo que los hombres seguirán pensando en Don Quijote porque después de todo hay una cosa que no queremos olvidar: una cosa que nos da vida de tanto en tanto, y que tal vez nos la quita, y esa cosa es la felicidad. Y, a pesar de los muchos infortunios de Don Quijote, el libro nos da como sentimiento final la felicidad. Y sé que seguirá dándoles felicidad a los hombres. Y para repetir una frase trillada y famosa, pero por supuesto todas las expresiones famosas se vuelven trilladas: “Algo bello es una dicha eterna”. Y de algún modo Don Quijote, más allá del hecho de que nos hemos puesto un poco mórbidos, de que todos hemos sido sentimentales con respecto a él es esencialmente una causa de dicha. Siempre pienso que una de las cosas felices que me han ocurrido en la vida es haber conocido a Don Quijote.



Conferencia pronunciada por Jorge Luis Borges en inglés, en Austin, 1968
Recobrada y transcripta por Julio Ortega con ayuda de Richard A. Gordon
Versión castellana de Mirta Rosemberg
En revista Inti, Para no volver a La Mancha, Providence, 45, Primavera de 1997
Y en Poesía, Buenos Aires, 18, 1999
Jorge Luis Borges with Dr. Miguel González-Gerth at The University of Texas at Austin in 1982 
Photo by Larry Murphey/ Harry Ransom Center


12/1/18

Jorge Luis Borges: El Libro de Job [Conferencia en el Instituto Cultural Argentino-Israelí de Buenos Aires, 1965]







   A pesar de la hospitalidad que siento en ustedes me considero un poco intruso. Pero hay dos razones que me hacen mitigar esa impresión. Una de las razones es que yo he sido criado dentro de la fe cristiana y la cultura occidental; la cristiandad, más allá de nuestras convicciones o de nuestras dudas personales, es una amalgama de dos naciones que me parecen esenciales para el mundo occidental. Esas son: Israel (el cristianismo procede de Israel) y Grecia. Más allá de las vicisitudes de nuestra sangre, de nuestra múltiple sangre, ya que tenemos dos padres, cuatro abuelos, etc. -en progresión geométrica- y ya que Roma fue una suerte de extensión del helenismo, creo que todos, por el mero hecho de pertenecer a la cultura occidental, somos hebreos y griegos. De modo que algún derecho me asiste hoy al hablar sobre el Libro de Job, aunque ignore la lengua hebrea y aunque no he podido leer el texto original y los comentarios rabínicos.

   La otra razón sería que el mismo Job -según leemos en las primeras líneas del libro que lleva su nombre- no era hebreo, ya que pertenecía a la tierra de Hus, tierra de idólatras. Hay un gran poeta argentino, autor de un breve poema titulado "Dios, Job y Satanás", que consta de seis líneas que trataré de recordar. Creo que son así:

"Entre este mísero judío
pobre y ansioso de la muerte
y un Dios feroz que se divierte
en la eternidad de su hastío;
Satanás, el ángel sombrío
Se alza divinamente fuerte."



   El poema es hermoso y sería una pedantería decir a Martínez Estrada, a la sombra de Martínez Estrada, ya que él ha muerto, que Job no era judío, que nació en tierra de idólatras, aunque se lo supone descendiente de Abraham.

   Con respecto al epíteto feroz, aplicado a Dios, el verdadero y último objeto de mi conferencia será demostrar que el propósito del Libro de Job es que no podemos aplicar ningún epíteto humano a Dios; no podemos medirlo según nuestras medidas. En cuanto a Satanás, el ángel sombrío, no es tal en los dos primeros capítulos del Libro de Job; es más bien una suerte de inspector divino, un ángel que recorre la tierra para examinar las obras de los hombres y que está en relaciones amistosas con la divinidad ya que conversa con Él. Yo creo que Martínez Estrada se dejó llevar por la connotación maléfica y por la tradición de la palabra Satanás, ya que éste sólo aparece, como he dicho, en los dos primeros capítulos del libro y luego desaparece, no se lo menciona; no es un ángel sombrío, no aparece divinamente fuerte, sino que es uno de los tantos miembros de la reunión que tiene la divinidad con sus ángeles.

