3/11/18

Jorge Luis Borges: La criolledad en Ipuche (1925)






  La órbita del arte gauchesco ha sido siempre ribereña del Plata y el río innominado es como un armonioso corazón en la interioridad de su cuerpo y sus estrofas clásicas, que nada saben del chañar y del mistol, son decidoras del ombú y la flechilla. Ya en el siglo pasado la pampa dijo su primitiva gesta pastoril en el poema de Ascasubi, su burlería conversada en el Fausto y la previsión de un morir en las andanzas del Martín Fierro. Hoy las cuchillas del Uruguay son canoras. En este lado la única poesía de cuya hondura surge toda la pampa igual que una marea, es la regida por Ricardo Güiraldes. En la otra banda están Silva Valdés y Pedro Leandro Ipuche.

  Los versos de Fernán Silva Valdés son posteriores en el tiempo a los compuestos por Ipuche y encarnan asimismo una etapa ulterior de la conciencia criolla. La criolledad en Silva Valdés está inmovilizada ya en símbolos y su lenguaje, demasiado consciente de su individuación, no sufre voces forasteras. En Ipuche el criollismo es una cosa viva que se entrevera con las otras. La palabra gauchesca en su dicción es una virtud más y los sujetos que maneja no son forzosamente patrios. Más aún: entre los motivos camperos suele conceder preeminencia a los que la leyenda no ha prestigiado. Su mayor decoro es el ritmo; su destreza en arrear fuertes rebaños de versos trashumantes, su inevitable rectitud de río bravo que fluye pecho adentro, enorgulleciéndonos. Las otras eficacias que hay en su dicción varonil —adjetivación pensativa, justedad trópica, gracia de narrador— pasan atropelladas y huidizas a flor de la preclara impetuosidad de su verbo. Esta omnipotencia del ritmo es índice veraz de la nervosa entraña popular de su canto. No de otra suerte la lírica andaluza, tan callada de imágenes, se ostenta generosa en configuraciones estróficas y ha pluralizado su voz en la soleá y en la soleariya y en la alegría y en la cuarteta y en la seguidilla gitana.

  Hay en Ipuche un sentido pánico de la selva. Tierra honda se intitula su mejor libro y el epíteto es decidor de un sentirse arraigado y amarrado a la tierra vivaz, de un echar dulces y anhelantes raíces en la tierra nativa. Yo adjetivé una vez honda ciudad, pensando en esas calles largas que rebasan el horizonte y por las cuales el suburbio va empobreciéndose y desgarrándose tarde afuera; pero la palabra en boca de Ipuche equivale a muy otra cosa, y habla de un sentimiento casi físico de la tierra que es grave bajo las errantes pisadas y en que está verbeneando un vivir atareado y primordial. Esa conciencia de entrevero gozoso afirma su más explícita realización en los Poemas de la luz negra y me recuerda siempre el verso de Lucrecio, donde la imagen de conjuntas ramadas esfuerza la otra imagen de los cuerpos que anudó la salacidad:

  Tune Venus in sylvis iungebat corpora amantum

  Ipuche no es un ateísta si bien en los Poemas de la luz negra ensancha la presencia operativa que, al decir de los teólogos, le conviene a Dios en el mundo, en presencia esencial y se avecina al panteísmo. Su figuración de Dios, como luz, está en los maniqueos que también disolvieron la divinidad en almáciga de almas y apodaban lúcidas naves a la luna y al sol.

  Ipuche es un notable gustador de la dialogación y señaladamente de la emulación amistosa y del compañerismo y del conjunto acuerdo en que se ayudan individualidades sueltas. Escasas son las composiciones suyas que mi corazón no ha sentido. Mi gratitud quiere hoy puntualizar la singular beneficencia que hube de las poesías El corderito serrano, Mi vejez, La clisis, El caballo, Correría de la bandera y Los carreros. Su verso es de total hombría, sabe de Dios y de los hombres y se ha mirado en los festivos rostros de la humana amistad y en la gran luna de la cavilación solitaria.

  Una confesión última. He declarado el don de júbilo con que algunas estrofas de Tierra honda endiosaron mi pecho. Quiero asimismo confesar un bochorno. Rezando sus palabras, me ha estremecido largamente la añoranza del campo donde la criolledad se refleja en cada yuyito y he padecido la vergüenza de mi borrosa urbanidad en que la fibrazón nativa es ¡apenas! una tristeza noble ante el reproche de las querenciosas guitarras o ante esa urgente y sutil flecha que nos destinan los zaguanes antiguos en cuya hondura es límpido el patio como una firme rosa.



En Inquisiciones (1925)



También en Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Imagen arriba: Borges por Hermenegildo Sábat 
Edición de Clarín del 22 de diciembre de 1983 
Gracias, MS y RRR


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