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12/9/15

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: El testigo




Isaías, VI, 5.
—Dice bien, Lumbeira. Hay espíritus netamente recalcitrantes, que prefieren una porción de cuentos que hasta el Nuncio bosteza cuando los oye por milésima vez, y no un debate mano a mano sobre un temario que no trepido en calificar de más elevado. Usted abre la boca, que por poco se desnuca, para emitir un fallo fenómeno sobre la inmortalidad del cangrejo y antes que se le ganen las moscas le meten la empanada de un cuento que si usted lo oye no lo pescan más en esa lechería. Hay gente que no sabe escuchar. Ni chiste, viejito, mientras me mando otro completo a bodega, que si no me apura voy a facilitarle un caso concreto que si usted no se cae de espaldas, será porque cuando le dieron vuelta el sobretodo usted estaba adentro. Por muy doloroso que sea reconocerlo —y me animo a hablar, porque de usted se dirá con toda justicia que ni bañado con pasta Johnston, pero no que no es argentino— hay que gritar como un destetado que en materia lombricidas la República ha dado un paso atrás que no contribuirá a colocarla en una situación auspiciosa. Otro gallo me cantaba cuando mi yerno se infiltró bajo el ala del nepotismo en el Instituto de Previsión «Veterinarias Diogo» y, con una paciencia de preso, abrió una sólida brecha en el frente único que vuelta a vuelta no se dejaba de materializar a la sola mención de mi nombre. Es lo que siempre le repito al Lungo Cachaza —el Tigre de la Curia,usted sabe—, hay cada atrabiliario que con tal de remover la mugre saca a relucir chimentones que tienen bien ganado su nicho junto al Tatú Gigante: historias que ya son del dominio público, verbigracia la vuelta que me multaron cuando el decomiso de atún o aquel traspié de las partidas de defunción para la Maffia Chica de Rafaela. Ah, tiempos, me bastaba con apretar el fierrito de mi Chandler 6, para presentar un cuadro completo del despertador desarmado y reírme hasta quedar sin emplomaduras de los mecánicos de tierra adentro que acudían como moscas con el espejismo de poner en forma el carromato. Otras vueltas hacían el gasto los cuarteadores, que sudaban como sus patas para desatascarme del barro blanco cuando no de una banquina en proyecto. Aquí caigo y aquí levanto, yo sabía arrastrarme en un circuito de ochocientos kilómetros, que no aceptaban los restantes colegas, ni con el cuento de participar en la tómbola de las obras del viejo Palomeque. Como avanzada del progreso que siempre he sido, mi cometido era pulsar blandito el mercado en vista de nuestro nuevo departamento que abarcaba el piojo de los porcinos y que no era otra cosa que nuestro viejo amigo el Polvo de Tapioca Envasado.
Con el pretexto de la inexplicable enterecolitis que diezmó el acervo porcino en faja del sudoeste bonaerense, le tuve que decir chaucito al Chandler, a medio recolectar en Leubuco y, confundido con la nube de energúmenos apalabrados para rellenarme hasta el punto de empaste con polvo de tapioca, pude formar en una de las cuadrillas veterinarias y ganar sano y salvo los perímetros de Puán. Mi lema siempre ha sido que zona donde el hombre al día es un luchador inteligente que da al porcino la medicina y el alimento racional que éste exige para su más elevado rinde en jamón libre de grasa y hueso —el Piojicida Diogo y la Cementina Vitaminizada Diogo, digamos— reviste a la primer ojeada contornos optimistas, alentadores. Sin embargo, como esta vuelta no reportaría nada engrupirlo como a un miserable contribuyente, usted me creerá si le pinto con el brochazo más renegrido el cuadro que brindaba la campaña al observador atribulado, a la hora en que el ocaso se perdía entre los pajonales, por el hedor casi repugnante de tanto chancho muerto.
Aprovechando que hacía un frío que a uno se le paspaba el umbligo, a lo que agregue usted el ambo de brin, menos el saco que un Duroc-Jersey se lo puso en los últimos estertores de la agonía y el guardapolvo disfraz que lo cedí, a cambio de un acarreo de mi persona en su camioneta rural, a un agente de la Saponificadora Silveyra, que hacía su agosto cargando grasa de osamenta, me colé en el Hotel y Fonda de Gouveia, donde pedí un completo bien calentito que el sereno satisfizo, alegando que a todo esto ya serían las nueve pasadas, con una soda Sifonazo a una temperatura que resultaba francamente inferior. Trago va, chucho viene, me las compuse para sonsacar al sereno, que era uno de esos mudos que cuando se sueltan a hablar tienen más bocas que la desgranadora a plazos Diogo, la hora aproximativa del primer tren carreta a Empalme Lobos. Ya me entonaba de que sólo me restaban ocho horas de santa espera, cuando un chiflón me dio vuelta como una media y era una hendija que se abría para que entrara ese panzón de Sampaio. No se mande la parte que no lo identifica a ese gordo, porque me consta que Sampaio no es delicado y se da con cualquier basura. Ancló en la misma mesa de mármol donde yo estaba tiritando y debatió media hora con el sereno las ventajas de un chocolate con vainillas versus un bol de caldo gordo, dejándose a las cansadas convencer en favor del primero, que el sereno, a su modo, interpretó sirviéndole una soda Sifonazo. Por aquel invierno Sampaio, con un pajizo hasta el cogote y un saquito rabón, había encontrado un cauce proficuo para su comezón literaria y redactaba con letra firulete una listita kilométrica de criadores, invernadores y reproductores de cerdos, para una edición refundida de la Guía Lourenzo.
Así, mientras acurrucados junto al termómetro nos castañeteaban los postizos, miramos ese recinto desmantelado y oscuro —piso de baldosas, columnas de fierro, el mostrador con la máquina del express— y recordamos tiempos mejores cuando pugnábamos por desbancarnos mutuamente ante la clientela y andábamos por esos terragales de San Luis mascando tierra, que cuando regresábamos al Rosario la limpiadora de alfombras se atascaba. El gordo, por más que oriundo de la nación de no sé qué república tropical, es un panza relámpago y me quiso regalar el espíritu con la lectura de su elucubración en libretas; yo, los primeros tres cuartos de hora, me hacía el chiquito y mantenía a todo vapor el cacumen con la ilusión de que esos Ábalos y Abarrateguis y Abatimarcos y Abbagnatos y Abbatantuonos eran firmas que operaban dentro de mi radio de acción, pero muy pronto Sampaio se deschavetó con la indiscreción de que eran criadores del noroeste de la provincia, zona interesante por la densidad demográfica, eso sí, pero desgraciadamente absorbida por la propaganda innocua y oscurantista de la competencia. ¡Mire que hace años que yo me lo sabía de memoria al gordo Sampaio y nunca se me había pasado por la testoni que ahí, entre tanta grasa, hubiera todo un plumífero de garra y fuste! Agradablemente sorprendido aproveché con toda agilidad el perfil ilustrado que iba tomando nuestro chamuyo y con una zancadilla que en su más garufiante juventud me envidiara el P. Carbone, desvié el temario hacia los Grandes Interrogantes con la idea fija de zampar de cabeza a ese panzón valioso en la Casa del Catequista. Resumiendo grosso modo las directrices de una cartillita golazo del P. Fainberg, lo dejé mormoso con la pregunta de cómo el hombre, que viaja como un tren de ferrocarril entre una y otra nada, puede insinuar que son puro infundio y macana lo que sabe hasta el último monaguillo sobre los panes y los peces y la Trinidad. No se me quede dormido con la sorpresa, amigo Lumbeira, si le revelo que Sampaio ni tan siquiera izó bandera blanca ante ese rotundo mazazo. Me dijo más fresquito que un helado de café con leche que en punto a trinidades nadie había pulsado como él las tristes resultas de la superstición y de la ignorancia y que era inútil que yo ensayara una sola sílaba porque ipso facto me iba a barrenar debajo de la peluca una vivencia personal que lo había estancado en la vía muerta del materialismo grosero. Don Lumbeira, le juro y le perjuro que para desatascar al gordo de ese proyecto quise tentarlo con la idea de echar un sueñito sobre las mesas de billar, pero el hombre recurrió al despotismo y me enjaretó sin asco este cuento que yo se lo pasaré ni bien reduzca, con unos buchecitos de feca, las existencias de manteca y de miga que ahora me taponan la boca. Dijo, clavándome los ojos en la campanilla que yo se la mostraba con un bostezo:
—No colija por estas actualidades —jipi en desuso y terno remendón— que siempre anduve redondeando circuitos donde se alterna la planada en que hiede el verraco con el hostal en que opila el conversante. Conocí tiempos galanos. Más de una vez ya le inculqué que mi cuna queda allá en Puerto Mariscalito, que siempre fue la playa novedosa donde acuden las niñas de mi tierra con la ilusión de capear la malaria. Mi padre fue uno de los diecinueve trabucos de la cabildada del 6 de junio; cuando volvieron los moderados pasó, con todo el sector de los repúblicos, del grado de Coronel de Administración al de carterillo fluvial entre los aguazales. La mano que antes revoleara, temida, el trabuco de caño corto, ahora se resignaba a divulgar el lío lacrado, cuando no los sobres oblongos. Por de contado, le pondré en la oreja que mi padre no fue un postal de esos que se reducen a cobrar el sellado en limas, chirimoyas, papayas y cachos de frutales; antes hacía del destinatario pasivo un indio alerta y gananciero, que se allanaba a la adquisición regular de toda suerte de baratijas a trueque de percibir la correspondencia. Cánteme usted, don Mascarenhas ¿quién fue el bisoño que lo auxiliaba en ese patriotismo? El niño de bigotes de manubrio que ahora le anoticia estos fidedignos. Mis primeros gateos fueron colgados del botalón de la piragua; mi primera lembranza, de un agua verde, con reflejos de hojas y espesura de caimanes, donde yo, a lo niño, rehusaba entrar, y mi padre, que era un Catón, me arrojó a lo súbito para curarme del miedo.
