20/7/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 5. Literatura (III)






GEORGES CHARBONNIER: Proseguimos hoy con las entrevistas consagradas a la literatura en general. El período que vivimos es particularmente interesante en lo que concierne al conocimiento del fenómeno literario. La crítica literaria ha alcanzado en nuestra época un alto grado de refinamiento. Tenemos el deseo de decir que la crítica moderna ha agotado lo cualitativo, por lo menos ha agotado esa zona de lo cualitativo que precede a la introducción de lo cuantitativo en el análisis de los fenómenos.
Desde luego, lo cualitativo no ha sido excluido definitivamente. Bajo su forma digamos elemental —antes de la introducción de lo cuantitativo—, bajo esa forma primera lo cualitativo se apresura a desaparecer de momento. No dudamos que reaparecerá, pero se aplicará a consideraciones de orden matemático.
Vivimos pues un período de crisis, lo que no significa que el análisis naufraga, sino, al contrario, que tiene éxito. Los remordimientos, los lamentos, los anatemas, las palinodias, las nostalgias de todo tipo expresadas antes son su signo más seguro. Para unos, nos preparamos a matar la literatura. Para otros, nos preparamos por fin a conocerla mejor. La querella proviene en gran parte de una confusión: identificamos mal el punto de vista del escritor y el del lector, del espectador en su sentido lato, del que nadie pretende modificar el papel, el estado de ánimo, la emoción, la receptividad.
No obstante, desde ahora, nuevos espectadores obtienen lo mejor de su placer en una contemplación analítica más fina, más exigente en el plano lógico. ¿Cómo negarle su conocimiento de las obras de Edgar Poe, Raymond Roussel, Paul Valéry, por ejemplo? No es necesario querer ser el lector más exigente y, al mismo tiempo, el más exigente de humanismo, el más exigente de antropomorfismo. No es menester llamarse el crítico más exigente aun descartando las armas más sutiles del análisis crítico.
Jorge Luis Borges, ¿cómo considerar el problema literario?
JORGE LUIS BORGES: Es evidente que el problema literario es muy amplio. En él existe un misterio. Por ejemplo, cuando Stevenson dice que los personajes del arte —de una novela o de un drama— sólo son una serie de palabras, al instante sentimos que esto no es cierto.
G. C.: ¡Eh! ¡Yo creo que sí!
J. L. B.: No. Pensemos en una novela cualquiera. Tomemos, qué diré yo, una novela de Dostoyevski. Dostoyevski no describe todos los momentos de sus héroes. Por ejemplo, los personajes cenan y después se vuelven a encontrar a la mañana siguiente. Mas si el libro está acabado —y creo que éste es el caso de las obras de Dostoyevski, o de ciertas obras de este escritor— se tiene la impresión de que entre ambas escenas conocidas hay otras que no se conocen. Los personajes han regresado a sus casas. Se han ido a la cama. Han soñado algo. Si no se tiene esta impresión, el libro no existe. Hay muchas cosas que el autor no nos cuenta, que el autor no conoce, pero que deben existir. Si dos personajes se vuelven a encontrar al cabo de veinte años, es preciso sentir que han tenido experiencias, que han envejecido, que han cambiado un poco. Si no, el libro no actúa sobre el lector.
Creo que fue Coleridge quien hablaba de willing suspension of unbelief. En el arte no hay ni creencia ni incredulidad. Para que el lector deje voluntariamente su escepticismo, su poca fe, es necesario que colabore con el autor. Un espectador que asiste a una tragedia sabe muy bien que la acción transcurre en la escena. Que hay actores en la escena. No es Macbeth quien está frente a él. Lo sabe. Pero al mismo tiempo entra en el juego. Intenta olvidar, o más bien dejar de lado, como lo dijo Coleridge, su incredulidad.
G. C.: Esto es lo que me pregunto, porque no estoy seguro de ello.
J. L. B.: En todo caso, el autor espera tal cosa de él.
G. C.: Me pregunto si no hay ahí un malentendido muy antiguo y si, en realidad, no se propone un juego bien distinto. No llego a creer que se me pida que crea que Macbeth está ahí, frente a mí. Creo, por el contrario, que todo el mundo está de acuerdo. No se trata de Macbeth. Se me propone otro juego.
¿Cuál? Me parece que esto es lo que hay que encontrar ahora.
