15/11/16

Jorge Luis Borges: Poetas de Buenos Aires




Al decir poetas de Buenos Aires no significa que voy a referirme a todos los poetas nacidos en Buenos Aires, sino sólo a algunos de aquellos poetas que han elegido como símbolo de sus emociones, o como escenario, la ciudad de Buenos Aires.
Que una ciudad pueda ser tema poético es algo relativamente nuevo. Casi podemos fijar una fecha en el tiempo. Es verdad que en Juvenal, por ejemplo, hay descripciones de la ciudad, pero esas descripciones tienen un carácter satírico: el poeta se queja de las incomodidades de la urbe…
Antes del siglo XIX, el sentimiento general es el expresado en un título famoso: Menosprecio de Corte y alabanza de aldea; tanto es así que cuando, a principios de siglo, Wordsworth escribe un soneto sobre la sensación de pureza y de belleza que sintió una mañana en Londres al atravesar el puente de Westminster, él mismo expresa su asombro y nos dice que nunca en las serranías o en los lagos —se refería a Westmarlaing—, nunca tuvo una sensación de paz tan profunda como la que tuvo esa mañana en el corazón de una gran ciudad que dormía. Es decir, que hubo para él, sin duda, y para los lectores, algo casi escandaloso y ciertamente nuevo en el hecho de que se cantara a una ciudad y a un momento de la ciudad, aunque este momento fuera sumamente tranquilo y vasto y vago, en el alba del principio del día.
Podríamos pensar también en De Quincey, quien, con su sensibilidad exacerbada, vio la belleza laberíntica de Londres. Podríamos recordar a Hugo, que dijo: Le poète sent le poids des âmes, el poeta siente el peso de las almas, y donde más tiene que sentirlo es en una gran ciudad, donde estamos rodeados de millones de almas. (Esto del peso de las almas, Hugo lo tomó de la teología de los antiguos egipcios, donde se pesan las almas en una balanza ante un tribunal.) Luego tendríamos que pensar en Dickens: al descubrir la niñez para la literatura, Dickens descubre asimismo la belleza de los barrios pobres, la belleza de los amaneceres cerca de ríos barrosos. Y también sería injusto no mencionar al poeta que se propuso, más que ningún otro, cantar la belleza de las ciudades, de las ciudades altas y crecientes: me refiero naturalmente a Walt Whitman.
El catálogo podría ser múltiple, pero lo que ahora nos preocupa, el tema que queremos tratar es el de algunos poetas de Buenos Aires.
La ciudad influye en todos los poetas, aun en aquellos que no la mencionan expresamente. Es el caso de Enrique Banchs. Hay un poema de Banchs en el cual habla de Buenos Aires, y es un soneto de la espléndida serie La urna. En ese soneto dice que él ve a la ciudad desde una altura, y luego el barrio con su vida laboriosa y miserable:
y se me alza en el pecho inolvidable
el gran amor de la ciudad nativa.
Es decir, él quiere a Buenos Aires por lo que ha sufrido en ella. Pero no hay una descripción; la ciudad está simplemente postulada.
Lo mismo podríamos decir de muchos pasajes de Lugones. Cuando en su Lunario sentimental Lugones nos dice que el tranvía cruza una pobre comarca de suburbios y de vagas chimeneas, pensamos en los barrios fabriles del sur de la ciudad, estamos en Barracas o en Avellaneda; pero todo está dicho así, al pasar.
Hubo un poeta que se propuso cantar concretamente un barrio de Buenos Aires, y ese poeta fue Evaristo Carriego. La importancia de Carriego es ante todo histórica; podría decirse que Carriego fue el primer espectador de los barrios humildes de la ciudad, pero no sé hasta dónde da la impresión de Buenos Aires. Recuerdo un poema suyo, de las Misas herejes, titulado “En el barrio”, que dice así:
Ya los de la casa se van acercando
al rincón del patio que adorna la parra,
y el cantor de barrio se sienta, templando,
con mano nerviosa la dulce guitarra.