Pero esta panza con dos piernas[1] no era hombre para estarse in aeternum engolosinando con baratijas al sencillo habitante de los bohíos; anhelé gastar las suelas en procura del paisaje-novedad, llámelo Cerro de Montevideo cuando no niña lunareja. Ganoso de postales colorinas para el álbum que siempre fui, aproveché una “captura recomendada” que me buscaba como a cosa buena y dije adiós desde la cala de un pescadero a los bonancibles llanos morados, a las verdes maniguas y a las moteadas tembladeras, que son mi país y mi patria, mi nostalgia bonita.
Cuarenta días y cuarenta noches perduró aquella travesía marítima entre pejes y estrellas, con paisajes a toda policromía, que por cierto no olvidaré porque algún marinante de cubierta se dolía del pobre mareado y bajaba a contarme lo que veían esos exagerantes. Pero hasta el paraíso tiene coto y día llegó que me descargaron como tapete enrollado en la dársena de Buenos Aires, entre el polvillo del tabaco y la hoja del plátano. No le brindaré el cuadro alfabético de cuánta cesantía he cursado en mis primeros años de argentino, que si las pongo en fila no cabemos bajo estas tejas. Le haré una minucia, eso sí, de lo que pasó a cortina cerrada en la razón social Meinong y Cía., cuyo personal engrosé como empleado único. Quedaba el caserón al 1300 de la calle Belgrano y era una firma importadora de tabaco holandilla, que el exilado, al cerrársele de noche los ojos que encallecía la industriosa fatiga, se pensaba desterronando la hierba en los deseados tabacales de Alto Redondo. Había un escritorio a nivel, para encandilar a los clientes, y en el sótano teníamos el subsuelo. Yo, que en aquellos años mozos acusaba el activismo de mi juventud, hubiera dado todo el oro negro de Panuco para mudar de sitio tan siquiera una de las mesillas ratonas que la retina registraba a la manderecha, pero don Alejandro Meinong me había vetado el cambio más nulo en la distribución y baraje del mobiliario, haciendo valer que era ciego y que de memoria transitaba por la casa. A él, que nunca me vio, ahora me figuro estar viéndolo, con sus anteojos negros que eran dos noches, barba de rabadán y piel de miga, sin embargo de una aventajada estatura. Yo no cesaba de repetirle: “Usted, don Alejandro, en cuanto las calores aprietan carga pajizo”, pero lo más cierto es que portaba un casquete de terciopelo, que ni para despertarse lo omitía. Bien lo recuerdo, tenía uno de esos anillos de espejo y yo me rasuraba en su dedo. Le saco la palabra de la boca y la corro a la mía para decir que don Alejandro era, como yo, un grumo más del moderno mantillo inmigratorio, porque iba para medio siglo que no apuraba el porro de cerveza en la Herrengasse. Apilaba en el salón-dormitorio porción de biblias en todos los distintos idiomas y era miembro de número de una corporación de calculistas que buscaba el ajuste de las disciplinas geológicas a la cronología marginal que adorna la Escritura. Ya tenía abocado su capital, que no era una indigencia, a los fondos de esos orates, y gustaba iterar que a la nieta Flora le emboscaba una herencia de más quilates que oro capote, u sea el amor a la cronología de la Biblia. Esa heredera era una niña enteque, de nueve años a más contar, de ojos con lejos, como si divisaran el piélago, rubia de pelo, con un estarse decoroso y suavito, como la silvestre lengua de vaca que quién no fue a coger en la madrugada por esas praderías y barrancos de Cerro Presidente. Esa niña, sin compañía de su corta edad, se contentaba oyéndome entonar, en ratos de asueto, el Himno Nacional del terruño, que yo lo acompañaba con pandero; pero bien dicen que no siempre está para monerías el mono, y cuando yo bregaba con la clientela o me despachaba un descanso, la niña Flora jugaba al Viaje al Centro de la Tierra, en el sótano. Al abuelo estas expediciones no le placían. Porfiaba que había peligro en el sótano; a él, que se desplazaba como un correo por toda la casa, le bastaba bajar a lo oscuro para decir que le habían mutado el sitio de las cosas y que tenía la impresión de extraviarse. Para el entendimiento romo esas quejas nomasito eran lujos del desvarío, porque hasta el gato Moño sabía que el depósito no recelaba otras sorpresas que pila sobre pila del holandilla en hoja y un remanente de enseres en desuso de la ex Martillera de Artículos Generales E. K. T., que había sido inquilino del local, antes que mi don Alejandro. Mentado Moño, vano es persistir ocultando que este gato se sumaba a la cofradía de los desafectos al sótano, porque vez que bajaba por la escalera ciento que huía como si lo espoleara el Patas. Tales repentes en un gatazo, por lo capón, tranquilo, hubieran suscitado el alarmismo del más pachorra, pero yo siempre sigo la derechura, como la piedra imán, aunque de mejor consejo hubiera sido, en ese apretado, sujetar el burdégano. Lueguito, cuando caí en la cuenta, ya era bien tarde y como para gatazos quedé con tanta desventura.
El calvario que usted, aunque se muña de una rueda suplementaria, ya no se me escapa de oír, comenzó en momentos que don Alejandro casi se acomoda en un maletín de cuerina, con la comezón de ir a La Plata. Otro cucufato vino por él y lo vimos partirse lo más vistoso para el congreso de los bíblicos en el cine-salón Dardo Rocha. Desde el portal me dijo que lo esperara el lunes que viene con la cafetera de silbido bien pertrechada. Agregó que el viaje duraría tres días y que yo cuidara de la niña Flora como de oro en paño. Bien sabía él que esta recomendación era un ocio, pues aunque usted aquí me está viendo tan negro y tan grande, mi mejor timbre era ser el perro custodio de la niña.
Una tarde que, provisto hasta el colodrillo de leche asada, me corrí un sueñito que ni regente de los vacajes, la niña Flora dio en aprovechar el relaje de la vigilancia prolija para trabucarse en el sótano. A la oración, hora que acostó a su muñeca, la divisé con fiebre en los pulsos, con alucinaciones y el miedo. Atendiendo que ya le mucheaba el calosfrío, le rogué se ganara los debajos de la cubija y le invertí una infusión de yerbabuena. Esa noche, para que reposara con sosiego, recuerdo que velé a los pies de la cama, tendido en el felpudillo de palma. La niña amaneció tempranera, todavía malilla, no tanto por las fiebres, que habían bajado, cuanto por la pavor. Más a lo tarde, cuando la hubo confortado el cafeto, le puse pregunta de qué la congojaba. Me dijo que la víspera había columbrado en el sótano una cosa tan rara que no podía describir cómo era, salvo que era con barbas. Yo di en pensar que esa fantasía con barbas no era causante de la fiebre, sino lo que el practicón llama síntoma, y la distraje con el cuento del jíbaro que lo eligieron diputado los monos. Al otro día andaba la niña por todo el caserón, lo más cabrita. Yo, que suelo amainar ante la escalera, le pedí que bajase a buscar una hoja avería, con miras al cotejo. Mi demanda sobró para demudarla. Como la sabía niña valiente, le persistí que sin demora satisfaciera la orden, para de una buena vez aventar esas musarañas morbosas. Me lo acordé, en un pronto, a mi padre, botándome del bongo, y no me dejé ganar por las compasiones. Para no desolarla, fui con ella hasta el arranque de la escalera y la vi bajar muy tiesa y durita, como el soldadillo-silueta del tiro al blanco. Bajaba con los ojos cerrados y se entró derecha entre los tabacos.
Apenas daba yo la vuelta con la espalda, cuando oí el grito. No era fuerte, pero ahora me parece que vi en él, como en espejo diminuto, lo que amedrentaba a la niña. Bajé a pantuflo corrido y la pillé tirada en las baldosas. Se me abrazó como si buscara carena, con los brazos como alambrito y ahí, mientras yo le repetía que no dejara solo a su tío San Bernardo (como ella me apodaba) dio su espíritu, quiero decir que se murió.
Quedé hecho nadie y tuve la impresión que toda mi vida, hasta esa ocurrencia, la había ido cursando un ajeno. A lo pronto, el momento en que bajé la escalera se me antojó lejano. Yo seguía sentado en el piso; mis manos, como por cuenta propia, liaban un cigarrillo de papel. La mirada rondaba, también ausente.
Fue entonces que atisbé, sentada en un sillón de hamaca, de mimbre, que iba y venía dulcemente, la causa del temor de la niña, por ende de su muerte. Ya me nombrarán insensible, pero el hecho es que tuve que sonreír cuando vi la sencillez que me había traído esa desventura. Lo primerizo, dese un envión y arranque como vuelo. Vea, de a un tiempo, en un santiamén, los tres combinados que en una suerte de entrevero tranquilo animaban el sillón: como científicamente los tres se estaban en un solo lugar, sin atrás, ni adelante, ni abajo arriba, dañaban un poco la vista, con especialidad en el primer vistazo. Campeaba el Padre, que por las barbas raudales lo conocí, y a la vez era el Hijo, con los estigmas, y el Espíritu, en forma de paloma, del grandor de un cristiano. No sé con cuántos ojos me vigilaban, porque hasta el par que le correspondía a cada persona era, si bien se considera, un solo ojo y estaba, a un mismo tiempo, en seis lados. No me hable de las bocas y pico, porque es matarse. Dé, también, en sumar que uno salía de otro, en una rotación atareada, y no se admirará que ya me lindara un principio de vértigo, como de asomante a un agua que gira. Dijérase que se iluminaban con el propio mover y venían a quedar a unas pocas varas, que si distraído alargo la mano, por ventura me la lleva ese remolino. Oí, en ésas, al tranvía 38, discurriendo por Santiago del Estero y pensé que en el sótano faltaba el ruido de la hamaca. Cuando miré más, era cosa de risa: la hamaca estaba quieta; lo que yo había tomado por balanceo era el ocupante.
¡Ahí me la tengo a la Santísima, pensé yo, creadora del cielo y de la tierra, y mi don Alejandro en La Plata! Bastó ese pensamiento para librarme de la inercia en que estaba. No eran momentos de abundar en amenas contemplaciones: don Alejandro era varón chapado a la antigua, que no escucharía con buena oreja mi explicación de haber negligido a la niña.
Estaba muerta, pero no me avine a dejarla tan cerca de esa hamaca y así la cargué en brazos y la acosté en la cama, con la muñeca. Le di un beso en la frente y me salí, dolido de tener que abandonarla en ese caserón tan vacío y tan habitado. Ganoso de evitar a don Alejandro, salí de la ciudad por el Once. Noticias me llegaron un día que la casa de la calle Belgrano la derribaron cuando el ensanche.
Pujato, 11 de septiembre de 1946



