14/10/18

Jorge Luis Borges: Acerca de Unamuno, poeta





Bien conocemos todos a don Miguel de Unamuno en ejercicio de prosista. Su impaciencia de la expresión literaria y ese desdén de la retórica que ha motivado en él la forjadura de otra retórica distinta, de ritmo atropellado y discursivo, donde un alborotado crepitar de empellones polémicos y vislumbres reemplaza la acostumbrada continuidad de argumentos, son harto conocidos de cuantos practican la actual literatura española. Lo propio puede asentarse acerca de la configuración hegeliana del espíritu de Unamuno. Ese su hegelianismo cimental empújale a detenerse en la unidad de clase que junta dos conceptos contrarios y es la causa de cuantas paradojas ha urdido. La religiosidad del ateísmo, la sinrazón de la lógica y el esperanzamiento de quien se juzga desesperado, son otros tantos ejemplos de la traza espiritual que informa su obra. Todos ellos —desplegados o no por su facundia, pero latentes de continuo en sus páginas— son aspectos del siguiente pensamiento sencillo: Para negar una cosa, hemos primero de afirmarla, siquiera sea como asunto de nuestra negación. Desmentir que hay un Dios es afirmar la certeza del concepto divino, pues de lo contrario ignoraríamos cuál es la idea derruida por la negación precitada y por carencia de palabras nuestra negación no podría ni formularse. Pasajes de un mecanismo intelectual idéntico al manipulado en la falacia anterior abundan en su obra y son escándalo asombroso de muchos lectores de allende y aquende el océano.

  Pero mi empeño de hoy no estriba en desarmar las artimañas que practica con destreza tan impetuosa Unamuno, sino en comentar y ensalzar su nobilísima actuación de poeta. Hace bastante tiempo que mi espíritu vive en la apasionada intimidad de sus versos. Creo que el adentramiento recíproco de ellos en mi conocimiento y de mi conciencia paladeándolos con atareado silencio me dan derecho a enjuiciarlos hoy, a la vista y paciencia de quienes quieran acercar su atención a estas apuntaciones.

  Unamuno —diré perogrullescamente o si os place mejor la equivalencia griega del adverbio, axiomáticamente— es un poeta filosófico. Y quiero dejar dicho que no atribuyo a la palabra filósofo la pavorosa acepción que suelen adjudicarle los castellanos. Filósofo, para ellos, es el hombre que gesticula en sentencias más o menos sonoras el pensamiento de la inestabilidad asidua del tiempo y de que cuantas singularidades y ásperas diferencias existen, todas las allana la muerte. Eso de que el tiempo sea tiempo (es decir sucesión) en vez de limitarse a un terco y rígido instante, es un azoramiento de siglos en la lírica hispana. Virgilio lo preludió en su numeroso latín:

  Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus.

  Después los españoles adueñáronse ávidamente de este incidente espiritual y a fuerza de aguzada intensidad en sentirlo y elocuentísima persistencia en otorgarle formas verbales, lo hicieron suyo y bien suyo. Claro está que la menos disciplina en la metafísica basta para derruir la validez de ese meditar. Figurad el tiempo como una encadenación infinita de instantes sucesivos y no hallaréis razón alguna para que los instantes iniciales de la tal serie sean menos valederos que los que vienen más adelante.

  Las ruinas lastimeras de Itálica tienen la misma realidad de apariencia —pero no más— que la ejercida antaño por la villa en su época de agrupación humana y ruidosa. Y si desentrañamos otro ejemplo más inmediato, no hay largueza oratoria que logre convencerme que un cadáver, inexistente en sí mismo y sólo vinculado al universo por obra de las almas que lo realizan pensándolo, pueda sobrepujar en realidad a ésta mi conciencia de ser, inquietada de miedos y de esperanzas. Ambos fenómenos: el ágil cuerpo traspasado de vida y el vergonzoso cadáver que ha detenido la muerte, son dos incidentes del tiempo, dos apariencias irrefutables. La única desemejanza es que el cadáver ha menester un espectador que lo refleje parando mientes en él, mientras cualquier conciencia animada es su propia atestiguación suficiente…

  Creo haber argüido bastante contra esas eviternas sofisterías de cura de misa y olla para persuadir a cualquier lector que la filosofía animadora de los desmañados endecasílabos del maestro nada tiene en común con semejantes tropezones intelectuales. Unamuno, a pesar de no lograr nunca la invención metafísica, es un filósofo esencialmente: quiero decir un sentidor de la dificultad metafísica. Es evidente por muchísimos de sus versos que la especulación ontológica no es para él un ingenioso juego intelectual, un ajedrez perfecto, sino una angustia constreñidora de su alma. ¿Constreñidora? Sí, pero a las veces ensanchadora del hondón espiritual que agrándase por ella hasta contener todo el cielo.

  Paso a comentar algunas estrofas de su Rosario de sonetos líricos [de Unamuno].

