23/6/16

Jorge Luis Borges: Entrevista [Buenos Aires, junio de 1974]







Diálogo con el escritor, junto al lecho de Doña Leonor Acevedo. Borges y su madre: cuando huye el día
"No sé si estoy preparado para un desenlace amargo -confiesa el talentoso narrador-. Trato de estar a su lado todo lo posible y de mantener la calma". A los 98 años, su madre, pilar fundamental de su existencia, susurra que ya no quiere seguir viviendo.

A veces atiende el teléfono personalmente. Aunque él mismo se encarga de evitar el asedio periodístico, lo logra sólo a medias: su gusto por la plática es incontrolable. Y termina cediendo, recibiendo invisibles interlocutores de los que nunca desconfía.
Jorge Luis Borges es una confesión. No sabe de prevenciones con la prensa. Tal vez porque no le interesa el destino de sus declaraciones: jamás lee los reportajes que le hacen. Siete Días fue testigo, la semana pasada, de su último, palpitante drama familiar:
La vida de Leonor Acevedo de Borges, madre del escritor y su mayor sostén afectivo, se extingue. A los noventa y ocho años, ya no quiere abandonar el lecho. Su hijo la acompaña y la alienta. No puede dictarle —como antes — sus cuentos, sus poemas. El ciego memorable no sabe si está preparado para un desenlace inevitable y en su progresiva oscuridad hurga buscando a qué aferrarse. Sospecha que la falta de su madre podría resultar tan insoportable como el destierro.
Pese a la dolorosa circunstancia que atraviesa, Borges dialogó con Siete Días: se refirió a oníricos amores, al tango, a la literatura y, fundamentalmente, a Doña Leonor.

"Estuve enamorado muchas veces —comenzó recordando—. La primera fue de una prima mía, ya fallecida. Estuve muchos años enamorado de ella. Y un día, ya con el cabello blanco, se me ocurrió confesárselo. Me dijo que ya lo sabía, naturalmente: en aquel tiempo ella tenía más de veinte años y yo apenas contaba once o doce. Era lógico que lo supiera..."

Sus respuestas afloran mansamente, como una suerte de autoconfesión. Su departamento de la porteña calle Maipú vive la tensión de la hora. La charla se desovilló en el hall; en una pieza contigua está la anciana, rodeada de cuidados y llena de ansiedad. Borges, por su parte, deja fluir el reportaje, sin importarle el registro obstinado del grabador, interrumpido a veces por su vieja preocupación: el tiempo inexorable que, de un momento a otro, ha de llevarse a Doña Leonor. "Mi madre, tan criolla, está muy mal, es muy duro lo que sucede. Imagínese lo que significa para mí todo esto. Su decaimiento empezó hace tiempo a raíz de un accidente que tuvo. Ella se atragantó con un garbanzo. Entonces la operaron y le provocaron una lesión en la garganta. Mi madre me comenta: "Así como se dice antes de Cristo y después de Cristo, antes de la Hégira y después de la Hégira, yo puedo definir mi vida así: antes del garbanzo y después del garbanzo."

—Es obvio que aún mantiene el sentido del humor...
—Sí, todavía lo mantiene. Ella está lúcida, razón por la cual está desesperada. Lo peor es su lucidez. Sufre mucho pero tiene una paciencia tal que me asombra. Cuando cumplió noventa y siete años, me dijo: "Llegué a los 97 y se me fue la mano..." Es muy criolla para hablar. Yo soy criollo pero tengo una cuarta parte de sangre inglesa. Ella no. Soy bastante pro británico (eso es lo que dicen y es cierto), pero ambas cosas no se excluyen: soy muy argentino también. A mí me parece que sí. Alguien dijo una vez que yo no era argentino y luego tuvo que escribir una letra de tango. Creo que le puso "Mariposa nocturnal" (no figura en la base de datos de SADAIC, tal vez sea "Mariposa nocturna" sin la "ele"). Eso quiere decir que no tiene la menor idea de lo que es un tango o una milonga. Mis personajes, en cambio, son reales; algunos los he conocido, de otros he oído hablar... Pero tienen base. No sé... una de mis virtudes es la duda.

