4/12/17

Carlos Gamerro: Borges y los anglosajones







Quiero comenzar con una pregunta para la cual ningún énfasis parece ser suficiente. ¿Qué pudo llevar a un escritor sudamericano a interesarse en una literatura tan marginal, tan muerta y tan remota, y sobre todo tan ajena, como la anglosajona, hasta el punto de estudiar un idioma que, incluso dentro de la tradición de las lenguas inglesas, apenas unos pocos académicos especializados manejan? Y si esta pregunta tuviera respuesta, quedaría esta otra: ¿Cómo se explica que haya tenido éxito, es decir, que haya logrado habitar imaginativamente esta literatura y esta lengua muertas, hasta el punto de escribir a partir de ellas, de producir un corpus específicamente borgesiano de literatura anglosajona, un corpus que los propios ingleses no pueden ignorar a la hora de estudiar la literatura de sus orígenes? Porque habría que aclarar que ningún escritor de lengua inglesa, en el siglo XX al menos, ha logrado recrear esta literatura con la convicción y la vitalidad con que lo ha hecho este habitante de un perdido arrabal sudamericano.

El propio Borges parece a veces perplejo, como confiesa en su poema “Composición escrita en un ejemplar de la Gesta de Beowulf”:

A veces me pregunto qué razones
me mueven a estudiar sin esperanza
de precisión, mientras mi noche avanza,
la lengua de los ásperos sajones.
(Obras completas 2: 280)

Es indudable la relación vital y hasta personal que Borges mantenía con la imaginería de la literatura anglosajona, hasta el punto de soñar con ella. En “La pesadilla” conferencia incluida en Siete noches, afirma que su pesadilla más terrible fue la de “un rey del Norte, de Noruega. No me miraba: fijaba su mirada ciega en el cielo raso. Yo sabía que era un rey muy antiguo porque su cara era imposible ahora. Entonces sentí el terror de esa presencia” (OC 3: 228).

El mismo rey, que ahora es “de Nortumbria o de Noruega”, y el mismo sueño, aparecen en el soneto “La pesadilla”, de La moneda de hierro, que termina con estas palabras: “Sé que me sueña y que me juzga, erguido. / El día entra en la noche. No se ha ido” (OC 3: 126). “Juzga” debe leerse, entiendo, kafkianamente, como sinónimo de “condena”. ¿Por qué crimen juzga este rey anglosajón o noruego a Borges? ¿Y por qué pasa del sueño a la vigilia y permanece en ella, juzgándolo para siempre, como el cuervo de Poe?1

Para intentar una respuesta a la pregunta inicial sobre lo que pudo haber llevado a este escritor argentino a transitar una literatura tan lejana, podríamos empezar haciendo referencia al linaje anglosajón del propio Borges, a través de la abuela paterna, Fanny Haslam. Es lo que sugiere el poema “Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona”:

Al cabo de cincuenta generaciones
[…]
vuelvo en la margen ulterior de un gran río
que no alcanzaron los dragones del viking
a las ásperas y laboriosas palabras
que, con una boca hecha polvo,
usé en los días de Nortumbria y de Mercia
antes de ser Haslam o Borges. (OC 2: 217)

La hipótesis es simpática, pero no explica por qué Borges no manifiesta pareja devoción por Os Lusiadas, por los Borges, o por el Poema del Mio Cid, por los Acevedo y los Suárez. Además, si los ancestros fueran tan poderosos, casi todos los escritores ingleses, norteamericanos y australianos deberían también haberse abocado a realizar parejas recreaciones de la literatura anglosajona. La ascendencia anglosajona es aquí más una excusa, casi diríamos un pedido de permiso, que una causa o un motivo. Borges intenta (conscientemente o no) legitimar su presunción ante un auditorio anglosajón imaginario y sus imaginarias censuras.

Otra respuesta, cara a las hipótesis de los estudios poscoloniales, sería que Borges intenta apropiarse de una de las literaturas centrales y dominantes, yendo a sus orígenes, agarrándola antes de que se haga grande. En el prólogo a la Breve antología anglosajona, afirma: “de las literaturas del Occidente la de Inglaterra es una de las dos más importantes” (Obras completas en colaboración 787). La importancia de la literatura inglesa en la obra de Borges es tema muy conocido, por lo cual voy a detenerme apenas sobre uno de los aspectos de esta relación.