J. L. B.: Ya veo. ¿Piensa usted en una especie de escepticismo o de incredulidad, o más bien cree que hay otro juego que no hemos sabido percibir aún?
G. C.: Sí, esto es lo que creo.
J. L. B.: Y este otro juego, ¿cuál es?
G. C.: ¡Es lo que me pregunto!
J. L. B.: Sería… por ejemplo… ¿Podríamos pensar que Shakespeare no ha querido rehacer lo que Macbeth dijo, sino que ha querido encontrar palabras que expresan lo que Macbeth sintió y que habría podido decir? Es decir, que no buscó una verdad realista…
G. C.: ¡Seguro que no!
J. L. B.: Seguro que no. Shakespeare habría podido decirse: «Macbeth no podía hablar así, porque no es Shakespeare».
G. C.: Podemos descartar el punto de vista del realismo.
J. L. B.: Sí. «… pero al mismo tiempo, esa palabra que yo encuentro puede servir, como la música, para expresar estados de ánimo, o expresar sentimientos».
G. C.: A fin de cuentas me parece que el juego pertenece al lenguaje y que no pretendíamos encontrarlo ahí.
J. L. B.: Sí, es cierto. Pero entonces el lenguaje actuado de una manera musical más que no lógica. Shakespeare habría pensado: «Voy a encontrar palabras que correspondan al movimiento de la conciencia de Macbeth».
G. C.: Nadie ha dicho que Shakespeare haya razonado así.
J. L. B.: No, no, no, yo no creo que haya razonado, mas quizá sintió, lo que es más importante. En cuanto a razonar, no creo que Shakespeare fuera razonador.
G. C.: En todo caso, quizá todo da la idea de que lo fuera.
J. L. B.: Ah, no, mas si he comprendido bien su hipótesis, Shakespeare habría más bien pensado: «Son necesarias tales y cuales palabras para que se me pueda seguir el hilo, para que se pueda participar del movimiento del alma de Macbeth. En medio de esas palabras empleadas más bien como sugestión y como música, el lector podrá seguir lo que sintió Macbeth y que no habría sabido expresar, ya que no es un poeta».
G. C.: Naturalmente.
J. L. B.: Sí, quizá tenga usted razón. Podría haber sido así. Si no lo admitiéramos, caeríamos en el escepticismo, llegaríamos a pensar que la obra de arte es imposible.
G. C.: De ninguna manera llego a esta conclusión. La que yo extraigo es que siempre hemos analizado de una manera superficial. Siempre hemos analizado la obra de arte sin preocupamos por lo que era realmente. Con la única preocupación de determinar lo que parecía decir. Nunca se ha tomado el problema con tanta profundidad.
J. L. B.: Sí, entonces podríamos decir que es el realismo el que nos ha impedido un análisis literario.
G. C.: La idea del realismo, seguramente.
J. L. B.: Nos ha incomodado.
G. C.: Sí. Sin embargo, no hemos podido privamos del todo del realismo. Pero ¿qué es el realismo? No es más que mi adhesión y ya. El realismo es puramente subjetivo. Pienso que una cosa es realista: esto prueba que yo la he sentido como tal. Soy yo quien ha creído en el realismo. Así pues, sólo mi adhesión está en tela de juicio, y finalmente el Realismo con una gran R está formado por la adhesión de un gran número de gente. Estamos pues en el dominio de la estadística y eso es todo.
J. L. B.: No, yo diría que el realismo consiste en añadir algo o sembrar en el movimiento que podríamos llamar poético —ya que es necesario llamarlo de alguna manera. Consiste en sembrar circunstancias que parecen reales, pequeñas circunstancias un poco inesperadas, que dan la impresión de realidad. Lo cual sucede con más frecuencia en Shakespeare que en Racine, por ejemplo, quien no se preocupaba por ello en lo absoluto.
G. C.: Usted habla como escritor. Yo hablo como lector. Habla usted de los medios de obtener, de sugerir, el realismo. Yo hablo de la manera en que lo resiento. Cuando resiento el realismo, la única cosa que puedo decir es que estoy de acuerdo, que me adhiero a lo que se me presenta. Digo: sí.
J. L. B.: Sí, lo comprendo. Creo que, en general, si en una pieza literaria cualquiera, digamos en una tragedia, o en una novela, en una comedia, hay pequeños detalles un poco-inesperados, o circunstancias un poco domésticas, esto produce un poco la ilusión de loreal. Es evidente que no hay que exagerar. Una tragedia o una novela que sólo contuviera circunstancias sería ridícula. ¡Esto sería de tal manera molesto, tan parecido a los momentos más enojosos de la realidad que nadie lo aceptaría!