En H. Bustos Domecq: Dos fantasías memorables (1946)
Obras Completas en Colaboración
© María Kodama, 1995 / © Barcelona, Emecé Editores, 1979, 1991, 1997

Foto: Borges, Bioy, Silvina Ocampo, Marta Bioy y Bioy padre en el cumpleaños de Marta Bioy
Selfie autodisparo, incuida en Bioy Casares: Borges

17/8/15

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Las noches de Goliadkin


A la memoria del Buen Ladrón
I

Con una fatigada elegancia, Gervasio Montenegro —alto, distinguido, borroso, de perfil romántico y de bigote lacio y teñido— subió al coche celular y se dejó voiturer a la Penitenciaría. Se hallaba en una situación paradójica: los cuantiosos lectores de los diarios de la tarde se indignaban, en todas las catorce provincias, de que tan conocido actor fuera acusado de robo y asesinato; los cuantiosos lectores de los diarios de la tarde sabían que Gervasio Montenegro era un conocido actor, porque estaba acusado de robo y asesinato. Esta admirable confusión era obra exclusiva de Aquiles Molinari, el ágil periodista a quien había dado tanto prestigio el esclarecimiento del misterio de Abenjaldún. También se debía a Molinari que la policía permitiera a Gervasio Montenegro esa irregular visita a la cárcel: en la celda 273 estaba recluido Isidro Parodi, el detective sedentario, a quien Molinari (con una generosidad que a nadie engañaba) atribuía todos sus triunfos. Montenegro, fundamentalmente escéptico, dudaba de un detective que hoy era un presidiario numerado y ayer había sido peluquero en la calle Méjico; por otra parte, su espíritu, sensible como un Stradivarius, se crispaba ante esa visita de mal augurio. Sin embargo, se había dejado persuadir; comprendía que no debía enemistarse con Aquiles Molinari, que, según su vigorosa expresión, representaba el cuarto poder.
Parodi recibió al aclamado actor, sin levantar los ojos. Cebaba, lento y eficaz, un mate en un jarrito celeste. Montenegro ya se disponía a aceptarlo; Parodi, sin duda coartado por la timidez, no se lo ofreció; Montenegro, para darle valor, le palmeó el hombro y encendió un cigarrillo de un atado de Sublimes que había en un banquito.
—Viene antes de hora, don Montenegro; ya sé lo que lo trae. Es el asunto ese del brillante.
—Veo que estos sólidos muros no son obstáculo para mi fama —se apresuró a observar Montenegro.
—Qué van a ser. No hay como este recinto para saber lo que sucede en la República: desde las pillerías de todo un general de división hasta la obra cultural que realiza el último infeliz de la radio.
—Comparto su aversión a la radio. Como siempre me decía Margarita (Margarita Xirgu, usted sabe), los artistas, los que llevamos las tablas en la sangre, necesitamos el calor del público. El micrófono es frío, contra natura. Yo mismo, ante ese artefacto indeseable, he sentido que perdía la comunión con mi público.
—Yo que usted me dejaba de artefactos y comuniones. He leído los sueltitos de Molinari. El muchacho es habilidoso con la pluma, pero tanta literatura y tanto retrato acaban por marear. ¿Por qué no me cuenta las cosas a su modo, sin arte ninguno? A mí me gusta que me hablen claro.
—Estamos de acuerdo. Por lo demás, estoy capacitado para complacerlo. La claridad es privilegio de los latinos. Sin embargo, usted me permitirá arrojar un velo sobre cierto suceso que compromete a una dama de la mejor sociedad de La Quiaca (allí, como usted sabe, todavía queda gente bien). Laissez faire, laissez passer. La necesidad impostergable de no empañar el nombre de esa dama que para el mundo es un hada de salón (y para mí, un hada y un ángel) me obligó a interrumpir mi gira triunfal por las Repúblicas indoamericanas. Porteño al fin, yo había esperado no sin nostalgia la hora del regreso y no creí jamás que la enturbiarían circunstancias que bien pueden calificarse de policiales. En efecto, en cuanto llegué a Retiro, me arrestaron; ahora se me acusa de un robo y dos asesinatos. Para coronar el accueil, los polizontes me despojaron de una joya tradicional que yo había adquirido horas antes, en circunstancias muy pintorescas, al atravesar el Río Tercero. Bref, aborrezco los vanos circunloquios y contaré la historia ab initio, sin excluir, por cierto, la vigorosa ironía que invenciblemente sugiere el espectáculo moderno. También me permitiré algún toque de paisajista, alguna nota de color.
El 7 de enero, a las cuatro y catorce a.m., sobriamente caracterizado de tape boliviano, abordé el Panamericano, en Mococo, eludiendo hábilmente (cuestión de savoir faire, mi querido amigo) a mis torpes y numerosos perseguidores. La generosa distribución de algunos autorretratos autografiados logró mitigar, ya que no abolir, la desconfianza de los empleados del expreso. Me destinaron un camarote que me resigné a compartir con un desconocido, de notorio aspecto israelita, a quien despertó mi llegada. Supe después que ese intruso se llamaba Goliadkin y que traficaba en diamantes. ¡Quién diría que el malhumorado israelita, que el azar ferroviario me deparara, iba a envolverme en una indescifrable tragedia!
Al día siguiente, ante el peligroso capo lavoro de algún chef calchaquí, pude examinar con bonhomía la fauna humana que poblaba ese angosto universo que es un tren en marcha. Mi riguroso examen comenzó (cherchez la femme) por una interesante silueta que aun en Florida, a las ocho p.m., hubiera merecido el masculino homenaje de una ojeada. En esta materia no me equivoco: constaté poco después que se trataba de una mujer exótica, excepcional, la baronne Puffendorf-Duvernois: una mujer ya hecha, sin la fatal insipidez de las colegialas, curioso espécimen de nuestro tiempo, de cuerpo estricto, modelado por el lawn-tennis, una cara tal vez basée, pero sutilmente comentada por cremas y cosméticos, una mujer, para decirlo todo en una palabra, a quien la esbeltez daba altura y el mutismo elegancia. Tenía, sin embargo, el faible, imperdonable en una auténtica Duvernois, de flirtear con el comunismo. Al principio logró interesarme, pero después comprendí que su barniz atractivo ocultaba un espíritu banal y le pedí a ese pobre señor Goliadkin que me relevara; ella, rasgo típico de mujer, fingió no percibir el cambio. Sin embargo, sorprendí una conversación de la baronne con otro pasajero (un tal coronel Harrap, de Texas) en la que usó el calificativo de “imbécil” aludiendo sin duda a ce pauvre M. Goliadkin. Vuelvo a mencionar a Goliadkin: se trata de un ruso, de un judío, cuya impronta en la placa fotográfica de mi memoria es decididamente débil. Era más bien rubio, fornido, de ojos atónitos; se daba su lugar: se precipitaba siempre a abrirme las puertas. En cambio es imposible, aunque deseable, olvidar al barbudo y apopléjico coronel Harrap, típico ejemplar de la vigorosa vulgaridad de un país que ha logrado el gigantismo, pero que ignora los matices, las nuances, que no desconoce el último pillete de una trattoria de Nápoles y que son la marca de fábrica de la raza latina.
—No sé dónde queda Nápoles, pero, si alguien no le arregla este asunto, a usted se le va a armar un Vesubio que no le digo nada.
—Envidio su reclusión de benedictino, señor Parodi, pero mi vida ha sido errátil. He buscado la luz en las Baleares, el color en Brindisi, el pecado elegante en París. También, como Renan, he dicho mi plegaria en la Acrópolis. En todas partes he estrujado el jugoso racimo de la vida… Retomo el hilo de mi relato. En el pullman, mientras ese pobre Goliadkin (judío, al fin, predestinado a las persecuciones) sobrellevaba con resignación la incansable, y cansadora, esgrima verbal de la baronesa, yo, con Bibiloni, un joven poeta catamarqueño, me solazaba como un ateniense, platicando sobre la poesía y las provincias. Ahora confieso que al principio el aspecto oscuro, más bien renegrido, del joven laureado por las cocinas Volcán no me predispuso en su favor. Los lentes bicicleta, la corbata de moño y elástico, los guantes color crema, me hicieron creer que me hallaba ante uno de los innumerables pedagogos que nos ha deparado Sarmiento (genial profeta a quien es absurdo exigir las pedestres virtudes de la previsión). Sin embargo, la viva complacencia con que escuchó una corona de triolets, que yo había burilado a vuelapluma en el tren carreta que une el moderno ingenio azucarero de Jaramí con la ciclópea estatua a la Bandera que ha cincelado Fioravanti, me demostró que era uno de los valores sólidos de nuestra joven literatura. No era uno de esos rimadores intolerables que aprovechan el primer tête-à-tête para infligirnos los abortos de su pluma: era un estudioso, un discreto, que no malgastaba la oportunidad de callar ante los