La voluntad de ser leal, siquiera nominalmente, a un maestro; la ventaja de autorizar ideas nuevas con viejos nombres respetados; la oscura convicción de que en los sistemas la tendencia general es lo que importa, han motivado la atribución de doctrinas secretas a algunos pensadores famosos. De Aristóteles se dijo que por la mañana confiaba sus pensamientos íntimos a unos pocos alumnos; por la tarde, comunicaba a un grupo más amplio una versión popular. La primera doctrina era la esotérica; la otra, la exotérica. Lo mismo ocurre con Pitágoras y con Platón y, también, con el Buddha.
Poco antes de morir, el Buddha se limita a repetir a uno de sus discípulos la doctrina habitual, pero, además de lo enseñado en la tierra, se le atribuyó una doctrina esotérica predicada por él en el cielo y conservada en los archivos subterráneos de los Nagas, que la revelaron a Nagarjuna en el siglo II de la era cristiana (150 d. de C.). De esta doctrina surge el Mahayana.
El Buddha, como Cristo, no se propuso nunca fundar una religión. Su finalidad fue la salvación personal de un grupo de monjes que creían en la reencarnación y querían evitarla. El poeta francés Leconte de Lisle formuló, acaso sin saberlo, ese anhelo de aniquilación:
Délivre-nous du Temps, du Nombre et de l’Espace, et rends-nous le repos que la vie a troublé[11].
Pero la voluntad de no ser tiene menos de promesa que de amenaza para casi todos los hombres. Toda religión debe adaptarse a las necesidades de sus fieles, y el budismo, para sobrevivir, se resignó a lo largo del tiempo a profundas y complejas modificaciones. Mahayana quiere decir «Gran Vehículo»; la doctrina primitiva recibió el nombre de Pequeño Vehículo o Hinayana. Estas metáforas se refieren al caso de un incendio hipotético, del cual una persona se salva sola, en un carrito tirado por una cabra, mientras otra salva a una multitud en un carromato conducido por bueyes. La pregunta se plantea de este modo: ¿Cuál de las dos es más meritoria? Evidentemente, la segunda. El Mahayana propone a cada uno de sus adeptos la posibilidad, por cierto remota, de ser un Buddha al cabo de innumerables transmigraciones y de salvar a muchos; este largo proceso ofrece a los devotos la perspectiva de una serie de vidas, cada una de las cuales va aproximándose, sin mayor premura, al Nirvana. Mediante este artificio, la meta de la aniquilación se concilia con la voluntad de vivir. El Mahayana no exige de la mayoría de los fieles una transformación inmediata de los hábitos cotidianos.
Según ciertos autores, ya se habría producido el cisma antes del reinado del famoso emperador Asoka (264-228 a. de C.), que se convirtió a la fe del Buddha, pero no recurrió nunca a las armas para imponerla. Las guerras religiosas son privativas del judaísmo y de sus ramas —la fe de Cristo y el Islam—, que han heredado ese método de conversión. En Oriente, un individuo puede profesar a la vez diversas religiones, que no se estorban y cuyas ceremonias conviven.
Una de las mayores dificultades para la exposición del Mahayana es que su mecanismo lógico es abrumadoramente complejo y abunda en negaciones, afirmaciones, divisiones y subdivisiones, y que el resultado a que llega es la negación de la lógica, ya que su índole es mística. Usa y abusa de la lógica para la demolición de la lógica.
Ambos Vehículos tienen en común: las tres características del ser (impermanencia o fugacidad, sufrimiento e irrealidad del Yo), las Cuatro Nobles Verdades, la transmigración, el karma y la Vía Media. El Mahayana se distingue por el idealismo absoluto. El universo nos presenta continuamente formas, colores, olores, sonidos, sensaciones térmicas y espaciales, pero detrás de esas apariencias no hay nada. El universo es ilusorio: vivir es, precisamente, soñar. Shakespeare dirá mucho después:
We are such stuff as dreams are made on[12].
(Tempest, IV, 1)
Berkeley y Schopenhauer razonaron más tarde esa filosofía de carácter onírico. El Samsara (el proceso de las infinitas transmigraciones) ya es el Nirvana; todos llegaremos al Nirvana al adquirir conciencia de ese estado y cada brizna de pasto alcanzará la condición del Buddha. Mientras tanto, recorreremos las seis posibilidades del ser, con la seguridad de ascender a la dignidad de los Devas y morar en paraísos.