En Evaristo Carriego, con el cual funda las bases de su mitología de las orillas, Borges recurre una y otra vez a la gran tradición inglesa para enaltecer al poeta menor y su poesía: por ejemplo, utiliza la frase del Macbeth “la tierra tiene burbujas, como las tiene el agua” (OC 1: 109) para definir las orillas; define el compadrito como cockney porteño y culmina en la escandalosa homologación encubierta de Carriego y Shakespeare: “Truly I loved the man, on this side idolatry, as much as any” (OC 1: 142). Hasta acá, lo previsible: la cultura menor y local (argentina) se explica en términos de la mayor y universal (la inglesa).

Pero lo menos previsible es que Borges también invierte el procedimiento, definiendo la cultura europea y norteamericana en función de la sudamericana. En “Las inscripciones de los carros” (de Evaristo Carriego) habla de “el imperio montonero de Atila” (OC 1: 148), en “La poesía gauchesca” aparece la célebre comparación “el mar, pampa de los ingleses” (OC 1: 182), y en Historia universal de la infamia el procedimiento se realiza de manera sistemática: “El proveedor de iniquidades Monk Eastman” arranca con el fragmento titulado “Los de esta América” y cuenta el duelo de dos malevos; el fragmento siguiente se titula “Los de la otra” y sintetiza el libro de Herbert Asbury Pandillas de Nueva York. Fiel a este inicio, Monk Eastman será un “malevo tormentoso” que se pasea con una paloma de plumaje azul en el hombro “igual que un toro con un benteveo en el lomo” (OC 1: 313) y recluta “cien héroes tan insignificantes o espléndidos como los de Troya o Junín” (OC 1: 314). En este capítulo se define sistemáticamente lo norteamericano en función de lo argentino, como si dijéramos “los cowboys son los gauchos de Estados Unidos”, y en algún momento de la lectura de esta Historia universal de la infamia comprendemos que Monk Eastman, Bill Harrigan y los samurai que sirven al señor de la Torre de Ako son todos malevos disfrazados, y que la viuda Ching es la mujer cuchillera que la incurablemente machista mitología de los arrabales argentinos le negó a nuestro autor. Así, esta “historia universal” termina siendo sospechosamente local, y visto desde esta perspectiva (hay otras, claro) “Hombre de la esquina rosada”, lejos de ser el cuento anómalo que rompe la serie, es su natural culminación: todas estas historias de malevos extranjeros le sirven de marco o pedestal al relato fundacional de la mitología orillera.

Volviendo a los anglosajones antiguos, es interesante considerar cuál es el corpus específicamente borgesiano de la literatura anglosajona, es decir, qué textos selecciona y privilegia este autor. En su Literaturas germánicas medievales, como corresponde al propósito de divulgación de la obra, es más general y abarcador; la selección es más acotada en la Breve antología anglosajona, y es directamente personal en su poesía y sus relatos. Lo que se comprueba entonces es que Borges se interesa sobre todo por las composiciones realistas de las antiguas literaturas germánicas, lo cual lo lleva a preferir el modelo de las sagas islandesas por encima de poemas como Beowulf o El cantar de los Nibelungos, en los cuales es mayor la proporción de lo simbólico y lo mágico. “El arte medieval es espontáneamente simbólico”, escribe Borges en Literaturas germánicas medievales, “conviene recordar esta circunstancia para apreciar lo excepcional y asombroso de un arte realista como el de las sagas en plena Edad Media” (OCC 933).

¿Por qué Borges, el autor más importante de nuestra tradición fantástica (más aun, el que bien puede considerarse el inventor de la tradición fantástica argentina), se desinteresa de los aspectos mágicos y sobrenaturales de estas literaturas, y atiende a las composiciones realistas antes que a las mitológicas? Una respuesta posible es que lo fantástico en la literatura anglosajona, al igual que en la celta, aparece bajo la forma general de lo maravilloso: dragones, monstruos, hadas, magos, doncellas que vuelan a caballo, dioses, etc. El género fantástico argentino tal cual lo crea Borges, y lo desarrollan Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar, entre otros, es en cambio heredero directo de los juegos conceptuales del Barroco, de ese encuentro conflictivo de dos planos de realidad: historia y ficción, sueño y vigilia, mundo y teatro, etc. Una anécdota que, como la de Beowulf, incluye un príncipe que se zambulle en un lago y nada durante horas, sin escafandra, para llegar a un palacio subacuático en el cual misteriosamente ya no hay agua, y lucha con la madre del monstruo que antes ha matado, no tiene mucho que ofrecer en este aspecto.