   He hablado de mi ignorancia del hebreo, ignorancia que espero corregir alguna vez, pero yo he cumplido sesenta y seis años y no me convienen las promesas a largo plazo porque éste es breve; pero en cambio, esta ignorancia mía me ha servido para releer en la admirable versión inglesa del siglo XVII el Libro de Job. Asimismo he leído, siquiera fragmentariamente, la curiosísima, y hoy casi olvidada traducción del Libro de Job del gran poeta español de origen judío -creo- Fray Luis de León. Y un trabajo de otro gran poeta español, Don Francisco de Quevedo y Villegas sobre "La constancia y los padecimientos del santo Job" y no he descuidado tampoco el estudio y la traducción francesa del gran orientalista Renan y algún otro artículo se me ha alcanzado también.

   Además, cuando yo era chico leí el Libro de Job. No lo leí enteramente; no podía seguir los razonamientos de Bildad y de Elifaz y de los otros dos amigos. Pero leí con una suerte de fascinación, en la que no faltaba el horror, la descripción del Behemot y del Leviatán que -y esto muestra cuánto me impresionó esa descripción- llegaron a ser huéspedes de mis pesadillas, de mis "night fears" como se dice en inglés, de mis terrores nocturnos.

   Ahora les recordaré a ustedes, que sin duda podrán ampliar este resumen, el Libro de Job, pero antes diré algunas palabras sobre su autor, sobre su incierto, anónimo e inmortal autor.

   Dice Froude, en su estudio sobre el Libro de Job, basado en dos versiones literales alemanas del Libro, una del orientalista Ervald, que el Libro de Job es la obra más alta de todas las literaturas humanas y lo pone por encima de Shekespeare, de Dante, de la Ilíada, la Odisea y la Eneida. En cuanto a la fecha del autor se sabe muy poco. Algunos lo retraen a la época patrimonial. Don Francisco de Quevedo lo supone anterior a Moisés; dice que Moisés tradujo el Libro de algún dialecto semítico al hebreo y que en cuanto a los dos primeros capítulos en que se refiere al diálogo de Dios con sus ángeles y que Moisés puso en verso, se deben a una revelación especial de Moisés. Quevedo creía (desde luego actualmente nadie puede aceptar esta conjetura, que para Quevedo no pasa de tal) que el Libro de Job fue escrito por el mismo Job y cita en su apoyo algunos pasajes en que dice "...que ojalá su obra fuera grabada en láminas de plomo o de bronce..." y dice "...que sólo Job pudo escribirla con autoridad...".

   En cambio, actualmente (los orientalistas podrán corregirme), creo que en lugar de pensar en doce o quince siglos antes de la era cristiana, suele pensarse en tres o cuatro siglos antes de esa era. Herbert George Wells, que no era un erudito pero que era ciertamente un hombre de genio, cree que el Libro de Job es posterior a los Diálogos de Platón, que el autor hebreo conocía esos Diálogos y que se propuso componer un Diálogo Filosófico hebreo basado en la tradición platónica. Wells conociá muy bien la Biblia, era protestante, y en su experimento autobiográfico dice que de todas sus obras -y entre ellas están aquellos libros admirables que se titulan "La máquina del tiempo""La isla del doctor Moreau""El hombre invisible","Los primeros hombres en la luna"- uno de los más importantes es "The undying fire""El fuego inmortal" y ese libro viene a ser, según lo declara el autor, y según su lectura lo demuestra, una adaptación del Libro de Job al mundo actual.

   Y así, en lugar de un varón recto y temeroso de Dios, de la tierra de Hus en los días patrimoniales, tenemos a un médico del año 1916 que ha perdido a su hijo en la guerra, que será sometido a una operación, que conversa sobre sus desdichas con unos amigos y luego, bajo la influencia de la anestesia, conversa personalmente con Dios y lo ve como una especie de viejo sabio que está trabajando en su laboratorio, y trata de hacer un mundo aceptable usando un material adverso. Es decir, Wells escribió un Libro de Job actual, en el cual, deliberadamente, conserva los nombres de los protagonistas del texto bíblico.

