27/12/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 4]





Para Borges la realidad yacía en los libros; en leer libros, en escribir libros, en hablar de libros. Íntimamente tenía conciencia de estar prolongando un diálogo iniciado miles de años atrás. Un diálogo, a su juicio, interminable. Los libros restauraban el pasado. «Con el tiempo —me decía—, todo poema se convierte en una elegía.» No tenía paciencia con las teorías literarias en boga y acusaba en especial a la literatura francesa de no concentrarse en libros sino en escuelas y camarillas. Adolfo Bioy Casares me dijo una vez que Borges era el único individuo que, en lo que respecta a la literatura, «nunca se entregó a las convenciones, al hábito o a la pereza». Fue un lector desordenado que se contentaba, muchas veces, con resúmenes del argumento y con artículos enciclopédicos, y que por mucho que admitiera no haber terminado el Finnegans Wake, podía dar alegremente una conferencia sobre el monumento lingüístico de Joyce. Jamás se sintió obligado a leer un libro hasta la última página. Su biblioteca (que, como la de cualquier otro lector, era asimismo su autobiografía) reflejaba su creencia en el azar y en las leyes de la anarquía. «Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en una afición tan personal como la adquisición de libros.»
Este enfoque generoso de la literatura (que compartía con Montaigne, con Sir Thomas Browne, con Laurence Sterne) a su vez explica su aparición en tantas y tan variadas obras, hoy agrupadas bajo el denominador común de su presencia: la página inicial de Las palabras y las cosas de Michel Foucault, donde se cita una famosa enciclopedia china (concebida por Borges) en la cual los animales se dividen en varias sorprendentes categorías, como los «pertenecientes al Emperador» y los que «de lejos parecen moscas»; el personaje del bibliotecario ciego y asesino que, bajo el nombre de Jorge de Burgos, ronda la biblioteca monástica de El nombre de la rosa de Umberto Eco; la referencia esclarecedora y admirativa a un texto de 1932, «Los traductores de  las 1001 Noches», en Después de Babel, el insoslayable libro de George Steiner sobre la traducción; las palabras finales de «Nueva refutación del tiempo» pronunciadas por la máquina moribunda en Alphaville de Godard; las facciones de Borges fundiéndose con las de Mick Jagger en la escena culminante del fallido film Performance (1968) de Roeg y Cammel; el encuentro con el Viejo Sabio de Buenos Aires en Dead Man’s Chest de Nicholas Rankin y En la Patagonia de Bruce Chatwin. Durante los últimos años de su vida, Borges intentó escribir un cuento llamado «La memoria de Shakespeare» (el cual, si bien lo publicó a la larga, nunca juzgó a la altura de sus intenciones), la historia de un hombre que hereda la memoria del autor de Hamlet. Desde Foucault y Steiner hasta Godard y Eco o los más anónimos lectores, todos hemos heredado la vasta memoria literaria de Borges.
Se acordaba de todo. No necesitaba ejemplares de los libros escritos por él: aun cuando sostuviese que pertenecían al pasado olvidable, era capaz de recitar de memoria cada uno de sus textos para la frecuente estupefacción y delicia de sus oyentes. El olvido era un deseo recurrente, quizá porque lo sabía imposible; las lagunas de memoria, una afectación. A menudo le decía a un periodista que ya no recordaba su obra temprana; el periodista, para lisonjearlo, citaba algunos versos de un poema, y a veces se equivocaba; Borges corregía con paciencia la cita para continuar el poema de memoria y hasta el fin. Había escrito el cuento «Funes, el memorioso», que era, según decía, «una larga metáfora del insomnio»; también era una metáfora de su memoria implacable. «Mi memoria, señor —le dice Funes al narrador—, es como un vaciadero de basuras». Este «vaciadero» le permitía asociar versos caídos en desuso con otros textos más conocidos, y también disfrutar de ciertas páginas por el mérito de una sola palabra o de la mera música del texto. Debido a su colosal memoria, toda lectura era, en su caso, re-lectura. Sus labios se movían dibujando las palabras leídas, repitiendo frases que había aprendido hacía décadas. Se acordaba de las letras de los primeros tangos, recordaba versos atroces de poetas muertos hacía mucho, fragmentos de diálogos y descripciones tomadas de novelas y cuentos, así como adivinanzas, juegos de palabras o acertijos, largos poemas en inglés, alemán y español, a veces en portugués e italiano, ocurrencias y chistes y coplas humorísticas, versos de las sagas nórdicas, injuriosas anécdotas sobre personas conocidas o pasajes de Virgilio. Decía que admiraba las memorias inventivas, como la de De Quincey, quien podía transformar una traducción alemana de unos versos de un poema ruso sobre los tártaros en Siberia en setenta páginas «espléndidamente inolvidables», o como también la de Andrew Lane, quien, al volver a contar la historia de Aladino en Las mil y una noches, recuerda al malvado tío de Aladino apoyando una oreja contra el suelo a fin de oír los pasos de su enemigo al otro lado de la tierra: un episodio nunca imaginado por el autor original.
En ocasiones, cuando lo asalta un recuerdo, y más para su propia diversión que para la mía, empieza a contar una historia y acaba en alguna confesión. Discutiendo el «culto del coraje», como llama al código de los viejos cuchilleros porteños, Borges rememora a un tal Soto, matón de profesión, que oye decir al dueño de una pulpería que en el pago hay otro hombre con su mismo apellido. El otro resulta ser un domador de leones, miembro de un circo itinerante que ha venido al barrio a dar una función. Soto entra en la pulpería donde el domador está tomando un trago y le pregunta su nombre. «Soto», contesta el domador de leones. «El único Soto de este lugar soy yo —dice el malevo—, así que agarrá el cuchillo y salí pa’ fuera.» El aterrado domador es forzado a comparecer y es asesinado en aras de un código del que nada sabe. «Ese episodio —me confiesa Borges— lo robé para el final de “El Sur”.»
Si tenía preferencia por un género literario (aunque no creía en tal cosa), ese género era la épica. En las sagas anglosajonas, en Homero, en las películas de gángsters y en los westerns de Hollywood, en Melville y en la mitología del submundo de Buenos Aires, reconocía los mismos temas: el coraje y el duelo. El tema épico era para Borges una necesidad primordial, como la necesidad de amor, de felicidad o de infortunio. «Todas las literaturas siempre empiezan por la épica —solía afirmar—, y no por una poética intimista o sentimental.» Y citaba como ejemplo la Odisea. «Los dioses les tejen adversidades a los hombres para que las futuras generaciones tengan algo que cantar.» La poesía épica le llenaba de lágrimas los ojos.





Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 42-50
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio. Ésta en pág. 47
Al pie: cover de la edición papel


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