En los poemas de Borges de tema anglosajón, escritos en diferentes épocas, y de tendencia básicamente realista, hay una serie de rasgos que se repiten. Por un lado tenemos el culto del coraje y la fe en la fuerza o en la habilidad guerrera cifradas en un símbolo, la espada. Encontramos, también, la obligación de lealtad al señor y su inevitable reverso, la traición (como en el poema “Hengist Cyning”). Tenemos las exigencias del honor, como en “991 A.D.”, pero también encontramos la relatividad de ese código, que permite la existencia de los mercenarios (nuevamente, “Hengist Cyning”). Es un mundo masculino, donde la mujer apenas aparece, y cuando lo hace, como en “Brunanburh, 937 A.D.”, aparece para cuestionar ese mundo y sus valores. Es, en suma, un mundo a la vez feudal, machista y bárbaro, previo a la ley o, ya que surge del derrumbe del imperio romano, un mundo en el cual la ley y sus instituciones se han olvidado.

En la mayoría de los cuentos y poemas de Borges de la línea universalista o cosmopolita, o letrada, o paterna, predominan los problemas metafísicos o gnoseológicos. En los de inspiración anglosajona, en cambio, lo fundamental es el problema ético: son textos que se preguntan cuál es la conducta correcta (y esto independientemente de la medida en que esa conducta sirva o no para fundamentar un orden, una sociabilidad). A su vez, la cuestión ética permite responder a la pregunta de la identidad. El hombre sabe para siempre quién es cuando sabe qué hacer, cómo comportarse. Esta ética es, por encima de la del honor, la del coraje.

La ética del coraje es absoluta, no es relativa a si se pelea, o no, por una buena causa. Por eso es bárbara. En las palabras de Hengist Cyning:

Yo sé que a mis espaldas
me tildan de traidor los britanos,
pero yo he sido fiel a mi valentía
y no he confiado mi destino a los otros
y ningún hombre se animó a traicionarme. (OC 2: 281)

Por eso apunto que la ética del coraje está por encima de la del honor. Hengist Cyning traiciona a su señor porque es fiel a un valor más alto que el de la debida lealtad: su valentía.2  Habiendo dicho todo esto la respuesta puede por fin esbozarse. Esta lista de características de la literatura anglosajona reescrita por Borges podría aplicarse sin modificación a sus cuentos y poemas sobre orilleros y gauchos. El uso que hace de la literatura anglosajona la coloca más cerca de la línea criolla de su obra; y ésta es eminentemente la línea realista, no fantástica, de Borges. Dicho en términos simplistas y, por qué no, efectistas: así como el mar es la pampa de los ingleses, los anglosajones de Borges son los gauchos y los malevos de las Islas Británicas.3

En el Evaristo Carriego, antes de escribir sus ficciones sobre malevos y gauchos, Borges establece las bases para fundar su mitología criolla en la epopeya tradicional: del capítulo XI proviene la idea de que las letras del tango puedan llegar a constituir nuestra épica (en la línea de la lectura lugoniana del Martín Fierro):
Es sabido que Wolf, a fines del siglo XVIII, escribió que la Ilíada, antes de ser una epopeya, fue una serie de cantos y de rapsodias; ello permite, acaso, la profecía de que las letras de tango formarán, con el tiempo, un largo poema civil, o sugerirán a algún ambicioso la escritura de ese poema. (OC 1: 164)

Del mismo capítulo, la sección “El desafío” incluye una de las versiones más explícitas de tal filiación:
Tendríamos, pues, a hombres de pobrísima vida, a gauchos y orilleros de las regiones ribereñas del Plata y del Paraná, creando, sin saberlo, una religión, con sus mitologías y sus mártires, la dura y ciega religión del coraje, de estar listo a matar y a morir. Esa religión es vieja como el mundo, pero habría sido redescubierta, y vivida, en estas repúblicas, por pastores, matarifes, troperos, prófugos y rufianes. Su música estaría en los estilos, en las milongas y en los primeros tangos. He escrito que es antigua esa religión; en una saga del siglo XII se lee:
–Dime cuál es tu fe –dijo el conde.
–Creo en mi fuerza –dijo Sigmund. (OC 1: 168)