maestros. Lo deleité, después, con la primera de mis odas a José Martí; poco antes de la undécima, tuve que privarlo de ese placer: el tedio que la incesante baronesa impartía al joven Goliadkin había contagiado a mi catamarqueño, mediante un interesante fenómeno de simpatía psicológica que muchas veces he observado en otros pacientes. Con mi proverbial llaneza, que es el apanage del hombre de mundo, no vacilé ante un procedimiento radical: lo sacudí hasta que abrió los ojos. El diálogo, después de esa mésaventure, había decaído; para darle altura, hablé de tabacos finos. Estuve atinado: Bibiloni fue todo animación e interés. Después de explorar los bolsillos interiores de su cazadora, extrajo un habano de Hamburgo y, no atreviéndose a ofrecérmelo, dijo que lo había adquirido para fumarlo esa misma noche en el camarote. Comprendí el inocente subterfugio. Acepté el cigarro, con un rápido movimiento, y no tardé en encenderlo. Algún doloroso recuerdo atravesó la mente del joven; por lo menos, así lo entendí yo, seguro catador de fisonomías, y, arrellanado en la butaca y exhalando azules bocanadas de humo, le pedí que me hablara de sus triunfos. El interesante rostro moreno se iluminó. Escuché la vieja historia del hombre de pluma, que lucha contra la incomprensión del burgués y atraviesa las ondas de la vida llevando a cuestas su quimera. La familia de Bibiloni, después de varios lustros consagrados a la farmacopea serrana, logró trasponer los confines de Catamarca y progresar hasta Bancalari. Ahí nació el poeta. Su primera maestra fue la Naturaleza: por un lado, las legumbres de la quinta paterna; por otro, los gallineros limítrofes, que el niño visitara más de una vez, en noches sin luna, munido de una larga caña de pescar… gallinas. Después de sólidos estudios primarios en Km. 24, el poeta volvió a la gleba; conoció las proficuas y viriles fatigas de la agricultura, que valen más que todos los huecos aplausos, hasta que lo rescató el buen juicio de las cocinas Volcán, que premiaron su libro Catamarqueñas (Recuerdos de provincia). El importe del lauro le permitió conocer la provincia que con tanto cariño había cantado. Ahora, enriquecido de romances y de villancicos, regresaba al Bancalari natal.
Pasamos al salón comedor. Ese pobre Goliadkin tuvo que sentarse junto a la baronne; del otro lado de la misma mesa, nos sentamos el padre Brown y yo. El aspecto de este eclesiástico no era interesante: tenía el pelo castaño y la cara vacua y redonda. Yo, sin embargo, lo miraba con cierta envidia. Los que tenemos la desgracia de haber perdido la fe del carbonero y del niño no hallamos en la fría inteligencia el bálsamo reconfortante que brinda a su rebaño la Iglesia. Al fin de cuentas, ¿qué aporte debe nuestro siglo, niño blasé y canoso, al escepticismo profundo de Anatole France y de Julio Dantas? A todos nosotros, mi estimado Parodi, nos convendría una dosis de inocencia y de sencillez.
Recuerdo muy confusamente la conversación de esa tarde. La baronne, pretextando el rigor de la canícula, dilataba incesantemente su escote y se apretaba contra Goliadkin (todo para provocarme). El judío, poco avezado a esas lides, rehuía en vano el contacto y, consciente del desairado rol que jugaba, hablaba nerviosamente de temas que a nadie podían interesar, tales como la futura baja de los diamantes, la imposibilidad de sustituir un diamante falso por uno verdadero y otras minucias de boutique. El padre Brown, que parecía olvidar la diferencia que hay entre el salón comedor de un express de lujo y un auditorio de beatos indefensos, repetía no sé qué paradoja, sobre la necesidad de perder el alma para salvarla: necios bizantinismos de teólogos, que han oscurecido la claridad de los Evangelios.
Noblesse oblige: desoír los envites afrodisíacos de la baronne hubiera sido cubrirme de ridículo; esa misma noche me deslicé en puntas de pie hasta su camarote y, en cuclillas, apoyada la soñadora testa en la puerta, y el ojo en la cerradura, me puse a tararear confidencialmente Mon ami Pierrot. De esa apacible tregua, que el luchador lograra en plena batalla de la vida, me despertó el anticuado puritanismo del coronel Harrap. En efecto, este barbudo anciano, reliquia de la pirática guerra de Cuba, me tomó de los hombros, me elevó a una altura considerable y me depositó frente al baño para caballeros. Mi reacción fue inmediata: entré y le cerré la puerta en las narices. Allí permanecí dos horas escasas, prestando oídos de mercader a sus amenazas confusas, emitidas en un castellano incorrecto. Cuando abandoné mi retiro, el camino estaba expedito. ¡Vía libre!, exclamé para mi coleto, y fui en el acto a mi camarote. Decididamente, la diosa Aventura me acompañaba. En el camarote estaba la baronne, esperándome. Saltó a mi encuentro. En la retaguardia, Goliadkin se ponía el saco. La baronne, con rápida intuición femenina, comprendió que la intromisión de Goliadkin abolía ese clima de intimidad que exigen las parejas enamoradas. Se fue, sin dirigirle una sola palabra. Conozco mi temperamento: si me encontraba con el coronel, nos batiríamos en duelo. Esto es incómodo en un ferrocarril. Además, aunque sea duro confesarlo, ya ha pasado la época de los duelos. Opté por dormir.
¡Extraño servilismo el de los hebreos! Mi entrada había frustrado quién sabe qué infundados propósitos de Goliadkin; sin embargo, desde ese momento, se mostró cordialísimo conmigo, me obligó a aceptar un habano Avanti y me colmó de atenciones.
Al otro día, todos estaban de mal humor. Yo, sensible al clima psicológico, quise animar a mis compañeros de mesa, refiriendo unas anécdotas de Roberto Payró y algún acerado epigrama de Marcos Sastre. La señora de Puffendorf-Duvernois, despechada por el percance de la noche anterior, estaba atufada; sin duda, algún eco de su mésaventure había llegado a oídos del padre Brown; este párroco la trató con una sequedad que no condice con la tonsura eclesiástica.
Después del almuerzo le di una lección al coronel Harrap. Para probarle que su faux pas no había afectado la invariable cordialidad de nuestras relaciones, le ofrecí uno de los Avanti de Goliadkin y me di el gusto de encendérselo. ¡Una bofetada con guante blanco!
Esa noche, la tercera de nuestro viaje, el joven Bibiloni me defraudó. Yo había pensado referirle algunas aventuras galantes, de esas que no suelo confiar al primer venido, pero no estaba en su camarote. Me incomodaba que un catamarqueño mulato pudiera introducirse en el compartimento de la baronne Puffendorf. A veces me parezco a Sherlock Holmes: sorteando astutamente al guarda, a quien soborné con un interesante ejemplar de la numismática paraguaya, traté, frío sabueso de Baskerville, de oír, más aún, de espiar lo que sucedía en ese recinto ferroviario. (El coronel se había retirado temprano). El silencio total y la oscuridad fueron el fruto de mi examen. Pero la ansiedad duró poco. Cuál no sería mi sorpresa al ver salir a la baronne del compartimento del padre Brown. Tuve un momento de brutal rebeldía, perdonable en un hombre por cuyas venas corre la abrasadora sangre de los Montenegro. Después comprendí. La baronne venía de confesarse. Estaba despeinada y su ropa era ascética (un batón carmesí, con bailarinas de plata y payasos de oro). Estaba sin maquillar y, mujer al fin, huyó a su camarote para que yo no la sorprendiera sin su coraza facial. Encendí uno de los pésimos cigarros del joven Bibiloni y, filosóficamente, me batí en retirada.
Gran sorpresa en mi compartimento: a pesar de lo avanzado de la hora, Goliadkin estaba levantado. Sonreí: dos días de convivencia ferroviaria habían bastado para que el opaco israelita imitara el noctambulismo del hombre de teatro y de club. Por supuesto, llevaba mal su nueva costumbre. Estaba descentrado, nervioso. Sin respetar mis cabezadas y mis bostezos, me infligió todas las circunstancias de su autobiografía insignificante y, tal vez, apócrifa. Pretendió haber sido caballerizo, y después amante, de la princesa Clavdia Fiodorovna, con un cinismo que me recordó las páginas más atrevidas de Gil Blas de Santillana, declaró que, burlando la confianza de la princesa y de su confesor, el padre Abramowicz, le había sustraído un gran diamante de roca antigua, un non-pareil que, por un simple defecto de talla, no era el más valioso del mundo. Veinte años lo separaban de esa noche de pasión, de robo y de fuga; en el ínterin, la ola roja había expulsado del Imperio de los Zares a la gran dama despojada y al caballerizo infidente. En la frontera misma empezó la triple odisea: la de la princesa, en busca del pan cotidiano; la de Goliadkin, en busca de la princesa, para restituirle el diamante; la de una banda de ladrones internacionales, en busca del diamante robado, en implacable persecución de Goliadkin. Éste, en las minas del África del Sur, en los laboratorios del Brasil y en los bazares de Bolivia había conocido los rigores de la aventura y de la miseria; pero jamás quiso vender el diamante, que era su remordimiento y su esperanza. Con el tiempo, la princesa Clavdia fue para Goliadkin el símbolo de esa Rusia amable y fastuosa, pisoteada por los palafreneros y los utopistas. A fuerza de no encontrar a la princesa, cada día la quería más; hace poco supo que estaba en la República Argentina, regenteando, sin abdicar su morgue de aristócrata, un sólido establecimiento en Avellaneda. Sólo a último momento, sacó el diamante del secreto rincón donde yacía escondido; ahora, que sabía el paradero de la princesa, hubiera preferido morir a perderlo.