   Veamos ahora, siquiera brevemente, ese texto bíblico. Empieza de una manera muy sencilla, que contrasta con el estilo poético de los razonamientos. En ese tratado de Quevedo, que he mencionado, se lee que la doctrina aristotélica de las tres unidades trágicas (de tiempo, de lugar, de acción), le fue inspirada a Aristóteles por el Libro de Job, a través de los fenicios. Quevedo supone -creo que contra la cronología más verosímil, más razonable- que los trágicos griegos Esquilo, Sófocles, Eurípides, se inspiraron en el Libro de Job y encuentra paralelismo entre el drama griego y este libro. Podríamos agregar otro testimonio ilustre: el testimonio de Milton. En su "Paradise regained" o "Paraíso recuperado" inventa una discusión entre Cristo y el diablo. El diablo, después de haber tentado a Cristo de todas las maneras y haber fracasado, recurre a tentaciones más sutiles que las tentaciones de la carne o la "del poderío sobre la tierra".

   Recurre a las tentaciones de la filosofía y del arte y entonces Cristo dice ante el demonio que le muestra la ciudad de Atenas, la Academia, los trágicos griegos, que "...en la literatura hebrea anterior hay tragedias aún superiores a la de Esquilo y a la de Sófocles" y cita directamente el Libro de Job, ya que esté concebido en forma dramática y hecho de discursos. Pero volvamos a la historia de Job. Job, es un varón de la tierra de Hus, de Idumea. Es un hombre recto y temeroso de Dios; se nos dice sus virtudes y luego su riqueza material. Se habla de los siete mil camellos, siete mil asnos, siete mil ovejas; se habla de sus hijos también, del respeto que todos, muy justamente, le tenían, y luego, de pronto, pasamos a un prólogo en el Cielo. Como se lee en el "Fausto" de Goethe, "Prolog in Himmel". Así Dios conversa con sus ángeles y pregunta a uno de ellos: "¿Satanás, que has estado haciendo?" (desde luego, se presume que Dios ya sabe la contestación) y Satanás le dice que "...ha estado rodeando la tierra, cercando la tierra" y Dios le preguta "si en la tierra ha visto a alguien semejante a su siervo Job, temerosos de Dios..." y Satán le dice que"...finalmente, no es tan raro que Job quiera y respete tanto a Dios ya que Dios lo ha colmado de venturas, de toda suerte de venturas morales y materiales; pero que si Dios retirara su mano de él, entonces, quizá Job no sería tan virtuoso, ni lo querría tanto...".

   Entonces Dios le permite a Satán que toque los bienes de Job; entre los bienes están los hijos también. Y luego lo vemos a Job con su mujer y llegan cuatro mensajeros; cada uno viene, supongo, de uno de lo cuatro puntos cardinales. Y uno le dice que los caldeos han atacado su tierra, han matado a todos sus camellos, han matado a sus hijos, han matado a sus siervos y que sólo se ha salvado él para traer la noticia. Luego viene otro del sur, otro del este, otro del oeste, con noticias análogas; entonces la mujer de Job le reprocha su fe y le dice "...maldice a Dios y muere..." pero el escriba no se atrevió a imprimir esa frase. En eso están de acuerdo los comentaristas. Le dice "...bendice a Dios", lo cual puede entenderse de dos modos: puede ser una frase irónica, o una manera decente de decir "maldice a Dios". Job le contesta con palabras que Quevedo recordó después cuando compuso un epitafío para una supuesta pirámide sepulcral de Job: "...Dios ha dado y Dios ha quitado; hágase su voluntad...".

   Luego hay otra asamblea divina y Dios usa las mismas palabras; le pregunta a Satán "que ha hecho" y éste le contesta "...que ha cercado la tierra...". Dios le pregunta si ha reparado en su siervo Job y si ha visto la fortaleza y la paciencia de Job y el demonio, Satán, le responde "... que hasta ahora sólo ha tocado los bienes de Job, pero que si le tocara a él mismo, quién sabe si Job seguiría mostrándose tan paciente...". Entonces Dios concede a Satán poder sobre Job, pero no sobre su vida; Satanás puede herir a Job, pero no matarlo. Entonces Satanás lo hiere de una enfermedad, que según dicen puede ser la sarna, la lepra o la elefantiasis. Y Job aparece, como lo verán después durante siglos: sentado en un muladar, cubierta de cenizas la cabeza, como símbolo de su duelo, rascándose con una teja. Luego llegan tres amigos de Jobm y un cuarto amigo, Elihú, quienes lo quieren.

