29/5/16

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: La transmigración







El budismo, que ahora es una religión, una teología, una mitología, una tradición pictórica y literaria, una metafísica o, mejor dicho, una serie de sistemas metafísicos que se excluyen, fue al principio una disciplina de salvación, una suerte de yoga (la palabra yoga es afín a la palabra latina iugum, «yugo»). El mismo Buddha se negó siempre a discusiones abstractas que le parecieron inútiles y formuló la famosa parábola del hombre herido por una flecha y que no se la deja arrancar antes de saber la casta, el hombre, los padres y el país de quien lo hirió. «Proceder así, dijo el Buddha, es correr peligro de muerte; yo enseño a quitar la flecha». Con esta parábola respondió a quienes le preguntaban si el universo es infinito o finito, si es eterno o si ha sido creado.
Otra parábola refiere el caso de un grupo de ciegos de nacimiento que deseaban saber cómo era un elefante. Uno le tocó la cabeza y dijo que era como una tinaja; otro, la trompa y dijo que el elefante era como una serpiente; otro, las defensas y dijo que eran como rejas de arado; otro, el lomo y dijo que era como un granero; otro, la pata y dijo que era como un pilar. Análogo es el error de quienes pretenden saber qué es el universo.
De igual manera que la doctrina de Jesús presupone el Antiguo Testamento, la del Buddha presupone el hinduismo, del que ya era parte esencial la creencia en la transmigración. Esta creencia, que a primera vista puede parecer una fantasía, ha sido profesada por muy diversos pueblos en distintas épocas.
Entre los griegos, la doctrina se vincula a Pitágoras. Este, según Diógenes Laercio, dijo haber recibido de Hermes el don de recordar sus vidas pasadas; después de ser Euforbo fue Hermótimo y reconoció en un templo el escudo que aquel usó en la guerra de Troya. También los órficos enseñaron que el cuerpo es sepultura y cárcel del alma. Un fragmento de Empédocles de Agrigento dice: «He sido mancebo, doncella, arbusto, pájaro y mudo pez que surge del mar». También habló de su congoja y su llanto cuando vio la tierra y comprendió que iba a nacer en ese lugar. Platón, en el décimo libro de la República, narra la visión de un soldado herido que recorre los cielos y el Tártaro; allí ve el alma de Orfeo, que elige renacer en un cisne; la de Agamenón, que prefiere un águila, y la de Ulises, que alguna vez se llamó Nadie y ahora quiere ser un hombre modesto y oscuro. Según Platón, el ciclo de las reencarnaciones dura mil años, módica reducción griega de los kalpas o días de Brahma, que duran doce millones de años. Plotino, filósofo y místico, dice: «Las sucesivas reencarnaciones son como un sueño después de otro, o como dormir en camas distintas».
César atribuye la creencia en la transmigración a los druidas de Bretaña y de Galia. Un poema galés del siglo VI incluye esta enumeración heterogénea, que aprovecha las posibilidades literarias de tal doctrina:
He sido la hoja de una espada,
He sido una gota en el río,
He sido una estrella luciente,
He sido una palabra en un libro,
He sido un libro en el principio,
He sido una luz en una linterna,
He sido un puente que atraviesa sesenta ríos,
He viajado como un águila,
He sido una barca en el mar,
He sido un capitán en la batalla,
He sido una espada en la mano,
He sido un escudo en la guerra,
He sido la cuerda de un arpa,
Durante un año estuve hechizado en la espuma del agua.
Los cabalistas hebreos distinguen dos especies de transmigración: Gilgul (revolución) o Ibbur (fecundación). Acerca de la primera, se lee en un libro de Isaac Luria: «El alma de quien ha derramado sangre transmigra al agua y es arrastrada de un lado a otro, infinitamente; el dolor es más fuerte en una cascada». En la segunda, el alma de un antepasado o maestro se infunde en el alma de un desdichado, para confortarlo e instruirlo.