Y en “El tango” de El otro, el mismo, leemos: “Una canción de gesta se ha perdido […]/en sórdidas noticias policiales” (OC 2: 266). Borges es claramente quien redime al malevo de esa existencia meramente periodística, quien reúne esa gesta dispersa y perdida y se convierte en el redactor de la Edda menor de nuestras letras.
En su poema “Snorri Sturluson (1179-1241)” de El otro, el mismo, Borges nos enfrenta a la ironía de que el creador de la Edda Menor original, y por lo tanto de estos valores, en el momento de la verdad se supo cobarde. Y la gloria poética no salva a Snorri Sturlurson de la deshonra:

Tú, que fijaste la violenta gloria
de tu estirpe pirática y bravía,
sentiste con asombro en una tarde
de espadas que tu triste carne humana
temblaba. En esa tarde sin mañana
te fue dado saber que eras cobarde. (OC 2: 285)

(El caso de Sturluson es, de alguna manera, el reverso del de Dahlmann en “El Sur.”) Hasta ahora hablamos como si los textos de la llamada línea criolla o materna, que también es la de (declarada) inspiración oral, fueran sólo los relacionados con los gauchos y los orilleros. Pero esta línea criolla tiene dos vertientes fundamentales. La primera y más conocida, que podemos llamar la popular-literaria, corresponde al mundo social plebeyo (gauchos y malevos) y se escribe sobre todo en prosa, aunque ha dado series poéticas como Para las seis cuerdas. Pero también está (y es anterior) la que podríamos llamar la línea histórico-familiar, que se manifiesta bajo la forma del culto a los ancestros de pasado militar glorioso y ya se escribe en verso desde “Inscripción sepulcral” en Fervor de Buenos Aires. La actitud de Borges ante estos antepasados (hablo de Borges en tanto yo poético) suele ser la de una vergüenza como la declarada en “Dulcia linquimus arva” donde al compararse con sus ancestros de a caballo dice “Soy un pueblero y no sé de estas cosas” (OC 1: 68) y llega a su paroxismo en la tanka número 6 de El oro de los tigres:

No haber caído,
como otros de mi sangre,
en la batalla.
Ser en la vana noche
el que cuenta las sílabas. (OC 2: 467)

También en “Espadas”, de El oro de los tigres: “Déjame, espada, ejercer contigo el arte,/ yo que no he merecido manejarte” (OC 2: 463). A partir de El hacedor los textos que promueven este culto a los mayores empiezan a cruzarse con los textos de inspiración anglosajona en un mismo ámbito: en un mismo libro y, a veces, hasta en un mismo poema, como “Elegía del recuerdo imposible” de La moneda de hierro:

Qué no daría yo por la memoria de haber combatido en Cepeda
[…]
con la alegría del coraje
[…]
Qué no daría yo por la memoria
de las barcas de Hengist,
[…]
para debelar una isla
que aún no era Inglaterra. (OC 3: 123)

En este libro, que es de 1975 y parece hacerse eco de la violencia exterior, no menos de once textos (de un total de treinta y seis), cuatro de ámbito anglosajón y siete latinoamericano, están dedicados a la celebración del coraje guerrero como valor absoluto. “No importa lo demás. Yo fui valiente” (OC 3: 135), leemos por ejemplo en “El conquistador”, donde “lo demás” es nada menos que la destrucción de las culturas precolombinas, la violación, tortura y muerte de millares de seres humanos. Ambas series, la épico-militar criolla y la anglosajona, comparten un símbolo único, la espada: “fue suya la alegría de la espada en la mañana” (OC 3: 130) leemos en “Hilario Ascasubi (1807-1875)” . (En la serie plebeya, en cambio, espada y puñal se oponen: la espada o sable del militar o policía contra el cuchillo o el puñal del orillero o del gaucho.) No sería arriesgado suponer, entonces, que en la figura de ese rey de Nortumbria que inapelablemente lo juzga, confluyen las figuras míticas del pasado remoto europeo y las figuras no menos míticas del panteón familiar, del reciente pasado argentino.

Pero junto con esta figura terrible, las epopeyas y sagas del norte de Europa ofrecen a la culpa y la vergüenza de Borges (que hoy, en la Argentina posdictatorial, cuesta un poco recuperar: el más grande escritor argentino avergonzado de no ser un milico más) el contrapeso que les faltaba: la pareja rey guerrero-poeta, como vemos en el relato de ambientación irlandesa “El espejo y la máscara”:
Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló con el poeta y le dijo:
–Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. (OC 3: 45)

Esta operación es todavía más clara en un texto tardío, “991 A.D.” , de La moneda de hierro, referido a la batalla de Maldon, tema a su vez del fragmento anglosajón “La balada de Maldon”. En la recreación de Borges, los campesinos anglosajones se disponen a morir como los samurai de Historia universal de la infamia, pues su señor ha muerto y el honor lo pide, pero el que los lidera, Aidan, salva a su hijo, a la vez de la muerte y de la culpa del sobreviviente, con estas palabras: “Tienes que renunciar a la contienda, para que perdure el día de hoy en la memoria de los hombres. Eres el único capaz de salvarlo. Eres el cantor, el poeta” (OC 3: 145).

