Osvaldo Ferrari: Una de las sorpresas que yo creo usted tuvo en cuanto a su destino, Borges, fue cuando en la década del cuarenta alguien le profetizó que usted iba a hablar como conferenciante; que iba a dar conferencias.
Jorge Luis Borges: No, no fue así; Adela Grondona me llevó a un club de señoras, de señoritas inglesas, y allí había una señora que leía las borras del té. Y entonces, ella me dijo que yo iba a viajar mucho, y que iba a ganar dinero hablando. A mí me pareció una extravagancia, y cuando volví a casa se lo conté a mi madre. Yo jamás había hablado en público en mi vida, era muy tímido, y la idea de que iba a ganar dinero viajando y hablando me parecía más que inverosímil, imposible. Bueno, sin embargo, yo tenía un pequeño cargo de auxiliar primero —antes había sido auxiliar segundo— en una biblioteca de Almagro sur. Llegó el que sabemos al gobierno, me hicieron una broma: me nombraron inspector para la venta de aves de corral y de huevos en los mercados —era un modo de insinuarme que renunciara—. Entonces, yo desde luego renuncié, ya que no sé absolutamente nada de aves de corral y de huevos.
—Ese nombramiento se convirtió en un error histórico.
—Sí, bueno, me hizo gracia la broma, desde luego. Y recuerdo el alivio cuando a las dos de la tarde, por ejemplo, salí a caminar por la plaza San Martín, y pensé: no estoy en esa biblioteca —no demasiado querible— del barrio de Almagro. Y me pregunté ¿y qué va a pasar ahora? Bueno, pues bien, me llamaron del Colegio Libre de Estudios Superiores y me propusieron que diera conferencias. Yo no había hablado nunca en público, pero acepté porque dijeron que tenía que ser el año siguiente, y tenía dos meses de respiro; que resultaron dos meses de pánico. Yo recuerdo que estaba en Montevideo, en el hotel Cervantes, y a veces me despertaba a las tres de la mañana, y pensaba: dentro de treinta y tantos días —yo iba llevando la cuenta— voy a tener que hablar en público. Y entonces ya no dormía, veía amanecer en la ventana; en fin, no podía dormir, yo estaba aterrado.
—Su timidez lo acompañaba.
—Sí, me acompañaba, sí (ríen ambos). Todo eso ocurrió hasta la víspera de la primera conferencia. Yo vivía en Adrogué entonces, estaba en uno de los andenes de Constitución y pensé: bueno, mañana a esta hora ya habrá pasado todo, lo más probable es que yo me quede mudo, que no pueda pronunciar una sola palabra; también puede ocurrir que hable en voz tan baja y tan confusa que no se oiga nada —lo cual es una ventaja— (ya que yo llevaba escrita la conferencia). Claro, yo creía que iba a ser incapaz de decir nada. Bueno, ese día llegó, fui a almorzar a la casa de una amiga —Sara D. de Moreno Hueyo— y le pregunté a ella si me notaba muy nervioso. Dijo: no, más o menos como siempre. Yo no le dije nada de la conferencia. Esa tarde di la primera conferencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores, en la calle Santa Fe. Esas conferencias versaron sobre lo que se llamó «Literatura clásica americana»; eran conferencias sobre Hawthorne, sobre Melville, sobre Poe, sobre Emerson, sobre Thoreau, y creo que sobre Emily Dickinson. Y luego siguieron otras conferencias sobre los místicos.
—En ese mismo lugar.