Naturalmente, esa larga historia en boca de un hombre que, por confesión propia, era caballerizo y ladrón me incomodó. Con la franqueza que me caracteriza, me permití expresar una duda elegante sobre la existencia de la joya. Mi estocada a fondo lo traspasó. De una valija de imitación cocodrilo, Goliadkin sacó dos estuches iguales y abrió uno de ellos. Imposible dudar. Ahí, en su nido de terciopelo, refulgía un hermano legítimo del Koh-i-nur. Nada humano me es extraño. Me apiadó ese pobre Goliadkin, que antaño compartiera el lecho fugaz de una Fiodorovna y que hogaño, en un crujiente vagón, confiaba sus cuitas a un caballero argentino que no le negaría sus buenos oficios para llegar a la princesa. Para entonarlo, afirmé que la persecución de una banda de ladrones era menos grave que la persecución de la policía; improvisé, fraterno y magnánimo, que una batida policial en el Salón Doré había deparado la inclusión de mi nombre (uno de los más antiguos de la República) en no sé qué prontuario infamante.
¡Bizarra psicología la de mi amigo! Veinte años sin ver el rostro amado, y ahora, casi en vísperas de la dicha, su espíritu se debatía y dudaba.
A pesar de mi fama de bohemio, d’ailleurs justificada, soy hombre de hábitos regulares; era tarde y ya no logré conciliar el sueño. Revolví en la mente la historia del diamante inmediato y de la princesa lejana. Goliadkin (sin duda emocionado por la noble franqueza de mis palabras) tampoco pudo dormir. Por lo menos, durante toda la noche, estuvo moviéndose en la litera superior.
La mañana me reservaba dos satisfacciones. Primero, un lejano anticipo de la pampa, que habló a mi alma de argentino y de artista. Un rayo de sol cayó sobre el campo. Bajo el benéfico derroche solar, los postes, los alambrados, los cardos lloraron de alegría. El cielo se hizo inmenso y la luz se calcó fuertemente sobre el llano. Los novillos parecían haber vestido ropas nuevas… Mi segunda satisfacción fue de orden psicológico. Ante los cordiales tazones del desayuno, el padre Brown nos demostró palmariamente que la cruz no está reñida con la espada: con la autoridad y el prestigio que da la tonsura, reprendió al coronel Harrap, a quien calificó (muy certeramente, según mis luces) de asno y de animal. Le dijo también que sólo valía para meterse con infelices, pero que ante un hombre de temple sabía guardar distancia. Harrap ni chistó.
Sólo después alcancé el pleno significado de la reprimenda del párroco. Supe que Bibiloni había desaparecido esa noche; ese hombre de pluma era el infeliz a quien había agredido el soldadote.
—Deme calce, amigo Montenegro —dijo Parodi—. Ese tren tan raro de ustedes ¿no para en ninguna parte?
—¿Pero dónde vive, amigo Parodi? ¿Usted ignora que el Panamericano hace el viaje directo desde Bolivia hasta Buenos Aires? Prosigo. Esa tarde, el diálogo fue monótono. Nadie quería hablar de otra cosa que de la desaparición de Bibiloni. Por cierto, algún pasajero observó que la tan cacareada seguridad que los capitalistas sajones atribuyen al convoy ferroviario quedaba en tela de juicio después de este suceso. Yo, sin disentir, anoté que la actitud de Bibiloni bien podía ser el fruto de una distracción propia del temperamento poético, y que yo mismo, atenaceado por la quimera, solía estar en las nubes. Estas hipótesis, aceptables en el día ebrio de colores y de luz, se desvanecieron con la última pirueta solar. Al caer de la tarde, todo se tornó melancólico. A intervalos llegaba de la noche el quejido fatídico de un búho oscuro, que remeda la tos cascada de un enfermo. Era el momento en que cada viajero revolvía en su mente los lejanos recuerdos o sentía la vaga y tenebrosa aprensión de la vida sombría; al unísono, todas las ruedas del convoy parecían deletrear las palabras: Bi-bi-lo-ni-ha-si-do-a-se-si-na-do, Bi-bi-lo-ni-ha-si-do-a-se-si-na-do, Bi-bi-lo-ni-ha-si-do-a-se-si-na-do
Esa noche, después de cenar, Goliadkin (sin duda para mitigar el clima de angustia que había sentado sus reales en el salón comedor) cometió la ligereza de desafiarme al póker, mano a mano. Tal era su deseo de medirse conmigo, que rechazó, con una obstinación sorprendente, las proposiciones de la baronesa y del coronel de jugar un cuatro. Éstos debieron resignarse al rol de ávidos espectadores. Naturalmente, las esperanzas de Goliadkin recibieron un rudo golpe. El clubman del Salón Doré no defraudó a su público. Al principio, no me favorecieron las cartas, pero después, a pesar de mis admoniciones paternas, Goliadkin perdió todo su dinero: trescientos quince pesos y cuarenta centavos, que los polizontes me han sustraído arbitrariamente. No olvidaré ese duelo: el plebeyo contra el hombre de mundo, el codicioso contra el indiferente, el judío contra el ario. Valioso cuadro para mi galería interior. Goliadkin, en busca de un desquite supremo, abandona de pronto el salón comedor. No tarda en regresar, con la valija de imitación cocodrilo. Extrae uno de los estuches y lo pone sobre la mesa. Me propone jugar los trescientos pesos perdidos contra el diamante. No le niego esa última chance. Doy las cartas; tengo en la mano un póker de ases; mostramos el juego; el diamante de la princesa Fiodorovna pasa a mi poder. El israelita se retira, navré. ¡Interesante momento!
A tout seigneur, tout honneur. Los enguantados aplausos de la baronne Puffendorf, que había seguido con mal reprimido interés la victoria de su campeón, coronaron la escena. Como siempre dicen en el Salón Doré, yo no hago las cosas a medias. Mi decisión estaba tomada: llamé al mozo y le pedí ipso facto la carta de vinos. Un rápido examen me aconsejó la conveniencia de un Champagne El Gaitero, media botella. Brindé con la baronne.
El hombre de club se reconoce en todos los momentos. Después de tamaña aventura, otro que yo no hubiera conciliado el sueño en toda la noche. Yo, bruscamente, insensible a los encantos del tête-à-tête, ansié la soledad de mi camarote. Bostecé una excusa y me retiré. Era prodigioso mi cansancio. Recuerdo haber caminado entre sueños por los interminables corredores del tren; sin dárseme un ardite de los reglamentos que las compañías sajonas inventan para coartar la libertad del viajero argentino, entré por fin en un compartimento cualquiera y, fiel guardián de mi joya, me encerré con pasador.
Le declaro sin ruborizarme, estimado Parodi, que esa noche dormí vestido. Caí como un tronco en la litera.
Todo esfuerzo mental tiene su castigo. Esa noche una pesadilla angustiosa me sojuzgó. El ritornello de esa pesadilla era la burlona voz de Goliadkin, que repetía: “No diré dónde está el diamante”. Me desperté sobresaltado. Mi primer movimiento se dirigió al bolsillo interior; ahí estaba el estuche; adentro, el auténtico non pareil.
Aliviado, abrí la ventanilla.
Claridad. Frescura. Loco bullicio madruguero de pajarillos. Mañanita nebulosa de principios de enero. Mañanita soñolienta, arrebujada todavía en las sábanas de un vapor blanquecino.
De esa poesía matinal pasé en el acto a la prosa de la vida, que golpeó a mi puerta. Abrí. Era el subcomisario Grondona. Me preguntó qué hacía yo en ese camarote y, sin esperar contestación, me dijo que fuéramos al mío. Yo siempre he sido como las golondrinas para la orientación. Por increíble que parezca, mi camarote estaba al lado. Lo hallé todo revuelto. Grondona me sugirió que no fingiera asombro. Supe después lo que usted habrá leído en los diarios. Goliadkin había sido arrojado del tren. Un guarda oyó su grito y tocó la campana de alarma. En San Martín subió la policía. Todos me acusaron, hasta la baronne, sin duda por despecho. Rasgo que denota al observador que hay en mí: en medio del trajín policiaco observé que el coronel se había afeitado la barba.



