Ningún otro destino escrito fue tan dejado de la mano de su dios como Don Quijote. Ninguna otra conducta de novelista fue tan deliberadamente paradójica y arriesgada como la de Cervantes. Así la tesis que me he determinado a presentar y a razonar en esta alegación.
Antes conviene aliviarse de dos errores. Uno es la antigua equivocación que ve en el Quijote una pura parodia de los libros de caballería: suposición que el mismo Cervantes, con perfidia que entenderemos después, se ha encargado de propalar. Otro es el también ya clásico error que hace de esta novela una repartición de nuestra alma en dos apuradas secciones: la de la siempre desengañada generosidad y la de lo práctico. Ambas lecturas son achicadoras de lo leído: ésta lo desciende a cosa alegórica, y hasta de las más pobres; aquélla lo juzga circunstancial y tiene que negarle (aunque así no fuera su voluntad) una permanencia larga en el tiempo. Además, ni lo paródico ni lo alegórico son valederas manifestaciones de arte: lo primero no es más que el revés de otra cosa y ésta le hace tanta falta para existir, como la luz y el cuerpo a la sombra; lo último es una categoría gramatical más que literaria, una seudo humanización de voces abstractas por medio de mayúsculas. El Quijote no es ninguna de esas ausencias: es la venerable y satisfactoria presentación de una gran persona, pormenorizada a través de doscientos trances, para que lo conozcamos mejor. Es decir, no es ni más ni menos que el título. Cervantes, en hecho de verdad, fue un hagiógrafo, pero no es la casi santidad de Alonso Quijano lo que interesa hoy a mi pluma, sino lo desaforado del método de Cervantes para convencernos bien de ella. Este método no es el usual de la persuasión; es otro insospechable y secreto que provoca, sin traicionarse nunca, una reacción compasiva o hasta enojada frente a las indignidades sin fin que injurian al héroe. Cervantes teje y desteje la admirabilidad de su personaje. Imperturbable, como quien no quiere la cosa, lo levanta a semidiós en nuestra conciencia, a fuerza de sumarias relaciones de su virtud y de encarnizadas malandanzas, calumnias, omisiones, postergaciones, incapacidades, soledades y cobardías.
El procedimiento se trasluce con seguridad en la primera parte, tan secundaria en mérito. Allí menudean las cargosas retahílas de palos y puñetazos, censuradas con aparente justicia por nuestro Groussac. En la segunda, las tentaciones en que puede caer el lector son más considerables y más sutiles. El arte de Cervantes, diez años mayor, asume aquí toda la audacia peligrosísima de su destreza y pone a Don Quijote, no ya en el inventado riesgo de que le peguen, sino en el verdadero y muy serio de que le perdamos cariño. Diré algunos ejemplos, no todos, de ese incomparable jugarse entero del escritor.
Los de soledad son de no acabar. Don Quijote es la única soledad que ocurre en la literatura del mundo. Prometeo, amarrado a la visible peña caucásica, siente la compasión del universo a su alrededor y es visitado por el Mar, caballero anciano en su coche, y por el especial enojo de Zeus. Hamlet despacha concurridos monólogos y triunfa intelectualmente, sin apuro en las antesalas de su venganza, sobre cuantos conviven con él. Raskolnikov, el ascético y razonador asesino de Crimen y castigo, sabe que todos sus minutos son novelados y ni la borra de sus sueños se pierde. Pero Don Quijote está solo, dejadamente solo, y cualquier eventualidad lo interrumpe. Ése es el necesario sentido de los Crisóstomos, de las Marcelas, de los cautivos y de las otras curiosas impertinencias que interceptan a cada vuelta de hoja la presencia del héroe y que tanto escándalo y vacilación han puesto en la crítica. Ni siquiera en los últimos trámites de su muerte (gran posesión y dramaticidad de todo vivir, por pobre que sea) consigue Don Quijote ocupar la franca y solemne atención de su historiador. Éste lo hace arrepentirse de su heroísmo, apostasía inútil, para mencionar después casualmente y en la mitad de un párrafo, que falleció. El cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaban, dio su espíritu: quiero decir que murió. Así, con aparatoso desgano, se despidió Miguel de Cervantes de Don Quijote.