La meta del budismo primitivo, dirigido a unos pocos monjes, fue la aniquilación, la firme voluntad de no reencarnarse, al morir, en un cuerpo distinto; la del Mayahana es retardar ese proceso en un orbe soñado, alucinatorio, pero no siempre desagradable. El ideal del Buddha ha sido reemplazado por el del Bodhisattva, un hombre que se propone llegar a Buddha al cabo de innumerables encarnaciones.
El Buddha había exhortado a sus discípulos a esforzarse por labrar su propia salvación; el Mahayana, en cambio, insiste en el poder de la gracia. El mérito se adquiere no sólo mediante el Óctuple Sendero, sino por la repetición del nombre del Buddha, por las ofrendas, por la oración, por la firmeza en la fe, por la meditación sobre los reinos que serán nuestros en el largo camino.
Como los gnósticos alejandrinos, que negaron la humanidad corporal de Cristo por no atribuirle las miserias de la fisiología y declararon que un fantasma había sido crucificado en su lugar, los teólogos del Mahayana piensan que el Buddha histórico fue una proyección del Buddha celeste (Dhyam Buddha) y que fue su fantasma el que bajó a la tierra y predicó la ley. El Dhyam Buddha sería, de este modo, una suerte de arquetipo platónico. El nombre del Dhyam Buddha de Gautama es Amitabha, que significa «Ilimitada Luz». Cada Dhyam Buddha tiene un Bodhisattva y un Buddha terrestre.
Al principio, los maestros del Hinayana y del Mahayana moraban y enseñaban en los mismos monasterios. Largas discusiones teológicas llevarían a influencias recíprocas, que ya no podemos desentrañar, y entre uno y otro hubo escuelas de transición.
El más famoso de los maestros del Mahayana, Nagarjuna el nihilista, reunió a sus prosélitos en Nalanda, en el sur de la India; después, como veremos, la doctrina se extendería a otros países asiáticos.
El Mahayana enseña la total irrealidad del universo; el Hinayana cree que los elementos o skandhas que componen las transitorias apariencias, son reales. Para el Mahayana, el monje y el Nirvana que anhela son parejamente ilusorios. Los opositores argumentaron que, si todo es nada, no hay Cuatro Verdades, ni Óctuple Sendero, ni karma, ni transmigración, ni orden monástica ni Buddha; Nagarjuna a su vez les replicó que son dos las verdades: una, convencional, que se sirve de los cotidianos fenómenos de la «vida real»; otra, absoluta, sin la cual el Nirvana es inalcanzable. Compara el universo con los espejismos, con los ecos y con los sueños. Debemos despojarnos del odio y del amor[13], de las cavilaciones, del apego, y ver los hechos como los ve el firmamento, que también es vacío. Nagarjuna redujo la Vía Media a las siguientes negaciones: no hay aniquilación, no hay generación, no hay destrucción, no hay permanencia, no hay unidad, no hay pluralidad, no hay entrada, no hay salida.
Ambas escuelas niegan la causalidad: un hecho simplemente sucede a otro sin influencia del anterior. El individuo, como tal, no existe. No hay un alma, pero hay el karma, que pasa de transmigración a transmigración.
Dado el budismo, era casi inevitable que éste arribara al nihilismo de Nagarjuna. Cabe citar la frase de David Hume: «Cuando razono soy un filósofo; en mi vida cotidiana debo aceptar que hay un Yo, un mundo interno y un mundo externo».
El Hinayana afirma que en el Nirvana desaparecerán la vista, el tacto, el olfato, el gusto y la audición, y compara al elegido con una lámpara apagada. Nagarjuna declara que lo que no existe no puede desaparecer ni continuar. El Nirvana equivale a la concepción de que nada existe; el Samsara ya es el Nirvana y se identifica con el principio absoluto que hay detrás de las apariencias. El hombre que sabe que no es ha alcanzado el Nirvana; el vasto universo astronómico no es menos irreal que ese hombre. Quien se confunde con los otros y con todo lo otro ya ha logrado la meta.
Se niega la posibilidad de todo proceso. En el capítulo segundo de su tratado, Nagarjuna escribe:
En lo andado ya no hay andar,
en lo por andar aún no hay andar;
sin lo andado y sin lo que está por andar, no hay un andar.