Los hindúes no han intentado demostraciones de la doctrina de la reencarnación, que es evidente y axiomática para ellos. El Libro de la ley de Manu contiene estas palabras: «El asesino de un brahmán encarna en el cuerpo de un perro, de un puercoespín, asno, camello, toro, cabra, carnero, bestia salvaje, pájaro, chandala y pullkaza»[8], según las circunstancias del crimen. «Quien roba vestidos de seda renace perdiz; si telas de lino, rana; si tejidos de algodón, garza; si una vaca, cocodrilo. Si roba perfumes selectos renace ratón almizclero; si orégano, pavo; si grano cocido, erizo, y si grano crudo, puercoespín. Si ha robado fuego renace grulla; si un utensilio doméstico, zángano; si vestidos encarnados, perdiz roja».
Una idea tan singular como esta de las transmigraciones del alma por cuerpos humanos, animales y aun vegetales, ha suscitado, como es natural, las reacciones más diversas. Citemos, a título de curiosidad, la hipótesis dietética de Voltaire. Según éste, los brahmanes juzgaron que un régimen carnívoro puede ser peligroso en la India y, para que la gente se abstuviera de comer carne, inventaron que las almas humanas suelen alojarse en cuerpos de animales. La prohibición hebrea de comer carne de cerdo se ha atribuido asimismo al temor de la triquinosis. Otra conjetura es que el rendimiento de la vaca es mayor como productora de leche que como animal de carne.
David Hume afirma que la doctrina de la reencarnación es la única que la filosofía puede aceptar y que todos los argumentos que prueban la inmortalidad del alma prueban también su preexistencia. Para Schopenhauer, hay en el mundo una sola esencia, la Voluntad, que asume todas las formas del universo; la transmigración es un mito que presenta de un modo sucesivo esa realidad eterna y ubicua.
En el Indostán, la doctrina de la transmigración implica una cosmología de infinitas aniquilaciones y creaciones periódicas. Al mencionar en primer término las aniquilaciones, seguimos el ejemplo de los textos originales; este orden desconcertó a los investigadores europeos, quienes no comprendieron de inmediato que el propósito era eludir toda idea de un comienzo absoluto del universo, tal como el que, verbigracia, se enuncia en el primer versículo del Génesis. Cada ciclo dura un kalpa; ciertas ilustraciones clásicas pueden ayudarnos a concebir estos períodos casi infinitos. Imaginemos una montaña de piedra de dieciséis millas de altura; cada cien años la roza una tela finísima de Benarés. Cuando ese roce haya gastado la alta montaña, no habrá pasado un kalpa. Notemos de paso que la astronomía moderna maneja cifras no menos vertiginosas.
La mente hindú se complace en la imaginación de vastos períodos de tiempo que, hasta hace poco, eran del todo ajenos a los hábitos de las mentes occidentales. En el siglo II de la era cristiana, el famoso teólogo Ireneo, obispo de Lyon, calculó seis mil años para la duración de la historia universal, correspondientes a los seis días del Génesis. Inversamente, a los hindúes los ha fascinado la contemplación y la fijación de plazos inmensos. Días, noches y años integran la vida de Brahma, pero cada día es un kalpa que equivale a 4.320.000.000 de años humanos. Cada kalpa comprende mil grandes períodos cósmicos, cada uno de los cuales se divide en cuatro yugas, llamadas Krita-yuga o Edad de Oro, Trêta-yuga o Edad de Plata, Duâpara-yuga o Edad de Bronce y Kali-yuga o Edad de Hierro. La primera dura 4.000 años divinos, es decir, 1.440.000 años humanos (ya que un año divino es igual a 360 años humanos); la segunda dura 3.000 años divinos, es decir, 1.080.000 años humanos; la tercera dura 2.000 años divinos, es decir, 720.000 años humanos, y la cuarta 1.000 años divinos, es decir, 360.000 años humanos. Esta compleja y virtualmente ilimitada cronología fue inventada entre la época del Rig-Veda y la del Mahabharata. Un pasaje de esta epopeya pone una larga exposición del sistema en boca del mono Hanuman, famoso como guerrero, mago y gramático.
