8/7/18

Jorge Luis Borges: Sobre una alegoría china (1942)






Arthur Waley, cuyas delicadas versiones de Murasaki son obras clásicas de la literatura inglesa de nuestro tiempo, ha traducido, ahora, la Relación de viajes por las tierras occidentales de Wu Ch'eng-en. Se trata de una alegoría del siglo XVI; antes de comentarla, quiero examinar el problema o seudo problema que el género alegórico presupone.

Todos propendemos a creer que la interpretación agota los símbolos. Nada más falso. Busco un ejemplo elemental: el de una adivinanza. Nadie ignora que a Edipo le interrogó la Esfinge tebana: ¿Cuál es el animal que tiene cuatro pies en el alba, dos en el mediodía y tres a la tarde? Nadie tampoco ignora que Edipo respondió que era el hombre. ¿Quién de nosotros no percibe inmediatamente que el desnudo concepto de hombre es inferior al mágico animal que deja entrever la pregunta y a la asimilación del hombre común a ese monstruo variable y de setenta años a un día y del bastón de los ancianos a un tercer pie? Los símbolos, además del valor representativo, tienen un valor intrínseco; en los enigmas (que pueden constar de veinte palabras) es natural que no haya un solo rasgo injustificado: en las alegorías (que suelen rebasar las veinte mil) ese rigor es imposible. Es también indeseable, pues la pesquisa de continuas correspondencias minúsculas entorpecería toda lectura. De Quincey (Writings, onceno tomo, página 199) dictamina que a un personaje alegórico podemos atribuirle cualquier discurso o cualquier acto, siempre que éstos no contradigan o no confundan la idea personificada por él. "Los caracteres alegóricos", dice, "ocupan un lugar intermedio entre las realidades absolutas de la vida humana y las puras abstracciones del entendimiento lógico". La hambrienta y flaca loba del primer canto de la Divina Comedia no es un emblema o letra de la avaricia: es una loba y es también la avaricia, como en los sueños. Esa naturaleza plural es propia de todos los símbolos. Por ejemplo los vividos héroes del Pilgrim's progress —Christian, Apollyon, Master Greatheart, Master Valian-for-truth— proponen una doble intuición, no unas figuras que se pueden canjear por nombres substantivos abstractos. (Un problema no irresoluble sería la ejecución de una alegoría breve y secreta, en la que todo lo que obrara o dijera una de las personas fuera esencialmente una injuria, lo de otra una merced, lo de otra una mentira, etc.).

De la novela traducida por Waley conozco una versión anterior, de Timothy Richard, curiosamente titulada A mission to Heaven (Shanghai, 1940). También he recorrido las excertas que incluye Giles en su History of Chinese literature (1901) y Sung-Nien Hsu en la Anthologie de la littérature chinoise (1933).

Quizás el rasgo más evidente de la vertiginosa alegoría de Wu Ch'eng-en es la vastedad panorámica. Todo parece transcurrir en un minucioso mundo infinito, con inteligibles zonas de luz y alguna de sombra. Hay ríos, grutas, cordilleras, mares y ejércitos; hay peces y tambores y nubes; hay una montaña de espadas y un lago punitivo de sangre. El tiempo no es menos pródigo que el espacio. Antes de recorrer el universo, el protagonista —un insolente mono de piedra, producido por un huevo de piedra— haraganea muchos siglos en una gruta. En sus peregrinaciones ve una raíz que cada tres mil años madura: quienes la huelen, viven trescientos sesenta años; quienes la comen, cuarenta y siete mil. En el Paraíso del Poniente, un Budha le habla de una divinidad cuyo nombre es el Emperador de Jade: hace mil setecientos cincuenta kalpas que se perfecciona ese Emperador y cada kalpa consta de ciento veintinueve mil años. Kalpa es término sánscrito; el amor de los ciclos de enorme tiempo y de los espacios ilimitados es típico de las naciones del Indostán, así como de la astronomía contemporánea y de los atomistas de Abdera. (Oswald Spengler, recuerdo, dictaminó que la intuición de un tiempo y de un espacio infinitos era privativa de la cultura que él llamó fáustica; pero el más inequívoco monumento de esa intuición del mundo no es el vacilante y misceláneo drama de Goethe sino el viejo poema cosmológico De rerum natura).