El joven Werferth primero cuestiona el mandato del padre, prefiriendo la muerte honrosa, pero luego lo acata y “los vio perderse en la penumbra del día y de las hojas, pero sus labios ya encontraban un verso” (OC 3: 145). Así, Borges puede convertirse en el bardo o skald de sus antepasados, que se supone mirarán con mejores ojos a este descendiente tan manso y tan apocado, ahora que ha dedicado parte de su vida a salvarlos del olvido y celebrarlos.

De este modo, se puede responder a otra de las preguntas iniciales: Borges es capaz de recrear la literatura anglosajona como modelo vivo, y no como mera letra muerta, a partir de un paradigma heterogéneo que incluye a la gauchesca y las historias familiares, que ha heredado, y a la literatura orillera que él ha creado. Borges lee la cultura inglesa (nada menos que los orígenes de la cultura inglesa) desde la cultura sudamericana –tengamos en cuenta que la creación de textos anglosajones sólo comienza cuando Borges ha escrito lo principal de su producción criolla. La literatura anglosajona, y el mundo emocional que evoca, están mucho más cerca de él que de los escritores ingleses actuales. Creo que para el inglés moderno, la literatura anglosajona es (como sus artefactos) una pieza de museo. Para Borges está viva, como esas espadas y esos puñales que esperan en una vitrina la mano que los empuñe.

Aceptada con mayor o menor convicción esta relación entre ambas series, falta conjeturar su propósito o su sentido. Han sido ya suficientemente destacados los procedimientos de subversión e inversión a los que Borges somete el ideologema fundante de nuestra literatura, la disyunción/conjunción civilización/barbarie: en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, en “El Sur”, en el “Poema conjetural”, y sobre todo en “Historia del guerrero y de la cautiva”, la superioridad y la deseabilidad del paradigma civilizado se ven relativizadas y cuestionadas. En “El Sur”, dicho sea de paso, encontramos una paradoja interesante: Dahlmann, quien tiene un linaje a la vez criollo y germánico, elige el de su antepasado romántico, o de muerte romántica, que es el criollo, “a impulso de la sangre germánica”. Es decir, hay que ser romántico (y recordemos que el romanticismo es un invento inglés y alemán) para preferir la barbarie criolla a la civilización europea.

Hablando de otro autor americano que también interrogó las diferencias entre América y Europa, Henry James, Borges dice que veía a los americanos como intelectualmente inferiores y éticamente superiores a los europeos. De manera análoga, los argentinos seríamos inferiores a ellos en términos de cultura y de costumbres civilizadas, pero superiores en autenticidad y vitalidad. La civilización nos ofrecería una aspiración, una meta, pero es fatalmente ajena, no nos otorga eso fundamental que es la identidad.

Borges toma ese paradigma de civilización del siglo XIX que era Inglaterra y se remonta a sus orígenes bárbaros. Descubre los orígenes bárbaros del gran imperio civilizador y, así, el núcleo de barbarie que necesariamente alimenta la empresa colonial. Esta operación, convengamos, ya había sido realizada en una de las novelas más admiradas por Borges, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Ésta nos presenta el caso de Kurtz, paradigma de la civilización europea, un hombre renacentista en sus variadas aptitudes, que se interna en el África en misión civilizadora y se hace salvaje. Pero Kurtz, más que volver a la barbarie inicial, la lleva a un plano superior, a una superación dialéctica que podemos llamar de barbarie civilizada (anticipando así el oxímoron mayor del siglo XX, la barbarie alemana, también conocida como nazismo). Y para prepararnos para esta (aparente) paradoja, antes de llevarnos río arriba por el Congo, al corazón de las tinieblas africanas, el narrador, Marlow, nos recuerda que el río de donde irradia hoy la luz de la civilización, el Támesis, fue una vez tan salvaje como aquél: “Y éste también –dijo Marlow de repente– ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra” (20). Imagina al colonizador, al civilizador, al romano de entonces, perdido, anulado por la barbarie britana que lo rodea por todas partes, y sugiere que su situación es apenas distinta del europeo del siglo XX perdido en las selvas africanas.