Y más adelante:
Sobre el rostro adusto tiene el guitarrero
viejas cicatrices de cárdeno brillo,
en el pecho un hosco rencor pendenciero
y en los negros ojos la luz del cuchillo.
Y muestra, insolente, pues se va exaltando,
su bestial cinismo de alma atravesada:
¡Palermo, lo he oído quejarse cantando
celos que preceden a la puñalada!
Y luego tendríamos también aquellos versos sobre el organito, el ciego que lo oye, y que al final dicen:
¡Qué tristes lloraban los ojos del ciego!
Y aquel otro en que se describe un atardecer, y la gente y los hombres que bailan el tango en la vereda, como se bailaba entonces, al compás de la música del organito. En “El guapo” tenemos otra mención específica del barrio:
pues todo el Palermo de acción le respeta
y acata su fama, jamás desmentida.
Pero a pesar de todo esto, entiendo que esas poesías de Carriego quedan en pequeños cuadros, en cuadros de costumbres. Por lo menos, ahora no nos dan la impresión de Buenos Aires. Es verdad que está el nombre de un barrio preciso, pero esos cuadros podrían ser, digamos, de ciudades de la provincia de Buenos Aires, de Entre Ríos, de la República Oriental. No hay nada específicamente porteño, me parece. Carriego orilló la épica cuando escribió “El guapo”, y luego al final, se acogió a la anécdota sentimental, a veces sensiblera. De modo que yo diría que su importancia es más bien la de haber iniciado un tema.
Mencionemos a otros poetas. Reconozco más a Buenos Aires en los versos de Horacio Rega Molina, por ejemplo, en la “Carta a un domingo humilde”. Aquellos versos de:
Y el domingo es como una lata de caramelos
que en el atardecer ha sido terminada.
O en aquellos otros en que hay preferencias por las orillas:
Y allí quedaron dos, brava pareja
de alpargata plegada en el tobillo,
y de los que se quitan de la ceja
el rulo con la punta del cuchillo.
O aquel otro de “La fiebre” en que se habla del momento en que se oyen cantar los pajaritos del empapelado. Hay muchas cosas, muchas menciones precisas de Buenos Aires, o de lo que fue Buenos Aires, en los poemas de Rega: los llamadores, las puertas cancel, etcétera.
Más cerca de nosotros tenemos a Silvina Ocampo. Recuerdo un poema de ella que está todo hecho de imágenes de Buenos Aires. Es el que empieza diciendo:
Grandes patios con muchas ventolinas,
almacenes en todas las esquinas.
Y luego:
Un clavel en el turbio Maldonado,
un hombre en una plaza, desdichado.
Pero el efecto total del poema no se parece, entiendo, a Buenos Aires. Es decir, cada una de las líneas es precisa y es hermosa, pero la acumulación de esas líneas sugiere una variedad, sugiere algo pintoresco que no corresponde a Buenos Aires.
Apartémonos por un momento de los poetas que han querido cantar a Buenos Aires, y pensemos en la misma ciudad de Buenos Aires.
Imaginemos, y esto ocurre muchas veces, que llega un amigo extranjero, y que queremos mostrarle la ciudad. Entonces descubrimos inevitablemente que la ciudad es un poco invisible. ¿Qué podemos mostrarle a un extranjero? Podemos mostrarle el parque y los lagos de Palermo, que son ciertamente hermosos, pero que no pertenecen de un modo peculiar a Buenos Aires: pertenecen a cualquier gran ciudad. Si no, podemos llevarlo al barrio de la Boca, es decir, a un barrio extranjero en Buenos Aires, a un barrio que tiene una arquitectura distinta a la de cualquier otro suburbio de Buenos Aires. Los demás suburbios de Buenos Aires son más o menos iguales. Una calle de Saavedra se parece a una calle de Barracas o de Villa Luro. En cambio, la Boca tiene una arquitectura distinta; tiene un color local muy consciente y muy cultivado, que no puede representar el resto de la ciudad. Por eso los porteños vamos a hacer turismo a la Boca.
