Buenos días, señor Borges, le agradezco que me reciba.
Llámeme Borges no más. Tengo casi ochenta años. Todos mis amigos han desaparecido. Cuando pienso en ellos pienso en fantasmas. Todos somos fantasmas, ¿no? En 1955 perdí la vista y ya no leo los periódicos. No tengo a menudo la ocasión de hablar con la gente. Por eso, cuando tengo una entrevista agradezco a mi interlocutor. Pero siempre lo prevengo: soy muy categórico, a veces hasta desagradable. Es tal vez una reacción contra mi timidez, pues nunca estoy seguro de lo que digo. Cuando afirmo algo, no hago sino avanzar una posibilidad. Propongo entonces, antes de comenzar, que emitamos algunas locuciones de duda, como “tal vez”, “probablemente”, “no es imposible que…”, etcétera. El lector los pondrá cuando lo considere oportuno.
¿Puede poner un rostro sobre una voz?
No, no tengo necesidad de hacerlo. Un pensador inglés decía que todas las ideas, todos los sentimientos podían ser expresados por la palabra. Habría preferido conservar la vista, pero la voz es tan personal que el hecho de no verlo no tiene mucha importancia. Hay una afinidad entre las personas difícil de explicar. Mis relaciones con los objetos son más problemáticas, pues los objetos no hablan. Sólo puedo tocarlos. Hubiera debido ser escultor. Por supuesto, preferiría verlo, pero debo buscar argumentos para soportar mi ceguera, ¿no es cierto? De otra manera, me daría lástima a mí mismo, lo cual es detestable. Bernard Shaw decía que la piedad degrada tanto al que se apiada como al que recibe la piedad.
¿Este estoicismo es debido a su situación personal o a la herencia de sus ancestros? Usted desciende de una familia de militares. Muy valerosos, por supuesto.
Mi abuelo, el general Borges, murió en 1874, en una batalla contra los indios. Su vanguardia acabada, se quedó solo sobre su caballo blanco. Avanzó a galope hacia el enemigo que lo perforó a balas. Esto dicho, no hay razón para suponer que un militar es valiente. Un individuo que pasa su vida de cuartel en cuartel para obtener su promoción y que estudia la estrategia no tiene necesidad de ser valiente. Y, por supuesto, no está preparado para gobernar. La idea de mandar y de ser obedecido es lo propio de una mentalidad infantil. Eso explica que los dictadores sean gente inmadura.
Es curioso, con su genealogía de guerra y de violencia, usted es alguien pacífico, detesta la violencia y pone todas sus frases en condicional. ¿Es por eso que se desfoga en sus obras hechas de crímenes, duelos y traiciones?
Nunca lo había pensado. Es posible que yo sea, de alguna manera, la memoria de mis antepasados. Es posible que a través de mí ellos intenten sus vidas de guerra y violencia.
¿Cuándo pensó en convertirse en escritor?
Desde siempre. Tenía dos o tres años cuando comencé a escribir. Mi padre, psicólogo anarquista, me reveló el valor de la poesía. El hecho de que las palabras no son simplemente medios de comunicación, sino sonidos musicales, mágicos y complejos. Ya tenía veinticuatro años y él me aconsejaba continuar leyendo, y no escribir sino hasta cuando tuviera verdaderamente necesidad. Y,
sobre todo, no apresurarme a publicar. Él mismo escribió una novela que nunca editó. En el fondo, me volví escritor porque era su vocación y él no la había realizado. Seguí todos sus consejos. Lo digo con cierta nostalgia, pues, desde 1955, mi ceguera me impide leer. Ese año se produjeron dos cosas capitales en mi vida: me nombraron director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires y, casi simultáneamente, me volví ciego. Doscientos mil volúmenes al alcance de mi mano… sin poder leerlos.
Usted realizó la vocación de su padre, pero no completamente. Su padre se equivocaba. Usted mismo lo reconoce cuando, en el prefacio de Ficciones, escribe que es vano querer desarrollar en quinientas páginas lo que puede ser resumido en veinte o treinta.
De hecho, no he leído muchas novelas. He leído a Conrad, Dickens, Dostoyevski, Melville… y Don Quijote, como todo el mundo. Sería ilógico que no siendo un lector de novelas yo intente escribirlas.
La vida está llena de paradojas. Le dieron el Premio Cervantes siendo que usted no ama su lengua, el español.