Melville, en su ya clásico estudio sobre las irreconciliables diferencias entre la justicia humana y la divina, titulado Billy Budd, marino, arriba a una conclusión semejante: “Billy Budd, como ya se ha dicho, era bárbaro de manera radical, tanto, a pesar de su vestimentas, como sus compatriotas, los cautivos de Roma, trofeos vivientes obligados a marchar en el triunfo romano de Germánico” (397, traducción mía).

Tampoco Borges se priva de llamar bárbaros a los ingleses. En “El jardín de senderos que se bifurcan” Stephen Albert dice de sí mismo: “A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano” (OC 1: 477). Y en “El inmortal”, Joseph Cartaphilus, que fue Homero, descubre “en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada” (OC 1: 543) –la referencia es a la Ilíada de Pope–. En ambos casos, el término “barbarie” es, como debe ser, relacional: los ingleses son bárbaros en relación a las más antiguas y civilizadas cultura china y griega.

La vinculación entre barbarie medieval y barbarie moderna se vuelve por supuesto más clara en el caso testigo para todo el occidente, que es el de la Alemania nazi. Es interesante comprobar que cuando Borges vincula barbarie anglosajona y barbarie criolla, la actitud suele ser de valoración o aprobación: ambas se justifican la una a la otra. Cuando vincula barbarie criolla con barbarie alemana, en cambio, cada una echa sobre la otra una luz negativa. En “Anotación al 23 de agosto de 1944”, de Otras inquisiciones, leemos:
Para los europeos y americanos, hay un orden –un solo orden– posible: el que antes llevó el nombre de Roma y que ahora es la cultura de Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un viking, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral. (OC 2: 106)

La referencia a la barbarie nazi, y la postulación de sus vínculos con la barbarie criolla, lo llevará, también, a cuestionar el culto a los mayores. El infame Otto Dietrich zur Linde, narrador y protagonista de “Deutsches Requiem”, comienza su relato con una lista de antepasados guerreros, y lo cierra con estas palabras que tanto recuerdan a las de los poemas de Borges referidos al mismo tema: “Mañana […] yo habré entrado en la muerte, es natural que piense en mis mayores, ya que tan cerca estoy de sus sombras, ya que de algún modo soy ellos” (OC 1: 576). Pero zur Linde no es un héroe, ni un guerrero: es el subdirector de un campo de concentración, que atormenta a su más famoso prisionero, el insigne poeta David Jerusalem, hasta enloquecerlo y llevarlo al suicidio.

En un espíritu parecido, en esa especie de revisión global de la obra que es el “Epílogo” a las Obras completas de 1974, Borges escribe:
No hay que olvidar, en primer término, que los años de Borges correspondieron a una declinación del país. Era de estirpe militar y sintió la nostalgia del destino épico de sus mayores. Pensaba que el valor es una de las pocas virtudes de las que son capaces los hombres, pero su culto lo llevó, como a tantos otros, a la veneración atolondrada de los hombres del hampa [...] Su secreto y acaso inconsciente afán fue tramar una mitología de una Buenos Aires que jamás existió. Así, a lo largo de los años, contribuyó sin saberlo y sin sospecharlo a esa exaltación de la barbarie que culminó en el culto del gaucho, de Artigas y de Rosas. (OC 3: 500)

Las fechas no son inocentes. En 1974, este culto de los gauchos, de Artigas y de Rosas es una manera elíptica de aludir al peronismo. Pero esta aparente abjuración de Borges tiene algo de tramposa, porque de lo que abjura es del culto a la barbarie plebeya o gaucha, no del de sus antepasados militares. Este “atolondramiento” del que habla lo habría llevado a deslizarse de un culto válido 4 (el de los familiares militares) a uno ilegítimo (el de los gauchos y los hombres del hampa).

