El hombre llegó del sur de Inglaterra en un amanecer del invierno de 1877. Rojizo, atlético y obeso, resultó inevitable que casi todos lo creyeran inglés y lo cierto es que se parecía notablemente al arquetípico John Bull. Usaba sombrero de copa y una curiosa manta de lana con una abertura en el medio. Un grupo de hombres, de mujeres y de criaturas lo esperaba con ansiedad; a muchos les rayaba la garganta una línea roja, otros no tenían cabeza y andaban con recelo y vacilación, como quien camina en la sombra. Fueron cercando al forastero y, desde el fondo, alguno vociferó una mala palabra, pero un terror antiguo los detenía y no se atrevieron a más. A todos se adelantó un militar de piel cetrina y ojos como tizones; la melena revuelta y la barba lóbrega parecían comerle la cara. Diez o doce heridas mortales le surcaban el cuerpo como las rayas en la piel de los tigres. El forastero, al verlo, se demudó, pero luego avanzó y le tendió la mano.
—¡Qué aflicción ver a un guerrero tan expectable derribado por las armas de la perfidia! —dijo en tono rotundo—. ¡Pero también qué íntima satisfacción haber ordenado que los victimarios purgaran sus fechorías en el patíbulo, en la Plaza de la Victoria!
—Si habla de Santos Pérez y de los Reinafé, sepa que ya les he agradecido —dijo con lenta gravedad el ensangrentado.
El otro lo miró como recelando una burla o una amenaza, pero Quiroga prosiguió:
—Rosas, usted no me entendió nunca. ¿Y cómo iba a entenderme, si fueron tan diversos nuestros destinos? A usted le tocó mandar en una ciudad, que mira a Europa y que será de las más famosas del mundo; a mí, guerrear por las soledades de América, en una tierra pobre, de gauchos pobres. Mi imperio fue de lanzas y de gritos y de arenales y de victorias casi secretas en lugares perdidos. ¿Qué títulos son ésos para el recuerdo? Yo vivo y seguiré viviendo por muchos años en la memoria de la gente porque morí asesinado en una galera, en el sitio llamado Barranca Yaco, por hombres con caballos y espadas. A usted le debo este regalo de una muerte bizarra, que no supe apreciar en aquella hora, pero que las siguientes generaciones no han querido olvidar. No le serán desconocidas a usted unas litografías muy primorosas y la obra interesante que ha redactado un sanjuanino de valía.
Rosas, que había recobrado su aplomo, lo miró con desdén.
—Usted es un romántico —sentenció—. El halago de la posteridad no vale mucho más que el contemporáneo, que no vale nada y que se logra con unas cuantas divisas.
—Conozco su manera de pensar —contestó Quiroga—. En 1852, el destino, que es generoso o que quería sondearlo hasta el fondo, le ofreció una muerte de hombre, en una batalla. Usted se mostró indigno de ese regalo, porque la pelea y la sangre le dieron miedo.
—¿Miedo?— repitió Rosas—. ¿Yo, que he domado potros en el Sur y después a todo un país?
Por primera vez, Quiroga sonrió.
—Ya sé —dijo con lentitud— que usted ha ejecutado más de una lindeza a caballo, según el testimonio imparcial de sus capataces y peones; pero en aquellos días, en América y también a caballo, se ejecutaron otras lindezas que se llaman Chacabuco y Junín y Palma Redonda y Caseros.
Rosas lo oyó sin inmutarse y replicó así:
—Yo no necesité ser valiente. Una lindeza mía, como usted dice, fue lograr que hombres más valientes que yo pelearan y murieran por mí. Santos Pérez, pongo por caso, que acabó con usted. El valor, es cuestión de aguante; unos aguantan más y otros menos, pero tarde o temprano todos aflojan.
—Así será —dijo Quiroga—, pero yo he vivido y he muerto y hasta el día de hoy no sé lo que es miedo. Y ahora voy a que me borren, a que me den otra cara y otro destino, porque la historia se harta de los violentos. No sé quién será el otro, qué harán conmigo, pero sé que no tendrá miedo.
—A mí me basta ser el que soy —dijo Rosas— y no quiero ser otro.
—También las piedras quieren ser piedras para siempre —dijo Quiroga— y durante siglos lo son, hasta que se deshacen en polvo. Yo pensaba como usted cuando entré en la muerte, pero aquí aprendí muchas cosas. Fíjese bien, ya estamos cambiando los dos.
Pero Rosas no le hizo caso y dijo como si pensara en voz alta:
—Será que no estoy hecho a estar muerto, pero estos lugares y esta discusión me parecen un sueño, y no un sueño soñado por mí sino por otro, que está por nacer todavía.
No hablaron más, porque en ese momento Alguien los llamó.
En El hacedor (1960)
Foto: Jorge Luis Borges y Franco Maria Ricci París, 1977
en Un ensayo autobiográfico (E/GG/CL, Barcelona, 1999) Vía