   Para nosotros esos amigos son personajes casi diabólicos. Pero Froude hace notar que por aquellos años se creía en un gobierno moral del mundo. Desde luego, a pesar de algún pasaje deliberadamente mal traducido, no se creía en la inmortalidad del alma, de suerte que, si admitimos un Dios justo y todopoderoso, entonces los males que afligen a los hombres son castigos por sus pecados, públicos o desconocidos, del mismo modo que su prosperidad es una recompensa.

   Llegan los tres amigos de distintas regiones; ven a Job sentado en el suelo, rasgan sus vestiduras -todo esto ya pertenece al estilo metafórico de la tragedia- esparcen cenizas sobre sus cabezas y pasan siete días y siete noches en silencio, compadeciéndose de él. Froude dice que no debemos ver una maldad en esta conducta; además el mismo Job tiene que haber pensado como sus amigos. Al cabo Job rompe el silencio y maldice el día en que salió del vientre de su madre y dice "...borrado sea aquel día entre los días, que no resplandezca su luz. ¿Para qué he nacido? ¿Para llegar a este abismo ínfimo de la miseria y de la desdicha?". Entonces empiezan los amigos a razonar con él; al principio lo hacen de un modo abstracto, pero todos le insinúan, y al final ya no le insinúan sino que lo declaran de modo abierto ante su terquedad, que sin duda él ha pecado de algún modo, ya que tales calamidades sólo pueden ser castigos; y Job dice que "...él habrá pecado, como todos, alguna vez en su mocedad, pero que se ha arrepentido debidamente y que él es un hombre justo". Entonces, uno de sus amigos ve un pecado en esta observación; le dice que el hombre no puede ser justo y considera una blasfemia que Job, ante la evidencia de esos castigos bruscos, sistemáticos, multiplicados y abrumadores, siga creyendo en su inocencia. Dice que sin duda Dios lo ha castigado por algo, que las cosas no pueden ocurrir de otra manera y Job, a pesar de todo, sigue declarando su inocencia y dice que él querría comparecer ante Dios, declarar su inocencia, no sólo a sus tres amigos y a un cuarto amigo que llega después, sino a la misma divinidad. Abrevio el texto. Entonces Dios habla con Job, desde un torbellino, desde una nube que podemos suponer, según conjetura Quevedo, sobre la cabeza de Job. Empieza hablándole con ironía. Le dice "...y refútame, muéstrame que estoy equivocado...". Y luego Dios no dice una palabra de los dos diálogos anteriores con los ángeles. Dios se extiende sobre su poder y le pregunta a Job quién es él, si acaso el sabe dónde está la patria de la nieve, del granizo; si acaso él conoce los confines del universo. Es decir, lo refuta mediante su ignorancia. Luego enumera sus obras. Empieza hablando del caballo de batalla. Esta descripción ha sido comparada con un pasaje análogo de Virgilio. Luego habla de dos monstruos; del Behemot cuyo nombre es plural ya que significa, según Fray Luis de León, animales. Es un animal tan grande que vale por muchos. Describe cómo las armas de los hombres se estrellan contra su dureza y luego habla de otro animal: el Leviatán, el cual es un monstruo de la tierra. Estos animales han sido tradicionalmente identificados con el elefante y con la ballena, pero, si no me equivoco, los orientalistas actuales los identifican con el hipopótamo y con el cocodrilo. Lo cierto es que el autor parece haber conocido bien Egipto. Otro rasgo curioso del diálogo es que no se habla -por ejemplo- de un pueblo elegido, no se habla del pacto de Dios con Israel; en cambio, abundan referencias a la astronomía, o mejor dicho astrología babilónica, a la influencia de las pléyades, a los astros. Y un momento (sobre el cual volveré), muy significativo para mí, en que Jehová, hablando desde el torbellino (Dios es invisible) pasa del tema del Behemot y Leviatán, a Sí mismo; es decir, pasa de esas criaturas monstruosas a Él, que es su creador. Entonces Job ya no se justifica. Declara que él es indigno de contender con Dios; y luego Dios reprocha a los amigos de Job, a los amigos que han querido, precisamente, justificar las calamidades que Él ha acumulado sobre Job y les ordena que hagan un sacrificio. Los amigos cumplen el sacrificio. Dios devuelve a Job todo lo que ha perdido; le devuelve su salud, naturalmente, y Job engendra otra vez siete hijos, siete hijas, en su mujer y muere colmado de días y justificado. Tal es la historia de Job, resumida, desde luego, de un modo muy deficiente por mí.