—¿Su madre no habrá jugado un papel decisivo en su formación, a la vez tan universalista y tanguero, no habrá influido en sus dudas?
—Todo lo contrario. Mi madre siempre me ha disuadido de eso.

—¿Por qué razón?
—Por razonamiento. Nada más. Por ejemplo: cuando yo le dije que iba a dedicarme a escribir la vida de Evaristo Carriego, me dijo que escribiera sobre Lugones o Almafuerte, que no hiciera tal cosa. Pero claro. Carriego era nuestro vecino de barrio. Iba todos los domingos a casa. Se lo argumenté y me dijo que todo el mundo tiene vecinos y eso no da para escribir un libro. Mi padre también me lo dijo. No podía entender mi propósito. Me recomendó escribir sobre Sarmiento y señaló que él jamás escribiría sobre Carriego. "Hacé lo que quieras", dijo. Pero yo lo escribí.

—De alguna manera, su libro sirvió para convertir en poeta mayor a Evaristo Carriego
—Tal vez yo haya influido. A veces es un misterio lo que pasa con los poetas menores: Evaristo Carriego ha permanecido tal como sigue vigente García Lorca.

El teléfono suena. Se redoblan los cuidados por la madre recluida en su lecho, contigua e invisible. Un abrir y cerrar de puertas lo sugiere. Borges, ciego y ameno, tan asombrosamente inteligente como infantil, confiado y extrañamente humilde, se distrae, su atención cambia de rumbo. La ancianidad de su madre y un desenlace inevitable están en el ambiente. El portentoso escritor es tocado en su punto más débil por ley de la vida. "Ella está muy impaciente —susurra—. Yo trato de mantener la calma. Hago lo posible por ello. Trato de estar a su lado todo lo posible y no sé si estoy preparado para aceptar un desenlace amargo, no sé. Ella está muy impaciente. Desde luego que sigo atendiendo mi cátedra en la Universidad Católica, aunque no soy católico, no soy cristiano tampoco, a pesar de que mi abuelo era muy religioso. Yo no deseo otra vida. Con ésta me bastó. A diferencia de Unamuno, que quería seguir siendo Unamuno, yo no quiero seguir siendo Borges, ya me alcanzó y me sobró con esto. He sufrido mucho, claro está. Yo creo que las únicas personas felices son las que no conocemos. En cuanto uno conoce a alguien con cierta intimidad, se da cuenta de que esa persona no es feliz."

Las causas perdidas

—Hace poco, su firma figuró entre las de otros escritores que pedían la liberación de Juan Carlos Onetti. Hay quien sostiene que esa firma influyó mucho...
—Bueno... no sé. En el caso mío creo que nadie puede tomarme por comunista. Eso tal vez haya servido de algo. Todos saben que no soy comunista ni nacionalista tampoco. Yo soy conservador, y ser conservador no quiere decir nada, es una forma de escepticismo político. Recuerdo cuando fui a afiliarme. Yo era radical por tradición y también mitrista. Eso no significaba nada. El caso es que fui a afiliarme al Partido Conservador y hablé con el jefe del Partido. Le dije: "Vengo a afiliarme, y me respondió "Usted está loco. De todas maneras vamos a perder". Y entonces armé una frase y le respondí: "A un caballero sólo le interesan las causas perdidas..."

—¿Onetti era una causa perdida?
—No, pero creo que es tan escéptico como yo. Su posición política la ignoro.

—¿Es cierto que usted, hasta hace poco, le dictaba sus cuentos a su madre?
—Sí, es cierto. Le he dictado alguno. Pero cuando lo hacía, el relato ya estaba más o menos compuesto. Ahora ya no puedo hacerlo.

—¿Se los dicta a una secretaría?
—No... no.

Abre un largo silencio, se inquieta en el sofá de época, parece molestarle la pregunta. Durante un rato permanece mustio, con su leve temblor, como envuelto en la zozobra. Se impone romper ese silencio en el instante preciso. Y pronto llega.