  En las postrimerías del soneto LXXXVIII ocurren los versos que voy a transcribir.
nocturno el río que de las horas fluye
desde su manantial, que es el mañana
eterno...
  Eso del río de las horas es el clásico ejemplo de la justificada igualación del tiempo con el espacio que Schopenhauer declaró imprescindible para la comprensión segura de entrambos. Lo nuevo, lo conseguido, está en la dirección de la corriente temporal que en vez de adelantarse a lo futuro encamínase hacia nosotros —mejor dicho, sobre nosotros, sobre nuestra inmóvil conciencia— desde lo venidero. ¿Y por qué no? De cualquier modo, la discusión del verso transcripto evidenciará que no es menos paradójico el usual concepto del tiempo que el versificado por Unamuno. Y si la desconfianza de algún lector me refuta juzgando que la poesía es cosa que solicita nuestra gustación y no nuestro análisis, le responderé que todo en el mundo es digno quebradero de la inteligencia y que versos como el antecitado que nos bosquejan la eterna dubiedad de la vida, valen al menos tanto como los de un halago meramente auditivo y sugeridor de visiones.

  Eso no significa que faltan, en los versos que estudio, imágenes de eficacia visual. Pero en ellas adviértese que lo justificativo de su escritura está en la correlación de ambos términos y nunca en la jactancia fachendosa de los vocablos aislados.

  En ilustración transcribo algunas estrofas:
ojos en que malicia no escudriña
secreto alguno en la secreta vena,
claros y abiertos como la campiña…
Al amor de la lumbre cuya llama
como una cresta de la mar ondea…
Ara en mí como un manso buey la tierra
el dulce silencioso pensamiento…

  Y pues de imágenes hablamos, quiero asimismo señalar el asombroso candor que ha consentido en sus poemas frases —y no escasas— como ésta:
    recogí este verano a troche y moche
    frescas rosas en campos de esmeralda.
  Vergüenza y lástima da esa metrificada endeblez, pero es un testimonio convincente de la ingenuidad del poeta y de cómo es un hombre bueno y no un asustador grandioso de incautos.
  
    Mucho debe mentir un hombre para poder ser verídico y muchos son los embustes inútiles que han de escapársele antes de conseguir una palabra que informa la verdad. Eso por causas numerosas. Todo vocablo abstracto fue signo antaño de una cosa palpable, signo rehecho y levantado por una imagen paulatina. Añadid a esa bastardía las diferentes connotaciones que asumen en cada espíritu las palabras, la ineficacia en que las entorpece el abuso y el hecho de que muchas emociones o aspectos de emoción han sido en más de veinte siglos de ocupación literaria ya definitivamente fijados.

  Considerad que cada escritor debe sacar a la publicidad del lenguaje la privanza de su pensar y no os asombrará que en ese traslado haya más de un sentir que pierda su primera sorpresa de hallazgo y su certidumbre de vida. Y si alguien opinara que tal vez los momentos más felices de la poesía brotaron no ya de una entereza de pasión sino de inconfesables urgencias técnicas, le diré que tan pobre estirpe no debe impedirnos gustar y aun elogiar los frutos que de su bajeza proceden. Estoy seguro de que voces como inmortal o infinito no fueron en su comienzo sino casualidades del idioma, abusos del prefijo negativo, horros de sustancial claridad. Tanto las hemos meditado y enriquecido de conjeturas que ayer necesitamos de una teología para dilucidar la primera y aún nuestros matemáticos disputan acerca de la segunda. Poner palabras es poner ideas o es instigar una actividad creadora de ideas.

Lo cual no significa que sea laudable toda exuberancia verbal. Los neologismos que ha entrometido Unamuno (ateólogos, irresignación, hidetodo) son plausibles, pues hay en ellos una probabilidad ideológica. En cambio, el escritor que, arrimándose a un diccionario y desmintiendo su propio modo de hablar escribe orvallo en vez de garúa y ventalle en vez de abanico, ejerce con ello una estéril pedantería, pues las palabras rebuscadas que emplea no tienen mayor virtud que las cotidianas. Si quisiéramos definir con tradicionales vocablos la diferencia entre este imaginario escritor (que a veces es cualquiera de nosotros) y Unamuno, diríamos que el primero es un culterano y el segundo es un conceptista. Es decir, el primero cultiva la palabrera hojarasca por cariño al enmarañamiento y al relumbrón y el segundo es enrevesado para seguir con más veracidad las corvaduras de un pensamiento complejo. El culterano se llama Rimbaud, Swinburne, Herrera y Reissig; el conceptista Hegel, Browning, Almafuerte, Unamuno. Ambas agrupaciones pueden incluir vehemencia y generosidad literarias, pero hay una más entrañable y conmovedora valía en las rebuscas del pensar que en las vistosas irregularidades de idioma.

  * * *

No hay en los versos de Unamuno el más leve acariciamiento de ritmo. Son claros, pero su claror no es comparable al de un árbol que albrician en primavera las hojas, sino a la trabajosa claridad de una demostración matemática. Son españoles, pero tan adentradamente españoles que al escucharlos no reparamos en la desemejanza que va de su país a nosotros, sino en lo humanamente universal. Comprobamos con sencillez: El hombre Miguel de Unamuno, constreñido a su tierra y a su tiempo, ha pensado los pensamientos esenciales.

Después la desconfiada inteligencia pone algunos reparos a las minucias de la hechura, pero, a despecho de su fallo, la realidad espiritual del autor se introduce de lleno en nuestro vivir. Íntimamente, con la certeza de una emoción.


En Inquisiciones (1925)

También en Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016


Imagen: Miguel de Unamuno leyendo en su casa de Salamanca, 1925
Foto: Colección Cándido Ansede
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