No se trata de aproximarlos. Borges y Pessoa están, de hecho, muy cerca uno del otro. Se trata, sí, de advertirlo. De advertir sus notables afinidades. Acaso el reconocimiento de tales consonancias en nosotros sus lectores contribuya a que accedamos a mucho de lo que de específico tiene la atmósfera espiritual del tiempo en que vivimos. Esa es al menos la esperanza en la que esta nota busca su legitimación.
En la carta que a Pessoa le dirigiera el 2 de enero de 1985, Borges le pide, cerca ya del cincuentenario de la muerte del poeta portugués, que lo deje ser su amigo. Pidamos nosotros a ambos, con no menos fervor simbólico, que nos franqueen el acceso a la honda correspondencia que enlaza sus palabras.
Oyentes ávidos e intérpretes eventuales de tanta cercanía, quizás en ella sepamos intuirnos, enriquecernos con un mejor desconocimiento de lo que somos.
Admitamos, para empezar, lo que resulta evidente. Borges y Pessoa son dos clásicos de la época. Lo medular de su maestría arraiga en el hecho de que ambos fueron forjadores y voceros de uno de los mitos del siglo: el mito antimoderno que expresa la desazón que se adueña del hombre tras el derrumbe del Ego cogito cartesiano y el triunfalismo inherente a los ideales ingenuos del progreso.
Construir un mito literario anticartesiano exigía estar doblemente persuadido. Por una parte, de que la racionalidad clásica ya no constituía ese eje indudable que aseguraba haber hallado en él, el notable autor de las Meditaciones metafísicas. Por otra parte, haber advertido hasta qué punto los afectados por ese derrumbe, cuyo estrépito se vuelve ensordecedor sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, se empecinaban en aparentar que no habían sido alcanzados por él.
Totalidad inasequible a una conceptualización exhaustiva, la existencia, de allí en más, habría de multiplicar sin cuenta sus perfiles y sentidos sin que resultara ya posible reducirlos a un principio de inteligibilidad satisfactorio. La identidad personal, en consecuencia, desbordando los parámetros impuestos por una lógica de franca intención abarcadura, pasó a conformar la materia imposible del pensamiento lineal o, si se prefiere, la materia racionalmente evanescente con la que el pensamiento intentará amasar su propia consistencia. En su vacilante despliegue, el acto de pensar no habría de ser entonces sino expresión de un incumplible afán de certeza; elocuente escenificación de la dificultad para seguir entendiendo la realidad como correlato manso del concepto.
Esta experiencia de tanta intensidad, signada por el desencuentro entre lo que la vida impone y lo que el espíritu anhela, supo hallar, en la literatura de Borges y Pessoa, dos de sus manifestaciones más originales y fieles al sentido de ese desencuentro.
A través del llamado drama-empente representado por los heterónimos, Pessoa logró el rumbo poéticamente adecuado para impedir que se homologara su vida supuestamente personal a los contenidos de su identidad artística. Con ello subrayó la insalvable distancia que, según él, separa y hasta enfrenta lo que un hombre admite como pensamiento propio y lo que en verdad es capaz de pensar.
Borges por su parte, ejecuta con igual resolución y acierto ese movimiento destinado a iluminar la ruptura entre identidad biográfica y personalidad artística. ¿Cómo lo hace? Mediante la exaltación de una voluntad apócrifa vertebradora de toda su práctica literaria. Borges, en efecto, se empeña con inflexible tenacidad en adjudicar a otros todo lo que brota de su pluma, siempre interesado en presentar como ajeno lo que es propio. Así, entre el escritor y su persona se abre un abismo cuya existencia y sentido Borges cultiva con obstinación y deleite.
Tanto en el caso del poeta portugués como en el del argentino resalta el propósito de impedir que la paternidad de lo narrado o versificado recaiga sobre ellos, es decir sobre un supuesto responsable que pudiera estar ubicado más allá del texto y cuyos rasgos serían asimilables a los del hombre llamado Borges y a los del hombre llamado Pessoa. Autor, en consecuencia, no será para ellos quien afirme extraer de sí las obras que permiten su reconocimiento, sino aquél capaz de dar origen a obras con las que logre que los demás lo desconozcan por lo menos tanto como él mismo se desconoce en ellas. Se trata, en suma, de dinamitar la arraigada ilusión de correspondencia entre creador y criatura para ensayar la tesis contraria: si no sabemos quiénes o qué somos, lo escrito no equivaldrá a la posibilidad de reconocernos sino a la de desconocernos.
Esta fuerte sed de disonancia entre el hacedor y lo hecho, tan pronunciada en Borges como en Pessoa, remite, por lo demás, a un relato prebíblico que se sitúa en las antípodas de nuestros dos escritores: el de los hijos devorados por su padre, central en la tradición mitológica griega. La feroz impugnación que de la paternidad hace Cronos, dios filicida, o el tortuoso vínculo que entablan con sus respectivos padres Epimeteo y Edipo, quieran acaso recordarnos que el horror a reconocernos en lo más cercano arraiga en propensiones tan remotas como oscuras pero muy emparentadas con la angustia que nos produce saber que sólo podemos parecemos a quienes no son como nosotros. Borges y Pessoa jerarquizan con pasión esa diferencia. La teoría de los heterónimos y los postulados borgeanos de la composición apócrifa se nutren en la convicción de que es la alteridad y no la mismidad nuestro destino.
