29/10/17

Jorge Luis Borges: Palabrería para versos (1926)






La Real Academia Española dice con vaguedad sensiblera: Unan todas tres (la gramática, la métrica y la retórica) sus generosos esfuerzos para que nuestra riquísima lengua conserve su envidiado tesoro de voces pintorescas, felices y expresivas, su paleta de múltiples colores, los más hechiceros, brillantes y vivos, y su melodioso y armónico ritmo, que le ha valido en el mundo el nombre de hermosa lengua de Cervantes.
Hay abundancia de pobrezas en ese párrafo, desde la miseria moral de suponer que las excelencias del español deben motivar envidia y no goce de gloriarse de esa envidia, hasta la intelectual de hablar de voces expresivas, fuera del contexto en que se hallen. Admirar lo expresivo de las palabras (salvo de algunas voces derivativas y otras onomatopéyicas) es como admirarse de que la calle Arenales sea justamente la que se llama Arenales. Sin embargo, no quiero meterme en esos pormenores, sino en lo sustancial de la estirada frase académica: en su afirmación insistida sobre la riqueza del español. ¿Habrá tales riquezas en el idioma?
Arturo Costa Álvarez (Nuestra lengua, página 293) narra el procedimiento simplista usado (o abusado) por el conde de Casa Valencia para cotejar el francés con el castellano. Acudió a las matemáticas el tal señor, y averiguó que las palabras registradas por el diccionario de la Academia Española eran casi sesenta mil y que las del correspondiente diccionario francés eran treinta y un mil solamente. ¿Quiere decir acaso este censo que un hablista hispánico tiene 29.000 representaciones más que un francés? Esa inducción nos queda grande. Sin embargo, si la superioridad numérica de un idioma no es canjeable en superioridad mental, representativa, ¿a qué envalentonarnos con ella? En cambio, si el criterio numérico es valedero, todo pensamiento es pobrísimo si no lo piensan en alemán o en inglés, cuyos diccionarios acaudalan cien mil y pico de palabras cada uno.
Yo, personalmente, creo en la riqueza del castellano, pero juzgo que no hemos de guardarla en haragana inmovilidad, sino multiplicarla hasta lo infinito. Cualquier léxico es perfectible, y voy a probarlo.
El mundo aparencial es un tropel de percepciones barajadas. Una visión de cielo agreste, ese olor como de resignación que alientan los campos, la acrimonia gustosa del tabaco enardeciendo la garganta, el viento largo flagelando nuestro camino, y la sumisa rectitud de un bastón ofreciéndose a nuestros dedos, caben aunados en cualquier conciencia, casi de golpe. El lenguaje es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo. Dicho sea con otras palabras: los sustantivos se los inventamos a la realidad. Palpamos un redondel, vemos un montoncito de luz color de madrugada, un cosquilleo que nos alegra la boca, y mentimos que esas tres cosas heterogéneas son una sola y que se llama naranja. La luna misma es una ficción. Fuera de conveniencias astronómicas que no deben atarearnos aquí, no hay semejanza alguna entre el redondel amarillo que ahora está alzándose con claridad sobre el paredón de la Recoleta, y la tajadita rosada que vi en el cielo de la plaza de Mayo, hace muchas noches. Todo sustantivo es abreviatura. En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de alejamiento de sol y profesión de sombra, decimos atardecer.
(Los prefijos de clase que hay en la lengua china vernácula me parecen tanteos entre la forma adjetival y la sustantiva. Son a manera de buscadores del nombre y lo preceden, bosquejándolo. Así, la partícula pa se usa invariadamente para los objetos manuales y se intercala entre los demostrativos o los números y el nombre de la cosa. Por ejemplo: no suele decirse i tau [un cuchillo], sino i pa tau [un agarrado cuchillo, un manuable cuchillo]. Asimismo, el prefijo quin ejerce un sentido de abarcadura, y sirve para los patios, los cercados, las casas. El prefijo chang se usa para las cosas aplanadas y precede a palabras como umbral, banco, estera, tablón. Por lo demás, las partes de la oración no están bien diferenciadas en chino, y la clasificación analógica de una voz depende de su emplazamiento en la frase.
Mis autoridades para este rato de sinología son E Graebner [El mundo del hombre primitivo, cuarto capítulo] y Douglas, en la Encyclopaedia Britannica).
Insisto sobre el carácter inventivo que hay en cualquier lenguaje, y lo hago con intención. La lengua es edificadora de realidades. Las diversas disciplinas de la inteligencia han agenciado mundos propios y poseen un vocabulario privativo para detallarlos. Las matemáticas manejan su lenguaje especial hecho de guarismos y signos y no inferior en sutileza a ninguno. La metafísica, las ciencias naturales, las artes, han aumentado innumerablemente el común acervo de voces. Las obtenciones verbales de la teología (atrición, aseidad, eternidad), son importantísimas. Sólo la poesía —arte manifiestamente verbal, arte de poner en juego la imaginación por medio de palabras, según Arturo Schopenhauer la definió— es limosnera del idioma de todos. Trabaja con herramientas extrañas. Los preceptistas hablan de lenguaje poético, pero si queremos tenerlo, nos entregan un par de vanidades como corcel y céfiro, y purpúreo y do en vez de donde. ¿Qué persuasión de poesía hay en soniditos como ésos? ¿Qué tienen de poéticos? —El hecho de ser insufribles en prosa —respondería Samuel Taylor Coleridge. No niego la eventual felicidad de algunas locuciones poéticas, y me gusta recordar que a don Esteban Manuel de Villegal debemos la palabra diluviar, y a Juan de Mena, congloriar y confluir:
Tanto vos quiso la magnificencia
dotar de virtudes y congloriar
que muchos procuran de vos imitar
en vida y en toda virtud y prudencia
Distinta cosa, sin embargo, sería un vocabulario deliberadamente poético, registrador de representaciones no llevaderas por el habla común. El mundo aparencial es complicadísimo y el idioma sólo ha efectuado una parte muy chica de las combinaciones infatigables que podrían llevarse a cabo con él. ¿Por qué no crear una palabra, una sola, para la percepción conjunta de los cencerros insistiendo en la tarde y de la puesta de sol en la lejanía? ¿Por qué no inventar otra para el ruinoso y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles? ¿Y otra para la buena voluntad, conmovedora de puro ineficaz, del primer farol en el atardecer aún claro? ¿Y otra para la inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza?
Sé lo que hay de utópico en mis ideas y la lejanía entre una posibilidad intelectual y una real, pero confío en el tamaño del porvenir y en que no será menos amplio que mi esperanza.


En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House





Foto arriba: Borges en captura Encuentros con las letras, RTVe, 1976


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