Y luego tendríamos el barrio Sur. Pero el barrio Sur es un poco como una idea que tenemos los porteños; a poco de recorrer la República, o a poco de recorrer el continente, vemos que fuera de una parte de Buenos Aires casi todo el país es barrio Sur. Así, toda ciudad argentina, salvo Córdoba, y me dicen Salta, consiste en pedazos, en manzanas del barrio Sur, o del barrio del Once, tiradas en medio de la Pampa o de las serranías. Y aun aquellos elementos que nos parecen típicos del barrio Sur, por ejemplo los patios, la higuera en el último patio, los zaguanes, la puerta cancel, las casas bajas, los balconcitos, todo esto se encuentra con mayor fuerza en cualquier otra ciudad de la Argentina o del Uruguay. En el barrio Sur está desapareciendo todo esto. El barrio Sur es como una imagen, una especie de superstición que nosotros mantenemos; casi podríamos decir que el barrio Sur no está en ninguna esquina del Sur, está más bien a la vuelta de cualquier esquina, es algo que está en el recuerdo más que en la realidad. Y para un extranjero que no tiene ese recuerdo, que no tiene por qué participar en esa convención, el barrio Sur (eso yo lo he comprobado más de una vez), es algo que se acepta, que se acepta cortésmente, pero con menos entusiasmo que resignación.
Sin embargo hay algo en Buenos Aires que hace que sea distinta de otras ciudades.
Quizá sea simplemente, digamos, la población numerosa, los muchos recursos. La verdad es que en toda la República y en el Uruguay, y acaso en otras repúblicas de América, hay gente que está pensando en Buenos Aires. Hay un sabor de Buenos Aires, y ese sabor tendría que haberse dado en la poesía. Efectivamente, se ha dado. Puedo hablar con alguna autoridad sobre ese tema, porque yo me dediqué durante muchos años a dar ese sabor peculiar de Buenos Aires.
En 1923 publiqué un libro injustamente famoso, llamado Fervor de Buenos Aires. En ese libro hay una evidente discordia entre el tema, o uno de los temas, o el fondo del libro que es la ciudad de Buenos Aires, sobre todo algunos barrios, y el lenguaje en que yo escribí, un español que quería parecerse al español latino de Quevedo y de Saavedra Fajardo. Hay una discordia evidente entre la imagen de Buenos Aires y el español latinizante de los grandes prosistas españoles de mil seiscientos y tantos, de modo que ese libro, para mí, es un libro que entraña un fracaso esencial.
Luego advertí ese error, que era evidente por lo demás, y escribí otro libro: Luna de enfrente. Para escribirlo recuerdo que adquirí un diccionario de argentinismos y traté de poblar el libro con todas las palabras que estaban allí. Hubo entonces un exceso de criollismo, de tono familiar, que tampoco es el tono de Buenos Aires. De suerte que un exceso de hispanismo arcaico en Fervor de Buenos Aires y un exceso de criollismo deliberado y artificial en Luna de enfrente hicieron fracasar a esos dos libros.
En otro posterior, Cuaderno San Martín (es algo que yo no he leído desde entonces, desde 1930), acaso hay, dicen, alguna página tolerable referida a Buenos Aires. Pero después, me dicen mis amigos, he encontrado el ambiente de Buenos Aires en puntos donde no lo he buscado deliberadamente, en puntos en que simplemente he mencionado algunos lugares. Es decir, he dejado que la imaginación y la memoria del lector trabajen por cuenta propia. Todo esto que yo hice era realmente superfluo; en cierto modo era tardío, no había por qué hacerlo, ya que en sus muchos libros Fernández Moreno había dado con la verdadera visión poética de Buenos Aires.
Dije al principio que Buenos Aires es una ciudad en cierto modo secreta, invisible; podemos compartirla, pero no podemos comunicarla a los otros. Y Fernández Moreno, con una delicadeza que podríamos llamar oriental, ha dado ese sentimiento de Buenos Aires. Recuerdo uno de sus poemas más memorables, en el cual narra un encuentro con Charles de Soussens, la noche que murió Rubén Darío. Los dos se encontraron en un café de la Avenida de Mayo; los dos lloraron la muerte del gran poeta que había renovado de este y del otro lado del mar la poesía de lengua española, y luego al alba se despidieron. Entonces Fernández Moreno describe, o mejor, evoca, menciona, el esplendor de la aurora hacia el oriente, y luego al pobre Soussens que se aleja claudicante, el pobre Soussens vestido casi míseramente, pero con bastón y guantes y galera. El último verso nos dice:
El sol manchaba de oro tu pobre yaqué verde.