Buena parte de la hazaña verbal de Borges y Pessoa consistió en la aptitud evidenciada por ambos para reconciliar el lenguaje literario con la densidad conceptual de la filosofía. «Lo que en mí siente/ está pensando», escribió Ricardo Reis pero bien podría haberlo afirmado el lacónico habitante de «La biblioteca de Babel». Mucho tiene que ver todo esto con la tradición humanista y con el cauce encontrado por ella en la sensibilidad de nuestros dos escritores. Esa tradición humanista se asienta en la convicción, viva ya entre los romanos, de que hay un pasado paradigmático, ejemplarmente concebido por los griegos —y que en Borges y Pessoa se extenderá a buena parte de la tradición judía—, según el cual sólo por su intermedio el presente puede ser sustancialmente comprendido, expresado y conducido a su realización. Ese pasado, digerido por la actualidad y por ella instrumentado como una brújula, confiere al hombre de cada época metáforas reveladoras de los dilemas de la existencia en todos los tiempos. La lección griega primordial, esculpida por Homero, Esquilo, Sófocles y Eurípides, decreta que no hay alianza posible entre la existencia concebida como reclamo de totalización y la realidad intuida como aquel absoluto cuya comprensión y aprehensión plenas anhela el hombre. Esta disonancia entre la sed que clama y las aguas que lo frustran evadiendo el cerco que aquél les tiende, alcanza, en Borges y Pessoa, el rango poético esencial. Si realidad y pensamiento nos han sido negados como sinónimos pueden, en cambio, ser explorados en su infinita heteronomia.
Justamente, lo que en Alberto Caeiro hay de magistral para Reis, Campos y el mismo Pessoa, es lo que tiene de inimitable y lo que, en directa derivación de lo dicho, hay de irrepetible en su «lección». De allí que quienes se autoconciben como discípulos suyos, lo hagan en verdad por amor a su enseñanza, es decir impulsados por el anhelo de captarla antes que persuadidos de que podrían darle, en sus vidas y en sus obras, alcance y cumplimiento. «Maestro», entonces, será Caeiro porque su trayectoria enseña que todo camino auténtico es irreproducible. El paradójico epigonismo de los restantes heterónimos y del propio Pessoa sólo puede consumarse en la medida en que todos ellos reconocen la imposibilidad de adueñarse del de Caeiro. En los hechos, como queda dicho, ninguno de ellos es capaz como lo fue Caeiro en su vida y en su obra, de restañar la herida provocada por la angustia de sostenerse «en el castillo maldito de tener que vivir», según el rotundo enunciado de Alvaro de Campos.
Esta disonancia, de tan multiplicados ecos en Fernando Pessoa, se manifiesta en Borges a través de una búsqueda. La búsqueda incesante del absoluto. Los hombres se suceden unos a otros, generación tras generación, en el despliegue de un esfuerzo incapaz, sin embargo, de arribar a la meta de su desvelo. Cada hombre, en este sentido, es todos los hombres. Las circunstancias que cada cual considera propias son, en verdad, las de todos en todos los siglos. Si alguna diferencia relevante entre Borges y Pessoa puede señalarse a este respecto, ella quizás esté dada por el hecho de que, en Pessoa, hay a priori) si así pudiera decirse, una conciencia tan aguda de la inutilidad de la búsqueda que paraliza toda su iniciativa. Sus poemas se nutren de esta parálisis inconmovible de la que únicamente se halla liberado Alberto Caeiro, en quien ha muerto toda sed de trascendencia. En Borges, en cambio, hay persistencia en esa búsqueda, irrefrenable añoranza del sentido absoluto que impulsa a la acción y que sólo accede al reconocimiento de su inutilidad cuando sobreviene el fracaso del sujeto concreto que la lleva adelante. La índole trágica del destino humano, en Borges, se manifiesta en conformidad con el circuito trazado por Esquilo, Sófocles y Eurípides: una infinita inocencia o el desmesurado afán de poder inducen al error; el error precipita en el engaño y el engaño arrastra al sufrimiento irreparable o a la muerte.
En Fernando Pessoa, el tránsito desde las circunstancias dramáticas (aquellas compatibles con el hallazgo de una solución para el conflicto padecido) a las circunstancias trágicas (aquellas en las cuales se sabe o se acepta que el conflicto no tendrá solución en los términos en que la humana razón lo exige), este tránsito, digo, de lo dramático a lo trágico se cumple en Pessoa como una mise-en-scéne de la impotencia heterónima y ortónima para liberarse del efecto catastrófico que sobre cada uno, excepción hecha de Caeiro, tiene la conciencia de la propia muerte y del indeclinable misterio con que la realidad pareciera empecinada en frustrar las aspiraciones totalizadoras del pensamiento.
Sin duda, el gran valor de la heteronomia como concepción creadora es el de haber infundido a la crisis de la modernidad una forma poética inédita. Y no menos original, en este sentido, ha sido la estrategia del discurso apócrifo de Borges.
