Que nuestro lector se imagine un carro. No cuesta imaginárselo grande, las ruedas traseras más altas que las delanteras como con reserva de fuerza, el carrero criollo fornido como la obra de madera y fierro en que está, los labios distraídos en un silbido o con avisos paradójicamente suaves a los tironeadores caballos, a los tronqueros seguidores y al cadenero en punta (proa insistente para los que precisan comparación). Cargado o sin cargar es lo mismo, salvo que, volviendo vacío, resulta menos atado a empleo su paso y más entronizado el pescante, como si la connotación militar que fue de los carros en el imperio montonero de Atila, permaneciera en él. La calle pisada puede ser Montes de Oca o Chile o Patricios o Rivera o Valentín Gómez, pero es mejor Las Heras, por lo heterogéneo de su tráfico. El tardío carro es allí distanciado perpetuamente, pero esa misma postergación se le hace victoria, como si la ajena celeridad fuera despavorida urgencia de esclavo, y la propia demora, posesión entera de tiempo, casi de eternidad (Esa posesión temporal es el infinito capital criollo, el único. A la demora la podemos exaltar a inmovilidad: posesión del espacio). Persiste el carro, y una inscripción está en su costado. El clasicismo del suburbio así lo resuelve y aunque esa desinteresada yapa expresiva, sobrepuesta a las visibles expresiones de resistencia, forma, destino, altura, realidad, confirme la acusación de habladores que los conferenciantes europeos nos reparten, yo no puedo esconderla, porque es el argumento de esta noticia. Hace tiempo que soy cazador de esas escrituras: epigrafía de corralón que supone caminatas y desocupaciones más poéticas que las efectivas piezas coleccionadas que en estos italianados días ralean. No pienso volear ese colecticio capital de chirolas sobre la mesa, sino mostrar algunas. El proyecto es de retórica, como se ve. Es consabido que los que metodizaron esa disciplina comprendían en ella todos los servicios de la palabra, hasta los irrisorios o humildes del acertijo, del calembour, del acróstico, del anagrama, del laberinto, del laberinto cúbico, de la empresa. Si esta última, que es figura simbólica y no palabra, ha sido admitida, entiendo que la inclusión de la sentencia carrera es irreprochable. Es una variante indiana del lema, género que nació en los escudos. Además, conviene asimilar a las otras letras la sentencia de carro, para que se desengañe el lector y no espere portentos de mi requisa. ¿Cómo pretenderlos aquí, cuando no los hay o nunca los hay en las premeditadas antologías de Menéndez y Pelayo o de Palgrave?
Una equivocación es muy llana: la de recibir por genuino lema de carro el nombre de la casa a que pertenece. El modelo de la Quinta Bollini, rubro perfecto de la guarangada sin inspiración, puede ser de los que advertí; La madre del Norte, carro de Saavedra, lo es. Lindo nombre es este último y le podemos probar dos explicaciones. Una, la no creíble, es la de ignorar la metáfora y suponer al Norte parido por ese carro, fluyendo en casas y almacenes y pinturerías de su paso inventor. Otra es la que previeron ustedes, la de atender. Pero nombres como éste corresponden a otro género literario menos casero, el de las empresas comerciales: género que abunda en apretadas obras maestras como la sastrería El Coloso de Rodas por Villa Urquiza y la fábrica de camas La dormitológica por Belgrano, pero que no es de mi jurisdicción.
La genuina letra de carro no es muy diversa. Es tradicionalmente asertiva -La flor de la plaza Vértiz, El vencedor- y suele estar como aburrida de guapa. Así El anzuelo, La balija, El garrote. Me está gustando el último, pero se me borra al acordarme de este otro lema, de Saavedra también, y que declara viajes dilatados como navegaciones, práctica de los callejones pampeanos y polvaredas altas: El barco.