Evidentemente, esto sucede en Buenos Aires en una fecha determinada.
Son también de Fernández Moreno aquellos versos en que le dice al arroyo Maldonado:
Tú no naces, tú mueres en todas partes.
Y otro, hecho de seis líneas, y esas seis líneas nos dan perfectamente, de un modo mágico (la poesía siempre es mágica) el centro de Buenos Aires. Dicen así:
Piedra, madera, asfalto.
¡Si me enterraran bajo el pavimento!
Piedra, madera, asfalto.
¡Y en una calle del centro!
Piedra, madera, asfalto.
Casi no estaría muerto.
De modo que lo que yo buscaba ya había sido encontrado. Claro que sólo él pudo hacer esto, porque quienes quisieron imitar ese estilo, que se creyó impresionista y que es mucho más, quedaron como el de Pedro Herreros, por ejemplo, en meras notaciones visuales, sin mayor profundidad de emoción.
Veamos ahora qué puede hacerse en el porvenir, qué es lo que queda por hacer. Hay una poesía popular de Buenos Aires; ahora nos sentimos identificados todos con esa poesía: la de las modestas letras de milonga y la de las letras de tango. Hace años publiqué con Silvina Bullrich un librito titulado El compadrito. En el prólogo dije que alguien, más allá de nombres propios y de topografías, podría hacer con el compadrito lo que Hernández había hecho del gaucho, y dije, además, que el destino, la ética que asociamos al nombre de compadre, ya estaba dada, aunque de modo fragmentario y parcial, en las innumerables letras de tango. Creo que según ciertas teorías, los romances podrían ser fragmentos de la epopeya; también podríamos suponer lo contrario, podríamos suponer romances que luego constituyeron una epopeya. Pues bien, tendríamos esa posible epopeya dada en los centenares y millares de letras de tango.
Al principio las letras de tango se referían simplemente al compadre. Eran entonces una continuación de las jactancias de la milonga, como por ejemplo aquella que decía:
Yo soy del barrio del Alto
donde llueve y no gotea
o la otra:
A mí no me asustan sombras
ni bultos que se menean.
O bien:
Yo soy del barrio del Alto,
soy del barrio del Retiro.
Yo soy aquel que no miro
con quien tengo que pelear
y a quien en el milonguear
ninguno se puso a tiro.
Luego hallamos como un eco de todo esto en aquellos tangos que eran la continuación de la milonga. Por ejemplo:
Siga el piano che
y dígame usté
si con este taita
va a poder el Norte.
Calá, che, qué corte,
calá, che, calá.
Y luego otros, en que se cantan las desventuras de las cárceles, ya que, como dijo Lugones en su Historia de Sarmiento, la poesía de los compadres estaba basada, como la de Ovidio, en la cárcel o en el amor o en el destierro. Ése era el tema, y esto es lo que queda por hacer.
En Juan Nadie, vida y muerte de un compadre, Miguel D. Etchebarne ejecuta ese proyecto de un compadre que sería todos los compadres, así como de algún modo Martín Fierro es todos los gauchos. Etchebarne ejecutó algo que parece imposible, y es escribir un poema orillero en el cual no hay, que yo recuerde, una sola palabra en lunfardo, porque el lunfardo está en la entonación, a la vuelta de cada verso, pero en ninguno de ellos, y ésta es la enorme diferencia que sentimos entre la poesía de Etchebarne y la de los poetas que han tomado el mismo tema y que han querido realizarlo usando palabras lunfardas, digamos Carlos de la Púa, o aquel otro, Yacaré, que me parece superior. Lo que ellos hicieron vino a quedar como una especie de mero ejercicio erudito, una acumulación de barbarismos y de palabras lunfardas. Además, esto no corresponde a la realidad, ya que nadie habla en lunfardo. Más bien, se intercala cada tanto tiempo una palabra en lunfardo. Pero esto no se hace con deliberación, sino con inocencia, y así los poetas que han escrito poemas en lunfardo han dejado algo totalmente artificial, algo que nada tiene que ver con el pueblo.