La excepcional hondura de los mundos verbales que supieron construir, autoriza a reconocer que Borges y Pessoa recuperan la dimensión trágica de los orígenes de la tradición clásica, liberándola de toda sujeción a los acentos racionalistas impuestos a ella por una modernidad interesada en concebir, por un lado, la disonancia entre conciencia y verdad como cuestión circunstancial y puramente metodológica y, por otro, la finitud de la vida personal como una cuestión sin relevancia epistemológica. Podríamos, en consecuencia, afirmar que Borges y Pessoa organizan sus universos literarios a partir de dos decisiones centrales. Una lleva a la potenciación estética de la tradición religiosa y filosófica de Occidente. La otra se traduce en la reelaboración personalísima que efectúan de esa tradición como para que en ella podamos reconocer los rasgos distintivos de la época en que nos toca vivir.
La concepción moderna entendió la identidad personal como módulo de contenidos correlativos de una supuesta verdad universal de carácter transubjetivo. Borges y Pessoa, lúcidos testigos de su derrumbe, procuran revalorizar la noción del deseo como elemento preponderante entre los rasgos distintivos de la subjetividad y del vínculo con la objetividad. Así es como el hermetismo último del sentido de lo real irrumpe como la más radical de las conquistas de este pensamiento desamparado por los dogmas.
Esta condición innominable, sin negar la eficacia parcial del conocimiento predicativo, lo inscribe en un campo de eficacia primordialmente metafórica, es decir, que le confiere valor relacional, alusivo antes que autónomo u objetivo. El saber, entonces, deja de constituir una instancia despojada de carga subjetiva a propósito de algo objetivo, para pasar a ser, ante todo, saber de alguien a propósito de algo.
La Cabala no podía, en consecuencia, permanecer al margen de la avidez intelectual y emocional de Borges y Pessoa, Hay, sin embargo, una diferencia relevante entre ellos en lo que atañe al modo de concebir la Cabala. A Borges, como señala Edna Aizemberg, la Cabala no le interesa como materia de fe. Le importa, sí, como procedimiento reflexivo, como estilo de meditación que mucho puede favorecer sus propias estrategias expresivas. No es éste el caso de Pessoa. Pessoa ortónimo, apasionado por el ocultismo, ve en la Cabala una de las referencias esenciales para alcanzar alguna comprensión de lo real como tejido de símbolos y desenlace obligado de todo emprendimiento gnoseológico. Y ello no en virtud de que lo real no esté estructurado en torno a una legalidad, sino en virtud de que esa legalidad escapa por entero a las posibilidades de intelección humana. De allí la preferencia que manifiesta Pessoa por la Cabala en relación a la filosofía. Preferencia que remite, en última instancia, al sentido de la heteronomia entendida ahora como negativa creadora a responder con sus voces a la ilusión de acceso a una identidad unitaria final.
Borges también subestima la filosofía como modalidad discursiva pero, al igual que Pessoa, y escindiendo forma de contenido, rescata los problemas por ella planteados y procura expresar, en lenguaje poético, la intensidad ausente, en la conformación tonal de tales cuestiones, que de ella se advierte en la metafísica.
Pero, más allá de la diferencia, el Aleph y la noción cabalística de unidad son elementos que, con idéntico vigor, convocan el sentimiento de Borges y Pessoa, de modo tal que el valor del Ensof (infinito, en el antiguo hebreo) dejará sentir su peso tanto en el escritor argentino como en el escritor portugués.
Cosa equivalente puede decirse de la Biblia, donde se ve con toda evidencia que la unidad representada por el Autor de la Creación se manifiesta a través de la diversidad de intérpretes que redactan los libros sagrados, de conformidad con lo que cada uno de ellos oye que le es dictado por la voz del Espíritu. El «Autor-fuera-de-su-persona» —la conocida fórmula pessoana— es, simbólicamente, cada profeta; voz de una alteridad esencial, de un otro que no es el autor y que sin embargo remite a esa función.
En Borges, tal alteridad aparece bajo la forma de un Absoluto que se revela al hombre como lo enteramente otro de sí (Aleph); súbita transfiguración de aquello que se creía accesible en aquello que, destrozando esa ilusión, pasa a ser extraño, irreductible y hasta hostil en su hermetismo.
Los personajes de Pessoa son escritores. También lo son, con extrordinaria frecuencia, los de Borges: Herbert Quain, Pierre Menard, Jaromir Hladik. Y cuando no son escritores se convierten en tales en el momento en que resuelven redactar sus cuentos, «informes» o poemas, como en el caso de Narciso de Laprida en el «Poema conjetural» o en el anticuario Joseph Cartaphilus de Esmirna en «El inmortal», quien, en verdad, no es sino una sombra del mayor símbolo literario de Occidente: el poeta Homero.
