El descubrimiento de América, la caudalosa y no prevista multiplicación del ganado, la ocupación parcial de vastos territorios desiertos por aislados grupos de gente blanca, dieron desde Oregón hasta los confines australes del continente un tipo de pastor ecuestre, hecho a la intemperie, al rigor y a la soledad. Lo llamaron cowboy, vaquero, sertanejo, gaúcho, guaso. Aquí se dijo gaucho y antes gauderio. Existen veintitantas etimologías de la palabra, lo cual es otro modo de decir que no existe ninguna. Sarmiento, en el Facundo, ha propuesto la menos inverosímil: la deriva de guacho, que en lengua quichua vale por huérfano, hijo de nadie.
Fue menos un tipo étnico que un destino. Podía ser de origen hispánico, portugués, mestizo de indio o de negro. No importaba la estirpe. Fue, por lo general, hombre de mediana estatura, curtido por los soles y fuerte, tal como lo vemos aún en las telas de Blanes. Los pintores se encargarían, después, de alargarlo y de idealizarlo… Vicente Fidel López dijo que el gaucho no se sintió nunca español. Indio tampoco, ya que su tarea más ardua era defender las estancias contra las depredaciones de los salvajes. Dio sufridos soldados de caballería a las muchas guerras de nuestra victoriosa historia; fue desangrándose por toda América, desde Chile al Perú, bajo San Martín o Bolívar y en las campañas del Brasil y del Paraguay. Acaso no alcanzó el concepto abstracto de patria; fue leal a una divisa o a un jefe. En las contiendas civiles que precedieron a la organización del país creó un tipo nómada de guerra: la montonera. Su epopeya está parcialmente en el Paulino Lucero, que se subtitula no sin belleza Los Gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y Oriental del Uruguay; su imagen más famosa y perdurable en el Martín Fierro, que atenúa un poco lo épico y, urgido por razones políticas, lo hace abundar en quejas, del todo ajenas a su índole estoica; su crónica cuchillera, en las páginas de Eduardo Gutiérrez; su epitafio o elegía en El payador y en Don Segundo Sombra.
Felizmente para nuestra literatura, no creó un dialecto. Usó el español común de su tiempo, con algún acopio de andalucismos, de arcaísmos y de voces indígenas. Esto permitió que hombres de la ciudad, compenetrados por la guerra o por las andanzas con la vida rural y con sus rigores —Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo, Lussich, Hernández— pudieran redactar sin afectación la poesía que denominamos gauchesca y que ha dado a la memoria argentina tantas páginas admirables.
Fue menos inclinado a la religión que a la superstición; recuerdo que Leopoldo Lugones me dijo una vez: la pampa es atea. La magia de las tribus de la llanura apenas lo rozó. Pudo haber respondido como aquel hombre de una saga de Islandia a quien le preguntaron si creía en Jesús, o en Odín: Creo en mi coraje. Conservó y tal vez mejoró el arte secular, ya mencionado en los Comentarios de César, de combatir a capa y espada; la derecha blandía el cuchillo largo, cuya estocada, como entre las gentes afganas, iba hacia arriba para no dejar el pecho indefenso y para interesar más órganos; en la izquierda el poncho enrollado servía de escudo. El tigrero, peón encargado en las estancias de matar los jaguares, usó esa misma esgrima, que fue después la del compadrito de las orillas. No lo movía el interés; en ambas márgenes del Plata fueron asaz frecuentes los casos de hombres que recorrieron las distancias para desafiar a un desconocido, de quien sólo sabían que era diestro en la pelea y valiente.
Fue el primer argentino que penetró en la imaginación de la humanidad. Hacia 1856, Walt Whitman escribió en Nueva York:
Veo al gaucho atravesando los llanos,
Veo al incomparable jinete de caballos tirando el lazo,
Veo sobre las pampas la persecución de la hacienda brava.
Pese a la agricultura y a las modificaciones profundas que la ganadería ha sufrido, no estoy demasiado seguro de que haya muerto el gaucho. Mientras dicto estas líneas en una casa del Barrio Sur de Buenos Aires, hay jinetes que arrean por las leguas la polvorienta tropa y hombres que marcan con un símbolo ardiente el anca de una res.
En El gaucho del Río de la Plata 1800-1900, Témperas de Eleodoro Marenco
Nota de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Roche, 1966
Homenaje al Sesquicentenario de la Declaración de la Independencia Argentina
Luego, en Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© Emecé editores Buenos Aires 2003
Foto: Jorge Luis Borges en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras, década del sesenta
© Archivo Fotográfico Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires
Al pie: Ejemplar de El gaucho del Río de la Plata 1800-1900, en puesto porteño de libros usados