20/6/18

Jesse Tangen-Mills: Lowell y Borges: dos reyes, un par de pantalones



Robert Lowell, fotografiado en 1960 © Oscar White • Corbis

Entonces el rey de Babilonia diseñó un laberinto para atrapar al rey de Arabia, pero el monarca beduino escapó y juró que si volvían a cruzarse sus caminos lo encerraría en su propio laberinto: el desierto árabe. Como el destino quiso, el rey babilonio fue capturado y de inmediato se encontró perdido sobre el lomo de un camello en ese desierto, donde murió de sed. Sin saberlo, en este pequeño relato* de su colección El Aleph, Borges creó una alegoría que describe lo que podría ser, para el casi británico caballero, el más desastroso encuentro literario de toda su vida.

Es 1962. Robert Lowell, de 45 años, antes poeta laureado y ahora hombre reinante de las letras americanas, se ha convertido en una especie de figura de culto en Nueva Inglaterra debido a su pasión por las faldas y sus violentos cocteles. A partir de la extraordinaria recepción del libro Life Studies, en el que afirma: “Yo mismo soy el infierno”, ha estado trabajando principalmente en nuevas traducciones de sus poetas favoritos (Rimbaud, Baudelaire, entre otros). Jorge Luis Borges, de 63 años, ha sido por largo tiempo un fenómeno en Buenos Aires. Colabora con la más importante revista literaria en español de la época, Sur, y acaba de ser nombrado director del Departamento de Inglés de la Universidad de Buenos Aires. Antes de que cualquiera de los dos haya alcanzado el pináculo de su fama literaria, Lowell visita Argentina.

Pero, ¿por qué? Ni siquiera habían intercambiado correspondencia. Algunos especulan que el agregado cultural de la Embajada americana en Argentina organizó una visita para que el poeta laureado recorriera el país con el fin de estrechar los lazos con escritores no-comunistas, entre ellos Borges. (¿Fue ésta una de las muchas campañas de persuasión de la CIA?) Aparte de sus tendencias políticas, la Embajada sabía más bien poco de Jorge Luis Borges, y en lugar de ponerlos a socializar, prefirieron preparar el escenario para un desastre.

Lowell pasó su primer día en Buenos Aires paseando por la autoproclamada París de Latinoamérica, acompañado por el escritor y periodista Keith Botsford, quien recuerda vívidamente que el poeta estaba obsesionado con bancos, catedrales y estatuas, fenómeno que se evidencia en su poema “Buenos Aires”, en el que describe el nublado Cementerio Nacional como “cientos de templos romanos de un solo espacio”. Botsford, unos cincuenta años más tarde, recuerda aquella ocasión menos románticamente: “Cal tenía la energía de media docena de maníacos, siendo sólo un maníaco”.

Después de su aventura como peregrino por toda la ciudad, Lowell fue invitado a la casa de Borges en Recoleta, un vecindario del norte de la ciudad, donde el expatriado escritor y pintor Rafael Alberti, su acompañante femenina y algunos amigos estaban de visita.

Hasta ahí, todo bien. Pero una vez Lowell atravesó la puerta de la casa de Borges es difícil precisar lo que pasó, excepto que la experiencia dejó un sabor amargo en la boca del argentino. En una entrevista años después, cuando le preguntaron si había leído sus poemas, Borges respondió: “No, no he leído los poemas de Robert Lowell, y creo que es seguro decir que nunca leeré los poemas de Robert Lowell”. Y cuando el entrevistador, Osvaldo Ferrari, continuó dándole vueltas al tema, Borges se refirió a aquella tarde en su casa: “He escuchado que a ese Lowell le gusta Hawthorne y yo también soy un hombre del siglo XIX, así que, bueno, quizá podrían gustarme sus poemas si fuera capaz de mantenerse con los pantalones puestos”.

De acuerdo con Botsford, “Cal” había caído en una profunda depresión que trató de resolver con “una doble dosis diaria de vodkas martinis, con frecuencia media docena por sesión”. No cabe duda de por qué Lowell acabó tirado en el piso de la casa del escritor argentino. “Borges se quedó en su silla, reflexivo, y habló mucho sobre su madre y sus primeros años en el Río de la Plata. Era divertido verlo escoger las palabras”, recuerda Botsford. Aparentemente, el fabulista hasta le leyó fragmentos de Chesterton para calmarlo, pero sin resultados.

Lowell, borracho hasta el tuétano, había estado haciendo avances obscenos con todas las mujeres de Buenos Aires. Fue entonces cuando se cruzó con la acompañante de Rafael Alberti y se encerró con ella en un cuarto de la casa de Borges. Ahí estuvieron hasta que un doctor, acompañado de algunos rudos secuaces, logró derribar la puerta y controlarlo. De la casa de Borges, Lowell fue trasladado a un sanatorio, hasta que hallaron cómo montarlo en un avión de vuelta a Estados Unidos. “Después de eso lo visité casi a diario. Fue necesaria una dosis enorme de Thorazina para calmarlo, durante los primeros días estuvo atado con correas de cuero”, recuerda Botsford, quien cree que al hablar de “pantalones” Borges se refería a la reprochable conducta sexual que tuvo lugar en su casa.

