Borges profesor y estudiante
De Borges, lo que mejor recuerdo es la risa. Todavía la oigo resonar en el ámbito enmaderado de la sala Groussac, en la vieja Biblioteca Nacional, de la que era director. Ahí, en 1959, Borges, profesor titular de la cátedra de Literatura Inglesa en la Facultad de Letras, empezó a estudiar anglosajón, la lengua de Inglaterra entre el siglo V y el XI.
Era un frío sábado de otoño. Sé que era sábado y que la Bilioteca estaba cerrada porque el mismo Borges abrió la puerta principal de la calle México con una llave que buscó largamente en los bolsillos de su sobretodo. Los tres estudiantes de su cátedra, ateridos y respetuosos, esperábamos que Borges encontrara la llave y la metiera en la cerradura. Ya habíamos notado su impaciencia ante cualquier ofrecimiento de ayuda, el ademán brusco y leve a la vez con que apartaba una mano ajena y rechazaba el brazo que él no había buscado aferrar.
Borges era un ciego difícil. La peculiaridad de su ceguera —una entrenoche que se iluminaba de pronto— hacía que uno no supiera cuándo veía y cuándo no. Durante muchos años, caminando solo en pleno centro de Buenos Aires conservó la ilusión de que no había perdido la vista. A veces, antes de cruzar una calle, solía detener a una persona y pedirle que lo guiara entre automóviles. Otras, con una confianza suicida en los conductores, cruzaba sin ayuda. Esa mañana que describo todavía podría ver la cerradura de una puerta. Borges en 1959. El profesor, no el Poeta Ilustre.
La fama le llegó tarde pero de golpe y dispuesta a cobrarse cada minuto de privacidad. Con el tiempo aprendió a resignarse e incluso a divertirse con esta malversación ficcional de los más casuales de sus gestos, sobre todo la que generaba el periodismo. Hace cuarenta años, lo indignaba. Por no mostrarse furioso, se reía. La risa de Borges, cuando venía del enojo, era suave y mortífera. Aquella mañana en la Biblioteca Nacional, a punto de emprender el estudio de la lengua anglosajona con sus tres estudiantes, documenta los malentendidos que siempre rodearon a Borges.
Claramente había dicho que no iba a enseñar sino a aprender. Nos invitaba a acompañarlo en una aventura que para mí duraría unos cuatro años de encuentros semanales, de lecturas que más se parecían a un lento descifrar de palabras, al armado de versos sueltos que iban revelando un poema, que al aprendizaje de un idioma.
En el fondo, era un juego poético. Había algo heroico en jugarlo con unas pocas piezas: un par de libros, un diccionario, la memoria y, sobre todo, la imaginación. Había algo de orgullo también. No existían cátedras ni seminarios ni cursos de posgrado sobre anglosajón en ninguna universidad latinoamericana. Cuando dos años después Borges viajó a Texas como profesor invitado, asistió deliberadamente a las clases de inglés antiguo que dictaba un colega norteamericano. "Sabe menos que nosotros", me dijo Borges a la vuelta, entre desilusionado y satisfecho. Y agregó: "Qué raro, un americano tan tímido". No se le ocurrió pensar en el azoramiento del profesor cuando se encontró a Borges sentado entre sus estudiantes, escuchando la clase.
La decisión de entrar en el mundo de una poesía recién nacida y escrita en una lengua muerta se originó en la soledad de la ceguera. Había escrito un libro sobre literaturas germánicas, en colaboración con María Esther Vázquez. Había leído textos y poemas traducidos al inglés moderno, en busca, como tantas veces en su obra, de los orígenes, del camino inicial que lleva a Shakespeare, pero también atraído por la fascinación de la épica y por un deseo nostálgico de ser parte de ella, de afirmarse en la corriente de su ascendencia inglesa, los Haslam, que eran de Nortumbria.
Esta curiosidad, entre sentimental y literaria, le había proporcionado una base de conocimientos sobre el tema, pero la lengua era para él una puerta cerrada. En este momento de su vida otra puerta se había cerrado definitivamente: la que daba a los libros. Todos los libros. Podría ver aún, borrosamente, la silueta del mundo. Perfiles de una calle, a veces una cara, el reloj de bolsillo con enormes y negros números romanos que miraba acercándolo a los ojos, las tapas y el lomo de un libro, pero no podía leer.