La concepción de la literatura como lenguaje dotado para expresar la naturaleza hermética de la verdad es tan fundamental en Borges como en Pessoa. Los dos, como se dijo, ven la filosofía como una forma expresiva «menor», poco adecuada al registro temperamental de la idiosincrasia evasiva de la verdad de la que hablamos. Pero la fascinación que la filosofía ejerce sobre el espíritu, su resonancia en el nervio intelectual, serán empleadas con habilidad e insistencia por ambos escritores aunque con finalidad primordialmente poética antes que lógica. Asimismo, la literatura como posibilidad personal y como práctica es, para ambos, uno de los misterios superiores a los que con frecuencia remite Pessoa y que, como él mismo dice en carta a su querida Ofelia, responden «a otra ley» que la que gobierna la vida de los mortales comunes. Esta visión sacralizada de la palabra escrita, que en Pessoa se manifiesta a través de la exaltación de lo hermético y multívoco y, en Borges, mediante la indeclinable veneración de lo laberíntico y los textos literarios y sus recintos, las bibliotecas, encontraría su origen en el culto de un Dios bíblico e invisible que asienta por escrito su mensaje normativo en unas Tablas más veneradas que acatadas por el hombre, acaso porque su poderoso aliento simbólico supera no sólo sus recursos sino incluso su coraje para comprender.
Tanto para Borges como para Pessoa, a través de la literatura se huye de la contingencia y del azar. La creación es la expresión de un equilibrio que trasciende la precariedad impuesta al hombre por la finitud. En este sentido, la lengua es la verdadera patria del escritor porque le confiere la única identidad esencial que puede alcanzar: la de ser recreador, mediante su escritura, de la escritura de Dios, o sea la escritura cifrada por excelencia.
Pertenece a la dimensión ético-estética la necesidad de Borges y Pessoa de confundir ficción y realidad, lo verdadero con lo verosímil, borrando los rígidos límites que el racionalismo pretendió fijar entre una y otra. Cervantes y Carlyle pueden ser considerados como autores que anticipan el empleo de esta técnica tan frecuente en Borges y Pessoa. Y si los otros de Pessoa son, explícitamente, sus heterónimos, en Borges es usual que el autor desaparezca y ceda su sitio a otros autores apócrifos que llegan al extremo, en ciertos casos, de convertir a Borges en un personaje. Casos de esta especie son el citado de Joseph Cartaphilus en «El inmortal» o David Brodie, misionero escocés del siglo XIX, en el «Informe de Brodie» o Bustos Domecq, esa especie de escritor-gólem que Borges concibió con Bioy Casares.
A través de la diversidad de estilos entre sus heterónimos, Pessoa intenta que el lector «olvide» su presencia como autor. Borges, a su turno, busca que ese olvido de sí sobrevenga a través del carácter presumiblemente erudito que infunde a sus composiciones. Erudición extrema en apariencia que colocaría a los textos más allá de la simple expresión personal y, por lo tanto, más allá de la literatura entendida como manifestación subjetiva de la imaginación. Para ambos poetas vale lo que sobre Borges escribió Edna Aizemberg: «Borges ejecuta sus impostaciones para poner en tela de juicio la realidad, para sugerir que si el autor de una obra puede ser una sombra, nosotros, sus lectores, podemos ser también simulacros en un universo de acasos».
Lisboa y Buenos Aires, las ciudades de nuestros dos escritores, ocupan un lugar central en sus respectivas obras. Ellas son, por una parte, símbolos de lo ausente, de lo que una vez fue, de lo abstracto. Lisboa, capital de lo que ya en tiempos de Pessoa no tenía casi consistencia y había perdido, prácticamente, toda realidad: el imperio portugués. Buenos Aires, capital de lo aún no sucedido: el advenimiento maduro de una nación, la república para la cual no llegó todavía la hora de su consolidación. Al mismo tiempo, Lisboa y Buenos Aires son ciudades-símbolo de la realidad ontológica y poética; expresiones particulares de una dimensión universal; escenarios fugaces donde sobrevienen las manifestaciones de verdades eternas, donde los hombres concretos que fueron Borges y Pessoa soportaron el peso irreductible del misterio de vivir; misterio que los modela a través del encuentro con el Aleph en la calle Garay de Buenos Aires o frente «al Estanco de enfrente» y ante el «Esteves sin metafísica ». Por eso, entonces, ciudad-todas-las-ciudades, capitales, una y otra, de una circunstancia espiritual sin fronteras. Lisboa y Buenos Aires, por último y como recuerda Teresa Rita Lopes, son ciudades fluviales «en las que los árboles y los mástiles se confunden».
En la obra de Borges y en la de Pessoa las mujeres no ocupan el sitio clásico que les reserva la sensibilidad romántica: ellas no son las amadas, ellas no son el misterio, ellas no tienen presencia. Son, por el contrario, y en tanto mujeres, las grandes ausentes. Nada más abstracto que la mujer en las obras de Borges y Pessoa. A no ser, claro está, que las homologuemos a la figura de la madre y, entonces sí, ella irrumpirá viva en la obra de ambos. Porque estos dos hombres que rechazaron la paternidad de sus criaturas, como el dios Cronos en el mito clásico, según ya dijimos, no rechazaron nunca, en cambio, la condición de hijos.
De los dos, por fin, corresponde reconocer que supieron cuál era la consistencia de su trabajo creador y el valor que el tiempo les concedería. Pessoa no dudaba de que sería reconocido después de muerto. Borges, acaso más irónico pero no por ello menos resuelto que Pessoa, temía no ser olvidado.
