13/5/17

Augusto Roa Bastos: El enclave borgeano








En el contexto de las literaturas hispanoamericanas, las obras de ficción de Jorge Luis Borges (su narrativa, su poesía, a las que hay que agregar, sin duda, su ensayística de naturaleza igualmente fictiva en su mayor parte) constituyen un territorio muy particular. Acaso el más significativo de un escritor y de una obra que se forman en el cruce de las voces de muchas culturas; el primero y el más importante (después de Rubén Darío, y ya en los parámetros demarcables de la modernidad actual) que logra transfundir en la expresión y cosmovisión de las letras mestizas hispanoamericanas no sólo la influencia los modelos, sino también la radiación interna, la presencia, de las culturas centrales, que Borges ha asimilado en sus fuentes. Darío lo hizo con la francesa; Borges, con la anglosajona. ¿Por qué la anglosajona? En el caso de Borges no hay una elección; hay, más vale, una suerte de sobredeterminación de carácter social (en el sentido de pertenencia a un grupo social determinado), cultural, familiar, en el ámbito de una época histórica concreta: el correspondiente a la tradición liberal en el Río de la Plata, bajo el signo de la independencia protegida por el imperio británico; es decir, bajo el dominio del pacto neocolonial. En este hinterland político y cultural hay que situar el origen de la obra borgeana para entenderla en la plenitud de su significación creativa. En este sentido, el mundo espiritual de Borges, la poética de sus formas simbólicas, el carácter de su escritura, dominada casi enteramente por el intelecto (sobre todo en las obras anteriores a su ceguera), arraigan en una tradición cultural doble: la de su origen criollo, la de su formación europea. Borges procede de una familia (de ascendencia criolla e inglesa); en la primera hubo militares que guerrearon en las luchas de la independencia; en la segunda, una abuela materna inglesa que influyó directamente en su educación. De esta manera, su formación europea, la absorción de la lengua y de la cultura inglesas, se producen en su propio hogar, antes aún del lustral viaje a Europa de las familias acomodadas de finales del siglo pasado y comienzos del presente. No es casual que en la temática de sus cuentos y poemas iniciales predominen los sentimientos en cierta manera idealizados o abstractos del pundonor y del coraje. Tampoco es casual que un intelectual puro como él, contaminado por este culto del valor caballeresco (forjado, es cierto, en las guerras de la independencia, pero también en la del desierto contra el indio bajo la compulsión del dilema civilización o barbarie), se rebele a veces contra esta trampa heráldica y trasponga su carga heroica, degradada en mero coraje atávico, hacia los antihéroes de las clases bajas: el gaucho, el compadrito, el cuchillero de barrio. Dentro del complejo mecanismo de la ambigüedad borgeana, él los desprecia y admira a la vez con un oscuro sentimiento de envidia y fascinación. Como cuando en su célebre cuento inaugural Hombre de la esquina rosada, con lenguaje coloquial y en la atmósfera popular del barrio de Palermo, entona el réquiem del matón orillero Francisco Real, que puede leerse como una de las mejores páginas de la literatura popular porteña de antaño. O como cuando, en una oración fúnebre que pronunció en el cementerio de la Recoleta, desliza entre los mausoleos patricios la humorada de su amigo y maestro Macedonio Fernández: "El gaucho era un entretenimiento para el caballo de las estancias". Lo que no le impidió celebrar durante mucho tiempo el Martín Fierro como la obra más importante y profunda de la literatura argentina.
Este continuo vaivén, oscilación o deslizamiento de sus preferencias entre el sujeto y el objeto de sus historias imaginarias es una de las paradojas más notables de la ficción borgeana. La desvalorización íntima y transida del "yo no soy más que Borges" no hace sino confirmarla también con ambigua sinceridad. Él mismo califica sus primeros textos, en uno de los prólogos de Historia universal de la infamia, como "el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética, alguna vez) ajenas historias". Habría que ver en estas tergiversaciones el coraje de un tímido que rehúye la incompartible realidad transformándola (negándola) a través del cristal de lo fantástico.
En Buenos Aires y a la vez desde el ángulo europeo, frecuentador vivencial de una literatura, de una cultura central todavía en su apogeo, Borges asiste a la decadencia del patriciado argentino, de sus clases altas, tocadas de muerte por el ascenso, primero, de las clases utilitarias que el neocolonialismo y el libre cambio patrocinan; después, por la avalancha del torrente inmigratorio y, medio siglo más tarde, por el aluvión zoológico de las masas soliviantadas demagógicamente por Perón en un populismo dirigido desde arriba bajo el signo de reivindicaciones justas, pero cuya realización el propio Perón iba a encargarse de frustrar antes aún de su derrocamiento y exilio, frustración que se completó al retorno de su prolongada ausencia y efímero régimen final, que concluyó con su muerte.
Esta realidad histórica, a lo largo de más de medio siglo, es la que Borges rechaza con la lucidez de su inteligencia, pero también con pasión visceral. Y son las contradicciones de su individualismo, deliberada y voluntariosamente solipsista, las que recoge su estética creativa con el poder de una concentración vertiginosa propio de un temperamento verdaderamente genial; pero son también las que le impiden -o le niegan- recoger las insinuaciones del porvenir. Cristal y humo, esta obra perfecta se cierra sobre sí misma, revolucionaria precisamente por el despojamiento y la intensidad de sus formas habitadas por la violencia del destino americano. Una violencia difusa e imperceptible de la que la escritura borgeana, como en el símbolo del Aleph, sería la puesta en abismo miniaturizada en sus más ínfimos e increíbles detalles.
Sobre los vestigios del neoclasicismo humanista, la obra de Borges cierra el ciclo del modernismo y abre las líneas precursoras de la narrativa contemporánea. "Sin la prosa de Borges", admite uno de los componentes del boom, "no habría, simplemente, moderna novela hispanoamericana". Lo hace prosiguiendo, no obstante, imperturbablemente, el mismo discurso de la tradición liberal en el momento de su crisis y disolución. La línea focal de su obra es como una asíntota al mundo de hoy. De espaldas a él, Borges se le aproxima a tientas sin tocarlo, negándolo con pavor, con apacible desesperación y autocompasión, desde la metáfora corporal de su ceguera. Ella le devuelve el cuerpo, el universo emocional que el universo del intelecto había devorado.
Por "espejo en oscuro", Borges ve ahora al "otro Borges", pero también la imagen internalizada de su realidad argentina y suramericana. Con su cavernoso balbuceo repetiría hoy sin ironía lo que dijo en El Sur con evidentes matices autobiográficos: "A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos".
En El País, Madrid, 29 de noviembre de 1982
Augusto Roa Bastos, Jorge Luis Borges y Marcos Denevi, Foto Centro Virtual Cervantes

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