¡Nunca he dicho eso! He podido decir que el francés es una lengua muy bella, con giros que no tienen las otras, como las “y” en “j’y suis” o “j’y reste” o los “en” de “nous en reparlerons”. Pero tenemos, en español, los verbos “ser” y “estar”, que no existen en ninguna otra lengua y que separan lo metafísico de lo contingente. Tenemos también una movilidad envidiable de los adjetivos y una construcción más flexible de la frase. Los españoles tienen por qué estar orgullosos de su lengua. Pero no saben hablarla. La pronuncian como si se tratara de una lengua extranjera.
¿Entonces de dónde viene esa opinión tan divulgada de que usted no está a sus anchas en español?
Me gustaría que se me juzgue por lo que escribo y no por lo que he podido decir. O por lo que me han hecho decir, pues, por timidez, a veces no me atrevo a contradecir a mi interlocutor. Por el contrario, cuando uno escribe, uno corrige hasta el infinito. De hecho, esa opinión fue sacada de una conversación con Pablo Neruda, la única vez que nos encontramos. Durante dos horas jugamos a asombrarnos. Él me dijo: “No se puede escribir en español”. Yo le respondí: “Tiene razón, es por eso que nadie nunca ha escrito en esa lengua”. Entonces él sugirió: “¿Por qué no escribir en inglés o en francés? Pero… ¿Estamos seguros que merecemos escribir en esas lenguas?”. Entonces decidimos que tocaba resignarse a seguir escribiendo en español.
Curiosa conversación entre dos personas que no se entendían.
Él había escrito un poema contra los tiranos de América Latina dedicando algunas estrofas a los Estados Unidos, pero ni una sola a Perón. Suponíamos que él estaba lleno de una noble indignación; de hecho, estaba pensando en un juicio que le estaban haciendo en Argentina y no quería indisponer al gobierno de mi país. Estaba casado con una mujer argentina y sabía muy bien qué era lo que pasaría, ¿no? Pero no quería que su poema lo perjudicara. Cuando fui a Chile, él se eclipsó para no verme, y menos mal. La gente quería oponernos. Él era un poeta comunista chileno y yo un poeta conservador argentino, yo estaba contra los comunistas.
¿Qué les reprocha a los comunistas?
No puedo estar de acuerdo con una teoría que predica la dominación del Estado sobre el individuo. Pero todo lo que acabo de contar no tiene nada que ver con la calidad de la poesía de Neruda. Cuando en 1967, el Premio Nobel fue dado a Miguel Ángel Asturias, dije de inmediato que era Neruda quien lo merecía. Y terminó por recibirlo en 1971. No me parece justo que se juzgue a un escritor por sus ideas políticas. Pues, si es verdad que Rudyard Kipling defendió el Imperio Británico, hay que reconocer que fue un gran escritor.
Durante cierto tiempo usted también ignoró los crímenes de los militares en su propio país.
A riesgo de decir lo mismo, la explicación debería ser fácil. Cuando, como yo, se comete la imprudencia de aproximarse a los ochenta años, uno se queda bastante solo. Como lo sabe, no leo los periódicos y conozco a muy poca gente. No obstante, había oído hablar de “desapariciones”. Mis amigos me aseguraron, sinceramente, creo, que se trataba de turistas que simplemente cambiaban de lugar, pero que no había “desapariciones”. Les creí hasta que las Madres y las Abuelas de la Plaza de Mayo vinieron a verme. Entre ellas, se encontraba la prima de los propietarios de uno de los periódicos más importantes de Argentina. Rápidamente comprendí que esa mujer no era una actriz. Me dijo que su hija estaba “desaparecida” desde hacía años. Quería que le dijeran la verdad, incluso si su hija estaba muerta. Se dirigió a los ministros, al jefe de la policía, al Vaticano, y siempre la misma respuesta: “Usted la tendrá en casa dentro de seis meses”. Nunca la volvió a ver. Los militares argentinos están completamente locos.
Como el término de “desaparecido” [en el original, "disparu"]
La realidad es mucho más terrible: esos “desaparecidos” fueron secuestrados, torturados y asesinados. Es una película que termina mal.
Antes de su ceguera, usted era crítico de cine. ¿Extraña ese tiempo?
No mucho, pues el cine dejó de ser mudo.
¿Era mejor?
¡Por supuesto! Después apareció el cine en tecnicolor. Otra calamidad.
¿De qué película se acuerda?
Una película dirigida por Josef von Sternberg, sobre los gangsters de Chicago. Era una película épica. Pocos días después, Carlos Gardel iba a cantar en la misma sala de cine y no quise ir a oírlo por miedo de perder la impresión que me había hecho esa película. Así me perdí de ver a Carlos Gardel.
¿Es que según usted Carlos Gardel encarna eso que pomposamente se llama el alma argentina?
