La más lisonjeada equivocación de nuestra poesía es la de suponer que la invención de ocurrencias y de metáforas es tarea fundamental del poeta y que por ellas debe medirse su valimiento. Desde luego confieso mi culpabilidad en la difusión de ese error. No quiero dragonear de hijo pródigo; si lo menciono, es para advertir que la metáfora es asunto acostumbrado de mi pensar. Ayer he manejado los argumentos que la privilegian, he sido encantado por ellos; hoy quiero manifestar su inseguridad, su alma de tal vez y quién sabe.
Suele solicitarse de los poetas que hablen privativamente en metáforas y se afirma que la metáfora es única poetizadora, que es el hecho poético, por excelencia. Sin embargo, la poesía popular no ejerce metáforas. Léanse los romances viejos, el del conde Arnaldos, el del rey moro que perdió Alhama, el de Fontefrida, y luego los romances ya literarios de Góngora o de D. Juan Meléndez Valdés y se advertirá en éstos una pluralidad de metáforas y en aquéllos su inasistencia casi total. Idéntica observación sale de confrontar las genuinas coplas camperas con las epopeyas de Ascasubi y de José Hernández. El hecho puede tal vez resolverse así. Las cosas (pienso) no son intrínsecamente poéticas; para ascenderlas a poesía, es preciso que las vinculemos a nuestro vivir, que nos acostumbremos a pensarlas con devoción. Las estrellas son poéticas, porque generaciones de ojos humanos las han mirado y han ido poniendo tiempo en su eternidad y ser en su estar… Afirmo que también en poesía anda bien la fórmula de Unamuno: Los mártires hacen la fe.
ídolos a los Troncos, la Escultura;
Dioses, hace a los ídolos el Ruego,
como cautelosamente pensó y enrevesadamente escribió D. Luis de Góngora (Sonetos Varios, XXXII).
Por consiguiente, asevero que cualquier tema de la literatura recorre dos obligatorios períodos: el de poetización y el de explotación. El primero es pudoroso, torpe, casi lacónico; vaivén de corazonadas y de temores lo hace pueril y apenas si se atreve a decir en voz alta cómo se llama. Su manera de hablar es la exclamación, el relato desocupado, la palabra sin astucia de epítetos. El segundo es resuelto, conversador: el tema ya tiene firmeza de símbolo y su solo nombre —cargado de recuerdos valiosos— es declarador de belleza. Su voz es la metáfora, consorcio de palabras ilustres. (Creo de veras que la metáfora no es poética; es más bien pospoética, literaria, y requiere un estado de poesía, ya formadísimo. La poesía de los vocablos entreverados por ella la condiciona y la hace emocionar o fallar.)
Remy de Gourmont observa: En el estado actual de las lenguas europeas, casi todas las palabras son metáforas. El hecho es irrecusable y basta hojear un diccionario etimológico para testificar su verdad pero le falta virtualidad polémica. Creo que es imposible prescindir de metáforas al hablar y que es imposible entendernos sin olvidarlas. ¿A qué pensar en ingenieros de puentes cuando oigo la palabra pontífice y en cinturones cuando oigo la palabra zona y en chivatos cuando oigo la palabra tragedia y en cuerdas trenzadas cuando oigo la palabra estropajo y en mandaderos si me hablan de ángeles y en precaverme de piratas si me hablan de abordar un problema? Desde luego hay categorías convertibles; el espacio y el tiempo, lo físico y lo moral, hacen canje continuo de sus palabras. ¿Hay efectuación de metáfora en eso? Casi ninguna, puesto que esas metáforas sedicentes no son advertidas por nadie y no expresan la igualación o comparación de dos conceptos, sino la presentación de uno solo. Argumentar que la palabra grotesco es metafórica, porque deriva de gruta, es como argumentar que en la cifra 10 el concepto de la Nada absoluta interviene, a causa de su símbolo, el cero. (Precisamente, esta difícil sustantivación del no ser, la palabra Nada, parece haber sido inventada por la casualidad, por inercia gramatical, no por empeño de corporificar abstracciones. Dice Andrés Bello: Antiguamente nada significaba siempre cosa: nada no es más que un residuo de la expresión cosa nada, cosa nacida, cosa criada, cosa existente. De aquí el usarse en muchos casos en que no envuelve negación: ¿Piensa usted que ese hombre sirva para nada?, esto es, para alguna cosa. De aquí también el emplearse con otras palabras negativas sin destruir la negación: Ese hombre no sirve para nada, es decir, para cosa alguna. Y si tiene por sí solo el sentido negativo precediendo al verbo, no vemos en esto sino lo mismo que sucede con otras expresiones indudablemente positivas; así en mi vida le he visto, es lo mismo que no le he visto en mi vida. De suerte que nada no llegó a revestirse de la significación negativa sino por un efecto de la frecuencia con que se le empleaba en proposiciones negativas donde la negación no era significada por esta palabra, sino por otras a que estaba asociada.)