Hay además otra razón, y es que los payadores evitan el lunfardo. El pueblo tiene instintivamente la noción de que el arte es algo superior, algo que no debe mancharse, algo que debe ejecutarse con respeto. Y si necesitáramos algún otro testimonio de todo esto lo encontraríamos en el propio Martín Fierro.
A lo largo del Martín Fierro el poeta recurre a imágenes de la estancia, a metáforas tomadas en la vida pastoril. Nos dice, por ejemplo:
Mas nos llevan los rigores
como el pampero a la arena.
Se menciona el pampero, el viento de la llanura, y luego, al final del poema, Fierro se enfrenta con el Moreno (hermano del Negro asesinado por aquél en una riña), y entonces Hernández, como para mostrarnos las diferencias entre su poema y las payadas de los payadores, se olvida de los temas y del vocabulario del canto, y habla, por ejemplo, del canto del mar, del canto de la noche, se pregunta qué es el tiempo, qué es la medida. Es decir, se entra en lo metafísico, que es lo que hacen o quieren hacer los payadores. No olvidaré nunca una noche que entramos a un comité de la Chacarita con Osvaldo Horacio Dondo, y oímos una milonga que se llama la milonga de Arnold, y que fue compuesta, nos dicen, en la cárcel de Tierra del Fuego. En esa milonga se cuentan cosas de un conceptismo casi ingénito, como éstas:
La vida no es otra cosa
que muerte que anda luciendo
o bien:
La muerte es vida vivida,
la vida es muerte que viene
y después:
La vida no es otra cosa
que un resplandor de la muerte.
Eso es lo que busca el pueblo.
Me dicen que Etchebarne, después de haber escrito Juan Nadie ha querido hacer otro poema, no ya de las orillas de tierra o de agua de Buenos Aires, sino del mismo Buenos Aires. Y lo ha buscado en las letras de tangos. No sé de qué manera lo ha hecho, pero sin duda, ha elegido el mejor camino.
A estas expresiones que he mencionado, expresiones verbales de los poetas cultos y del pueblo, tendríamos que agregar otra, que es la expresión musical de Buenos Aires.
En alguna época, nos dicen, triunfaron los estilos, que se han perdido, luego la milonga y el cielito, y finalmente el tango. Es raro que en el tango encontremos todos como un reflejo, como una imagen de Buenos Aires, ya que el tango surgió en ambientes infames y correspondió a la vida de cierta clase de hombres. Sin embargo (esto es misterioso y debería estudiarse alguna vez), eso corresponde en nosotros, a una suerte de nostalgia. Quiere decir que así como otros países, Inglaterra por ejemplo, sueñan con el mar,* así nosotros tenemos como una nostalgia de un tipo de vida infame y cuchillera. Para todos los hombres, para todas las naciones del mundo, hay algo admirable en la idea del valor. Ciertamente la valentía es una de las mayores virtudes humanas. Nosotros vemos esa valentía simbolizada sobre todo en la pelea a cuchillo, del gaucho primero, y después del compadre.
Es muy curioso el caso de Adolfo Bioy Casares cuando en El sueño de los héroes nos da la evolución de un muchacho, un compadrito del barrio de Saavedra, que adora, que venera excesivamente a un señor, llamado el Doctor Valerga, que es un viejo criminal. Este viejo criminal, este viejo compadre, quiere enseñarle así, digamos, la ética de la pelea, de la violencia, aunque todo sea gratuito. El muchacho, sin darse cuenta, va salvándose de ese mundo. Hay un proceso alucinatorio que sería largo recordar aquí. En el último capítulo hay una pelea a cuchillo, y entonces se nos revela que ese viejo farsante, ese viejo embaucador, ya en cierto modo corruptor del muchacho, es también valiente. El muchacho muere salvado, y muere bajo el cuchillo de su maestro. En el último capítulo Bioy Casares ha salvado esa imagen porteña de la pelea a cuchillo. Eso está ahí como tenía que estar. Y todo está dado para nosotros en la letra, y más que en la letra —que puede ser deleznable— en la música del tango o de los primeros tangos.