Una especie definida del género es la inscripción en los carritos repartidores. El regateo y la charla cotidiana de la mujer los ha distraído de la preocupación del coraje, y sus vistosas letras prefieren el alarde servicial o la galantería. El liberal, Viva quien me protege, El porteño de Palermo, El vasquito del Sur, El picaflor, El lecherito del porvenir, El buen mozo, Hasta mañana, El record de Talcahuano, Para todos sale el sol, pueden ser alegres ejemplos. Otras veces, un dístico:
Del Abasto soy la flor
I de Palermo el mejor.
Qué me habrán hecho tus ojos y Donde cenizas quedan fuego hubo son de más individuada pasión. Quien envidia me tiene desesperado muere ha de ser una intromisión española. No tengo apuro es criollo clavado. La displicencia o severidad de la frase breve suele corregirse también, no sólo por lo risueño del decir, sino por la profusión de las frases. Yo he visto carrito frutero que, además de su presumible nombre El preferido del barrio, afirmaba en dístico satisfecho
Yo lo digo y lo sostengo
Que a nadie envidia le tengo.
y comentaba la figura de una pareja de bailarines tangueros sin mucha luz, con la resuelta indicación Derecho viejo. Esa charlatanería de la brevedad, ese frenesí sentencioso, me recuerda la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o la del Polonio natural, Baltasar Gracián.
Vuelvo a las inscripciones clásicas. La media luna de Morón es lema de un carro altísimo, con barandas ya marineras de fierro, que me fue dado contemplar una húmeda noche en el centro puntual de nuestro Mercado de Abasto, reinando a doce patas y cuatro ruedas sobre la fermentación lujosa de olores. La soledad es mote de una carreta que he visto por el sur de la provincia de Buenos Aires y que manda distancia. Es el propósito de El barco otra vez, pero menos oscuro. Qué le importa a la vieja que la hija me quiera es de omisión imposible, menos por su ausente agudeza que por su genuino tono de corralón. Es lo que puede observarse también de Tus besos fueron míos, afirmación derivada de un vals, pero que por estar escrita en un carro se adorna de insolencia (Hay ocasiones de repetir que son originales. ¡Qué invisible adverbio es últimamente, impreso en esta hoja; qué profecía de barullo cuando lo dice la indignación!). Qué mira, envidioso tiene algo de mujerengo y de presumido. Siento orgullo es muy superior, en dignidad de sol y de alto pescante, a las más efusivas acriminaciones de Boedo. Aquí viene Araña es un hermoso anuncio. Pa la rubia, cuándo lo es más, no sólo por su apócope criolla y por su anticipada preferencia por la morena, sino por el irónico empleo del adverbio cuando, que vale aquí por nunca (A ese renunciado cuando lo conocí primero en una intransferible milonga, que deploro no poder estampar en voz baja o mitigar pudorosamente en latín. Destaco en su lugar esta parecida, criolla de México, registrada en el libro de Rubén Campos El folklore y la música mexicana: «Dicen que me han de quitar - las veredas por donde ando; - las veredas quitarán, - pero la querencia, cuándo». Cuándo, mi vida era también una salida habitual de los que canchaban, al atajarse el palo tiznado o el cuchillo del otro). La rama está florida es una noticia de alta serenidad y de magia. Casi nada, Me lo hubieras dicho y Quién lo diría, son incorregibles de buenos. Implican drama, están en la circulación de la realidad, corresponden a frecuencias de la emoción: son como del destino, siempre. Son ademanes perdurados por la escritura, son una afirmación incesante. Su alusividad es la del conversador orillero que no puede ser directo narrador o razonador y que se complace en discontinuidades, en generalidades, en fintas: sinuosas como el corte. Pero el honor, pero la tenebrosa flor de este censo, es la opaca inscripción No llora el perdido, que nos mantuvo escandalosamente intrigados a Xul Solar y a mí, hechos, sin embargo, a entender los misterios delicados de Robert Browning, los baladíes de Mallarmé y los meramente cargosos de Góngora. No llora el perdido; le paso ese clavel retinto al lector.
J.L.B.
En la revista Sur
Buenos Aires, Año I, verano de 1931
Imagen: Vendedores ambulantes: un carnicero y su carreta
y un vendedor de ajos, fines del siglo XIX. Vía
y un vendedor de ajos, fines del siglo XIX. Vía