(RESUMEN DE UNA CONFERENCIA)
Cuando me propusieron que inaugurara esta serie de conferencias, el primer título en que pensé fue Encuentro con Dante o, más autobiográficamente, Mi primer encuentro con Dante. Reflexioné después que un episodio autobiográfico no podía justificar, o poblar, una conferencia y me acogí a este otro título más vago: Introducción a la Divina Comedia. Al fin juzgué que la historia de un encuentro increíblemente tardío con el poema sacro puede arrojar alguna luz sobre el tema que abordaremos hoy.
Empezaré por una confesión que ciertamente no me honra. He nacido en 1899 y mi primera y verdadera lectura de la Comedia data de mil novecientos treinta y tantos. Llegué de un modo laberíntico a la obra maestra, desde la literatura de una isla septentrional que se llama Inglaterra. Llegué a través de Chaucer, del siglo XIV, y de una versión que no he mirado hace muchos años, la de Longfellow. Quienes me acusan de pedantería comprenderán que no se equivocan si les confieso que antes de entrar en el poema leí con deleite las notas, que configuran una suerte de enciclopedia medieval. Del texto de la traducción recuerdo muy poco. Sé que en su tiempo fue debidamente alabada y luego indebidamente injuriada por sucesivos traductores. Tal es el destino común de las traducciones. Cada una tiene el sabor de su época y este sabor resulta intolerable a la época siguiente, sobre todo a la inmediatamente siguiente. Por eso, todo traductor de ayer es un chapucero, salvo cuando los siglos lo han dotado de un buen sabor arcaico.
Me pregunto por qué tardé tanto tiempo en llegar al poema. Una frase corriente habla de releer a los clásicos. Esto, que suele ser una hipocresía, puede asimismo significar que todos los hemos leído, sin el ocioso trámite preliminar de abrir el volumen y de pasar de una página a otra. Significa que hay obras que ya han entrado en la memoria general de los hombres y cuya lectura es siempre una relectura. En el caso de la Divina Comedia ocurre también que todos han leído, o escuchado, los primeros tercetos del Infierno o el fin del canto quinto, que algo se les alcanza de Ugolino y que es difícil, o imposible, no haber visto las ilustraciones románticas de Doré. Existe el peligro de suponer que estas posesiones casuales equivalen al estudio de la Comedia. También pueden apartarnos de su lectura la astronomía y la geografía del poema: las esferas cristalinas y concéntricas de los planetas, el hemisferio austral hecho de agua con la parda montaña del Purgatorio en el polo sur, los decrecientes círculos del Infierno con el triforme Satanás en el fondo. Sabemos que, desde un punto de vista científico, tal esquema es erróneo y esto parece contaminar de falsedad a todo el poema. El globo terráqueo de la Comedia está limitado al occidente por el Ebro y al oriente por el Ganges, recordando aquel verso de Juvenal que habla de ultra Gangem et auroram; de un modo ilógico pero irresistible sentimos que nada verdadero cabe en un libro que adolece de una cosmografía anticuada y de una topografía fantástica. Digo sentimos, porque si el argumento se formulara de un modo explícito, lo rechazaríamos inmediatamente. Ello ocurre con todos los sofismas; obran por persuasión indirecta y su eficacia está en nuestra distracción. Las imágenes de un infierno de fuego y de un cielo con ángeles y música bastan acaso para alejarnos de la obra de Dante. Ahora bien, no hay razón alguna para suponer que tales imágenes fueron verdades literales para su autor. Éste no compuso el poema como quien redacta un artículo para una enciclopedia o una novela naturalista; lo hizo con una pluralidad de propósitos, según consta en la famosa epístola latina que dirigió a Can Grande della Scala. Detengámonos en este tema de los propósitos.