II

A la semana, Montenegro se presentó de nuevo en la Penitenciaría. En el apacible retiro del coche celular, había premeditado no menos de catorce cuentos baturros y de siete acrósticos de García Lorca, para edificar a su nuevo protegido, el habitué de la celda 273, Isidro Parodi; pero este peluquero obstinado extrajo una baraja mugrienta de su birrete reglamentario y le propuso, mejor dicho le impuso, un truco mano a mano.
—Todo juego es mi juego —replicó Montenegro—. En la estancia de mis mayores, en el almenado castillo que duplica sus torres en el Paraná transeúnte, he condescendido a la tonificante sociedad y al rústico pasatiempo del gaucho. Por cierto que mi a ley de juego todo está dicho era el pavor de los truqueros más canosos del Delta.
Muy pronto, Montenegro (que no salió de malas en los dos partidos que jugaron) reconoció que el truco, en razón de su misma sencillez, no podía cautivar la atención de un devoto del chemin de fer y del bridge con remate.
Parodi, sin hacerle caso, le dijo:
—Mire, para retribuir la lección de truco que usted le ha dado a este hombre anciano, que ya no sirve ni para jugar con un infeliz, le voy a contar un cuento. Es la historia de un hombre muy valiente aunque muy desdichado, un hombre a quien yo respeto muchísimo.
—Penetro su intención, querido Parodi —dijo Montenegro, sirviéndose con naturalidad un Sublime—. Ese respeto lo honra.
—No, no me refiero a usted. Hablo de un finado a quien no conozco, de un extranjero de Rusia, que supo ser cochero o caballerizo de una señora que tenía un brillante valioso; esa señora era una princesa en su tierra, pero no hay ley para el amor… El joven, mareado por tanta suerte, tuvo una debilidad (cualquiera la tiene) y se alzó con el brillante. Ya era tarde cuando se arrepintió. La revolución maximalista los había desparramado por el mundo. Primero en una localidad de África del Sur, después en otra del Brasil, una pandilla de ladrones quiso arrebatarle esa alhaja. No la consiguieron: el hombre se daba maña para esconderla, no la quería para él; la quería para devolvérsela a la señora. Después de muchos años de aflicciones supo que la señora estaba en Buenos Aires; el viaje con el brillante era peligroso, pero el hombre no se echó atrás. En el tren lo siguieron los ladrones: uno se había disfrazado de fraile, otro de militar, otro de provinciano, otro se había pintarrajeado la cara. Entre los pasajeros había un paisano nuestro, medio botarate, un actor. Este mozo, como se había pasado la vida entre disfrazados, no vio nada raro en esa gente… Sin embargo, era evidente la farsa. Era demasiado surtido el grupo. Un cura que saca el nombre de las revistas de Nick Carter, un catamarqueño de Bancalari, una señora que tiene la idea de ser baronesa porque hay una princesa en el asunto, un anciano que de la noche a la mañana pierde la barba y que se muestra capaz de elevarlo a usted, que debe pesar unos ochenta kilos, «a una altura considerable» y guardarlo en un excusado. Eran gente resuelta; tenían cuatro noches para trabajar. La primera, cayó usted en la celda de Goliadkin y les arruinó el pastel. La segunda, usted volvió a salvarlo sin querer: la señora se le había metido en la pieza con el cuento del amor, pero a su llegada tuvo que retirarse. La tercera, mientras usted estaba pegado como un engrudo en la puerta de la baronesa, el catamarqueño asaltó a Goliadkin. Le fue mal: Goliadkin lo tiró del tren. Por eso el ruso andaba nervioso y se revolvía en la cama. Pensaba en lo que había ocurrido y en lo que iba a ocurrir; pensaba tal vez en la cuarta noche, la más peligrosa, la última. Recordó una frase del cura sobre los que pierden el alma para salvarla. Resolvió dejarse matar y perder el brillante para salvarlo. Usted le había contado lo del prontuario: comprendió que, si lo mataban, usted sería el primer sospechoso. La cuarta noche exhibió dos estuches, para que los ladrones pensaran que había dos brillantes, uno de veras y uno falso. A la vista de todos lo perdió, a manos de un negado para el naipe; los ladrones creyeron que les quería hacer creer que había perdido la alhaja verdadera; a usted lo durmieron, con algún mejunje en la sidra. Se metieron después en el compartimento del ruso y le ordenaron que les entregara la alhaja. Usted le oyó en sueños repetir que no sabía dónde estaba; a lo mejor también les dijo que usted la tenía, para engañarlos. La combinación le salió bien a ese hombre valiente: al alba lo mataron los desalmados, pero el brillante estaba seguro, en poder de usted. Efectivamente, en cuanto llegaron a Buenos Aires, la policía le echó el guante y se encargó de entregar la alhaja a su dueño.
Tal vez pensó que no le valía mucho vivir: veinte años crueles habían caído sobre la princesa, que ahora dirigía una casa mala. También yo, en su lugar, hubiera sido un miedoso.
Montenegro encendió un segundo Sublime.
—Es la vieja historia —observó—. La rezagada inteligencia confirma la intuición genial del artista. Yo siempre desconfié de la señora Puffendorf-Duvernois, de Bibiloni, del padre Brown y, muy especialmente, del coronel Harrap. Pierda cuidado, mi querido Parodi: no tardaré en comunicar mi solución a las autoridades.
Quequén, 5 de febrero de 1942




Dibujo de Fernández Chelo 1977


Aporte de Francisco Alvez Francese (FB)
En Honorio Bustos Domecq: Seis problemas para don Isidro Parodi (1942)
Imágenes: Covers primeras ediciones e ilustración de Fernández Chelo 1977