   Veamos ahora las tres interpretaciones posibles del texto. La primera es la que prevaleció hasta el siglo XIX. Podría expresarse en unos versos de Quevedo que dicen:

"...y cuidados ansiosos y mortales
cargan, mas no doblan nobles cuellos,
Dios está solo encima de los males
y el varón que los sufre encima de ellos..."



   El Libro de Job sería así una suerte de fábula del estoicismo; leemos que el hombre debe sufrir y no perder su fe. El mismo Job dice: "...aunque me mate -refiriéndose a Jehová- creeré en Él...".

   En el tratado de Quevedo "La constancia y los padecimientos del Santo Job" él ve, además, en Job una prefiguración de Cristo y de los todavía futuros mártires. Luego llegamos al siglo XIX y entonces se propone otra interpretación de la obra. El tema central de la obra no sería la explicación del mal. Evidentemente, si Dios es justo, si Dios es omnipotente, ¿por qué existe el mal en el mundo? Leibniz, en el siglo XVIII, buscó explicaciones al mal, imaginó una biblioteca que constaba de mil volúmenes, pero esos mil volúmenes eran mil ejemplares de la Eneida; ahí la Eneida está tomada como libro perfecto. Dice "...esa biblioteca compuesta de mil ejemplares de la Eneida sería inferior a una biblioteca en la cual hubiera, no sólo la Eneida, sino obras muy inferiores a ella; esta segunda biblioteca sería superior en variedad a la primera".

   Pero esto no toma en cuenta que los libros, mientras no se leen son cosas muertas, son objetos. En cambio, para un hombre, ser malvado, ser estúpido y ser, acaso, condenado al infierno, es un mal; de modo que este argumento de la variedad no parece muy convincente. Se ha usado, también un argumento tomado de la pintura; se ha dicho que en un cuadro hay pequeñas zonas oscuras, opacas, y que estas zonas son necesarias para la armonía del conjunto. Se ha dicho que en la música puede haber discordancias -es el mismo argumento repetido- pero, este argumento carece de valor si pensamos en un ser humano, si pensamos que ninguno de nosotros querría ser el peor volumen de la biblioteca, una discordancia o una mancha oscura.

   Descartada la interpretación de que el autor se ha propuesto justificar el mal (además, en el texto, Dios no justifica lo que ha hecho, Dios simplemente confunde con su temor y su gloria al pobre Job, no le da absolutamente ninguna explicación), queda la otra explicación que ha sido sugerida por Max Brod, en un libro sobre "Judentum und Chistentum". Es esta: esos dos pasajes, que algunos han creído interpolaciones sobre el Behemot y el Leviatán, no son tales sino que encierran lo esencial del argumento. Porque Dios, al describir el Leviatán, pregunta: "...quién abrirá las puertas de su cara...". Es decir, quién se animará a abrir la boca de la ballena y luego habla no sólo de lo extraño que es, sino de su belleza, y compara a los ojos de ese monstruo, mitad zoológico, mitad fantástico, con los párpados de la mañana.

   Según esta interpretación, esos monstruos, que no son necesarios al argumento, figurarían allí, no como una prueba de la grandeza de Dios, que es capaz de crear al elefante y a su fuerza y, sin embargo, lo hace comer pasto como a los bueyes y puede destruirlo, que es capaz de crear a la ballena y matarla; vendrían a ser, de algún modo, por lo mismo que son poderosos, monstruos, sobre todo incomprensibles (ya que no se ve qué razón puede haber para que existan en el Universo y que puedan servir a la economía divina), símbolos de Dios. Según esta tercera interpretación, que creo verdadera. Dios declara, por medio de esas descripciones, que Él es inescrutable, es decir, que la naturaleza de Dios no tiene por que ser comprendida por el hombre.