Empezaré por un ejemplo famoso. Imaginemos una inteligencia infinita, la que los teólogos cristianos atribuyen a Dios, que condescendiera al ejercicio de la literatura y dictara un libro a sus amanuenses, los profetas y los evangelistas. Nada, en este volumen, estaría librado al azar, ni el número total de versículos, ni el número de palabras de cada versículo, ni el número de letras de cada palabra. Habría una razón suficiente para cada una de estas cosas, que los meros escritores humanos tenemos que desatender. Esto pensaron en la Edad Media los cabalistas que vieron en la Biblia y singularmente en el Pentateuco una suerte de criptografía divina, grávida de misterios y ejecutada con infinitos propósitos. Siglos antes, Juan Escoto Erígena había declarado que cada versículo de la Escritura encierra infinitos sentidos y los había comparado con el tornasolado plumaje de un pavo real. Tales ideas andaban por el mundo de Dante. Éste, en la epístola latina que he mencionado, cita un lugar de la Escritura, enumera y expone los cuatro sentidos que encierra (literal, místico, moral y anagógico) y afirma que también su libro es capaz de esa lectura cuádruple. Dante Alighieri no era pues un iluso que creía suministrar a los florentinos una preciosa descripción topográfica de los tres reinos de la muerte. A este testimonio fehaciente es justo agregar otro. Uno de los hijos de Dante compuso un comentario de la Comedia; leemos en él que su padre había querido figurar tres tipos de vida: la de los hombres pecadores bajo la especie del Infierno, la de los penitentes bajo la especie del Purgatorio y la de los virtuosos y justos bajo la especie del Paraíso. Recordemos también que el poeta declaró varias veces que a nadie le está dado adivinar, desde su condición humana, los inescrutables dictámenes de la Justicia Divina; el hecho basta para que en Ugolino o Ulises no veamos otra cosa que imágenes de un pecado y de su castigo.
Vuelvo a mi caso personal. La arquitectura gótica y las novelas de sir Walter Scott me habían enemistado, de un modo que yo juzgaba irreparable, con la Edad Media, pero en mil novecientos treinta y tantos recibí un cargo de auxiliar en una biblioteca de Almagro y compré una edición bilingüe de Dante, en tres minúsculos volúmenes, para alejar o mitigar el tedio de los cotidianos viajes de ida y vuelta. Así, en el tranvía 76, trabé un conocimiento tardío con la obra máxima de la literatura. La traducción que manejé era la de John Aitken Carlyle, hermano del historiador y profeta; al cabo de una primera lectura pude prescindir gradualmente del texto inglés y entré en los tercetos. Las ilustraciones de Doré me habían predispuesto a esperar un indefinido y vasto esplendor, a la manera de Hugo o de Milton; casi inmediatamente descubrí que un rasgo típico de Dante es la imaginación precisa. Que yo sepa, no hay una palabra ociosa en todo el poema, una sola intromisión del hastío o de las necesidades métricas; todo, estética o psicológicamente, se justifica. Más allá del esquema teológico y de los destinos personales de los pecadores, penitentes y bienaventurados, el íntimo argumento de la Comedia es la relación de Dante con Beatriz, que evidentemente no lo quiere, y su veneración de Virgilio, acaso ahondada por el hecho de que lo sabe excluido del cielo. Algo habrán dicho de estas cosas Grabher y Momigliano. Es costumbre hablar con desdén de los comentadores dantescos y declarar que se interponen entre los lectores y el libro; yo prefiero decirles mi gratitud, por lo mucho y precioso que me enseñaron.
Hay una primera lectura de la Comedia; no hay una última, ya que el poema, una vez descubierto, sigue acompañándonos hasta el fin. Como el lenguaje de Shakespeare, como el álgebra o como nuestro propio pasado, la Divina Comedia es una ciudad que nunca habremos explorado del todo; el más gastado y repetido de los tercetos puede, una tarde, revelarme quién soy o qué cosa es el universo.
* En Quaderni Italiani di Buenos Aires, Rivista dell’Istituto Italiano di Cultura,13 Buenos Aires, Talleres Gráficos Buschi, A. I-II, Vol. I, 7 de abril de 1961
13. Con motivo de la visita oficial del presidente de Italia, Giovanni Gronchi, a Buenos Aires, en 1961, el gobierno de Italia concedió a Borges el título de Commendatore. En esa oportunidad, el Istituto Italiano di Cultura editó la revista Quaderni Italiani di Buenos Aires, para la que Borges envió este “resumen” de un ciclo de conferencias que había pronunciado allí, a partir del 20 de mayo de 1958. (N. del E.)
Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé
Imagen: Busto de Dante Alighieri en El Jardín de los Poetas
Escultura de Troiano Troiani, 1921, Rosedal de Palermo, Buenos Aires
Foto Patricia Damiano - Visto en Baires, 2007