En Cuadernos Hispanoamericanos "Homenaje a Jorge Luis Borges"
N° 505-507 Julio Septiembre 1992
Dirigieron esta publicación: Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall
Director: Félix Grande
Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana
Imagen arriba: Toma de Lo que Borges nos contó, concebido por Santiago Kovadloff,
César Lerner y Marcelo Moguilevsky Vía
Abajo: Facsímiles de la edición aludida
En la carta que a Pessoa le dirigiera el 2 de enero de 1985, Borges le pide, cerca ya del cincuentenario de la muerte del poeta portugués, que lo deje ser su amigo. Pidamos nosotros a ambos, con no menos fervor simbólico, que nos franqueen el acceso a la honda correspondencia que enlaza sus palabras.
Oyentes ávidos e intérpretes eventuales de tanta cercanía, quizás en ella sepamos intuirnos, enriquecernos con un mejor desconocimiento de lo que somos.
Admitamos, para empezar, lo que resulta evidente. Borges y Pessoa son dos clásicos de la época. Lo medular de su maestría arraiga en el hecho de que ambos fueron forjadores y voceros de uno de los mitos del siglo: el mito antimoderno que expresa la desazón que se adueña del hombre tras el derrumbe del Ego cogito cartesiano y el triunfalismo inherente a los ideales ingenuos del progreso.
Construir un mito literario anticartesiano exigía estar doblemente persuadido. Por una parte, de que la racionalidad clásica ya no constituía ese eje indudable que aseguraba haber hallado en él, el notable autor de las Meditaciones metafísicas. Por otra parte, haber advertido hasta qué punto los afectados por ese derrumbe, cuyo estrépito se vuelve ensordecedor sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, se empecinaban en aparentar que no habían sido alcanzados por él.
Totalidad inasequible a una conceptualización exhaustiva, la existencia, de allí en más, habría de multiplicar sin cuenta sus perfiles y sentidos sin que resultara ya posible reducirlos a un principio de inteligibilidad satisfactorio. La identidad personal, en consecuencia, desbordando los parámetros impuestos por una lógica de franca intención abarcadura, pasó a conformar la materia imposible del pensamiento lineal o, si se prefiere, la materia racionalmente evanescente con la que el pensamiento intentará amasar su propia consistencia. En su vacilante despliegue, el acto de pensar no habría de ser entonces sino expresión de un incumplible afán de certeza; elocuente escenificación de la dificultad para seguir entendiendo la realidad como correlato manso del concepto.
Esta experiencia de tanta intensidad, signada por el desencuentro entre lo que la vida impone y lo que el espíritu anhela, supo hallar, en la literatura de Borges y Pessoa, dos de sus manifestaciones más originales y fieles al sentido de ese desencuentro.
A través del llamado drama-empente representado por los heterónimos, Pessoa logró el rumbo poéticamente adecuado para impedir que se homologara su vida supuestamente personal a los contenidos de su identidad artística. Con ello subrayó la insalvable distancia que, según él, separa y hasta enfrenta lo que un hombre admite como pensamiento propio y lo que en verdad es capaz de pensar.
Borges por su parte, ejecuta con igual resolución y acierto ese movimiento destinado a iluminar la ruptura entre identidad biográfica y personalidad artística. ¿Cómo lo hace? Mediante la exaltación de una voluntad apócrifa vertebradora de toda su práctica literaria. Borges, en efecto, se empeña con inflexible tenacidad en adjudicar a otros todo lo que brota de su pluma, siempre interesado en presentar como ajeno lo que es propio. Así, entre el escritor y su persona se abre un abismo cuya existencia y sentido Borges cultiva con obstinación y deleite.
Tanto en el caso del poeta portugués como en el del argentino resalta el propósito de impedir que la paternidad de lo narrado o versificado recaiga sobre ellos, es decir sobre un supuesto responsable que pudiera estar ubicado más allá del texto y cuyos rasgos serían asimilables a los del hombre llamado Borges y a los del hombre llamado Pessoa. Autor, en consecuencia, no será para ellos quien afirme extraer de sí las obras que permiten su reconocimiento, sino aquél capaz de dar origen a obras con las que logre que los demás lo desconozcan por lo menos tanto como él mismo se desconoce en ellas. Se trata, en suma, de dinamitar la arraigada ilusión de correspondencia entre creador y criatura para ensayar la tesis contraria: si no sabemos quiénes o qué somos, lo escrito no equivaldrá a la posibilidad de reconocernos sino a la de desconocernos.
Esta fuerte sed de disonancia entre el hacedor y lo hecho, tan pronunciada en Borges como en Pessoa, remite, por lo demás, a un relato prebíblico que se sitúa en las antípodas de nuestros dos escritores: el de los hijos devorados por su padre, central en la tradición mitológica griega. La feroz impugnación que de la paternidad hace Cronos, dios filicida, o el tortuoso vínculo que entablan con sus respectivos padres Epimeteo y Edipo, quieran acaso recordarnos que el horror a reconocernos en lo más cercano arraiga en propensiones tan remotas como oscuras pero muy emparentadas con la angustia que nos produce saber que sólo podemos parecemos a quienes no son como nosotros. Borges y Pessoa jerarquizan con pasión esa diferencia. La teoría de los heterónimos y los postulados borgeanos de la composición apócrifa se nutren en la convicción de que es la alteridad y no la mismidad nuestro destino.