14/7/15

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: El signo





Génesis, IX, 13
—Ahí, donde lo ven, está en su día el amigo Lumbeira y me puede abonar otro completo, que las facturitas mandan fuerza y no es el abajo firmante el que se va a negar a un par de felipes rellenos de manteca y a una de estas ensaimaditas grasientas que, taponándome el nasute hasta quedar sin dedo, la rempujo a base de buchecitos de feca con chele y quedo en forma para dar cuenta de esa fuentada de tortitas guarangas. Ni chiste, paganini; en cuanto me desempane el garguero y recobre el uso de la parola, le meto por las dos orejas la historia longaniza de un sucedido que usted ipso facto reclama la presencia del mozo y le refunde en ese mate rebelde un menú gigante, que después no queda en dos leguas a la redonda un grumo de grasa.
¡Lo que se lleva el tiempo, Lumbeira! Antes que usted le entierre los molares a este budín inglés todo cambia en un redepente y donde ayer el loro lo aturdía, ahora usted está en el aro y lo aturde al loro. No me dejará mentir si le digo que yo estaba más prendido que un bitoque al Instituto de Previsión “Veterinarias Diogo” y que para mí el olor a tren era como el olor de la cucha para el perro y para usted el olor del Lacroze: quiero decir que yo como viajante sabía pulsar la red ferroviaria de un modo francamente continuo. De la noche a la mañana, sin más introito que una investigación y proceso que se alargó año y medio, les chanté con la pluma cucharita una indeclinable que salí levantando tierra. Por fin, metí los de horma 44 en Última Hora, donde el jefe de redacción, que es un miserable zanagoria, me destacó de corresponsal viajero y cuando no me repantigo en el carreta a Cañuelas me trasbordan al lechero a Berazategui.
No le discutiré que hombre que viaja suele entrar en contacto con la corteza superficial de los partidos del perímetro urbano y así no es raro que sorprenda cada perfil inédito que si usted lo oye puede que le salga otro orzuelo. Ni se tome el trabajo de abrir la boca, que hasta las moscas de la leche ya saben que se va a descolgar con la pesadez que yo soy un veterano con más olfato periodístico que un hocico de perro… ñato; la cosa es que ayercito nomás me remitieron a Burzaco, como quien manda un tarugo envuelto en papel madera. Pegado como un queso a la ventanilla donde el solcito de las doce y dieciocho me freía la grasa de la frente, pasé con la cabeza hecha un hueco desde el asfalto a la lata y de la lata a la quinta y de la quinta al potrero donde el chancho se dilata. U sea, para no enredarme en las cuartas, que llegué a Burzaco y bajé en la propia estación. Le juro hasta venir con barba que no me acompañó el menor pálpito de la revelación que me esperaba esa tarde tan sofocante. Vuelta a vuelta me preguntaba, lo más cafisho, que quién iba a decirme que ahí, en el pleno foco burzaquense, yo me haría cargo de un portento que si usted lo oye lo toman por leche cortada.
Tomé, cuándo no, la calle San Martín y a la vuelta del primer brazo gigante que salía de la tierra y ofrecía un mate Noblesse Oblige, me di el gustazo de saludar el propio domicilio de don Ismael Larramendi. Figúrese una ruina sin revocar, un chalecito coquetón a medio erigir, vulgo una tapera de la madona, que usted mismo, don Lumbeira, que en trance de apolillar no le hace asco al nido de hormigas, hubiera desistido de entrar sin la bufanda y el paragüita. Crucé el cantero enyuyado y, ya en el porch, bajo un escudo del Congreso Eucarístico tipo Primo Carnera, brotó un vejete mezzo calvento, acondicionado en un guardapolvo tan aseadito que gana no me faltó de espolvorearlo con la pelusa que sabe rejuntar el bolsillo.
Ismael Larramendi (don Matecito, que le dicen) se me manifestó portador de unos anteojos de costurera, de un bigote doble foca y de un pañuelo de bolsillo que le interesaba todo el cogote. Amainó algún centímetro de estatura cuando le propiné esta tarjeta que ahora se la refriego a usted en ese umbligo que le hace las veces de cara y donde verá en papel Vitroñex y letra Polanco “T. Mascarenhas, Última Hora”. Antes que se acogiera al gambito de no estar en casa, le tapé la boca con la gran milanesa de que lo tenía prontuariado y aunque se disfrazara de bigotudo yo le sacaría la filiación. Visto y considerando que el comedor me quedaba un poco ajustado, saqué la cocinita económica al patio de lavar, mudé mi chambergolina al dormitorio, ofrecí a mi panaro el sillón de hamaca, encendí un Salutaris que el vejanco tardaba en obsequiarme y distribuyendo todos mis pieses en un estantecito de pinotea con los manuales Gallach, lo convidé al vejestorio a que se acomodara en el suelo y me hablara como un fonógrafo de bocina de su mentor el finado Wenceslao Zalduendo.
No haberlo dicho. Abrió la boca y se mandó la parte, con una vocecita de ocarina de lo más penetrante, que, se lo juro por esa campana de sángüiches, ya no la oigo porque estamos en esta lechería de Boedo. Dijo, sin tan siquiera darme calce para un enfoque del momento turfístico:
—Tienda, señor, su buen vistazo por esa ventanita ratona y no le costará divisar, más allá de la segunda mano con mate, una vivienda pequeña, eso sí, pero que siempre le faltó, qué pucha, el flatacho. Haga, con toda confianza, la señal de la cruz y pídale a esa casa tres deseos, porque bajo sus tejas vivió un hombre que merece mejor concepto que muchos de esos verdaderos vampiros que chupan por igual la sangre del pobre y del industrial acomodado. ¡Le estoy hablando de Zalduendo, señor!
Cuarenta años han pasado por este redondelito[*](treintinueve añares, mejor dicho) desde el atardecer inolvidable, o acaso la mañanita madrugadora, en que conocí a don Wenceslao. A él o a otro, porque el tiempo trae el olvido, que es un bálsamo grande, y uno termina por no saber con quién tomó la leche vez pasada en el bar de Constitución, cuando no una avena malteada, que sabe caer tan bien al estómago. La cosa es que lo conocí, mi buen señor, y dimos en hablar de todo un poco, pero con dedicación especial de los coches de la línea a San Vicente. Pitos y flautas, yo con mi gorra de visera y el guardapolvo tomaba todos los días hábiles el 6 y 19 a Plaza; don Wenceslao, que viajaba más temprano, era seguro que perdía el carreta de las 5 y 14, y yo me lo veía llegar de lejos, sorteando los charquitos helados, a la luz tembleque del farol de la Cooperativa. Él era como yo un adepto insaciable de la ventaja del guardapolvo y acaso, años después, nos fotografiaron con dos guardapolvos idénticos.
Siempre, señor, he sido el más fiero enemigo de meterme en vidas ajenas y, por eso, mantuve a raya la tentación de preguntarle a ese nuevo amigo por qué viajaba con el lápiz Faber y un rollo de pruebas de imprenta, amén del diccionario de Roque Barcia, que es una obra tan completa ¡en tantos volúmenes! Se la doy al más garifo; tuve, si usted me comprende, mi hora de comezón, pero pronto logré la recompensa ¡don Wenceslao, con la misma boca con que me dijo que era corrector de la Editorial Oportet & Haereses, me invitó a secundarlo en esas tareas que, con encomiable tenacidad, acometía para distraerse en el tren! Mis luces, le soy franco, son bien escasas, y al principio trepidé en acompañarlo en ese terreno; pero la hacendosa curiosidad pudo más y antes que apareciera el inspector ya estaba yo sumido en las galeradas de la Instrucción secundaria de Amancio Alcorta. Exigua ¡qué canastos! fue la contribución que pude prestar esa primer mañana de consagración a las letras, pues, arrebatado por todos esos problemones del magisterio, yo leía y leía, sin advertir las más garrafales erratas, las líneas traspuestas, las páginas omitidas o empasteladas. En Plaza no me quedó más remedio que articular el “Que le vaya lindolfo” de práctica, pero a la madrugada siguiente le di una gran sorpresa a mi nuevo amigo, revistando en el andén con un lápiz que había tomado la precaución de agenciarme en una sucursal muy seria, eso sí, de la Librería Europa.
Mes y medio, calculando a ojo fantástico, duraron esas tareas de corrección, que son, como vulgarmente se dice, el aprendizaje más formidable para entrar en contacto con los verdaderos rudimentos de la puntuación y de la ortografía en castellano. De A. Alcorta pasamos a Pedagogía social de Raquel Camaña, no sin hacer un alto en Crítica literaria de Pedro Goyena, que me capacitó para encarar con renovados bríosNaranjo en flor de José de Maturana o El dilettantismo sentimental de Raquel Camaña. Ni por asomo le puedo cantar otro título porque en llegando al último don Wenceslao cortó por lo sano y me dijo que sabía apreciar mi aplicación en lo que ésta valía, pero que muy a las contras de su voluntad se veía compelido a pararme el carro, porque el propio don Pablo Oportet le había propuesto para en breve un ascenso interesante que le permitiría redondear un buen presupuesto. Cosa de no saber por dónde agarrar: don Wenceslao me participaba esas novedades de tanto bulto para su horizonte económico, y yo lo veía con el ánimo por el suelo, de lo más chaucho. A la semana, en ocasión de adquirir unas roscas de maicena para las nietitas del señor Margulis, que tiene la farmacia en Burzaco, salía yo con mi paquetito del bar de Constitución cuando tuve el agrado de pescar a don Wenceslao, que daba cuenta de una gran tortilla quemada, que parecía un pico de gas, y de unas sendas copas de grog, que me lo hacían toser con el humo, en compañía de un potentado de color aceituna y rico sobretodo de astracán, que le encendía en ese momento un cigarro de hoja. El potentado se atusaba el bigote y hablaba como un rematador, pero en la cara del señor Wenceslao vi la palidez de la muerte. Al otro día, antes de llegar a Talleres, me confió con toda reserva que su interlocutor de la víspera era el señor Moloch, de la razón social Moloch y Moloch, que tenía en un puño a todas las librerías del Paseo de Julio y de la Ribera. Agregó que había firmado un contrato con ese señor, que ahora carecía de toda vinculación oficial con la red de baños turcos donde se timbea de lo lindo, para el suministro de obras científicas y de tarjetas postales. Así, con mucha consideración, vino a enterarme ese pan de Dios, que el Directorio lo había nombrado Gerente Responsable de la editorial. En esa nueva calidad, ya había asistido a una prolongada sesión del centro de imprenteros, donde apenas medio se atornilló en la butaca lo sacaron al trote largo esos asturianos. Yo lo atendía como un embelesado, señor, y en eso tironeó el convoy y rodó por el suelo uno de los pliegos que estaba corrigiendo don Wenceslao. Conozco mi obligación y, sobre el pucho, me acomodé en cuatro patas para recogerlo. No haberlo hecho: vi una figura de lo más deslenguada, que me puse como un tomate. Disimulé como pude y pasé a devolverla como si entregara la estampita más espectable. Quiso mi buena estrella que don Wenceslao estuviera tan Tristán Suárez que no se dio cuenta cabal de lo acontecido.