   Hablar de la justicia o de la bondad de Dios ya es una suerte de atrevimiento: es aplicar una medida humana a la divinidad. Creo que Huxley dice "...no hay ninguna razón para que un hombre inteligente en el siglo XX comprenda al universo, es decir, comprenda a Dios..." y creo que el verdadero, aunque acaso inconsciente propósito del Libro de Job, fue insistir en lo inexplicable e inescrutable de Dios. Dios no se justifica, declara su poder, evoca los ejemplos del Behemot y del Leviatán, no dice una palabra de la razón de las pruebas a que ha sometido a Job por su diálogo con el diablo.

   Es decir, ese libro vendría a ser un libro escéptico, no en el sentido de que se niegue la existencia de Dios, sino en el de que no podemos comprender o medir a Dios; el universo existe, nuestras desdichas y a veces, felicidades, raras veces felicidades, existen, no sabemos por qué, salvo que hay un sentido moral que nos dice que debemos obrar de un modo y no de otro. Es decir, Job, al ser un varón justo ha tenido razón. Yo creo que esta última explicación es la verdadera. Pero querría recordar, también, antes de concluir que hay dos maneras de razonar, que un comentador de Joyce ha llamado: "El pensamiento del día" (day thinking) y "El pensamiento de la noche" (night thinking).

   Un poeta romántico, Coleridge, creía que estamos siempre razonando, aun cuando soplamos; el dice "...alguien está durmiendo, siente una opresión de su brazo o de una frazada o lo que fuere, y entonces, sin despertarse, inventa una conjetura". Dice: "siento una opresión sobre mi pecho porque se me ha acostado encima un león". Pero esa explicación no se la propone como una hipótesis, sino que le da forma visual; sueña que tiene un león encima y padece una pesadilla. Corresponde a un razonamiento falso, y, sin duda, débil, ya que el hombre está durmiendo y su inteligencia es muy baja. Pues bien, el pensamiento humano según Jung, se parecería a los sueños, es decir, la mitología es anterior a la filosofía. En un texto griego leemos que "el mar es el padre de todos los dioses". Este es un pensamiento mitológico y luego en el período presocrático leemos que Tales de Mileto dice: "...el agua es la raíz o el origen de todas las cosas...".

   Aquí ya tenemos un pensamiento abstracto, pero la imaginación hebrea, por lo mismo que era muy vívida, estaba acostumbrada a pensar por medio de metáforas, y por eso la lectura del Libro de Job es difícil. A veces uno no sigue fácilmente los argumentos; Job y sus amigos no discuten directamente, emplean palabras abstractas, imágenes como aquellas que he citado sobre "la patria de la nieve""los párpados de la mañana" o "el monstruo que puede beber de un trago el río Jordán". Es decir, en el Libro de Job tendríamos una tentativa, una antigua tentativa de pensar de modo abstracto pero el autor es, ante todo, un poeta, un gran poeta. Tiende a pensar por medio de metáforas. Aun Platón, en aquel admirable diálogo que narra el último día de Sócrates, pasa de los razonamientos en favor de la inmortalidad del alma a los mitos sobre el río Leteo o el Tártaro. Es decir, los griegos podían pensar en ambos planos: en el de las imágenes y en el de los razonamientos abstractos. En el Libro de Job el poeta está razonando, pero, felizmente para nosotros, está poetizando. Creo que si hay un libro en el mundo que merece la palabra sublime ése es el de Job.

   He citado tres interpretaciones: la estoica, aquella sobre el origen del mal y la que supone que lo esencial del Libro es lo inescrutable de Dios y del universo. Si esta conferencia sirve para que ustedes relean en el original o en una traducción ese libro infinito, entonces, creo no haber hablado en vano hoy.


Conferencia dictada en el Centro de Estudios Judaicos de Buenos Aires en 1965
En: Conferencias, Buenos Aires, Instituto de Intercambio Cultural y Científico Argentino–Israelí, 1967 
Separata preparada por Marcelo Cohen del libro Conferencias, Instituto de Intercambio Cultural y Científico Argentino-Israelí, 1967
Foto: Borges en la Sociedad Hebraica Argentina en ocasión de una conferencia dictada c. 1965

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