—Sí, y una conferencia sobre el budismo. Luego me pidieron otras conferencias sobre el budismo, y con las notas que yo tomé para esas conferencias compusimos un libro Alicia Jurado y yo. Ese libro sobre el budismo ha sido imprevisiblemente, asombrosamente, vertido al japonés, donde conocen el tema mucho mejor que yo —una de las dos religiones oficiales en el Japón es el budismo, la otra es el shinto—. Ya el hecho de que haya dos religiones oficiales, bueno, es un testimonio de la tolerancia de ese país ¿no? Después conocí el interior de nuestro país, que no conocía; di varias conferencias en Montevideo también; y más adelante fui recorriendo el continente y los continentes dando conferencias. Y ahora he llegado distraídamente a los ochenta y cinco años, en cualquier momento cumplo ochenta y seis; bueno, me he dado cuenta de que todo el mundo ha sentido lo que yo he sentido antes: el hecho de que yo no sé dar conferencias; entonces prefiero el diálogo, que resulta más entretenido para mí, no sé si para los otros también. Sí, porque la gente puede participar: hace poco hubo dos actos: uno duró una hora y veintiún minutos, y el otro más de dos horas de preguntas y respuestas. Es decir, he comprendido que el interrogatorio, que el catecismo es la mejor forma. Y además, es como un juego, porque al principio se empieza con solemnidad y con timidez, y luego todo el mundo va entrando en el juego y lo difícil es concluir. Entonces, siempre recurro al mismo truco, que es el de proponer tres preguntas finales; luego tres resultan pocas, y como me enseñaron en el Japón que el cuatro es de mal agüero, generalmente son cinco —cinco últimas preguntas y cinco últimas contestaciones—. Hacia el final todo se hace entre bromas; es decir, lo que empezó siendo algo un poco forzado y solemne, al final es un juego de gente apresurada, y bueno, y yo me siento bastante feliz, hago bromas; he comprendido aquello que decía George Moore: «Better a bad joke than no joke»: más vale una broma mala que ninguna broma, ¿no? Siempre contesto en broma, y como la gente es muy indulgente conmigo, la gente es indulgente, bueno, con un anciano ciego (ríe); y les hacen gracia esas bromas, que son realmente debilísimas. Pero, quizá en una broma no importan tanto las palabras sino el ánimo con que se las dice; como mi cara es una cara sonriente… las bromas son bien aceptadas. De modo que yo he hablado en muchas partes del mundo, y… en Francia he llegado a hacerlo en francés —un francés incorrecto, pero fluido—. Y en los Estados Unidos, cuatro cuatrimestres sobre literatura argentina en la Universidad de Texas, en la de Harvard, en la de Michigan, y en la de Bloomington, Indiana; y otras sueltas por aquí y por allá. Y lo he hecho en inglés, con incorrección y con soltura.
—Usted nunca pensó, yo creo, que la conferencia, iba a ser un género para usted, y que además la convertiría en un diálogo múltiple, diferente de la conferencia; y tampoco pensó en el humor como en un género personal.
—No, jamás, jamás he pensado en eso, he sido una persona muy seria siempre. Pero no sé, el destino es algo que le sucede a uno ¿no?, no tiene nada que ver con la forma que uno ha querido prefijarle.
—Son géneros que han venido a buscarlo.
—Es cierto, sí. Ahora recuerdo aquella frase de Whistler, cuando se hablaba, bueno, sobre el medio ambiente, sobre la influencia ideológica, sobre el estado de la sociedad; y Whistler dijo: «Art happens»: el arte sucede. El arte es algo imprevisible.
—Sí, y también es paradojal que el mayor de los tímidos terminara hablando con cientos de personas en distintos lugares, como ocurrió últimamente.
—Sí, hace unos meses hablé ante… me dijeron que eran mil, pero posiblemente fueran novecientas noventa y nueve personas, ¿no? (ríen ambos), o novecientas simplemente, ya que en todo caso, la cifra mil impresiona. Pero no, ya que mil personas de buena voluntad no tienen por qué ser temibles. Además yo, para darme valor inventé una suerte de argumento metafísico, y es éste: la muchedumbre es una entidad ficticia, lo que realmente existe es cada individuo.
—Claro.