Si en la obra de Borges hay una evolución, ésta es fundamentalmente estética, más que temática o ética. Y no hay evolución (en el sentido no de mejoría o crecimiento sino de cambio unidireccional y sostenido) porque uno de los principios rectores de la poética de Borges es la lógica combinatoria: dado un cuento como “Hombre de la esquina rosada”, tarde o temprano vendrá su reverso, que es “Historia de Rosendo Juárez”. De “La suerte de la espada”, ese poema dedicado al culto de los mayores que comienza “La espada de aquel Borges no recuerda sus batallas” (OC 3: 142), el autor aclara: “Esta composición es el deliberado reverso de ‘JuanMuraña’ y de ‘El encuentro’ que datan de 1970” (OC 3: 161), dos relatos que presentaban armas (cuchillos en esos casos) dotadas de memoria y conciencia, y que usaron a los humanos como instrumento. Sus temas y posturas van y vienen, en ciclos y retornos parciales, ensayando nuevas combinaciones, no pocas veces tratando de agotarlas. La “Historia de Rosendo Juárez” desarma el mitema de las orillas y sus bases éticas, pero esta crítica no es definitiva: el regreso del peronismo,5 entre otras cosas, reavivan al Borges de la dura religión del coraje y de la espada, como se evidencia en La rosa profunda. La lógica combinatoria que Borges pone en práctica en su obra no procede de manera meramente exhaustiva o mecánica: es sensible a los sucesos exteriores o contextuales. Si en “Deutsches Requiem” había mostrado cómo el culto del coraje y de la violencia pueden desembocar en la barbarie del nazismo, esta comprobación o esta hipótesis no lo hacen renegar para siempre de “la fe de la espada”, que volverá a celebrar en sus textos futuros.

Una aplicación rigurosa de la lógica combinatoria, como la que se lleva a cabo en “La biblioteca de Babel”, debería haber desembocado en el duelo entre la espada y el puñal, entre un anglosajón y un criollo. Borges se abstuvo de imaginar esta improbable eventualidad, pero la historia, que a veces ensaya combinaciones más inesperadas que las de la ficción, se encargó de dársela. Y el texto que Borges escribe a partir de ella es, sorprendentemente, un texto pacifista. Es un poema que se llama “Juan López y John Ward” y se refiere a la Guerra de Malvinas. Precede a “Los conjurados” y, de hecho, en esta edición están en páginas enfrentadas. A su vez, “Los conjurados”,   el poema que cierra el libro homónimo, el último que Borges publicó en vida, es el que propone a Suiza como modelo para la humanidad: modelo de convivencia pacífica y razonabilidad, dos características que ciertamente nunca hizo suyas la barbarie.

Borges es presentado a veces como un autor que escribía su obra al margen del mundo contemporáneo, de la actualidad, de los sucesos exteriores. Sin embargo, su época más violenta va de “El otro duelo”, que posiblemente sea su cuento más sanguinario y se publica en 1970 en El informe de Brodie, pasa por los poemas épico-patrioteros de La rosa profunda, 6 hasta el prólogo de La moneda de hierrocon la ya famosa frase “Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística” (OC 3: 121). Debajo agrega, como quien patea a un caído, la fecha: 27 de julio de 1976.7

Pero en Los conjurados, que es de 1985, no hay ningún poema que celebre la violencia y la barbarie, y apenas uno alude al culto del coraje, y esto de manera a la vez contradictoria y atenuada.8 Muchos, incontables y hechos se dieron en el universo y en la vida de Borges en esos diez años; yo voy a señalar uno solo. En 1981, en plena dictadura, Borges firmó la carta solicitada que las Madres de Plaza de Mayo lograron publicar en el diario La Prensa en reclamo por sus hijos desaparecidos.




Obras citadas

Borges, Jorge Luis. Obras completas. 4 vols. Buenos Aires: Emecé, 1996

--- Obras completas en colaboración. Buenos Aires: Emecé, 1997

Conrad, Joseph. El corazón de las tinieblas. Trad. Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo. Buenos Aires: Alianza, 1992

Lafforgue, Martín, comp. Antiborges. Buenos Aires: Javier Vergara, 1999

Melville, Herman. Billy Budd, Sailor and Other Stories. London: Penguin, 1985


Notas

1 Otra conexión personal, y para mí absolutamente misteriosa, es la que el propio Borges declara en otra de las conferencias de Siete noches: la que existe entre su estudio del anglosajón y su ceguera. Esta conferencia se llama justamente “La ceguera”: “Pensé: he perdido el mundo visible pero ahora voy a recuperar otro, el mundo de mis lejanos mayores, aquellas tribus, aquellos hombres que atravesaron a remo los tempestuosos mares del Norte […] y que conquistaron Inglaterra”. Y agrega “Así empezó el estudio del anglosajón, al que me llevó la ceguera” (OC 3: 280). Creo que el misterio es irresoluble porque esta conexión no es operativa en la literatura de Borges; ni los textos sobre la ceguera iluminan sus textos de inspiración anglosajona, ni viceversa.