Buena parte de la hazaña verbal de Borges y Pessoa consistió en la aptitud evidenciada por ambos para reconciliar el lenguaje literario con la densidad conceptual de la filosofía. «Lo que en mí siente/ está pensando», escribió Ricardo Reis pero bien podría haberlo afirmado el lacónico habitante de «La biblioteca de Babel». Mucho tiene que ver todo esto con la tradición humanista y con el cauce encontrado por ella en la sensibilidad de nuestros dos escritores. Esa tradición humanista se asienta en la convicción, viva ya entre los romanos, de que hay un pasado paradigmático, ejemplarmente concebido por los griegos —y que en Borges y Pessoa se extenderá a buena parte de la tradición judía—, según el cual sólo por su intermedio el presente puede ser sustancialmente comprendido, expresado y conducido a su realización. Ese pasado, digerido por la actualidad y por ella instrumentado como una brújula, confiere al hombre de cada época metáforas reveladoras de los dilemas de la existencia en todos los tiempos. La lección griega primordial, esculpida por Homero, Esquilo, Sófocles y Eurípides, decreta que no hay alianza posible entre la existencia concebida como reclamo de totalización y la realidad intuida como aquel absoluto cuya comprensión y aprehensión plenas anhela el hombre. Esta disonancia entre la sed que clama y las aguas que lo frustran evadiendo el cerco que aquél les tiende, alcanza, en Borges y Pessoa, el rango poético esencial. Si realidad y pensamiento nos han sido negados como sinónimos pueden, en cambio, ser explorados en su infinita heteronomia.
Justamente, lo que en Alberto Caeiro hay de magistral para Reis, Campos y el mismo Pessoa, es lo que tiene de inimitable y lo que, en directa derivación de lo dicho, hay de irrepetible en su «lección». De allí que quienes se autoconciben como discípulos suyos, lo hagan en verdad por amor a su enseñanza, es decir impulsados por el anhelo de captarla antes que persuadidos de que podrían darle, en sus vidas y en sus obras, alcance y cumplimiento. «Maestro», entonces, será Caeiro porque su trayectoria enseña que todo camino auténtico es irreproducible. El paradójico epigonismo de los restantes heterónimos y del propio Pessoa sólo puede consumarse en la medida en que todos ellos reconocen la imposibilidad de adueñarse del de Caeiro. En los hechos, como queda dicho, ninguno de ellos es capaz como lo fue Caeiro en su vida y en su obra, de restañar la herida provocada por la angustia de sostenerse «en el castillo maldito de tener que vivir», según el rotundo enunciado de Alvaro de Campos.
Esta disonancia, de tan multiplicados ecos en Fernando Pessoa, se manifiesta en Borges a través de una búsqueda. La búsqueda incesante del absoluto. Los hombres se suceden unos a otros, generación tras generación, en el despliegue de un esfuerzo incapaz, sin embargo, de arribar a la meta de su desvelo. Cada hombre, en este sentido, es todos los hombres. Las circunstancias que cada cual considera propias son, en verdad, las de todos en todos los siglos. Si alguna diferencia relevante entre Borges y Pessoa puede señalarse a este respecto, ella quizás esté dada por el hecho de que, en Pessoa, hay a priori) si así pudiera decirse, una conciencia tan aguda de la inutilidad de la búsqueda que paraliza toda su iniciativa. Sus poemas se nutren de esta parálisis inconmovible de la que únicamente se halla liberado Alberto Caeiro, en quien ha muerto toda sed de trascendencia. En Borges, en cambio, hay persistencia en esa búsqueda, irrefrenable añoranza del sentido absoluto que impulsa a la acción y que sólo accede al reconocimiento de su inutilidad cuando sobreviene el fracaso del sujeto concreto que la lleva adelante. La índole trágica del destino humano, en Borges, se manifiesta en conformidad con el circuito trazado por Esquilo, Sófocles y Eurípides: una infinita inocencia o el desmesurado afán de poder inducen al error; el error precipita en el engaño y el engaño arrastra al sufrimiento irreparable o a la muerte.
En Fernando Pessoa, el tránsito desde las circunstancias dramáticas (aquellas compatibles con el hallazgo de una solución para el conflicto padecido) a las circunstancias trágicas (aquellas en las cuales se sabe o se acepta que el conflicto no tendrá solución en los términos en que la humana razón lo exige), este tránsito, digo, de lo dramático a lo trágico se cumple en Pessoa como una mise-en-scéne de la impotencia heterónima y ortónima para liberarse del efecto catastrófico que sobre cada uno, excepción hecha de Caeiro, tiene la conciencia de la propia muerte y del indeclinable misterio con que la realidad pareciera empecinada en frustrar las aspiraciones totalizadoras del pensamiento.
Sin duda, el gran valor de la heteronomia como concepción creadora es el de haber infundido a la crisis de la modernidad una forma poética inédita. Y no menos original, en este sentido, ha sido la estrategia del discurso apócrifo de Borges.