El alma argentina ha sido varias veces pervertida y corrompida. Sobre todo por la abominable dictadura del general Perón. Nunca fui peronista. El país ha cambiado mucho. En este momento, vivimos años considerados, sin duda, como ridículos por el resto del mundo, pero que para nosotros son espantosos e infernales.
De todas formas, Gardel continúa siendo un símbolo de Argentina. ¿No dice usted que cada vez canta mejor?
Cuando era niño, los hombres bailaban el tango entre ellos. No las mujeres, pues las palabras eran escabrosas. Cantaban en voz baja, de una manera deliberadamente inexpresiva. Sobre todo cuando se trataba de crímenes y de sangre. Tenían esa timidez propia de los argentinos. Hasta que apareció el argentino Carlos Gardel. Su gran descubrimiento, además del encanto de su voz, fue dramatizar el tango. Me acuerdo que estaba con mi madre en los Estados Unidos y escuchamos un tango. El tango no nos gustaba. Y no obstante, algunos instantes después, llorábamos de emoción. Si hubiera sido sordo no hubiera podido apreciar el tango ni la milonga. Me hubiera gustado ser músico, pero no soy más que un hombre de letras. Quizá mi frustración es debida a mi sordera musical. No entiendo nada de música, excepto la guitarra, que me gusta. En general, los gauchos no tocan bien la guitarra, pero pueden pasar horas afinándola, lo que produce ya una suerte de música elemental.
Por el contrario, entre sus pasiones figura la genealogía, ¿no es cierto?
Es para mí un género de literatura. Los ingleses disponen de un bello aforismo: “Sabio el niño que sabe quién es su padre”. Mucho más sabio el que conoce el origen de sus bisabuelos, ¿no?
Ya me habló de su padre. ¿Y su madre?
Era inglesa y yo hablaba inglés con ella. Muy joven, me llevaron a Suiza y hablaba francés con la maestra, y aprendía latín con un profesor. Con mi papá hablaba y escribía en español. Entonces creí en un tiempo que cada persona tenía su propia lengua. Curioso: cientos de millones de lenguas. Pero tal vez es cierto, por eso no nos comprendemos.
¿Escribía como su padre o su padre como usted?
Yo tenía un estilo muy barroco, como él. Cuando uno comienza a escribir, uno imita a sus maestros, por modestia o por ambición. Creo que el escritor encuentra su estilo propio después de años. Cuando era joven, entonces copiaba a mi padre, buscaba palabras arcaicas, inesperadas. Ahora evito las metáforas, las palabras raras, todo lo que puede llevar a consultar un diccionario. Espero alcanzar el fondo común de la lengua, más allá de las limitaciones temporales o geográficas.
¿Piensa que ha llegado a ser Borges ahora que tiene una “obra”?
Lo que dice es muy emocionante, pero le ruego poner obra entre comillas. No tengo una “obra”, sino fragmentos. Ignoro por qué soy célebre. Al principio pensaba que no publicaría nunca; después, que yo era una superstición argentina, pero ahora debo resignarme y pensar que no soy un impostor: he recibido la Legión de Honor en Francia, me han hecho doctor honoris causa de varias universidades… Pero lo que Borges preferiría es que se le celebre mucho más por lo que no ha escrito que por lo que ha escrito. Es decir, por lo que él borró y que se encuentra entre líneas. Eso se puede hacer gracias a Cervantes y a las literaturas francesa e inglesa, pues, en general, el español es muy grandilocuente. Siempre tengo en mente la frase de Boileau: “Aprendí de Molière el arte de hacer versos simples con dificultad”. Según creo, pocos escritores han alcanzado la perfección, salvo quizá Kipling en sus cuentos. No tienen una palabra de más. Intento aprender de él, con toda modestia. Ser a la vez simple y complejo. Por supuesto, algunos temas exigen la novela, como la invasión de Rusia por Napoleón. Pero no pienso escribir novelas.
Y, sobre todo, no se va a poner a leer a Tolstoi.
Había comenzado a leer La guerra y la paz, pero la abandoné cuando los personajes se volvieron inconsistentes. Georges Moore dice que Tolstoi había hecho una transcripción tan minuciosa de un jurado que, en el cuarto miembro, ya no se acordaba de las características del primero. Como desde hace un cuarto de siglo ya no veo, me hacen la lectura, y prefiero las relecturas. Para escribir, me contento con dictar. Llegando a mis ochenta años tengo muchos proyectos.
La última vez que vine a verlo, en compañía de Ignacio Ramonet, su pasión era la etimología.