2 En un documental de 1982 Borges dijo: “La gente tiene que adorar cosas. ¿Por qué no ha de adorar el valor? Eso lo hicieron bien los nórdicos y también los sajones. Adoraron el valor sólo por adorarlo. Y no por una causa o algún sacrificio o por morir por su país o por su fe” (citado por Juan Gelman en “Borges o el valor”, Lafforgue 333).

3 Es notable cómo se repiten ciertos motivos puntuales, como el del valiente que elige el arma más corta porque, como dice un personaje de “Undr”, “de mi puño a su corazón la distancia era igual” (OC 3: 50), que aparecen en los dos mundos; lo único que varía es si se trata de una espada o un puñal. De hecho, es instructivo cotejar la cantidad de cuentos y poemas dedicados al puñal (como “El puñal”, “El encuentro”, “Juan Muraña”, “Un cuchillo en el norte”) y los dedicados a una espada (como “Fragmento”, “Una espada en York Minster”, “Espadas”). Se trata substancialmente del mismo poema, sólo son diferentes las armas, el siglo y uno o dos nombres propios.

4 Por supuesto, esta veneración tampoco puede ser unívoca o monolítica, ya que la complica irremediablemente la figura del “antepasado bárbaro” Juan Manuel de Rosas (ver por ejemplo los poemas “Rosas”, “Diálogo de muertos”, etc). Ya se trate de compadritos (que, como bien se encarga de recordarnos Rosendo Juárez, no eran caballeros andantes sino matones de comité) o de antepasados militares, la “serie del coraje” criolla nunca puede separarse de la serie política argentina. La “serie anglosajona”, en cambio, permite plantear estas cuestiones en su máxima pureza: en ella, la serie política simplemente no existe. 5 El peronismo gana las elecciones el 11 de marzo de 1973, después de dieciocho años de proscripción, y Héctor J. Cámpora asume como presidente el 25 de mayo del mismo año.

6 En “1972” leemos: “[Pero la Patria, hoy profanada quiere/ que con mi oscura pluma de gramático,/ docta en nimiedades académicas/ y ajena a los trabajos de la espada,/ congregue el gran rumor de la epopeya/ y exija mi lugar. Lo estoy haciendo” (OC 3: 104). 

7 El golpe militar que dio comienzo a la más sanguinaria dictadura de la historia argentina tuvo lugar el 24 de marzo de 1976.

8 Se trata de la “Milonga del muerto”, en la cual se exalta el coraje de un conscripto que muere en Malvinas: “Él sólo quería saber/ si era o si no era valiente.// Lo supo en aquel momento/ en que le entraba la herida./ Se dijo No tuve miedo/ cuando lo dejó la vida.// Su muerte fue una secreta/ victoria. Nadie se asombre/ de que me dé envidia pena/ el destino de aquel hombre” (OC 3: 493-94). Es innegable la connotación patriótica del género milonga, y también innegable la relación de ésta con el culto del coraje en la obra de Borges, como bien testimonian las milongas de Para las seis cuerdas. Pero hay elementos nuevos. Por un lado, Borges se cuida de marcar las diferencias entre estos jefes militares y los de antaño: “Se obró con suma prudencia,/ se habló de un modo prolijo./ Les entregaron a un tiempo/ el rifle y el crucifijo.// Oyó las vanas arengas/ de los vanos generales” (OC 3: 493). A lo largo de las seis primeras estrofas, el poema debe más a la tradición de la poesía antibélica, sobre todo la inglesa de la Gran Guerra, que a la épica; recién en la séptima aparece el momento específicamente borgesiano, en la cita que encabeza esta nota. En el poema coexisten incómodamente el momento crítico y la celebración del valor guerrero, disyunción que queda sin resolver en los sentimientos encontrados del anteúltimo verso: “envidia y pena”. También es notable que, a pesar de su parentesco formal con las milongas malevas, el poema evita el modelo del duelo: no sabemos qué causa la herida del innominado soldado; puede haber sido un soldado inglés pero también un disparo de artillería, un ametrallamiento aéreo. En todo caso, el adversario está elidido. No podría ser mayor el contraste con el otro poema de Malvinas; ya desde sus nombres, Juan López y John Ward, están cuidadosa e igualmente individualizados porque lo que este poema promueve no es la ética bárbara del coraje sino la cristiana, que promueve la hermandad y condena el asesinato: “Cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel” (OC 3: 496).




Imagen: Captura video El eterno retorno
Sitio oficial de Carlos Gamerro



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