Si sólo hubiesen intercambiado correspondencia sobre asuntos literarios hasta hubieran podido llevarse bien. Compartían muchos intereses. Ambos se preguntaban por la divinidad y el destino, sin importar que sus interpretaciones de estos temas difirieran profundamente. Si se hubieran inscrito en una agencia de citas online no hubieran coincidido. ¿Fumador, bebedor, bohemio, y no-fumador, bebedor social, conservador? Mientras uno escupía confesiones rocanroleras y dolorosas metáforas retorcidas con el fervor controlado de un asesino en serie, el otro construía interminables rompecabezas que podían, en algunos casos, sonar como si hubieran sido escritos cien años atrás.

En los años siguientes la reputación internacional de ambos creció y dejaron de ser sólo estrellas autóctonas. Después de la traducción que hizo Alastair Reid de Laberintos, la fama de Borges creció exponencialmente en Estados Unidos. Harvard, sacudida por protestas diarias contra la guerra, invitó a Borges a una serie de lecturas en el salón Amy Lowell –bautizado con el nombre de la sobrina de Robert Lowell– en el otoño de 1967. ¿Qué pensó Borges cuando vio el nombre del auditorio? ¿Temió otro paseo en un barco ebrio? No está claro si Lowell asistió a esa lectura. El tema, poesía, seguramente le habría interesado, pero no escribió una sola palabra en su diario; de hecho, Borges apenas aparece mencionado.

Pocos años después se encontraron en Oxford, donde Borges, ahora una superestrella, estaba esperando un doctorado honoris causa. Lowell había estado viviendo en Inglaterra, se había divorciado recientemente de la novelista, crítica, ex esposa de Lucian Freud, y figura habitual de los círculos artísticos, lady Caroline Blackwood. Es difícil decidir cuál de los dos era la figura más importante. David Gallagher, tal vez presintiendo una inevitablemente desastrosa reunión, invitó a ambos a cenar y presentó a Lowell ante Borges como “el gran poeta americano”, a lo que Borges respondió recitando versos de Walt Whitman.


Borges en 1984 © Horacio Villalobos • Corbis

Según la versión de Gallagher, parece que Borges había superado la prueba. Gallagher atribuye esta actitud laissez-faire a la creencia de Borges en arquetipos; para él todo esto era un asunto pasajero. Sin embargo, tras su regreso a Buenos Aires, Borges escribe a Bioy Casares (en su caricatura autobiográfica Borges) que Lowell “es un completo idiota”, algo que Gallagher reconoce en su reseña del libro publicada en el Times Literary Supplement.

Lowell no parecía compartir la enemistad de Borges. En una carta a Iris Murdoch escribe que “una de las cosas más emocionantes aquí [en Oxford] ha sido la visita de Borges. He pasado más o menos dos noches a solas con él, hablando sobre Tennyson, James y Kipling, y casi rompo a llorar cuando confesó sin dolor, ante todo el público, su ceguera”. Todos estaban impresionados con Borges que, entre otras destrezas literarias, era capaz de recitar sagas islandesas sorprendiendo a los profesores de Oxford. La admiración de Lowell se mantuvo, hasta lo citaba en entrevistas; el sentimiento no era mutuo.

Podría haber sido peor. Como dijo alguna vez Lowell, para un buen poema son necesarias las “contradicciones humanas”; ellos las tenían plenamente y nos les interesaba mantenerlas en secreto. Teniendo en cuenta la enorme cantidad de tiempo que gastaban redactando y calculando sus caminos para llegar a le mot juste, irónicamente eran incapaces de mantener sus bocas cerradas. Borges, respecto al tema de la Guerra de Vietnam, dijo ante un reportero de un periódico chileno: “Vietnam debería ser borrado de la faz de la tierra”. En la misma entrevista, cuando le preguntaron por el Movimiento de los Derechos Civiles, respondió: “¿Negros? En la casa de mis abuelos ésos eran los sirvientes” (muchos opinan que declaraciones como éstas llevaron al comité del Nobel a descartar su candidatura para el codiciado premio). Lowell protestó abiertamente contra la guerra como un contemporáneo Boston Brahmin, diciendo que era “peculiarmente espantosa e inútil”, y sobre los derechos civiles dijo que los americanos estaban “obligados a actuar moralmente”.

A diferencia de Lowell, quien escribió libros enteros de versos sobre su vida, el Borges real rara vez se revela en su obra. La más cercana aparición es su poema “Borges y yo”, en el que se describe a sí mismo como un apacible anticuario con una debilidad por los relojes. Era generalmente reservado, elocuente y hablaba con la autoridad flexible de un obispo. Lowell, por otro lado, estaba más loco que don Quijote y Funes el memorioso juntos. Es inevitable preguntarse si Borges cambió al descubrir en Lowell una verdadera enfermedad mental, muy distinta de su compleja construcción ficticia de la locura. Era un momento quijotesco, sin duda, a partir del cual podrían estar de acuerdo respecto al hecho de que en la vida, como en las cartas, la verdad puede ser perturbadora, con o sin pantalones.



Traducción de Angel Unfried

Este texto fue escrito por ©Jesse Tangen-Mills, para The Brookling Rail – "Robert Lowell and Jorges Luis Borges: Two Kings, One Pair of Trousers", March 4th, 2010

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