—Supongo, maestro, que usará un grabador...
—No, no me gusta el sonido de mi propia voz, no la entiendo. Yo tengo varias personas de buena voluntad que oyen mis relatos, que los escriben tal como los cuento. Todas ellas son mujeres, curiosamente, todas mujeres... En la Biblioteca Nacional yo tenía una secretaria excelente. Yo le dictaba. Luego dejó la Biblioteca, hecho un poco misterioso que no tiene nada de misterioso... Más tarde me convencí de que conviene dictar. El estilo se hace mucho más fluido, porque cuando uno escribe empieza a leer y releer. No se puede tener una persona trabajando durante mucho tiempo sobre cuatro líneas. ¿No le parece? Bueno, entonces dictar ayuda a lograr fluidez aunque siempre haya que corregir un poco. Yo, generalmente, hago tres borradores. Al cuarto, me resigno a lo que he escrito, con todas sus imperfecciones.

—Sin embargo, usted está considerado como uno de los narradores más perfectos del idioma. Eso dicen algunos críticos y la mayoría de los escritores latinoamericanos.
—Es un juicio demasiado generoso. No, no: eso no es cierto. A los setenta y cinco años uno ya conoce sus límites. Hay cosas que puede contar y otras que no. Muchas veces se me han ocurrido argumentos y se los he dado a otros escritores porque son ideas que no puedo ensayar siquiera.

—¿Sigue creyendo que el género mayor de la literatura es la poesía?
—No, actualmente me he convencido de que no hay una diferencia esencial. Yo jamás he escrito una novela porque no he sido lector de novelas. No es un desdén por el género, pero me produce cierta apatía. Antes era muy devoto de Dostoievski. Ya no lo soy porque hubo un momento en que me sentía leyendo a la fuerza. Luego me dije: "¡Qué raro... es un novelista genial!" Sin embargo, he leído dos o tres novelas suyas y no tengo interés en leer otras. En fin, eso me sucede. Creo que el mundo real es bastante fantástico como para intentar escribir literatura fantástica. Yo nunca sé si un relato mío es fantástico o real porque ignoro si tenemos derecho a saberlo. Emecé va a publicar mis obras completas este año; será un libro de mil cien páginas. Yo he dejado caer todo lo que no me gusta. Es una especie de regalo que me hace la editorial. Ahí está la labor de medio siglo...

—¿Está incluido todo lo que a usted le conforma realmente?
—No, hay muchas cosas que no me gustan, pero tienen que estar ahí porque dan una pauta de evolución.

—Algunos dicen que usted desconoce los temas sobre los que escribe, especialmente cuando habla de malevos.
—No es verdad eso. Están equivocados, porque conocí a muchos de ellos, muchas veces hablé con ellos. Por ejemplo: Hombre de la Esquina Rosada lo escribí con retazos de conversaciones con malevos y caudillos, gente con mucha muerte encima. Yo la única vez que vi matar a un hombre fue en la Banda Oriental, al Norte, en la frontera con Brasil. Estaba en una mesa con Enrique Amorim y oí dos balazos. A pocos metros de nosotros caía el hombre. Nos tomó por sorpresa esa muerte.

—Siempre menciona a la Banda Oriental. ¿Por qué razón?
—No sé a quién se le habrá ocurrido ponerle Uruguay. El propio himno dice: "Orientales, la patria o la tumba", la historia menciona a los "heroicos 33 Orientales". Sería más lindo, por la música de la palabra y por estar al oriente que se llamara Banda Oriental. Uruguay es una palabra difícil de usar. En fin, yo tengo muchos recuerdos de infancia allí y quiero mucho a esa tierra, la siento como propia.

