Junto a las palabras que dictó habrá, creo, la imagen de un gran lago mediterráneo con largas y lentas montañas y el inverso reflejo de esas montañas en el gran lago. Ese, por cierto, es mi recuerdo de Lugano, pero también hay otros.
Uno, el de una mañana no demasiado fría de noviembre de 1918, en que mi padre y yo leímos, en una pizarra, en una plaza casi vacía, letras de tiza que anunciaban la capitulación de los Imperios Centrales, es decir, la deseada paz. Los dos volvimos al hotel y anunciamos la buena noticia (no había radiotelefonía entonces) y no brindamos con champagne sino con rojo vino italiano.
Otros recuerdos guardo, menos importantes para la historia del mundo que para mi historia personal. El primero, el descubrimiento de la balada más famosa de Coleridge. Penetré en ese silencioso mar de métrica y de imágenes que Coleridge soñó en los últimos años del siglo dieciocho antes de ver el mar, que lo defraudaría mucho después, cuando fue a Alemania, porque el mar de la mera realidad es menos vasto que el mar platónico de Coleridge. El segundo (salvo que no hay segundo porque fueron más o menos simultáneos los dos) fue la revelación de otra no menos mágica música, la poesía de Verlaine.
Texto en Atlas, con María Kodama
Selección de fotografías de la colección de María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa
Presente foto: Dos bastones de Borges
Museo de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges
Toma de Fernando Albarracín, diciembre 2017