A fines de la primera guerra mundial, Tagore publicó en San Francisco tres conferencias cuyo tema común era el examen y la reprobación del nacionalismo. Desde 1917 ha cambiado el contexto (digámoslo así) de la obra; nadie ha olvidado que en Italia y en Alemania dos dictadores profesaron abiertamente el nacionalismo, uno con énfasis, otro con énfasis y con despiadada eficacia. Ahora, bajo la inocente máscara del marxismo, el gobierno de Rusia también está ejerciendo el nacionalismo. A los acontecimientos que he enumerado cabría agregar otros, que puede suplir el lector; ninguno de ellos invalida, en 1961, el libro que Tagore escribió hace ya casi medio siglo. El énfasis retórico y cierta resignación oriental al uso de lugares comunes no logran ocultar la agudeza del pensamiento de su autor.
Que a la India le falta sentido histórico es una observación que todos los orientalistas han hecho. Hacia 1910, Hermann Oldenberg quiso rebatir esta idea y alegó dos libros famosos de la literatura clásica, uno de Ceylán y otro de Kashmir; su probidad no le permitió silenciar que el primero registra dinastías de serpientes que preceden a las dinastías humanas y que el segundo habla de reyes que gobiernan cien o doscientos años después de la muerte de los hijos que los suceden. Deussen ha escrito que los hindúes nunca se rebajaron a la tarea egipcia de contar sombras; Tagore explica las imprecisiones o extravagancias de la cronología de la India por el desdén que otorgan los hindúes a los hechos políticos. La eternidad les interesa, no el tiempo.
Consideremos ahora la tesis general de la obra. Tagore no investiga las razones mentales o económicas del nacionalismo, aunque admite la parte preponderante que les corresponde a la soberbia y a la codicia. Para Tagore, la raíz del mal está en la nación o, si se prefiere, en la forma misma de los estados occidentales, que engendra fatalmente el nacionalismo y su sombra sangrienta, el imperialismo. Tagore tenía por Inglaterra un amor personal, que lo movió a escribir estas palabras: "Hemos sentido la grandeza de esta gente como se siente el sol, pero su nación es para nosotros una niebla sofocante y espesa que oculta al mismo sol". Cifraba en Inglaterra las mejores virtudes del Occidente, pero le resultaba intolerable que la forma política de ese pueblo rigiera a los hindúes. En la página 131 se lee: "No estoy en contra de una nación en particular, pero sí en contra de la idea general de todas las naciones. ¿Qué es una nación? Es un pueblo entero bajo la especie de un poder organizado. Esta organización promueve incesantemente el poderío y la eficacia del pueblo, pero su tenaz voluntad desvía las energías humanas de su naturaleza más alta, donde moran el sacrificio y el impulso creador. Es así como la capacidad de sacrificio del individuo se desvía de su verdadero fin, que es moral, para servir a la organización, que es mecánica. Ello le otorga un sentimiento de exaltación moral que lo hace infinitamente peligroso a la humanidad. No lo incomoda su conciencia cuando puede transferir su responsabilidad a esa máquina, que es la criatura de su intelecto y no de su total personalidad. Mediante este artificio, un pueblo que ama la libertad perpetúa la esclavitud en vastas regiones del mundo, fortalecido por la convicción halagüeña de haber cumplido con su deber".
Shaw rechazaba el capitalismo, que condena a los unos a la pobreza y a los otros al tedio; parejamente Rabindranath Tagore rechazaba el imperialismo, que disminuye a los oprimidos y al opresor. La cultura oriental y la occidental se conjugaron en este hombre, que manejó los dos instrumentos del inglés y del bengalí; en cada página de este libro conviven la afirmación asiática de las ilimitadas posibilidades del alma y el recelo que la máquina del estado inspiraba a Spencer.
Que a la India le falta sentido histórico es una observación que todos los orientalistas han hecho. Hacia 1910, Hermann Oldenberg quiso rebatir esta idea y alegó dos libros famosos de la literatura clásica, uno de Ceylán y otro de Kashmir; su probidad no le permitió silenciar que el primero registra dinastías de serpientes que preceden a las dinastías humanas y que el segundo habla de reyes que gobiernan cien o doscientos años después de la muerte de los hijos que los suceden. Deussen ha escrito que los hindúes nunca se rebajaron a la tarea egipcia de contar sombras; Tagore explica las imprecisiones o extravagancias de la cronología de la India por el desdén que otorgan los hindúes a los hechos políticos. La eternidad les interesa, no el tiempo.
Consideremos ahora la tesis general de la obra. Tagore no investiga las razones mentales o económicas del nacionalismo, aunque admite la parte preponderante que les corresponde a la soberbia y a la codicia. Para Tagore, la raíz del mal está en la nación o, si se prefiere, en la forma misma de los estados occidentales, que engendra fatalmente el nacionalismo y su sombra sangrienta, el imperialismo. Tagore tenía por Inglaterra un amor personal, que lo movió a escribir estas palabras: "Hemos sentido la grandeza de esta gente como se siente el sol, pero su nación es para nosotros una niebla sofocante y espesa que oculta al mismo sol". Cifraba en Inglaterra las mejores virtudes del Occidente, pero le resultaba intolerable que la forma política de ese pueblo rigiera a los hindúes. En la página 131 se lee: "No estoy en contra de una nación en particular, pero sí en contra de la idea general de todas las naciones. ¿Qué es una nación? Es un pueblo entero bajo la especie de un poder organizado. Esta organización promueve incesantemente el poderío y la eficacia del pueblo, pero su tenaz voluntad desvía las energías humanas de su naturaleza más alta, donde moran el sacrificio y el impulso creador. Es así como la capacidad de sacrificio del individuo se desvía de su verdadero fin, que es moral, para servir a la organización, que es mecánica. Ello le otorga un sentimiento de exaltación moral que lo hace infinitamente peligroso a la humanidad. No lo incomoda su conciencia cuando puede transferir su responsabilidad a esa máquina, que es la criatura de su intelecto y no de su total personalidad. Mediante este artificio, un pueblo que ama la libertad perpetúa la esclavitud en vastas regiones del mundo, fortalecido por la convicción halagüeña de haber cumplido con su deber".
Shaw rechazaba el capitalismo, que condena a los unos a la pobreza y a los otros al tedio; parejamente Rabindranath Tagore rechazaba el imperialismo, que disminuye a los oprimidos y al opresor. La cultura oriental y la occidental se conjugaron en este hombre, que manejó los dos instrumentos del inglés y del bengalí; en cada página de este libro conviven la afirmación asiática de las ilimitadas posibilidades del alma y el recelo que la máquina del estado inspiraba a Spencer.
El nacionalismo tienta a los hombres no sólo con el oro y con el poder sino con la hermosa aventura, con la abnegada devoción y con la honrosa muerte. Tiene su calendario de verdugos pero también de mártires. Sufrir y atormentar se parecen, así como matar y morir. Quien está listo a ser un mártir puede ser también un verdugo y Torquemada no es otra cosa que el reverso de Cristo.
Sur, Buenos Aires, n° 270, mayo-junio de 1961
Número homenaje en el centenario de Rabindranath Tagore (1861-1961)
Véase también Jorge Luis Borges: La llegada de Tagore
Luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana
un gran aporte
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