Sólo he mencionado a algunos poetas de Buenos Aires. Quiero ahora recordar a uno más, olvidado con injusticia: Marcelo del Mazo, poeta de Buenos Aires porque escribió hacia 1909 o 1910 un poema titulado “Tríptico del tango”. Y en este poema tenemos dado en palabras, rendido en palabras, el vaivén, la evolución del tango. Esto no está descrito, no está definido abstractamente como lo hiciera Güiraldes en un poema titulado también “Tango”, que está en El cencerro de cristal, o como lo ha hecho Fernán Silva Valdés diciendo:
Tango,
eres un estado de alma de la multitud,
lo cual puede ser o no cierto, pero es un concepto abstracto. En cambio, Marcelo del Mazo nos deja ver el tango, y casi somos parte del poema. Dice así:
Cuando el ritmo de aquel tango
les marcó un compás de espera
como sierpes animadas
por un vaho de pasión,
se anudaron y eran gajo
de una extraña enredadera
florecida entre la lluvia
de los bichos del salón.
Áura m’hija, aulló el compadre
y la fosca compañera
ofreció la desvergüenza
de su cálido impudor
azotando con sus carnes
como lenguas de una hoguera
las vibrátiles entrañas
de aquel chusma del amor.
Persistieron en un giro
desbarraron los violines
y la flauta dijo notas
que jamás nadie escribió,
pero iban suavemente
al compás los bailarines
y despacio, sin saberlo
la pareja se besó.
Por último, tenemos estos cuatro versos que no son, como ya he dicho, una versión verbal del tango, sino que ya son el tango mismo:
La pareja iba a un ritmo,
de compás y de bravura
en la almohada del cabello,
apoyados sus frontales.
Tres manos sobre los hombros
y una garra en la cintura
era la última moda
del tango en los arrabales.
A grandes rasgos hemos visto lo que se ha hecho, y ahora podemos preguntarnos qué puede hacerse. No creo que la ciudad de Buenos Aires quede detenida por el tango o por su música. La ciudad de Buenos Aires ya es muchas otras cosas. Esto lo han comprendido los poetas. Poetas que, como César Tiempo, han captado el barrio judío, poetas de Belgrano o de Flores. Pero lo más importante de todo esto me parece el hecho de que alguien cante, no a la ciudad de Buenos Aires, sino desde la sensibilidad de Buenos Aires. Y es posible —tan compleja y misteriosa es la realidad—, que el futuro gran poeta de Buenos Aires, el futuro sucesor de Fernández Moreno y de Etchebarne, sea alguien que no necesite siquiera mencionar la palabra Buenos Aires.




[*] En la revista Gente, Nº 860, 14 de enero de 1982, en un reportaje titulado “El mar y yo”, Borges dice: “En los principios de la poesía inglesa se habla del mar. Siempre del amor al mar, del culto al mar, de la cercanía al mar. En cambio, en la poesía española, no. España nunca tuvo el sentido del mar. El descubrimiento de América casi no lo sintió la literatura española. En cambio, en la portuguesa, el mar está presente de una u otra manera. Los ingleses creo que han escrito las mejores cosas en torno al mar. Recuerdo un poema que se llama “El navegante”. Es del siglo IX. Fue escrito en inglés antiguo que es mucho más sonoro que el inglés actual. Hace referencia al Mar del Norte. Es una elegía. Tiene toda la fuerza del mar: No tiene ánimo para el arpa / ni para los regalos de anillos / ni para el goce de la mujer / ni para la grandeza del mundo. / Sólo anhela las altas corrientes saladas”. (N. del E.)


En revista Testigo, Buenos Aires, Año 1, Nº 1
enero-febrero-marzo de 1966 

Luego en Textos recobrados 1956-1986 
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 Maria Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003

Imagen: Borges por Huadi. Foto Gustavo Seiguer Vía


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