5/4/18

Jorge Luis Borges: Los laberintos policiales y Chesterton







El inglés conoce la agitación de dos incompatibles pasiones: el extraño apetito de aventuras y el extraño apetito de legalidad. Escribo "extraño", porque para el criollo lo son. Martín Fierro, santo desertor del ejército, y el aparcero Cruz, santo desertor de la policía, profesarían un asombro no exento de malas palabras y de sonrisas ante la doctrina británica (y norteamericana) de que la razón está con la ley, infaliblemente; pero tampoco se avendrían a imaginar que su desmedrado destino de cuchilleros era interesante o deseable. Matar, para el criollo, era desgraciarse. Era un percance de hombre, que en sí no daba ni quitaba virtud. Nada más opuesto al Asesinato considerado como una de las Bellas Artes del "mórbidamente virtuoso" De Quincey o a la Teoría del Asesinato Moderado del sedentario Chesterton.

Ambas pasiones —la de las aventuras corporales, la de la rencorosa legalidad— hallan satisfacción en la corriente narración policial. Su prototipo son los antiguos folletines y presentes cuadernos del nominalmente famoso Nick Carter, atleta higiénico y sonriente, engendrado por el periodista John Coryell en una insomne máquina de escribir, que despachaba setenta mil palabras al mes. El genuino relato policial —¿precisaré decirlo?— rehúsa con parejo desdén los riesgos físicos y la justicia distributiva. Prescinde con serenidad de los calabozos, de las escaleras secretas, de los remordimientos, de la gimnasia, de las barbas postizas, de la esgrima, de los murciélagos de Charles Baudelaire y hasta del azar. En los primeros ejemplares del género (El misterio de Marie Rogét, 1842, de Edgar Allan Poe) y en uno de los últimos (Unravelled knots de la baronesa de Orczy: Nudos desatados) la historia se limita a la discusión y a la resolución abstracta de un crimen, tal vez a muchas leguas del suceso o a muchos años. Las cotidianas vías de la investigación policial —los rastros digitales, la tortura y la delación— parecerían solecismos ahí. Se objetará lo convencional de ese veto, pero esa convención, en ese lugar, es irreprochable: no propende a eludir dificultades, sino a imponerlas. No es una conveniencia del escritor, como los confidentes borrosos de Jean Racine o como los apartes escénicos.

La novela policial de alguna extensión linda con la novela de caracteres o psicológica (The moonstone, 1868, de Wilkie Collins, Mr. Digweed and Mr. Lumb, 1934, de Phillpotts.) El cuento breve es de carácter problemático, estricto; su código puede ser el siguiente:

A) Un límite discrecional de seis personajes. La infracción temeraria de esa ley tiene la culpa de la confusión y el hastío de todos los films policiales. En cada uno nos proponen quince desconocidos, y nos revelan finalmente que el desalmado no es Alpha que miraba por el ojo de la cerradura ni menos Beta que escondió la moneda ni el afligente Gamma que sollozaba en los ángulos del vestíbulo sino ese joven desabrido Upsilon que hemos estado confundiendo con Phi, que tanto parecido tiene con Tau el ascensorista suplente. El estupor que suele producir ese dato es más bien moderado.

B) Declaración de todos los términos del problema. Si la memoria no me engaña (o su falta) la variada infracción de esta segunda ley es el defecto preferido de Conan Doyle. Se trata, a veces, de unas leves partículas de ceniza, recogidas a espaldas del lector por el privilegiado Holmes, y sólo derivables de un cigarro procedente de Burma, que en una sola tienda se despacha, que sirve a un solo cliente. Otras, el escamoteo es más grave. Se trata del culpable, terriblemente desenmascarado a última hora para resultar un desconocido, una insípida y torpe interpolación. En los cuentos honestos, el criminal es una de las personas que figuran desde el principio.

C) Avara economía en los medios. El descubrimiento final de que dos personajes de la trama son uno solo, puede ser agradable —siempre que el instrumento de los cambios no resulte una barba disponible o una voz italiana, sino distintas circunstancias y nombres. El caso adverso —dos individuos que están remedando a un tercero y que le proporcionan ubicuidad— corre el seguro albur de parecer una cargazón.

D) Primacía del cómo sobre el quién. Los chapuceros ya execrados por mí en el acápite A abundan en la historia de una alhaja puesta al alcance de quince hombres —mejor dicho, de quince apellidos, porque nada sabemos de su carácter— y luego retirada por el manotón de uno de ellos. Se imaginan que el hecho de averiguar de qué apellido procedió el manotón, es de considerable interés.

E) El pudor de la muerte. Homero pudo transmitir que una espada tronchó la mano de Hypsenor y que la mano ensangrentada rodó por tierra y que la muerte color sangre y el severo destino se apoderaron de los ojos; pero esas pompas de la muerte no caben en la narración policial, cuyas musas glaciales son la higiene, la falacia y el orden.

F) Necesidad y maravilla en la solución. Lo primero establece que el problema debe ser un problema determinado, apto para una sola respuesta. Lo segundo requiere que esa respuesta maraville al lector —sin apelar a lo sobrenatural, claro está, cuyo manejo en este género de ficciones es una languidez y una felonía. También están prohibidos el hipnotismo, las alucinaciones telepáticas, los presagios, los elixires de operación desconocida, los ingeniosos trucos seudocientíficos y los talismanes. Chesterton, siempre, realiza el tour de force de proponer una aclaración sobrenatural y de reemplazarla luego, sin pérdida, con otra de este mundo.

The scandal of Father Brown, el más reciente libro de Chesterton (Londres, 1935) me ha sugerido los dictámenes anteriores. De las cinco series de crónicas del pequeño eclesiástico, ésta debe ser la menos feliz. Incluye, sin embargo, dos cuentos que no me gustaría ver rechazados de la antología o canon browniano: el tercero, La fulminación del libro; el octavo, El problema insoluble. La premisa de aquél es emocionante: se trata de un averiado libro sobrenatural que opera la instantánea desaparición de cuantos imprudentes lo abren. Alguien anuncia por teléfono que tiene el libro por delante y que lo va a abrir; el interlocutor espantado "oye una especie de explosión silenciosa". Otro de los fulminados deja un agujero en un vidrio; otro, un rasgón en una lona; otro, su deshabitada pierna de palo. El dénouement es bueno, pero puedo jurarles que el más devoto de sus lectores lo presintió, al promediar la página 73... Abundan rasgos que son muy de G. K.: verbigracia, aquel lóbrego enmascarado de guantes negros, que resulta después un aristócrata, opugnador total del nudismo.

Los lugares del crimen son admirables, como en todo libro de Chesterton —y cuidadosa y sensacionalmente falsos. ¿Ha denunciado alguien la afinidad entre el Londres fantástico de Stevenson y el de Chesterton, entre los enlutados caballeros y jardines nocturnos del Suicide Club y los de la ahora quíntuple Saga del Padre Brown?



Sur, Buenos Aires, Año V, N° 10, julio de 1935
Y también en J. L. Borges, Ficcionario, México, FCE, 1985

Incluido luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana


Foto: Retrato de Borges sin data, incluido
en Alicia Jurado, Genio y figura de Jorge Luis Borges (1964)


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