—El hecho de sumarlos, bueno, uno puede sumarlos —uno también podría sumar personas que se suceden, que no son contemporáneas—, entonces yo pienso: no estoy hablando ante trescientas personas, estoy hablando a cada una de esas trescientas personas. Es decir, realmente somos dos; ya que lo demás es ficticio. Ahora, no sé si lógicamente eso está bien, pero me ayudó y sigue ayudándome en cada conferencia o en cada diálogo con muchos. De manera que yo pienso: lo que yo digo es oído por una sola persona, el hecho de que esa única persona no sea la misma, y que haya, digamos, trescientas personas o treinta personas que me oyen a un tiempo no importa; yo hablo con cada una de ellas, no con la suma. Y por otra parte, si hablara con la suma sería más fácil —hay un libro sobre la psicología de las multitudes, y parece que las multitudes son más sencillas que los individuos—. Eso yo lo he comprobado en el cinematógrafo o en el teatro: una broma que uno no se aventuraría a hacer a un interlocutor, es aceptada por una sala, y hace gracia.
—Es cierto.
—Sí, de modo que las multitudes son más sencillas. Y eso lo saben muy bien los políticos, que se aprovechan del hecho de que no están hablando ante un individuo sino ante una multitud de individuos, bueno, simplificados, digamos; y del hecho de que basta usar los resortes más elementales o más torpes porque funcionan.
—De manera que a la oratoria de los romanos usted prefirió el diálogo de los griegos.
—Exactamente, sí.
—Ésa ha sido la transición de la conferencia al diálogo.
—El diálogo de los griegos, sí. Claro que los griegos eran también oradores.
—Naturalmente.
—Demóstenes, en fin. Pero me parece mejor, y ahora me he acostumbrado… sobre todo para mí es un juego. Y si alguien piensa que algo es un juego, entonces aquello de hecho es un juego, y los demás lo sienten como un juego también. Además que yo al principio les advierto: bueno, esto va a ser un juego, espero que sea un juego tan divertido para ustedes como para mí; empecemos a jugar, no tiene la menor importancia. Y así sale bien también en las clases: yo trato de ser lo menos pedagógico posible, lo menos doctoral posible cuando doy una clase. Por eso las mejores clases son los seminarios. El ideal sería cinco o seis estudiantes y un par de horas. Yo durante un año di un curso de literatura inglesa en la Universidad Católica. Bueno, la gente tenía la mejor voluntad, pero yo no podía hacer nada con noventa personas y cuarenta minutos. Es imposible; mientras llegan y mientras se van han pasado los cuarenta minutos. Aquello duró un par de cuatrimestres, y luego dejé porque me convencí de que esa tarea era inútil.
—Lo particular sería que en esto que usted denomina juego…
—Bueno, yo espero que ese juego que yo he inaugurado, digamos, ya que no lo he inventado…
—Fue precedido en más de dos mil años.
—Sí, y además precedido, bueno, por los interrogatorios; por la inquisición, en fin, hay recuerdos bastante tristes. Pero yo trato de que todo sea una broma; el único modo de ver las cosas en serio, ¿no?
—Claro.
—Desde luego.
—Pero este juego del diálogo a lo mejor puede aproximarnos a la verdad.
—Puede aproximarnos a la verdad, y espero que sea imitado también. Porque una de las razones por las cuales yo he insinuado y finalmente impuesto ese juego es mi timidez, debido a que es muy fácil contestar a una pregunta ya que cada pregunta es un estímulo. Ahora, lo difícil es lograr que sean preguntas, porque las personas, sabiendo que va a haber respuesta, preparan más bien discursos que pueden durar hasta diez minutos, y a los cuales no hay nada que contestar.
—Claro, porque hay en ellos muchas ideas juntas.
—Sí, muchas ideas o…
—O ninguna idea.
—Sí, de modo que yo pido preguntas concretas y prometo contestaciones concretas. Pero es muy difícil, de hecho, conseguir que la gente pregunte algo; porque más bien prefieren lucirse, o, en fin, aburrir a los demás —lo cual viene a ser lo mismo— con largos discursos preparados.
—En lugar de favorecer el diálogo.
—Claro.
—Bueno, Borges, nosotros seguiremos jugando, seguiremos dialogando, siempre en busca de la posible verdad, en todo caso.
—Pero por supuesto.
Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)
Imagen: Borges sin atribución de autor (Archivo EFE)