Puedo cantar sobre mí mismo un canto verdadero; puedo narrar mis viajes. En días de opresión padeció mi pecho rigores. Las naves fueron para mí cárceles de ansiedad. Terrible era el tumulto de las olas. Me encorvó muchas veces la estrecha guardia de la noche en la proa del barco, al golpear los acantilados. Atravesados por el frío fueron mis pies, atados con helados vínculos por la escarcha. Hervían las penas y me quemaban el corazón; desde adentro el hambre desgarraba el ánimo del hombre, fatigado de mares. Quien es venturoso en la tierra ignora mis andanzas por los caminos del exilio, sin compañeros... El granizo volaba en ráfagas. Nada oía yo salvo el clamor del mar, la ola fría como el hielo. A ratos el grito del cisne. En lugar de la risa de los hombres me acompañaba el grito de la gaviota. La tormenta, que azotaba los acantilados de piedra, contestaba al águila de plumas heladas y húmedas de rocío. El águila gritaba amenazadora. Ningún hombre de mi linaje podía consolar mi abandonado corazón. A quien soberbio y exaltado de vino goza de la vida en su castillo, poco le importa lo que yo sufro navegando. Anocheció, nevó desde el norte y cayó sobre la tierra el granizo, la más fría de las simientes. Por todo ello urge mi corazón la voluntad de enfrentar yo mismo las corrientes saladas, el alto juego de las olas. Todo mi ser me mueve a buscar una tierra de extraña gente, lejos de aquí. No hay un hombre en el mundo tan altivo, tan generoso de ánimo, y tan confiado en su juventud, tan resuelto en sus actos, que no sienta la ansiedad del próximo viaje y lo que le reserva el Señor. No tiene ánimo para el arpa, ni para la distribución de sortijas, ni para el deleite de la mujer, ni para la grandeza del mundo; sólo le importan las altas corrientes heladas. Siempre está ansioso el que desea navegar. Los bosques se cubren de flores, las ciudades resplandecen, las praderas se adornan, el mundo se renueva. Todas esas cosas incitan al animoso a emprender el viaje, a perderse lejos por los caminos del agua.
Nota
Esta composición es la más famosa de las elegías anglosajonas. Data del siglo IX. Los dos primeros versos prefiguran la remota voz de Walt Whitman. El poeta, hoy anónimo, declara a la vez el horror del mar y la fascinación del mar, que es tan característica de Inglaterra, y que se repite a lo largo de su literatura. Esa dualidad ha sugerido que se trata de un diálogo cuyos interlocutores serían un viejo marinero cansado y un joven ignorante del mar, que no ha intentado aún. Esa conjetura, que contradice los hábitos de la poesía anglosajona, empobrecería esta pieza y no cuenta ahora con partidarios.
En la Edad Media la poesía propendía a lo alegórico. No es imposible que esta poesía sea una alegoría de la vida del hombre, bajo la metáfora de una navegación. Lo indiscutible es que abunda en rasgos directos: "Anocheció, nevó desde el norte y cayó sobre la tierra el granizo, la más fría de las simientes".
La Elegía del Navegante ha sido vertida al inglés por Ezra Pound, que repite menos el sentido que los sonidos del original. Hay asimismo una admirable traducción de Gavin Bone.
En colaboración con María Kodama
En Obras completas en colaboración
© María Kodama, 1995
© Emecé Editores, 1979, 1991 y 1997
Barcelona, 1997
Imagen: Borges y María Kodama en Japón
Cortesía Fundación Internacional Jorge Luis Borges