No sólo es un pequeño dragón que vive en el fuego; es también (si el Diccionario de la Academia no se equivoca) "un batracio insectívoro de piel lisa, de color negro intenso con manchas amarillas simétricas". De sus dos caracteres el más conocido es el fabuloso, y a nadie sorprenderá su inclusión en este manual.
En el libro décimo de su Historia, Plinio declara que la Salamandra es tan fría que apaga el fuego con su mero contacto; en el veintiuno recapacita, observando incrédulamente que si tuviera esta virtud que le han atribuido los magos, la usaría para sofocar los incendios. En el libro undécimo, habla de un animal alado y cuadrúpedo, la Pyrausta, que habita en lo interior del fuego de las fundiciones de Chipre; si emerge al aire y vuela un pequeño trecho, cae muerto. El mito posterior de la Salamandra ha incorporado el de ese olvidado animal.
El Fénix fue alegado por los teólogos para probar la resurrección de la carne; la Salamandra, como ejemplo de que en el fuego pueden vivir los cuerpos. En el libro veintiuno de la Ciudad de Dios de San Agustín, hay un capítulo que se llama "Si pueden los cuerpos ser perpetuos en el fuego", y que se abre así:
"¿A qué efecto he de demostrar sino para convencer a los incrédulos de que es posible que los cuerpos humanos, estando animados y vivientes, no sólo nunca se deshagan y disuelvan con la muerte, sino que duren también en los tormentos del fuego eterno? Porque no les agrada que atribuyamos este prodigio a la omnipotencia del Todopoderoso, ruegan que lo demostremos por medio de algún ejemplo. Respondemos a éstos que hay efectivamente algunos animales corruptibles porque son mortales, que, sin embargo viven en medio del fuego".
A la Salamandra y al Fénix recurren también los poetas, como encarecimiento retórico. Así, Quevedo, en los sonetos del cuarto libro del Parnaso español, que "canta hazañas del amor y de la hermosura":
Hago verdad al Fénix en la ardiente
Llama, en que renaciendo me renuevo,
Y la virilidad del fuego pruebo
Y que es padre, y que tiene descendiente
La Salamandra fría, que desmiente
Noticia docta, a defender me atrevo,
Cuando en incendios, que sediento bebo
Mi corazón habita, y no los siente...
Al promediar el siglo XII, circuló por las naciones de Europa una falsa carta, dirigida por el Preste Juan, rey de reyes, al emperador bizantino. Esta epístola, que es un catálogo de prodigios, habla de monstruosas hormigas que excavan oro, y de un Río de Piedras, y de un Mar de Arena con peces vivos, y de un espejo altísimo que revela cuanto ocurre en el reino, y de un cetro labrado de una esmeralda, y de guijarros que confieren invisibilidad o alumbran la noche. Uno de los párrafos dice: "Nuestros dominios dan el gusano llamado Salamandra. Las Salamandras viven en el fuego y hacen capullos, que las señoras del palacio devanan, y usan para tejer telas y vestidos. Para lavar y limpiar estas telas las arrojan al fuego".
De estos lienzos y telas incombustibles que se limpian con fuego, hay mención en Plinio (XIX, 4) y en Marco Polo (I, 39). Aclara este último: "La Salamandra es una substancia, no un animal". Nadie, al principio, le creyó; las telas, fabricadas de amianto, se vendían como piel de Salamandra y fueron testimonio incontrovertible de que la Salamandra existía.
En alguna página de su Vida, Benvenuto Cellini cuenta que, a los cinco años, vio jugar en el fuego a un animalito, parecido a la lagartija. Se lo contó a su padre. Este le dijo que el animal era una Salamandra y le dio una paliza, para que esa admirable visión, tan pocas veces permitida a los hombres, se le grabara en la memoria.
Las Salamandras, en la simbología de la alquimia, son espíritus elementales del fuego. En esta atribución y en un argumento de Aristóteles, que Cicerón ha conservado en el primer libro de su De natura Deorum, se descubre por qué los hombres propendieron a creer en la Salamandra. El médico siciliano Empédocles de Agrigento había formulado la teoría de cuatro "raíces de cosas" cuyas desuniones y uniones, movidas por la Discordia y por el Amor, componen la historia universal. No hay muerte; sólo hay partículas de "raíces", que los latinos llamarían "elementos", y que se desunen. Estas son el fuego, la tierra, el aire y el agua. Son increadas y ninguna es más fuerte que otra. Ahora sabemos (ahora creemos saber) que esta doctrina es falsa, pero los hombres la juzgaron preciosa y generalmente se admite que fue benéfica. "Los cuatro elementos que integran y mantienen el mundo y que aún sobreviven en la poesía y en la imaginación popular tienen una historia larga y gloriosa", ha escrito Theodor Gomperz. Ahora bien, la doctrina exigía una paridad de los cuatro elementos. Si había animales de la tierra y del agua, era preciso que hubiera animales del fuego. Era preciso, para la dignidad de la ciencia, que hubiera Salamandras. En otro artículo veremos cómo Aristóteles logró animales del aire. Leonardo da Vinci entiende que la Salamandra se alimenta de fuego y que éste le sirve para cambiar la piel.
En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges
©Gilbert NENCIOLI/Gamma-Rapho via Getty Images