24/3/17

Jorge Luis Borges: Invectiva contra el arrabalero







El lunfardo es una jerga artificiosa de los ladrones; el arrabalero es la simulación de esa jerga, es la coquetería del compadrón que quiere hacerse el forajido y el malo, y cuyas malhechoras hazañas caben en un bochinche de almacén, favorecido por el alcohol y el compañerismo. El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa: el arrabalero es cosa más grave. Parece natural que las sociedades padezcan su quantum de rufianes y de ladrones: en lo atañedero a los unos, Cervantes declaró que su oficio era de grande importancia en la república, y en cuanto al robo, el padre del Gran Tacaño dijo que era arte liberal, no mecánica. Lo que sí parece asombroso es que el hombre corriente y morigerado se haga el canalla y sea un hipócrita al revés y remede la gramática de los calabozos y los boliches. Sin embargo, el hecho es indesmentible. En Buenos Aires escribimos medianamente, pero es notorio que entre las plumas y las lenguas hay escaso comercio. En la intimidad propendemos, no al español universal, no a la honesta habla criolla de los mayores, sino a una infame jerigonza donde las repulsiones de muchos dialectos conviven y las palabras se insolentan como empujones y son tramposas como naipe raspado.

¿Influirá duraderamente en nuestro lenguaje esa afectación? El doctor don Luciano Abeille vería cumplirse en ella ese chúcaro idioma nacional que hace veinticinco años nos recomendó y prescribió; los lexicógrafos Garzón y Segovia ya le franquearon la hospitalidad de sus diccionarios (quizá para engrosar el volumen y la importancia de entrambos libros) y, finalmente, hay escritores y casi escritores y nada escritores que la practican. Algunos lo hacen bien, como el montevideano Last Reason y Roberto Arlt; casi todos, peor. Yo, personalmente, no creo en la virtualidad del arrabalero ni en su dictadura de harapos. Aquí están mis razones:

La principal estriba en la cortedad de su léxico. Me consta que se renueva regularmente, y que los reos de hoy no hablan como los compadritos del Centenario, pero se trata de un juego de sinónimos y eso es todo. Por ejemplo: ahora dicen cotorro en vez de bulín. El signo ha variado, pero la representación que muestra es idéntica, y eso no es riqueza, es capricho. En realidad, el arrabalero es sólo una almoneda de sinónimos para conceptos que atañen a la delincuencia y a los interlocutores de ella. Habrá un manojo de palabras para decir la cárcel, otro para el rufián, otro para el asalto, otro para la policía, otro para las herramientas del placer (así llamó don Francisco de Quevedo a ciertas mujeres), otro para el revólver. Esa pluralidad verbal o indigencia conceptual es muy explicable. El lunfardo es idioma de ocultación, y sus vocablos son tanto menos útiles cuanto más se publican. El arrabalero es la fusión del habla porteña y de las heces trasnochadas de ese cambiadizo lunfardo. Las Memorias de un vigilante, publicadas el año noventa y siete, registran y dilucidan prolijamente muchísimas palabras lunfardas que hoy han pasado al arrabalero, y que seguramente los ladrones ya no usan.

Esa intromisión de jerigonzas en el lenguaje, ni siquiera es dañina. El decurso de una lengua mundial como la española no es comparable nunca al claro proceder de un arroyo, sino a los largos ríos cuyo caudal es turbio y revuelto. Nuestro idioma, fortalecido en el predominio geográfico, en la universalidad de su empleo y en la fijación literaria, puede recibir afluentes y afluentes, sin que éstos lo desaparezcan; antes, muy al revés. El arrabalero es un arroyo Maldonado de la lingüística: playo, desganado, orillero, conmovedor de puro pobrecito, ciudadano de Palermo y de Villa Malcolm. ¿De dónde van a tenerle miedo el río y los mares?

El ejemplo de la germanía viene a propósito. La germanía fue el lunfardo hispánico del Renacimiento y la ejercieron escritores ilustres: Quevedo, Cervantes, Mateo Alemán. El primero, con esa su sensualidad verbal ardentísima, con ese su famoso apasionamiento por las palabras, la prodigó en sus bailes y jácaras, y hasta en su grandiosa fantasmagoría La hora de todos; el segundo le dio lugar preeminente en el Rinconete y Cortadillo, el tercero abundó en voces germanescas en su novela El pícaro Guzmán de Alfarache. Juan Hidalgo, en su Vocabulario de germanía, publicado por primera vez en 1609 y repetido en varias impresiones, registra las siguientes palabras que hoy pertenecen a nuestro público repertorio y que ya no precisan aclaración: acorralado, agarrar, agravio, alerta, apuestas, apuntar, avizorar, bisoño, columbrar, desvalijar, fornido, rancho, reclamo, tapia y retirarse. Es decir, quince palabras germanescas, quince palabras de ambiente ruin, se han adecentado, y las demás yacen acostadas en el olvido. ¡Qué envilecimiento bochornoso del español, qué peligro para el idioma! Si la germanía, jerigonza que registró un millar de vocablos y con la que se encariñaron escritores famosos, no pudo entrometerse plenamente en el castellano, ¿qué hará nuestro arrabalero, nuestro atorrantito y chúcaro arrabalero?