G. C.: Quizá sea esto lo que sucede cuando la gente se da cuenta, precisamente. Quizá nademos entre circunstancias sin saberlo.
J. L. B.: Esto es bien triste: las circunstancias revelan más que nada al periodismo o a la estadística, o los momentos de nuestra vida en los que vivimos de una manera un poco pasiva. Evidentemente, las circunstancias siempre están ahí. Diría que esto es una cuestión de sabiduría: es menester poner circunstancias de cuando en cuando para que el argumento no transcurra en el vacío.
G. C.: De ahí la necesidad de manejar las circunstancias de cierta manera para que haya obra de arte.
J. L. B.: Sí, es evidente. G. C.: El problema es sin duda alguna más amplio de lo que se cree. La cuestión sería saber cómo manejar las circunstancias para dar esta impresión, para sugerir la obra de arte.
J. L. B.: Lo que, modestamente, quería decir es que no podemos pasarnos sin las circunstancias, que es necesario que haya siempre circunstancias. Evidentemente es de lamentar; las circunstancias inundan el libro.
G. C.: ¿Quizá organizándolas de cierta manera no molestarían?
J. L. B.: No deben molestar, deben servir.
G. C.: Debemos ir más allá para saber a qué deben servir.
J. L. B.: Cuando las circunstancias aparecen o se inventan con facilidad, siempre existe el peligro de que se abuse de ellas. Es muy fácil decir que Fulano estaba en tal reunión; que antes era rubio, pero que ahora tiene los cabellos grises; que la corbata que llevaba se la había regalado un amigo ya muerto. Todo esto es de tan fácil invención que es necesario no abusar de ello.
G. C.: Son mucho más amplias, las circunstancias. Todo encadenamiento de pensamientos que se ofrezca a un individuo es un encadenamiento de circunstancias que uno presenta. Siempre se estará, se haga lo que se haga, en la superficie del tema, aun en el hombre de ciencia.
J. L. B.: Sí, es cierto.
G. C.: Nunca se penetra en el tema, siempre se está en la piel, si puedo decirlo.
J. L. B.: Sí, sí, tiene usted razón. Esto me recuerda una vez en que se discutía el libre albedrío y la fatalidad. Alguien dijo que quizá había fatalidad para las grandes cosas y libre albedrío para las pequeñas. Yo le respondí que era muy difícil trazar una línea entre las dos.
Hoy, por ejemplo, cuando salga de aquí, sea que vaya usted por uno o por el otro lado de la calle, será una circunstancia sin ninguna importancia. Si hay un motín, una guerra o una revolución, será muy importante la dirección que siga. Si va hacia la derecha lo pueden matar. Si da un paso a la izquierda estará salvado. Así pues, no podemos distinguir las circunstancias importantes de las que lo son menos. Le invitan a un cocktail. Está usted un poco cansado y no va. Está un poco cansado y va de todas maneras, y encuentra en él a una mujer, se enamoran, etc. ¡Así pues, el cocktail era muy importante! Lo mismo podríamos decir de todas, las cosas de este mundo, así como de todos los grandes proyectos de este mundo. Sin duda alguien habló a Cristóbal Colón de la posibilidad de llegar a China, atravesando el Atlántico. Sin duda Colón respondió de improviso que eso era imposible. Después, pensó en ello. Más tarde, lo comentó con algunos amigos, ya que todas las cosas empiezan con conversaciones un poco ociosas. Finalmente, descubrió América. Quizá empezó con un tema que no le interesaba demasiado, que tal vez ni siquiera fuera de él. Tal sugerencia debió venirle de fuera.
G. C.: Imaginemos alguien que pasa por la calle. Yo, como autor, lo describo. Digo cómo va vestido. Estoy de lleno en lo circunstancial. En seguida describo los gestos del viandante, sus movimientos. Penetro más íntimamente en la descripción del hombre. Todavía estoy en lo circunstancial.