La metáfora es una de tantas habilidades retóricas para conseguir énfasis. No sé por qué razón ha de ser puesta sobre las otras. Yo creo que la invención o hallazgo de pormenores significativos la aventaja siempre en virtualidad. He leído muchas metáforas sobre la sufrida lentitud de los bueyes; ninguna me ha impresionado tanto como esta observación nada metafórica, hecha por el algunas veces poeta Gabriel y Galán:
…los bueyes
de cuyos bezos charolados cuelgan
tenues hilos de baba transparente
que el manso andar no quiebra.
Escribiré dos ejemplos más. El converso antioqueno de la relación A death in the desert de Browning, narra la muerte perseguida y guardada del evangelista San Juan, y dice con devoción: Esto no sucedió en la cueva exterior ni en la secreta cámara de la roca (donde lo tuvimos acostado sobre un cuero de camello y esperamos durante sesenta días que muriese) sino en la gruta central, porque algo de la luz del mediodía allí se alcanzaba, y no queríamos perder lo último que pudiera suceder en ese rostro. Shakespeare principia así un soneto: No mis propios temores ni el alma profética del ancho mundo soñando en cosas que vendrán... y lo que se sigue. Aquí el experimento es crucial. Si la locución alma profética del mundo es una metáfora, sólo es una imprudencia verbal o una mera generalización de quien la escribió; si no lo es, si el poeta creyó de veras en la personalidad de una alma pública y total de este mundo, entonces ya es poética.
Generalmente, se admira la invención de metáforas. Sin embargo, más importante que su invención es la oportunidad para ubicarlas en el discurso y las palabras elegidas para definirlas. Considérese una misma metáfora en dos poetas, infausta en uno y de siempre lista eficacia para maravillar, en otro. Razona Góngora (A la Armada en que los Marqueses de Ayamonte passavan a ser Virreyes de México):
Velero bosque de árboles poblado
que visten hojas de inquieto lino…
Aquí la igualación del bosque y la escuadra, está justificada con desconfianza y la traducción de mástiles en árboles y de velámenes en hojas, peca de metódica y fría.
Inversamente, Quevedo fija la idéntica imaginación en cuatro palabras y la muestra movediza, no estática. La anima, soltándola por el tiempo (Inscripción de la Statua Augusta del César Carlos Quinto en Aranjuez):
Las Selvas hizo navegar…
La concepción clásica de la metáfora es quizá la menos imposible de cuantas hay: la de considerarla como un adorno. Es definición metafórica de la metáfora, ya lo sé; pero tiene sus precelencias. Hablar de adorno es hablar de lujo y el lujo no es tan injustificable como pensamos. Yo lo definiría así: El lujo es el comentario visible de una felicidad. Gracias a Dios, no soy adverso a avenidas embanderadas, a quintas con terrazas, a terrazas con puestas de sol, a jugar con lindas piezas al ajedrez. Lo que pasa es que casi nunca me siento merecedor de esas munificencias. En cambio, me parece justificadísimo que una mujer hermosa (cuya belleza ya es una continua felicidad) viva en continuo aniversario y veinticinco de mayo de esa belleza. Yo soy un hombre más o menos enlutado que viaja en tramway y que elige calles desmanteladas para pasear, pero me parece bien que haya coches y automóviles y una calle Florida con vidrieras resplandecientes. Me parece asimismo bien que haya metáforas, para festejar los momentos de alguna intensidad de pasión. Cuando la vida nos asombra con inmerecidas penas o con inmerecidas venturas, metaforizamos casi instintivamente. Queremos no ser menos que el mundo, queremos ser tan desmesurados como él.
En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House
Imagen: Caricatura de Hermenegildo Sabat publicada en La Opinión, octubre 1972
incluida en Horacio Jorge Becco: J.L.B Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973 (edición homenaje), Fig. 41, pág. 123