El otro día, que era sábado, no viajamos juntos; habremos ido uno primero y otro después, si usted me interpreta.
Ya despachada la primera siestita, un vistazo al almanaque me encasquetó la idea que el domingo era mi cumpleaños. La confirmó la fuente de empanaditas que siempre tiene la fineza de obsequiarme la señora Aquino Derisi, que prestó sus oficios de partera a mi señora madre. Tomar el olorcito de esos manjares, que vienen a ser tan nuestros, y pensar lo instructiva que resultaría, a lo mejor, una serata con el señor Zalduendo, fue, como decimos en Burzaco, todo uno. Prudenciando en el banquito de la cocina hasta que amainara el sol (porque las insolaciones de vigilantes estaban a la orden del día), me quedé hasta bien dadas las ocho y cuarto, aplicando otra mano de pintura negra a un mueblecito de adorno que yo había confeccionado con los cajoncitos de azúcar Lanceros. Bien enroscado en la chalina, porque las refrescadas son el diablo, tomé el 11, quiero decir que me encaminé a patacón por cuadra al domicilio de ese maestro y amigo. Entré como perro por su casa, ya que la puerta del señor Zalduendo, señor, siempre estaba abierta, como su corazón. ¡El anfitrión brillaba por su ausencia! Para no malgastar la caminata, opté por esperar un ratito, no fuera de repente a volver. Hacia la jabonera no demasiado lejos de la palangana y la jarra, había un alto de libros que me permití revisar. De nuevo le digo, eran de la Imprenta Oportet & Haereses y mejor no haberlo hecho. Bien dicen que cabeza en la que entra poco retiene el poco; hasta el día de hoy no puedo olvidarme de esos libros que hacía imprimir don Wenceslao. Las tapas eran con prójimas desnudas y de todos colores, y llevaban por título El jardín perfumadoEl espión chinoEl hermafrodita de Antonio Panormitano, Kama-Sutra y/o Ananga-RangaLas capotas melancólicas, las obras de Elefantis y las del Arzobispo de Benevento. Qué azúcar y qué canela, yo no soy uno de esos puritanos exagerados y en tren de echar una cana al aire ni mosqueo con la adivinanza de color subido que sabe proponer el párroco de Turdera, pero, vea usted, hay extremos que pasan de castaño oscuro y resolví ganar la cucha. Salí marcando tiempo, le soy verídico.
Varios días pasaron y nada sabía yo de don Wenceslao. Después, la noticia-bomba anduvo de boca en boca y yo fui el último en enterarme. Una tarde, el oficial del peluquero me enseñó a don Wenceslao en fotografía, que más bien parecía un negro retinto, abajo del titular que rezaba: Se le espesó el mejunje al pornografista. Hay estafa. Las piernas me flaquearon en el sillón y se me nubló la vista. Sin comprender leí hasta el final el sueltito, pero lo que más me dolió fue el tono irrespetuoso con que se hablaba del señor Zalduendo.
Dos años después don Wenceslao salió de la cárcel. Sin darse bombo, que no estaba en su carácter, volvió el hombre a Burzaco. Volvió hecho una osamenta, señor, pero con la frente bien alta. Dijo adiós al trayecto ferroviario y no salía de su casa ni en esos paseítos a los más diversos pueblos circunvecinos. De aquel entonces le quedó el mote cariñoso de Don Tortugo Viejo, aludiendo, vaya usted a saber, a que no salía nunca y era difícil encontrarlo en el depósito de forrajes Buratti, cuando no en el criadero de aves Reynoso. Nunca quiso acordarse de los motivos de su desgracia, pero yo até cabos y vine a entender que el señor Oportet se había aprovechado de la infinita bondad de don Wenceslao, cargándolo con la responsabilidad de su negocio de librería cuando vio que las cosas pintaban mal.
Con el sano propósito de agenciarle una buena dosis de esparcimiento di en llevarle un dominguito, que la atmósfera se presentaba aparente, a los nenes disfrazados de pierrot del doctor Margulis y el lunes medio lo engolosiné con la monomanía de ir a pescar a los charcos. Qué pesca ni qué pavadas con la pretensión de distraerlo: el pasmado como un bobeta resulté yo.
El señor Don Tortugo estaba en la cocina cebándose unos verdes. Me senté de espaldas a la ventana, que ahora da a los fondos del club Unión Deportiva y antes al campo abierto. El Maestro declinó con la mayor urbanidad mi proyecto de pesca y adjuntó, con esa bondad soberana del que a todas horas ausculta su propio corazón, que a él no le hacían falta diversiones desde que el Supremo le concediera pruebas tan a las claras.
A riesgo de quedar como un chinche le rogué que me ampliara esos conceptos; sin soltar la pavita borravino, ese visionario me contestó:
—Acusado de estafa y de traficar en libros infames yo fui recluido en la celda 272 de la Penitenciaría Nacional. Entre esas cuatro paredes mi preocupación era el tiempo. En la primer mañana del primer día pensé que estaba en la peor etapa de todas, pero que si llegaba al día siguiente ya estaría en el segundo, es decir en camino al último día, el setecientos treinta. Lo malo es que me hacía esa reflexión y el tiempo no pasaba y yo seguía en el comienzo de la mañana del primer día. Antes de un lapso atendible ya había agotado cuanto recurso se me ocurrió. Conté. Recité el Preámbulo de la Constitución. Dije los nombres de las calles que hay entre Balcarce y la Avenida La Plata y entre Rivadavia y Caseros. Después me corrí al Norte y dije las calles que hay entre Santa Fe y Triunvirato. Por suerte me confundí cerca de Costa Rica, lo que me significó ganar un poco de tiempo, y así medio llegué a las nueve de la mañana. Tal vez entonces me tocó en el corazón un santo bendito y me puse a rezar. Quedé como inundado de frescura y creo que muy pronto llegó la noche. A la semana descubrí que ya no pensaba en el tiempo. Créame, joven Larramendi, cuando se cumplieron los dos años de la condena, me pareció que habían pasado en un soplo. Es verdad que el Señor me había deparado muchas visiones, todas francamente valiosas.
Don Wenceslao me decía estas palabras y se le dulcificaba la cara. De entrada sospeché que esa felicidad le venía del recuerdo, pero luego entendí que detrás mío algo estaba pasando. Me di vuelta, señor. Vi lo que llenaba los ojos de don Wenceslao.
Había mucho movimiento en el cielo. Subían grandes cosas desde el monte del establecimiento rural Manantiales y desde la curva del tren. Se dirigían en procesión al cénit. Unas parecían evolucionar alrededor de otras, pero sin estorbar el movimiento general y todas subían. Yo no les quitaba los ojos y era como si subiera con ellas. Le hago suyo que de primera intención no capté qué serían esos objetos, pero ya entonces me contagiaban el bienestar. He pensado después que acaso tenían luz propia, porque ya se había hecho tarde y sin embargo yo no les perdía ni un pelo. El primero que distinguí (y hemos de convenir que es raro, porque la forma no es nítida, que digamos) era tamaña berenjena rellena que no tardó en perderse de vista al quedar tapada por el alero del corredor, pero ya le pisaba los talones un gran pastel de fuente, que por lo bajo le calculo, señor, hasta doce cuadras de fondo. La gran sorpresa bogaba a la derecha, a un nivel más alto, y era un solo puchero a la española, con su morcilla y su tocino, escoltado, eso sí, por cada posta de pejerrey que usted no sabía para dónde mirar. Todo el poniente era risotto, sin embargo que al Sur ya se consolidaban la albóndiga, el dulce de zapallo y la leche asada. A estribor de las empanadas con flecos, desfilaba el matambre a la orientala, bajo el palio de algunas tortillas babosas. Mientras conserve la memoria me acogeré al recuerdo de unos ríos que se cruzaban sin mezclarse: uno de caldito de gallina bien desgrasado y otro de un zocotroco de carne con cuero, que después de verlo, a usted ya no lo embroman con el arco iris. A no ser por esta tosecita de perro, que en la ocasión me hizo desviar la visual, me pierdo una croqueta de espinaca que, en un santiamén, la borraron los chinchulines de una parrillada jefe, para no decir nada de unos caneloncitos recalentados que, desplegándose en abanico, tomaron firme posesión de la bóveda celeste. A éstos los barrió un queso fresco, cuya superficie acorchada abarcó todo el cielo. Ese alimento quedó fijo, como encasquetado sobre el mundo, y yo me ilusioné que lo tendríamos para siempre, como antes las estrellas y el azul. Un instante después no quedaba rastro de esa rotisería.
Ay de mí, ni un adiós le dije a don Wenceslao. Con las piernas que me temblaban salvé hasta media legua de potreros y entré como por un tubo en la fonda de la estación donde cené con tan buen diente que era cosa de alquilar balcones.
Esto es todo, señor. O casi todo. Nunca me fue dado participar en otra visión de don Wenceslao, pero éste me dijo que no eran menos maravillosas. Lo creo porque el señor Zalduendo era platita labrada, sin contar que una tarde, al pasar por su domicilio, todo el campo era un solo olor a fritangas.
Veinte días después el señor Zalduendo ya era cadáver y su espíritu recto pudo ascender al firmamento, donde sin duda lo acompañan ahora todas esas minutas y postres.
Le agradezco su atención por haberme oído. Sólo me resta decirle que le vaya benítez.
—Que le garúe finochietto.

Pujato, 19 de octubre de 1946


[*] Trátase, a todas luces, del más rudimentario de los monóculos. 
Lo improvisó nuestro hombre con el pulgar y el índice, lo aplicó al ojo 
y, con un guiño, rió benévolamente. Tout comprendre c’est tout pardonner.
(Nota griffonnée por el doctor Gervasio Montenegro).









En H. Bustos Domecq: Dos fantasías memorables (1946)
Obras Completas en Colaboración
© María Kodama, 1995 / © Barcelona, Emecé Editores, 1979, 1991, 1997
Imagen: Réplica for export de Borges y Bioy Casares 
en la mesa que ocupaban y placa evocativa
Confitería La Biela - Barrio Recoleta - Buenos Aires
Fotos: Patricia Damiano, 2012



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