La excepcional hondura de los mundos verbales que supieron construir, autoriza a reconocer que Borges y Pessoa recuperan la dimensión trágica de los orígenes de la tradición clásica, liberándola de toda sujeción a los acentos racionalistas impuestos a ella por una modernidad interesada en concebir, por un lado, la disonancia entre conciencia y verdad como cuestión circunstancial y puramente metodológica y, por otro, la finitud de la vida personal como una cuestión sin relevancia epistemológica. Podríamos, en consecuencia, afirmar que Borges y Pessoa organizan sus universos literarios a partir de dos decisiones centrales. Una lleva a la potenciación estética de la tradición religiosa y filosófica de Occidente. La otra se traduce en la reelaboración personalísima que efectúan de esa tradición como para que en ella podamos reconocer los rasgos distintivos de la época en que nos toca vivir.
La concepción moderna entendió la identidad personal como módulo de contenidos correlativos de una supuesta verdad universal de carácter transubjetivo. Borges y Pessoa, lúcidos testigos de su derrumbe, procuran revalorizar la noción del deseo como elemento preponderante entre los rasgos distintivos de la subjetividad y del vínculo con la objetividad. Así es como el hermetismo último del sentido de lo real irrumpe como la más radical de las conquistas de este pensamiento desamparado por los dogmas.
Esta condición innominable, sin negar la eficacia parcial del conocimiento predicativo, lo inscribe en un campo de eficacia primordialmente metafórica, es decir, que le confiere valor relacional, alusivo antes que autónomo u objetivo. El saber, entonces, deja de constituir una instancia despojada de carga subjetiva a propósito de algo objetivo, para pasar a ser, ante todo, saber de alguien a propósito de algo.
La Cabala no podía, en consecuencia, permanecer al margen de la avidez intelectual y emocional de Borges y Pessoa, Hay, sin embargo, una diferencia relevante entre ellos en lo que atañe al modo de concebir la Cabala. A Borges, como señala Edna Aizemberg, la Cabala no le interesa como materia de fe. Le importa, sí, como procedimiento reflexivo, como estilo de meditación que mucho puede favorecer sus propias estrategias expresivas. No es éste el caso de Pessoa. Pessoa ortónimo, apasionado por el ocultismo, ve en la Cabala una de las referencias esenciales para alcanzar alguna comprensión de lo real como tejido de símbolos y desenlace obligado de todo emprendimiento gnoseológico. Y ello no en virtud de que lo real no esté estructurado en torno a una legalidad, sino en virtud de que esa legalidad escapa por entero a las posibilidades de intelección humana. De allí la preferencia que manifiesta Pessoa por la Cabala en relación a la filosofía. Preferencia que remite, en última instancia, al sentido de la heteronomia entendida ahora como negativa creadora a responder con sus voces a la ilusión de acceso a una identidad unitaria final.
Borges también subestima la filosofía como modalidad discursiva pero, al igual que Pessoa, y escindiendo forma de contenido, rescata los problemas por ella planteados y procura expresar, en lenguaje poético, la intensidad ausente, en la conformación tonal de tales cuestiones, que de ella se advierte en la metafísica.
Pero, más allá de la diferencia, el Aleph y la noción cabalística de unidad son elementos que, con idéntico vigor, convocan el sentimiento de Borges y Pessoa, de modo tal que el valor del Ensof (infinito, en el antiguo hebreo) dejará sentir su peso tanto en el escritor argentino como en el escritor portugués.
Cosa equivalente puede decirse de la Biblia, donde se ve con toda evidencia que la unidad representada por el Autor de la Creación se manifiesta a través de la diversidad de intérpretes que redactan los libros sagrados, de conformidad con lo que cada uno de ellos oye que le es dictado por la voz del Espíritu. El «Autor-fuera-de-su-persona» —la conocida fórmula pessoana— es, simbólicamente, cada profeta; voz de una alteridad esencial, de un otro que no es el autor y que sin embargo remite a esa función.
En Borges, tal alteridad aparece bajo la forma de un Absoluto que se revela al hombre como lo enteramente otro de sí (Aleph); súbita transfiguración de aquello que se creía accesible en aquello que, destrozando esa ilusión, pasa a ser extraño, irreductible y hasta hostil en su hermetismo.
Los personajes de Pessoa son escritores. También lo son, con extrordinaria frecuencia, los de Borges: Herbert Quain, Pierre Menard, Jaromir Hladik. Y cuando no son escritores se convierten en tales en el momento en que resuelven redactar sus cuentos, «informes» o poemas, como en el caso de Narciso de Laprida en el «Poema conjetural» o en el anticuario Joseph Cartaphilus de Esmirna en «El inmortal», quien, en verdad, no es sino una sombra del mayor símbolo literario de Occidente: el poeta Homero.
La concepción de la literatura como lenguaje dotado para expresar la naturaleza hermética de la verdad es tan fundamental en Borges como en Pessoa. Los dos, como se dijo, ven la filosofía como una forma expresiva «menor», poco adecuada al registro temperamental de la idiosincrasia evasiva de la verdad de la que hablamos. Pero la fascinación que la filosofía ejerce sobre el espíritu, su resonancia en el nervio intelectual, serán empleadas con habilidad e insistencia por ambos escritores aunque con finalidad primordialmente poética antes que lógica. Asimismo, la literatura como posibilidad personal y como práctica es, para ambos, uno de los misterios superiores a los que con frecuencia remite Pessoa y que, como él mismo dice en carta a su querida Ofelia, responden «a otra ley» que la que gobierna la vida de los mortales comunes. Esta visión sacralizada de la palabra escrita, que en Pessoa se manifiesta a través de la exaltación de lo hermético y multívoco y, en Borges, mediante la indeclinable veneración de lo laberíntico y los textos literarios y sus recintos, las bibliotecas, encontraría su origen en el culto de un Dios bíblico e invisible que asienta por escrito su mensaje normativo en unas Tablas más veneradas que acatadas por el hombre, acaso porque su poderoso aliento simbólico supera no sólo sus recursos sino incluso su coraje para comprender.
