Muestran las naciones dos índoles: una la obligatoria, de convención, hecha de acuerdo con los requerimientos del siglo y las más veces con el prejuicio de algún definidor famoso; otra la verdadera, entrañable, que la pausada historia va declarando y que se trasluce también por el lenguaje y las costumbres. Entre ambas índoles, la aparencial y la esencial, suele advertirse una contrariedad notoria. Así, en tratándose del vulgo de Londres —fuera de duda el más reverente, sumiso, desdibujado que han visto mis andanzas— es manifiesta cosa que Dickens lo celebra por lo descarado y vivaz, cualidades que si alguna vez fueron propias ya no lo son, pero que todo narrador inglés sigue mintiendo con pertinacia relajada. En lo atañedero al pueblo español, hoy concordamos todos (aconsejados por la literatura romántica y el solamente ver en su historia la empresa americana y el Dos de Mayo) en la vehemencia desbocada de su carácter, sin recordar que Baltasar Gracián supo establecer una antítesis entre la tardanza española y el ímpetu francés. Traigo estos ejemplos a colación para que el juicio del leyente consienta con mayor docilidad lo que en mi alegato hubiere de extraño.
Quiero puntualizar la desemejanza insuperable que media entre el carácter verdadero del criollo y el que le quieren infligir.
El criollo, a mi entender, es burlón, suspicaz, desengañado de antemano de todo y tan mal sufridor de la grandiosidad verbal que en poquísimos la perdona y en ninguno la ensalza. El silencio arrimado al fatalismo tiene eficaz encarnación en los dos caudillos mayores que abrazaron el alma de Buenos Aires: en Rosas e Irigoyen. Don Juan Manuel, pese a sus fechorías e inútil sangre derramada, fue queridísimo del pueblo. Irigoyen, pese a las mojigangas oficiales, nos está siempre gobernando. La significación que el pueblo apreció en Rosas, entendió en Roca y admira en Irigoyen, es el escarnio de la teatralidad, o el ejercerla con sentido burlesco. En pueblos de mayor avidez en el vivir, los caudillos famosos se muestran botarates y gesteros, mientras aquí son taciturnos y casi desganados. Les restaría fama provechosa el impudor verbal. Ese nuestro desgano es tan entrañable que hasta en la historia —crónica de obradores y no de pensativos— se advierte. San Martín desapareciéndose en Guayaquil, Quiroga yendo a una acechanza de inevitables y certeros puñales por puro fatalismo de bravuconería; Saravia desdeñando una fácil entrada victoriosa en Montevideo, ejemplifican mi aserción. No es, empero, en la historia donde mejor puede tantearse la traza espiritual de una gente. Un noble instinto artístico, una tenaz indeliberación de tragedia, hacen que todo historiador pare mientes antes en lo irregular de un motín que en muchos lustros remansados y quietos de cotidianidad. También influyen las alternativas políticas. Los altibajos venideros arbitran si conviene situar mayor realidad en la protesta de Liniers o en el bochinche de un cabildo abierto. Consideremos algún otro semblante que sea más de siempre: verbigracia, nuestra lírica criolla. Todo es en ella quietación, desengaño; áspero y dulzarrón a la vez. La índole española se nos muestra como vehemencia pura; diríase que al asentarse en la pampa, se desparramó y se perdió. El habla se hizo más arrastrada, la igualdad de horizontes sucesivos chasqueó las ambiciones y el obligatorio rigor de sujetar un mundo montaraz se resarció en las dulces lentitudes de la payada de contrapunto, del truco dicharachero y del mate. Se achaparró la intensidad castellana, pero en los criollos quedó enhiesto y vivaz ese sonriente fatalismo mediante el cual las dos obras mejores de la literatura hispánica son dos ensalzamientos del fracaso: el Quijote en la prosa y la Epístola moral en el verso. El sufrimiento, las blandas añoranzas, la burla maliciosa y sosegada, son los eviternos motivos de nuestra lírica popular. En ella no hay asombro de metáforas; la imagen brujuleada no se realiza. En la frecuente vidalita que narra No hay rama en el monte, vidalitá, la semejanza entre el corazón herido de ausencia y la floresta maltratada por el invierno rígido no se establece, pero es preciso vislumbrarla para penetrar en la estrofa. La eficacia de los versos gauchescos nunca se manifiesta con jactancia; no está en el ictus sententiarum, en el envión de las sentencias, que diría Séneca, sino en la fácil trabazón del conjunto.
Vea los pingos. ¡Ah, hijitos!
son dos fletes soberanos.