Radhakrishnan traduce:
No estamos recorriendo el trecho que ya hemos recorrido.
No estamos recorriendo el trecho que aún falta recorrer.
Un trecho no recorrido ni por recorrer es incomprensible.
Análogamente, Zenón de Elea, discípulo de Parménides, negó que una flecha pudiera llegar a la meta, ya que está inmóvil en cada uno de los instantes de su trayecto, y una serie de inmovilidades, aunque infinita, no será nunca un movimiento. Cuatro siglos antes de Cristo, Diodoro Cronos negó que un muro pueda demolerse: cuando los ladrillos están unidos el muro está en pie, cuando ya no lo están, el muro no existe. Tales argumentos no son laboriosas trivialidades: Diodoro Cronos, Zenón de Elea y Nagarjuna querían demostrar que la realidad es inconcebible y, por consiguiente, ilusoria.
Nagarjuna parece haber estado poseído por la necesidad de negar. Todos sus predecesores habían reiterado la omnisciencia del Buddha; él, en cambio, escribe: «Si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges, y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha». En uno de los tratados que se titulan Ápice de la Sabiduría, se lee que todo, para el sabio, es mera vacuidad, mero nombre; también es mera vacuidad y mero nombre el Ápice de la Sabiduría.
El Hinayana propone como ideal del Arhat, el santo, el hombre cuyos actos, palabras y pensamientos no proyectan un karma; el hombre que no volverá a encarnar y que, al morir, entrará en el Nirvana. Tiene poderes mágicos: oye y comprende todos los sonidos del universo, ve todo, recuerda sus infinitas vidas anteriores. El Gran Vehículo, en cambio, propone el Bodhisattva, el hombre, ángel o animal destinado a ser Buddha al cabo de incontables siglos, de millares de nacimientos, vidas y muertes. Debe ejercer, en cada etapa, la compasión; una leyenda afirma que, en una de sus vidas anteriores, el futuro Buddha dio su cuerpo a un tigre para saciar el hambre del animal.
Hay una carrera intermedia, la del Pratyeka Buddha, el santo solitario que, sin ayuda de maestros, llega a ser Buddha, pero que no puede comunicar su iluminación. Los textos lo comparan a un mudo que ha soñado un sueño importante; también al rinoceronte que anda solitario en las selvas.
Aceptada la doctrina de muchos Buddhas, se procedió a inventarlos y a dotarlos de nombres. Se llegó asimismo a admitir la coexistencia de infinitos Buddhas en los infinitos mundos del universo. Los de nuestro planeta nacen invariablemente en la India, de castas de brahmanes o de guerreros, y logran, al pie de un árbol sagrado, su redención. Según el mundo al que pertenecen, son de estatura diversa y logran diversas edades. Algunos son longevos y gigantescos, pero todos tienen treinta y dos estigmas y ciento ocho marcas en cada pie. Todos predican la misma ley.
Uno de los anhelos del Mahayana es la fraternidad de todos los hombres. El próximo Buddha se llamará Maitreya y vendrá al mundo en el año 4457 de la era cristiana. Su nombre significa «el Compasivo», «el Lleno de Amor». Ahora está en el cielo, pero en la tierra hay libros sagrados revelados por él. Abundan sus imágenes; a principios del siglo VII el peregrino chino Hsuang Tsang vio, en un valle de la India, una estatua colosal labrada en madera y dorada; el artífice había subido al cielo tres veces para estudiar los rasgos del Redentor.
Las leyendas pictóricas parecen típicas de Maitreya; Hsuang Tsang refiere que en un templo necesitaban una imagen suya y que al cabo de muchos años un desconocido se comprometió a pintarla, a condición de que le trajeran una lámpara y una pala de tierra olorosa y cerraran la puerta. Pasaron varios días. Los sacerdotes entraron; el hombre había desaparecido y en el santuario estaba la imagen del Buddha. Uno de los sacerdotes soñó que el hombre era Maitreya.
Notas
[11] Líbranos del Tiempo, del Número y del Espacio / y devuélvenos el reposo que la vida ha turbado.
[12] Estamos hechos de la materia de los sueños.
[13] Recordemos la estrofa de Fray Luis:
Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.
Título original: Qué es el budismo Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976
Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.
Imagen: Alicia Jurado en 1988 por Aldo Sessa