Antes y después de cada yuga, hay un período llamado crepúsculo, cuya duración es una décima parte de la yuga. Así, la Krita-yuga consta de 4.000 años divinos; su crepúsculo anterior es de 400, el posterior de otros 400, que, sumados a los 4.000 de la yuga, dan un total de 4.800 años divinos o 1.728.000 años humanos.
En cada yuga disminuyen la longevidad, la estatura y la ética de los hombres; en la primera, por ejemplo, todos los hombres eran brahmanes. La época que atravesamos es la última. Brahma no es inmortal; sus días y sus noches tienen fin al cabo de 36.000 kalpas; muere y lo sustituye otro Brahma, que retoma el juego de emanaciones y de aniquilaciones, y así infinitamente.
Lo primero que aparece en cada período es el palacio de Brahma. El dios recorre sus recintos vacíos y se siente muy solo. Piensa en las otras divinidades; éstas renacen en el mundo de Brahma porque ya han agotado el karma que les permitía vivir en cielos más altos. Brahma supone que los dioses han sido creados por su deseo; los dioses comparten ese error, porque Brahma estaba en el palacio antes que ellos. Luego van surgiendo el monte Meru, la tierra, los hombres y los infiernos.
Para el budismo se distinguen dos especies de kalpas, los vacíos y los búdicos. Durante los primeros no nacen Buddhas; durante los segundos, una flor de loto anuncia el lugar en que crecerá el Árbol de la Iluminación.
Si cada reencarnación es la consecuencia de una reencarnación anterior, si nuestras dichas y desdichas actuales dependen de lo que hicimos en la vida pasada, es evidente que no puede haber un primer término de la serie. Para el Buddha, cada uno de nosotros ya ha recorrido un número infinito de vidas, pero puede salvarse de recorrer infinitas vidas futuras si logra la liberación o Nirvana. Aclaremos que infinito no es, para el budismo, un sinónimo de indefinido o de innumerable; significa, como en las matemáticas, una serie sin principio ni fin. Nuestro pasado no es menos vasto ni menos insondable que nuestro futuro.
Hemos dicho que cada encarnación determina la subsiguiente; esta determinación constituye lo que las escuelas filosóficas de la India llaman el karma. La palabra es sánscrita y deriva de la raíz kri, que significa «hacer» o «crear». El karma es la obra que incesantemente estamos urdiendo; todos los actos, todas las palabras, todos los pensamientos —quizá todos los sueños— producen, cuando el hombre muere, otro cuerpo (de dios, de hombre, de animal, de ángel, de demonio, de réprobo) y otro destino. Si el hombre muere con anhelo de vida en su corazón, vuelve a encarnar; es como si, al morir, plantara una semilla.
Radhakrishnan ha definido el karma como la ley de la conservación de la energía moral. También podemos considerarlo una interpretación ética de la ley de causalidad; en cada ciclo del universo, las cosas son obra de los actos humanos, que crean montañas, ríos, llanuras, ciénagas, bosques. Si los árboles dan fruto o si el trigo crece en los campos, los impulsa el mérito de los hombres. Según esta doctrina, la geografía es una proyección de la ética.
El karma obra de un modo impersonal. No hay una divinidad de tipo jurídico que distribuye castigos y recompensas; cada acto lleva en sí el germen de una recompensa o de un castigo que pueden no ocurrir inmediatamente, pero que son fatales. Christmas Humphreys escribe:
«Al pecador no lo castigan por sus pecados; éstos lo castigan. Por consiguiente no existe el perdón y nadie puede otorgarlo». Por el mero hecho de ser un sustantivo, la palabra karma sugiere una entidad autónoma; conviene recordar que sólo es una propiedad de los actos, que —según la índole de éstos— inevitablemente producen consecuencias adversas o felices. Karma es la ley del universo, pero no ha sido promulgada por un legislador ni la aplica un juez. Su operación es inexorable; en el Dhammapada se lee: «Ni en el cielo, ni en mitad del mar, ni en las grietas más hondas de las montañas, hay un sitio en que el hombre pueda librarse de una acción malvada».