J. L. B.: Sí.
G. C.: Supongo cuáles son sus pensamientos. Trato de describir el encadenamiento. Todavía estoy en lo circunstancial; aun si sus pensamientos se refieren a los objetos más complejos de la ciencia seguiría eternamente en la circunstancia. Siempre habrá tras la circunstancia algo más importante, algo que es la cosa misma y que yo nunca alcanzaré. No escapo a la circunstancia. ¿Dónde localizarla? No tengo ni la menor idea.
J. L. B.: Sí.
G. C.: Así pues, no es que sea molesto, es la organización de la circunstancia la que constituirá algo.
J. L. B.: Sí, pero decir que no salimos de la circunstancia es otra manera de decir que no salimos del tiempo, de lo sucesivo, y que no estamos en la eternidad. Es decir, que, continuamente, estamos en las circunstancias. Ellas nos rodean.
G. C.: Son constitutivas.
J. L. B.: Y cada quien es su circunstancia, un poco.
G. C.: Claro, seguramente.
J. L. B.: Sobre todo cuando vivimos en lo temporal, en lo sucesivo. No vivimos en la eternidad, en lo esencial. Siempre estamos en la circunstancia, y ésta es una forma de consolarnos en la desgracia, ¿no es así? Cuando cae una desgracia sobre nosotros, pensamos: Sí, me sucedió hoy en la noche, pero mañana será otro día, las cosas serán un poco distintas. Si vamos al dentista, cada momento es una circunstancia, una circunstancia que es del presente, que proviene en seguida del pasado y que, por consiguiente, no tiene ninguna importancia para nosotros.
Lo que dice usted concierne a una naturaleza esencial, pero, como sabe, sería menester saber si lo esencial existe, si es algo más que las circunstancias. Si yo mismo soy algo mis que la sucesión de lunes, martes, miércoles, jueves, etc., y que la sucesión de los instantes que componen esta serie. Quizá existo de otra manera, digamos, si hay un Dios. Quizá entonces existo de una manera esencial. Pero éstas no son más que facetas mías, ¿no?
G. C.: Naturalmente.
J. L. B.: Se trata del problema del yo, son problemas metafísicos, que quizá haya que tratar de resolver. Me dirá usted que todas las cosas que son, son en un momento determinado; que una buena mañana descubriremos los secretos del universo del hombre. Creo que le pide demasiado a la literatura, ¡es usted demasiado ambicioso!
G. C.: No lo sé, no puedo ni afirmarlo ni negarlo.
J. L. B.: No sé lo que ha escrito, ni qué método ha querido seguir usted para hacerlo. No he leído ni sus poemas ni sus cuentos, ni siquiera sé si existen. Creo que deben existir, ya que esta conversación que tenemos los dos no es una improvisación. Corresponde a cosas que usted ha pensado, que piensa con harta frecuencia, y sobre todo de un modo esencial, digamos, de una manera intensa. Son cosas que le han preocupado.
G. C.: Ciertamente.
J. L. B.: No se trata de una conversación con un señor cualquiera de América del Sur. Son cosas que le han interesado, y a mí también, pero evidentemente de una manera menos lúcida. Quizá sea que no me ha tocado resolver problemas de éstos. Simplemente me ha tocado construir poemas y cuentos. Así, he pensado menos, ya que estaba reducido a esa humilde tarea: escribir. Escribir es tal vez un poco lo contrario de pensar. Es una manera dirigida de pensar. Cuando se escribe, no se piensa totalmente porque se piensa en el efecto que se producirá en los demás. Esto debe de perturbar un poco al pensamiento: este proyecto tiene una poca de la vanidad de producir algo. Quizá pueda uno pensar mejor en la soledad y sin la ambición literaria urgente, o más bien sin obligación literaria.
Sea como fuere, ha señalado usted un problema muy importante. Son los oyentes, es el público, quien debe continuar el diálogo. Si usted quiere iniciar otro o continuar con éste, estoy muy interesado en ello. Quizá por primera vez en mi vida me ha tocado no ver en el micrófono un instrumento de tortura, en fin, algo sumamente molesto. Tengo una larga experiencia en estas cosas. Siempre se han desarrollado de muy diversa manera. Se me han planteado preguntas absolutamente triviales. Nunca se me ha obligado a pensar, sino siempre a recordar. Se me han preguntado cosas que todo el mundo sabe, por ejemplo, dónde nací, etc., lo que no es demasiado misterioso. Ni para un hombre de letras.




Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler


Foto original: Georges Charbonnier, producer to France Culture, 

academic and art critic, April 01, 1967 (Getty Images)

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