—Borges, ¿cuál fue su barrio? ¿De dónde surgen todas esas memorias de cuchilleros que están en su obra?
—Bueno, fue Palermo. Ahora ha cambiado mucho. Cuando Evaristo Carriego escribió El alma del suburbio, eso era Honduras y Coronel Díaz. Pero el barrio más bravo era la parte de la calle Las Heras, se llamaba Tierra del Fuego. Luego hubo otro barrio lleno de rufianes calabreses y criollos. Era el barrio del arroyo Maldonado. Estábamos a cuatro o cinco cuadras de allí. De ese barrio, un poco más hacia Villa Crespo, eran Vacarezza y también Pacheco, el Oriental. En la zona de Maldonado se desarrollan varios cuentos míos y alguno que otro poema, así como milongas. Nicolás Paredes, por ejemplo, era un caudillo. Tenía algunas muertes encima. El nunca me hablaba de eso. Lo supe por el comisario de la zona. Pero por él supe mucha historia que luego desarrollé como pude. No sé si mal o bien, pero alguna vez dije... —la vista de Borges se torna más confusa que lo habitual, el esfuerzo de memorizar le da un leve hálito de misterio. El titubeo pasa y el escritor pronuncia la célebre cuarteta—: "Una mitología de puñales / lentamente se anuda en el olvido / una canción de gesta se ha perdido / en sórdidas noticias policiales".



Demasiados años

La interrupción llega abruptamente y los versos se vuelan. Es doña Leonor que lo reclama. Borges tiembla levemente y al ponerse de pie toma el brazo del periodista.

—Por favor, acompáñeme —pide como rogando.

Camina entre los pasillos que se supone llevan al cuarto de su madre. Su mano aprieta el brazo del desconocido. Por fin se abre la puerta, que descubre una habitación blanca: allí, en una antigua cama de dos plazas, la casi centenaria anciana está sentada como un pájaro herido, balbuceando algo ininteligible.

—Sí, madre —dice Borges—: estoy atendiendo a un periodista.

Un nuevo balbuceo es toda la respuesta.

—Te voy a presentar al señor.... no recuerdo el nombre.
—No importa.
Estrecho la mano de huesitos menudos y fríos que no quiere apartarse de esta otra mano anónima.
—Usted está muy bien, señora —argumento—, y pronto va a estar mejor. No se impaciente que todo pasará...
—No —alcanzo a oír—, no quiero seguir así. He vivido demasiados años.
—La verdad no importa —insisto—, ya verá cómo pasa.
—No puedo levantarme, no quiero levantarme —dice—, no, no tengo ganas.
Es imposible dejar esa mano de noventa y ocho años, aterida y llena de afecto. Borges me pide que sea breve y por fin ella la retira. Intento palabras de aliento que suenan inútiles, que no tienen respuesta, y me voy. Ya en el umbral de la puerta la sufrida anciana vuelve a decir algo.
—Quiere darle un beso —indica Borges.

De regreso a su lado, ya conmovido, acepto esa despedida con gusto amargo, final. Por la mejilla seca de doña Leonor rueda una lágrima; así quedó, sentada en el excesivo espacio del lecho, con un vaso de licuado en sus manos.

—Ya vuelvo, madre —dice su hijo y toma otra vez a su guía, mi brazo.

En el living se impone la despedida. El sol del mediodía porteño ya no entra por la ventana y la tarde avanza.

—Ha de ser doloroso estar ciego y ser un escritor...
—Sí, es doloroso. Pero yo lo dije bastante bien en un poema: "Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta designación de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio, a la vez, los libros y la noche".

Una nueva interrupción (es la hora del almuerzo) corta los versos. Varios portazos y la humeante luz de la cocina dicen a las claras que debo partir.

—Bueno, maestro, si gusta, un día, podríamos tomar una caña... —sugiero al abrir la puerta.
—Sí..., una caña podría ser. No sé. O tal vez un guindado.

—¿Un guindado?
—Sí, sí, mejor un guindado.

En las sombras del sexto piso de la calle Maipú quedó un ser desvalido, fabuloso y humilde. Sus contradicciones, el misterio de su sabiduría, su peligrosa sinceridad, forman un capítulo del mañana. Hoy, abrazado a los libros y al latido cada vez más leve de su madre, este célebre ciego vive un drama real, imposible de trazar en ficciones.


Reportaje: Enrique Estrázulas 
Fotografías: Carlos Campos
Borges con el entrevistador y con Leonor Acevedo
En revista Siete Días Ilustrados
23 de junio de 1974
Digitalización Mágicas Ruinas (2013)

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