Y continúo. El origen de las palabras va más lejos que el de las generaciones. Observe la palabra sajona bleig, que significa “incoloro”. Ha evolucionado en dos sentidos opuestos. En español hacia “blanco” y en inglés hacia “negro”, black. ¿Y sabe de dónde viene la palabra jazz? Del inglés creol de la Nouvelle Orleáns, en donde to jazz significaba hacer el amor, pero de una manera rápida, espasmódica, como lo sugiere esa onomatopeya. Acabo de enterarme de que la palabra “cosmético” viene del griego: “ordenar el mundo”. Embellecer el rostro, como si se tratara del universo. Curioso, ¿no?
El profesor Pascual acaba de enseñarme que “Canarias” no quiere decir que había muchos patos en esas islas. Éstas fueron bautizadas en el primer siglo por un rey de Mauritania porque había visto allí perros (canes) enormes.
¡Qué desilusión! Pero me enseñó algo. El otro día, su amigo Ramonet me explicó la etimología de “Gabón”, que vendría del portugués “gabão”, abrigo.
¡Qué memoria tiene! Casi como la de Funes, el héroe de uno de sus cuentos.
¡Nada de eso! Funes murió aplastado por su memoria. Ese cuento es una metáfora del insomnio.
Por eso nos angustia tanto.
Sí, la falta de sueño es terrible. Sufrí de eso durante un año en Buenos Aires. Era el verano, largas noches con zumbidos de moscos… como si un enemigo diabólico me hubiera condenado.
¿No Dios? Bien se ve que usted es agnóstico, por no decir dualista. ¿Ahí está todavía la influencia de su padre o tuvo una educación religiosa?
Una educación religiosa, como todo el mundo. Pero no mucho tiempo. Rápido me di cuenta, leyendo a los griegos, de que había muchos dioses. ¿Para qué uno solo? ¿Y por qué éste debía ser el correcto? Nunca hubiera podido perdonarle ser el responsable de mi vida. ¿Y qué religión es ésa, el Vaticano, con sus bancos, su policía y sus servicios secretos? Cristo dijo: “Mi reino no es de este mundo”. Mi padre decía que en este mundo todo es posible, incluso la Trinidad. ¿Cómo creer en ese monstruo teológico? La teología es más extraña que la literatura fantástica: tres seres, entre ellos una paloma, en un solo dios… Estamos más allá de las pesadillas de Wells o Kafka. Por el contrario, admiro la Biblia. ¡Esa idea de reunir en un solo libro cuatro textos de autores diferentes y atribuirlos al Santo Espíritu! En suma, yo hubiera podido ser… metodista, por ejemplo, como algunos de mis ancestros, pero no católico. Los católicos de mi país pertenecen a un género que me es desagradable. Piensan que Argentina es un país esencial, siendo que todos sabemos que se trata de un país tardío del que no podemos comprender la historia sin referirnos a España.
¿Se interesa todavía en las disputas teológicas? Desde los padres de la Iglesia no hay gran cosa de nuevo.
Ahora la teología está muy abandonada, pero es inagotable ¡como las novelas policiales! Y qué sacrilegio: se está en búsqueda de Dios como si se tratara de un vulgar asesino. Se nos dice que Dios es un personaje todo poderoso y lleno de bondad, pero basta un simple ruido de mosquito para dudarlo. La gente no habla sino de política y deporte. Dos cosas frívolas que crean un sentimiento nacionalista. El gobierno argentino quiere organizar ahora un torneo de fútbol. Increíble, ¿no?, de la parte de un gobierno. ¿Puede uno imaginarse al jefe de estado levantarse y gritar “goool”? ¿Cómo se puede ser tan ridículo? Los periódicos, la gente, gritando: “¡vencimos a tal país!”. Si bastaran con que once muchachos argentinos en pantaloneta ganen un partido contra once muchachos de otro país para vencer a una nación…
Usted ha viajado mucho últimamente.
Cuando era joven, no me gustaba mucho viajar. Ahora que soy viejo y ciego no paro de hacerlo. Me gustaría conocer el Oriente, que para mí se reduce a Egipto y Andalucía. Y también la India, que conozco gracias a Kipling. Tengo una invitación para ir al Japón, y me urge ir. Usted me dirá que siendo ciego no voy a apreciarlo; no lo creo. El hecho mismo de pensar “Estoy en Japón” representa ya una riqueza. No quiero ver los países, sino percibirlos a través de no sé qué signos. No es extraordinario; sucede todos los días. En este momento, percibo su amistad, no porque usted me lo dice. Es algo intraducible. ¿Por qué una persona está enamorada? No por lo que ella ve o escucha, sino a causa de algunos signos ocultos que emanan del otro. Bueno, cuando hablamos con alguien sentimos si esa persona nos ama o si le somos indiferentes. Se siente al margen de las palabras, que de ordinario son banales.