Para un hombre que literalmente vivía de la lectura éste era el más atroz de los exilios. Se encontró inerme y en un país extraño. La lectura es un placer en soledad y esta soledad placentera ahora le estaba vedada. Para entrar a las páginas de un libro, necesitaba a otro lector que hiciera de intermediario. Tampoco podía escribir a solas. Obligado a dictar, la escritura de un cuento o de un poema ya no era una acción privada, siempre habría un testigo. La presencia del otro, la exposición del impulso secreto, todavía en borrador, ante alguien que no sabe, que no entiende, que juzga o discrimina, es un infierno para los escritores.
Fue en estos primeros día de su exilio que Borges escribió el "Poema de los dones".
Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración
de la maestría de Dios, que con magnífica ironía,
me dio a la vez los libros y la noche.
El poema se refiere específicamente a su nombramiento como Director de la Biblioteca Nacional, pero el tono de resignación, de pena y de asombro, la majestuosa cadencia del dolor contenido por la dignidad de los versos, revelan el impacto más profundo del golpe. Un estupor muy cercano a la asfixia.
A Borges nunca le faltó coraje. De ese infierno se hizo un purgatorio que disimuló con capas de bromas y de sincera gentileza. Era muy tímido y lo aterraba hablar en público. Pero se sobrepuso para dar conferencias y dictar clases en la Universidad. Convirtió la gran sombra de la Biblioteca Nacional en una biblioteca metafísica y se habituó a escuchar los libros ya que no podía verlos.
La memoria de Borges había sido una memoria obsesivamente visual. Me contaba con tristeza, sin vanidad alguna, que veía mentalmente la ubicación exacta de una frase en una página, la tipografía, el espacio que ocupaba un fragmento. Mientras la ceguera avanzaba, trabajó duramente en perfeccionar la memoria auditiva, recitando en voz alta, hablando como si recitara, recurriendo una y otra vez al texto o a los nombres que quería retener. Abandonó el verso libre y usó la rima de apoyo para recordar y corregir sus poemas antes de dictarlos. Cuando me hablaba de un cuento que se le había ocurrido lo sabía como si lo estuviera escribiendo, de modo que cada frase de una página en prosa estaba muy pensada y casi corregida antes de dictarse. El estilo conciso, perfecto, que deslumbraba a quien ocasionalmente le tomaba nota, era un producto de horas y de días de escritura en silencio. A su ya poderosa memoria natural le añadía una nueva, afinada en la desesperación y en el tedio.
Esta memoria, sin embargo, pedía ejercitarse y las conferencias, las lecturas, las charlas, no eran suficientes. Borges decidió que necesitaba una gimnasia intelectual muy diferente: aprender la lengua que habían escrito los ingleses del siglo IX al XII. Bromeaba: "Bueno, hago como esas señoras que siguen un curso de ikebana para llenar horas vacías": La horas vacías de aquel tiempo eran muchas.
En un momento de felicidad por el hallazgo de una nueva metáfora en uno de los poemas que traducíamos, me confesó: "Creo que si no me hubiera puesto a estudiar anglosajón me habría vuelto loco". También se reía de la indignación de su madre. Porque la madre, Leonor Acevedo, lo escuchaba recitar en inglés antiguo y rezongaba: "Si querés ponerte a estudiar, estudiá algo decente, como el griego. Esto es una lengua de brutos".
Aunque hoy parezca extraño, a Borges le costó reclutar compañeros de estudio entre sus alumnos. Hasta a mí, que lo recuerdo llegando solo y saliendo solo de la Facultad, sin la muchedumbre de espectadores que diez años después lo circundaría como un aura, hoy me parece raro. Pero la veneración de Borges, el mito de Borges, no había empezado aún y ni siquiera se insinuaba.
La cátedra era de Literatura Inglesa y Norteamericana. El profesor Jaime Rest dictaba la norteamericana. Su aula siempre estaba desbordante de alumnos. La de Borges no. En ocasiones, los estudiantes no eran más de diez, quince a lo sumo.