(En Buenos Aires son de vulgar frecuencia estas voces de germanía: soba, gambas, fajar, boliche y bolichero. Las tres iniciales conservan su significación primitiva de aporreamiento, piernas y azotar; las dos últimas ya no se dicen del garito y del coime, sino de la taberna y del tabernero. La traslación es fácil, si recordamos que garito y taberna pueden incluirse en un concepto genérico de lugares de reunión.

Poco numerosa pero notoria es la difusión del caló jergal en nuestro lunfardo. Guita, chamullar, junar, madrugar (adelantarse a herir), suenan con parecido son en el habla del chulo y en la del compadre; gil deriva de gilí, voz gitanesca que significa cándido, memo. Otra semejanza es la consentida por el calificar los objetos según la acción que ejercen. Así los ojos, que en germanía fueron los avizores, en porteño son los mirones; los zapatos allá son los pisantes, aquí los caminantes...

Ahondando en estas conformidades de jerga, señalaré que no en balde puso Quevedo en labios del rufianejo Pablos de Segovia, que "habiéndole sabido la Grajales bien y mejor que todas esta vida, determinó de pasarse a Indias con ella y de navegar en ansias los dos". Yo tengo para mí que nuestros malevos son la simiente de ese triste casal y no me maravilla que sus lenguas corroboren su sangre.

Jerga que desconoce el campo, que jamás miró las estrellas y donde son silencio decidor los apasionamientos del alma y ausencia de palabras lo fundamental del espíritu, es barro quebradizo que sólo un milagroso alfarero podrá amasar en vasija de eternidad. Para eternizarla, sería preciso hacerle pronunciar verídica pasión, alguna sorna criolla y mucha certidumbre de sufrimiento. No le faltan levantadas imágenes: en Saavedra he escuchado fogata por baile, y por bailar, prenderse en la fogata. También las hubo en la muerta germanía que llamó racimo al ahorcado y consuelo a la voz y viuda a la horca.

Sólo hay un camino de eternidad para el arrabalero, sólo hay un medio de que a sus quinientas palabras el diccionario las legisle. La receta es demasiado sencilla. Basta que otro don José Hernández nos escriba la epopeya del compadraje y plasme la diversidad de sus individuos en uno solo. Es una fiesta literaria que se puede creer. ¿No están preludiándola acaso el teatro nacional y los tangos y el enternecimiento nuestro ante la visión desgarrada de los suburbios? Cualquier paisano es un pedazo de Martín Fierro; cualquier compadre ya es un jirón posible del arquetípico personaje de esa novela. Novela, ¿novela escrita en prosa suelta o en las décimas que inventó el andaluz Vicente Espinel para mayor gloria de criollos? A tanto no me llega la profecía, pero lo segundo sería mejor para que las guitarras le dieran su fraternidad y lo conmemorasen los organitos en la oración y los trasnochadores que se meten cantando en la madrugada.

¡Qué lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por un gran verso! Buenos Aires es un espectáculo para siempre (al menos para mí), con su centro hecho de indecisión, lleno de casas de altos que hunden y agobian a los patiecitos vecinos, con su cariño de árboles, con su tapias, con su Casa Rosada que es resplandeciente desde lejos como un farol, con sus noches de sola y toda luna sobre mi Villa Alvear, con sus afueras de Saavedra y de Villa Urquiza que inauguran la pampa. Pero Buenos Aires, pese a los dos millones de destinos individuales que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble. La provincia sí está poblada: allí están Santos Vega y el gaucho Cruz y Martín Fierro, posibilidades de dioses. La ciudad sigue a la espera de una poetización.

Pero esa novela o epopeya aquí barruntada, ¿podría escribirse toda en porteño? Lo juzgo muy difícil. Hay las trabas lingüísticas que señalé; hay otra emocional. El idioma, en intensidad de cualquier pasión, se acuerda de Castilla y habla con boca sentenciosa, como buscándola. Esa nostalgia suena en estos versos del Martín Fierro: 

Nueva pena sintió el pecho 
por Cruz, en aquel paraje...



En La Prensa (Buenos Aires, 6 de junio 1926) 
Luego en El tamaño de mi esperanza (1926)


Dibujo de JLB: Compadrito de la edá de oro (1928)
en Un ensayo autobiográfico (GG/CL/Emecé, 1999) Vía


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