Un rasgo singular hay en este libro: la noción de que el tiempo de los hombres no es conmensurable con el de Dios. El mono se introduce en los palacios del Emperador de Jade; a la aurora regresa; en la tierra ha pasado un año. Las tradiciones musulmanas ofrecen un rasgo parecido. Refieren que el Profeta fue arrebatado por la resplandeciente yegua Alburak hasta el séptimo cielo y que conversó en cada uno con los patriarcas y ángeles que lo habitan y que atravesó la Unidad y sintió un frío que le heló el corazón cuando la mano del Señor le dio la palmada en el hombro. Al dejar el planeta, el casco sobrenatural de Alburak había derribado una jarra; a su regreso, el Profeta la levantó antes que se derramara una sola gota... En el relato musulmán, el tiempo de Dios es más rico que el de los hombres; en el relato chino, es más pobre y más dilatado.

Una mano exuberante, un cerdo haragán, un dragón de los mares occidentales convertido en caballo, un borroso y pasivo malhechor cuyo nombre es Arena, que emprenden la difícil aventura de la inmortalidad y que para obtenerla ejercen el fraude, la violencia y las artes mágicas: tal es el argumento general de esta composición alegórica. Justo es agregar que la empresa purifica los caracteres: todos, en el capítulo final, ascienden a Budhas y regresan al mundo con un cargamento precioso de cinco mil cuarenta y ocho libros canónicos. J. M. Robertson, en su Breve historia del Cristianismo, sugiere que los gnósticos delinearon las jerarquías divinas a imagen de la burocracia terrestre; los chinos han usado ese método: Wu Ch'eng-en satiriza con fruición la burocracia angelical y, por consiguiente, las de este mundo. En el género alegórico propende a la tristeza y al tedio; en este libro excepcional encontramos una irresponsable felicidad. Su lectura no nos recuerda el Criticón o los autos sacramentales: nos recuerda el último libro de Pantagruel o las Mil y una noches.

Los prodigios abundan en su decurso. El héroe, encarcelado por los demonios en una esfera de metal, crece mágicamente, pero la esfera crece también. El prisionero se achica hasta lo invisible, pero también se achica su cárcel... En otro capítulo pelean un demonio y un mago. El mago, herido, se convierte en cuatro mil magos. El demonio terriblemente le dice: "Multiplicarse es baladí; lo difícil es volver a juntarse".

También hay rasgos humorísticos. Un monje, convidado por unas hadas a un atroz banquete de carne humana, alega que es vegetariano y se va.

Uno de los capítulos terminales incluye un episodio en el que conviven lo patético y lo simbólico. Un hombre verdadero, Hsian Tsang, dirige a los fantásticos peregrinos. Al cabo de muchas adversidades les corta el paso un río dilatado y obscuro, de olas altísimas. Un barquero les propone llevarlos. Aceptan, pero el hombre percibe con horror que la barca no tiene fondo. El barquero declara que desde el principio del tiempo ha conducido en paz a miles de generaciones humanas. En la mitad del río ven un cadáver arrastrado por la corriente. De nuevo el hombre siente el frío del miedo: los otros le dicen que mire bien. Ese cadáver es el suyo: todos lo congratulan y abrazan.

La versión de Arthur Waley, aunque literariamente muy superior a la ejecutada por Richard, es acaso menos feliz en la selección de aventuras. Se titula Monkey y ha aparecido en Londres este año. Es obra de uno de los pocos sinólogos que es también un hombre de letras.


Diario La Nación, Buenos Aires, 25 de octubre de 1942
Y en Diario La Nación, Buenos Aires, 22 de agosto de 1999

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de  Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio e Zocchi
Buenos Aires, Emecé Editores, 2001
© María Kodama 2001

Imagen: Retrato de Borges. Dibujo por Esfumino (Felipe Felipe) Vía DeviantArt


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