Como si jueran hermanos
bebiendo l’agua juntitos.
Había un gringuito cautivo
que siempre hablaba del barco
y lo augaron en un charco
por causante de la peste.
Tenía los ojos celestes
como potrillito zarco.
Significativo es asimismo el pudor por el cual Martín Fierro pasa como sobre ascuas sobre la muerte de su compañero y no quiere situarla en su relación, sino alejarla en el pasado:
De rodillas a su lao
yo lo encomendé a Jesús.
Faltó a mis ojos la luz,
caí como herido del rayo.
Tuve un terrible desmayo
cuando lo vi muerto a Cruz.
En las irrisorias coplas anónimas que se derraman de vihuela en vihuela, se trasluce también todo lo idiosincrásico del criollismo. El andaluz alcanza la jocosería mediante el puro disparate y la hipérbole; el criollo la recaba, desquebrajando una expectación, prometiendo al oyente una continuidad que infringe de golpe.
Señores, escuchenmén:
tuve una vez un potrillo
que de un lao era tordillo
y del otro lao, también.
A orillas de un arroyito
vide dos toros bebiendo.
Uno era coloradito
y el otro… salió corriendo.
Cuando la perdiz canta
nublado viene;
no hay mejor seña de agua
que cuando llueve.
Tampoco en el Martín Fierro faltan ejemplos de contraste chasqueado:
A otros les salen las coplas
como agua de manantial;
pues a mí me pasa igual.
La tristura, la inmóvil burlería, la insinuación irónica, he aquí los únicos sentires que un arte criollo puede pronunciar sin dejo forastero. Muy bien está el Lugones de El solterón y de la Quimera lunar, pero muy mal está su altilocuencia de bostezable asustador de leyentes. En cuanto a gritadores como Ricardo Rojas, hechos de espuma y patriotería y de insondable nada, son un vejamen paradójico de nuestra verdadera forma de ser. El público lo siente y sin entremeterse a enjuiciar su obra la deja prudencialmente de lado, anticipando y con razón que tiene mucho más de grandioso que de legible. Nadie se arriesgará a pensar que en Fernández Moreno hay más valía que en Lugones, pero toda alma nuestra se acordará mejor con la serenidad del uno que con el arduo gongorismo del otro.
A otros les salen las coplas
como agua de manantial;
pues a mí me pasa igual.
Lugones, en manifiesto aprendizaje de Herrera y Reissig o Laforgue y en cauteloso aprendizaje de Goethe, es el ejemplo menos lastimoso del trance por el cual hoy pasamos todos: el del criollo que intenta descriollarse para debelar este siglo. Su dilemática tragedia es la nuestra; su triunfo es la excepción de muchos fracasos.
Se perdió el quieto desgobierno de Rosas; los caminos de hierro fueron avalorando los campos, la mezquina y logrera agricultura desdineró la fácil ganadería y el criollo, vuelto forastero en su patria, realizó en el dolor la significación hostil de los vocablos argentinidad y progreso. Ningún prolijo cabalista numerador de letras ha desplegado ante palabra alguna la reverencia que nosotros rendimos delante de esas dos. Suya es la culpa de que los alambrados encarcelen la pampa, de que el gauchaje se haya quebrantado, de que los únicos quehaceres del criollo sean la milicia o el vagamundear o la picardía, de que nuestra ciudad se llama Babel. En el poema de Hernández y en las bucólicas narraciones de Hudson (escritas en inglés, pero más nuestras que una pena) están los actos iniciales de la tragedia criolla. Faltan los postrimeros, cuyo tablado es la perdurable llanura y la visión lineal de Buenos Aires, inquietada por la movilidad. Ya la República se nos extranjeriza, se pierde. Fracasa el criollo, pero se altiva y se insolenta la patria. En el viento hay banderas; tal vez mañana a fuerza de matanzas nos entrometeremos a civilizadores del continente. Seremos una fuerte nación. Por la virtud de esa proceridad militar, nuestros grandes varones serán claros ante los ojos del mundo. Se les inventará, si no existen. También para el pasado habrá premios. Confiemos, lector, en que se acordarán de vos y de mí en ese justo repartimiento de gloria…
Morir es ley de razas y de individuos. Hay que morirse bien, sin demasiado ahínco de quejumbre, sin pretender que el mundo pierde su savia por eso y con alguna burla linda en los labios. Se me viene a ellos el ejemplo de Santos Vega y con un dejo admonitor que antes no supe verle. Morir cantando.
En Inquisiciones (1925)
Imagen: Borges en 1932
Foto: Marka UIG - Getty Images