Tanto para Borges como para Pessoa, a través de la literatura se huye de la contingencia y del azar. La creación es la expresión de un equilibrio que trasciende la precariedad impuesta al hombre por la finitud. En este sentido, la lengua es la verdadera patria del escritor porque le confiere la única identidad esencial que puede alcanzar: la de ser recreador, mediante su escritura, de la escritura de Dios, o sea la escritura cifrada por excelencia.
Pertenece a la dimensión ético-estética la necesidad de Borges y Pessoa de confundir ficción y realidad, lo verdadero con lo verosímil, borrando los rígidos límites que el racionalismo pretendió fijar entre una y otra. Cervantes y Carlyle pueden ser considerados como autores que anticipan el empleo de esta técnica tan frecuente en Borges y Pessoa. Y si los otros de Pessoa son, explícitamente, sus heterónimos, en Borges es usual que el autor desaparezca y ceda su sitio a otros autores apócrifos que llegan al extremo, en ciertos casos, de convertir a Borges en un personaje. Casos de esta especie son el citado de Joseph Cartaphilus en «El inmortal» o David Brodie, misionero escocés del siglo XIX, en el «Informe de Brodie» o Bustos Domecq, esa especie de escritor-gólem que Borges concibió con Bioy Casares.
A través de la diversidad de estilos entre sus heterónimos, Pessoa intenta que el lector «olvide» su presencia como autor. Borges, a su turno, busca que ese olvido de sí sobrevenga a través del carácter presumiblemente erudito que infunde a sus composiciones. Erudición extrema en apariencia que colocaría a los textos más allá de la simple expresión personal y, por lo tanto, más allá de la literatura entendida como manifestación subjetiva de la imaginación. Para ambos poetas vale lo que sobre Borges escribió Edna Aizemberg: «Borges ejecuta sus impostaciones para poner en tela de juicio la realidad, para sugerir que si el autor de una obra puede ser una sombra, nosotros, sus lectores, podemos ser también simulacros en un universo de acasos».
Lisboa y Buenos Aires, las ciudades de nuestros dos escritores, ocupan un lugar central en sus respectivas obras. Ellas son, por una parte, símbolos de lo ausente, de lo que una vez fue, de lo abstracto. Lisboa, capital de lo que ya en tiempos de Pessoa no tenía casi consistencia y había perdido, prácticamente, toda realidad: el imperio portugués. Buenos Aires, capital de lo aún no sucedido: el advenimiento maduro de una nación, la república para la cual no llegó todavía la hora de su consolidación. Al mismo tiempo, Lisboa y Buenos Aires son ciudades-símbolo de la realidad ontológica y poética; expresiones particulares de una dimensión universal; escenarios fugaces donde sobrevienen las manifestaciones de verdades eternas, donde los hombres concretos que fueron Borges y Pessoa soportaron el peso irreductible del misterio de vivir; misterio que los modela a través del encuentro con el Aleph en la calle Garay de Buenos Aires o frente «al Estanco de enfrente» y ante el «Esteves sin metafísica ». Por eso, entonces, ciudad-todas-las-ciudades, capitales, una y otra, de una circunstancia espiritual sin fronteras. Lisboa y Buenos Aires, por último y como recuerda Teresa Rita Lopes, son ciudades fluviales «en las que los árboles y los mástiles se confunden».
En la obra de Borges y en la de Pessoa las mujeres no ocupan el sitio clásico que les reserva la sensibilidad romántica: ellas no son las amadas, ellas no son el misterio, ellas no tienen presencia. Son, por el contrario, y en tanto mujeres, las grandes ausentes. Nada más abstracto que la mujer en las obras de Borges y Pessoa. A no ser, claro está, que las homologuemos a la figura de la madre y, entonces sí, ella irrumpirá viva en la obra de ambos. Porque estos dos hombres que rechazaron la paternidad de sus criaturas, como el dios Cronos en el mito clásico, según ya dijimos, no rechazaron nunca, en cambio, la condición de hijos.
De los dos, por fin, corresponde reconocer que supieron cuál era la consistencia de su trabajo creador y el valor que el tiempo les concedería. Pessoa no dudaba de que sería reconocido después de muerto. Borges, acaso más irónico pero no por ello menos resuelto que Pessoa, temía no ser olvidado.
En Cuadernos Hispanoamericanos "Homenaje a Jorge Luis Borges"
N° 505-507 Julio Septiembre 1992
Dirigieron esta publicación: Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall
Director: Félix Grande
Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana
Imagen arriba: Toma de Lo que Borges nos contó, concebido por Santiago Kovadloff,
César Lerner y Marcelo Moguilevsky Vía
Abajo: Facsímiles de la edición aludida