¿Es capaz también de sentir un paisaje? ¿Lo percibe igualmente a través de la vibración de las voces?
Lo que imagino puede ser completamente anacrónico. Es posible que me refiera a impresiones que me quedan del tiempo en que disfrutaba de la vista. Ahora, cerrando un ojo, soy capaz de adivinar ciertos colores, sobre todo el verde y el azul. El amarillo nunca me ha dejado. Por el contrario, he perdido el negro. La oscuridad me hace falta. Curioso, ¿no? Un ciego privado de oscuridad. Incluso cuando duermo, me encuentro en una nebulosa verdosa o azulosa.
Con tantos viajes, la idea del cosmopolitismo que se tiene de usted se confirma.
Esa idea de fronteras y de naciones me parece absurda. La única cosa que puede salvarnos es ser ciudadanos del mundo. Voy a contarle una anécdota personal. Cuando era pequeño, fui con mi padre a Montevideo. Debía tener nueve años. Mi padre me dijo: “Mira bien las banderas, las aduanas, los militares, los curas, porque todo eso va a desaparecer”. Es todo lo contrario. Hoy hay más fronteras, más banderas que nunca.
Menos curas, con todo.
¿Qué sabemos? Ahora están disfrazados. Y como mi padre era vegetariano, me mostró una carnicería para que yo pudiera decir más tarde: “Incluso vi una tienda donde vendían carne”. Tal vez mi padre tenía razón; fue sin duda una profecía prematura que necesitará algunos siglos para realizarse.
¿Demasiado tarde? Las Escrituras aconsejan retirarse de la vida a los setenta años.
Soy demasiado viejo, ¿no?
No quería decir eso, Borges.
Espero el momento de la muerte con impaciencia, pero en mi familia la muerte siempre ha sido terrible. Mi madre murió de noventa y nueve años, desesperada. No es a la muerte a lo que le temo, sino a la decrepitud. Conmigo desaparece un linaje, lo que es muy doloroso para un enamorado de la genealogía como yo.
No se inquiete demasiado. No deja epígonos.
Me tranquiliza. ¿Entonces puedo esperar calmadamente la muerte?
Falta por ver. Usted escribió: “La eternidad me acecha”.
La inmortalidad personal es increíble, como la muerte personal, por lo demás. Pienso que yo hice una paráfrasis del verso de Verlaine “Et tout le reste n’est que littérature”. Cuidado, no soy responsable de lo que he podido decir ni de lo que digo en este momento. Las cosas cambian sin cesar y nosotros también. No le voy a citar le célebre frase de Heráclito sobre el río que cambia, sino un verso de Boileau: “El momento en el que le hablo ya está lejos de mí”.
No obstante, le sucede ironizar sobre la muerte o sobre la longevidad, “…un mal hábito difícil de extirpar”.
No soy yo quien lo dice sino la vox populi. “No hay nada como la muerte/ para volver a la gente mejor./ Morir es un hábito/ común a todo el mundo”.
¡Parece de Borges! ¿Ese Borges tiene miedo de la muerte?
No. Como mi padre, tengo la esperanza de morir completamente, de alma y carne. Muchos creyentes que conozco están aterrados. Unos esperan ir al paraíso, otros temen el infierno. Por el contrario, un agnóstico como yo, que no cree en todas esas historias, no se cree digno ni de recompensa ni de castigo. No me queda sino esperar.
Puedo darle la dirección de la Asociación por el derecho a morir con dignidad, de la que yo hago parte.
¿Suicidarme? Como lo dice Lugones: “Amo de mi vida, quiero serlo también de mi muerte”. Y se suicidó. Lo pensé varias veces, cuando estaba más infeliz que de costumbre. Y también para saber lo que pasa cuando uno pierde la vida después de haber perdido la vista, ¿no? Luego me dije que tener la idea de suicidarse, bastaba. Ahora que soy viejo, me digo que es demasiado tarde. La muerte puede venir en todo momento. Pero todavía tengo pesadillas y proyectos que necesitan dos o tres años.
Versión castellana de Juan Moreno Blanco
En Cuadernos de Literatura, Bogotá, vol. 14, nro. 26, julio-diciembre de 2009
Entrevista original en francés, París, abril de 1978
Realizada por Ramón Chao e Ignacio Ramonet
En el Hotel de la calle Beaux Arts, Paris, posando Borges en el lecho de muerte de Oscar Wilde
Original en francés publicado en Le Monde Diplomatique, agosto de 2001
Propiedad intelectual de imágenes y texto ©Ramón Chao, 2012
Excelente.
ResponderBorrarMuy interesante.
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