Tampoco la inconsciencia de su rareza (especie de inocente nube para sí en que viajan los dioses) le fue concedida al caballero por su cronista. Hay un lugar, patético, en que Don Quijote habla directamente de su locura y se sabe loco y lo dice. Es la aventura contemplativa y extática de los santos. Don Quijote discurre acerca de ellos y piensa al fin:
Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta ahora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo. Otro más llevadero, es aquel en que Don Quijote conversa sobre la ridiculez de su traza: Así que señor gentilhombre, ni este caballo… ni la amarillez de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza os podrá admirar de aquí adelante... (segunda parte, capítulo XVI).
Pero el ejemplo más iluminativo de cuantos puedo recordar aquí, es el tan festejado como no entendido capítulo que trata de los consejos a Sancho. Hasta don Américo Castro (en su libro encaminado a probar que Cervantes vivió de veras en el siglo dieciséis y en su atmósfera) se limita a emparejar los consejos de Don Quijote con los de Isócrates y a declarar el contenido ético de esas moralidades. Admite sin embargo que los consejos en sí nada tienen de insólito, en cuanto a las ideas, y su mayor interés reside en los reflejos que provocan en Sancho y en el ambiente de ironía y buena gracia que envuelve el diálogo (El pensamiento de Cervantes, página 359). Yo voy más lejos; los consejos para mí no son lo que importa, sino el hecho de darlos. Reanímese la escena: Sancho, por decisión burlona del duque acaba de ser nombrado gobernador de una ínsula, que no por apócrifa y tirada en medio del campo, es menos codiciable. En esto llegó Don Quijote y sabiendo lo que pasaba…, con licencia del duque le tomó de la mano y se fue con él a su estancia con intención de aconsejarle cómo se había de haber en su oficio. Entrados, pues, en su aposento, cerró tras sí la puerta, e hizo casi por fuerza que Sancho se sentase junto a él. Apurado y coercitivo está Don Quijote en dar esos consejos, que el escudero subido a gobernador no ha pedido y que son más bien una continuación de la autoridad del hidalgo. ¡Qué insinuaciones las de su prólogo! Tú, que para mí sin duda alguna eres un porro, sin madrugar, sin trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con sólo el aliento que te ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te ves gobernador de una ínsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, oh Sancho, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recibida, sino que desgracias al cielo que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está, oh hijo, atento a este tu Catón, que quiero aconsejarte, y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto… Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra. ¿No está induciéndonos aquí Miguel de Cervantes a que palpemos envidia en el carácter honestísimo de Don Quijote? ¿No es más odiosa la sola insinuación de esa envidia que esa otra obscena aventura en que tirado Don Quijote en el campo, cruza una piara de cerdos encima de él?
Atropellos y desmanes son los que dije que evidencian la confianza de su escritor en la invulnerabilidad central de su héroe. Sólo en Cervantes ocurren valentías de ese orden.
En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar
Publicado en 1928 en una tirada de quinientos ejemplares, al igual que dos años antes El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos corrió la misma suerte que este último e Inquisiciones, quedando oficialmente desterrado de la obra del autor, quien no obstante recuperó textos sueltos de estos libros para la edición de sus obras en la prestigiosa colección francesa de La Pléiade.
Luego:
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House
@ 2011 y 2016 Obras completas (Editorial Sudamericana)
Imagen:
Supuesto retrato de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1615) atribuido a Juan de Jáuregui. Aunque Cervantes escribió, en el Prólogo a las Novelas ejemplares, que Juan de Jáuregui le había retratado, no hay ninguna documentación que asegure que éste sea de Jáuregui y menos que represente a Cervantes. No existe ningún retrato auténtico de Cervantes. Vía
Imagen:
Supuesto retrato de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1615) atribuido a Juan de Jáuregui. Aunque Cervantes escribió, en el Prólogo a las Novelas ejemplares, que Juan de Jáuregui le había retratado, no hay ninguna documentación que asegure que éste sea de Jáuregui y menos que represente a Cervantes. No existe ningún retrato auténtico de Cervantes. Vía