Borges era un escritor admirado (en nuestro país, a cierta distancia y con reservas porque no había recibido todavía el consagratorio Premio Formentor que compartió con Samuel Beckett) y un profesor algo exasperante. Inteligencia, humor, erudición, hacía de su hora de literatura inglesa una hora de espléndidas revelaciones literarias. Nadie lo negaba. Pero tampoco la tensión y la fatiga de escuchar una voz apagada por la timidez, cortada con frecuencia por el tartamudeo. La ceguera de Borges aumentaba la solemnidad de las clases. Había que guiarlo hasta la mesa encaramada sobre una tarima, había que ayudarlo a bajar. Uno tenía la sensación de que estaba hecho de cristal y que podía romperse en cualquier momento. El alumno que se ofrecía a conducirlo a la tarima sudaba bajo la responsabilidad y la mirada ansiosa de los otros.
En un libro que escribió su sobrino, Miguel de Torre, vi una foto poco conocida del Borges de esos años. Era la de un hombre mucho más joven, más robusto, más alto, que el anciano de piel blanca y traslúcida, de manos trémulas, que había guardado mi memoria. Un cuarto de siglo después de tomada esa foto, Borges se le parecería. Pero el Borges que conocí en la Facultad era un hombre muy fuerte, que agotaba a sus amigos en largas caminatas y conversaciones que duraban hasta la madrugada. La foto desmiente la imagen de intimidatoria ancianidad registrada por mis días de estudiante. ¿Había caído en la trampa de modificar los rasgos del pasado con el modelo del presente? Finalmente, descubrí la verdad. A los dieciocho, la edad que yo tenía, la gente de más de cuarenta, con arrugas y canas, ya nos parece vieja.
Una joven norteamericana que preparaba su tesis de doctorado sobre Borges me preguntó si era cierto que nunca aplazó a un alumno. Para su escándalo, le respondí que era muy posible. Uno de los motivos de la suspicacia que despertaba en el ámbito académico era su desprecio por los exámenes y las fichas. Pensaba que los exámenes eran ridículos. La literatura, sostenía, no debe estar sometida a un régimen de premios y castigos con números. "Estimulan la pedantería y desalientan la curiosidad." Cuando le decían que sin la obligación de rendir examen los estudiantes no estudiaban, respondía que le estaban dando la razón. Si por el temor de los exámenes acudían a los libros, se habían equivocado de carrera. ¿Por qué no se dedicaban al comercio? Y sobre las fichas: "Aquello que la memoria no guarda por placer, por amor o por necesidad, sólo merece guardarse en esa caja de zapatos". Coherente hasta el fin de sus días en su amor por la literatura, las clases que preparaba cuidadosamente tenían la misma calidad y originalidad de los ensayos que hoy se leen con infinita reverencia. Era un lector apasionado que hablaba para lectores, un escritor que se dirigía a futuros escritores, un guía de grandes obras (jamás citó la suya) en la selva de las teorías críticas de moda.
La inteligencia de Borges despertaba una admiración instintiva. Carecía de vanidad y de amor propio, no ocultaba su emoción cuando citaba versos de su autor favorito y sabía transmitir esa emoción. La voz débil e incierta se afirmaba entonces y tomaba una cadencia peculiar. El lento, grave balanceo de las frases, daba a las palabras una sonoridad extraordinaria. Uno sentía que en la memoria de Borges había un tesoro literario y que de ahí sacaba un puñado de joyas para despertar la codicia de los alumnos. Recuerdo la sonrisa de felicidad con que ponía punto y aparte a esas citas; Borges era uno de los raros escritores a quienes colma de alegría el acierto de los otros. Ya célebre por su erudición, se burlaba de los eruditos. Intelectual por excelencia, se retraía ante cualquier alarde de la razón que prescindiera de los sentimientos. Crítico apasionado, lo irritaba que la crítica nos fuera impuesta como lectura obligatoria. Era muy respetuoso del programa de estudios pero no vacilaba en apartarse del tema para divertirnos con anécdotas, aspectos menos conocidos y poco reverentes de los escritores o de las obras.
En Vlady Kociancich: La raza de los nerviososBuenos Aires, Seix Barral, 2006
Foto: Borges y Vlady Kociancich ca. 1960 por A. Bioy Casares