La creencia en el karma enseña a la gente a sobrellevar con resignación las desventuras. Paul Deussen refiere que en Jaipur conversó con un mendigo ciego. Al preguntarle cómo había perdido la vista, el otro replicó: «En una vida anterior habré cometido algún crimen». En otras palabras: no hay sufrimiento inmerecido ni inmerecida felicidad. Los hindúes consideran la caridad como una ostentación y un error, ya que el desventurado no hace otra cosa que expiar culpas cometidas en una vida previa, y tratar de ayudarlo es demorar el pago inexorable de esa deuda. Por eso, Gandhi condenó la fundación de asilos y de hospitales. En la India, la fe en la transmigración es tan profunda que a nadie se le ha ocurrido demostrarla, contrariamente a lo que ocurre en la cristiandad, que abunda en pruebas sin duda irrefutables de la existencia de Dios. Fuera del ejercicio del ascetismo, casi todas las buenas acciones consisten en ayudar al prójimo; si esa ayuda está prohibida, uno se pregunta qué buenas acciones nos quedan.
Karma es el nombre general de la ley, pero es también lo que los teósofos llaman el cuerpo kármiko, es decir, el organismo o estructura psíquica que los méritos y deméritos del hombre tejen durante su vida y que, después de la muerte, crean otro cuerpo que se desempeñará en otras circunstancias.
Para el budista, los conceptos de transmigración y de karma son inseparables y hay quien los considera dos caras de la misma moneda. Para el occidental, el concepto de transmigración es claro o, a primera vista, parece claro, en tanto que el de karma se le antoja arbitrario y difícil. La teoría platónica o pitagórica de la transmigración presupone un alma que transmigra, una pura esencia inmortal que se aloja en un cuerpo y después en otro; el budismo, en cambio, niega la existencia de un Yo y recurre al karma para asegurar una continuidad de las diversas vidas. El concepto de una estructura complejísima que cada individuo va construyendo a lo largo de su vida se presta menos a la transmigración que el concepto de un alma individual que pasa de una forma corporal a otra forma. Esta inconcebible estructura, el karma, es acaso uno de los puntos débiles del budismo.
En el Visuddhimagga (Camino de la Pureza) está escrito: «En ninguna parte soy un algo para alguien, ni alguien es algo para mí». Análogamente, un contemporáneo del Buddha, Heráclito de Éfeso dijo: «Nadie baja dos veces al mismo río», sentencia comentada así por Plutarco: «El hombre de ayer ha muerto en el de hoy, el de hoy muere en el de mañana». El Camino de la Pureza declara: «El hombre de un momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive. El hombre del momento presente vive, pero no ha vivido ni vivirá». Para el budismo, cada hombre es una ilusión, vertiginosamente producida por una serie de hombres momentáneos y solos. La apariencia de continuidad que una sucesión de imágenes produce en la pantalla cinematográfica puede ayudarnos a comprender esta idea un tanto desconcertante. En la filosofía moderna, tenemos el caso de Hume, para quien el individuo es un haz de percepciones que se suceden con increíble rapidez, y el de Bertrand Russell, para quien sólo hay actos impersonales, sin sujeto ni objeto.
La hipótesis de la impermanencia del individuo ha sugerido comentarios irónicos. Se cuenta que un brahmán expuso la doctrina a un soldado de Alejandro de Macedonia; el soldado lo dejó hablar y luego lo derribó de un puñetazo. Ante las protestas del brahmán, el converso le dijo: «Ni fui yo quien golpeó, ni eres tú el golpeado». De la fugacidad del hombre de Heráclito se burló el pitagórico Epicarmo en una comedia. Un deudor moroso alega que ya no es el contrayente de la deuda; el acreedor acepta la excusa y lo invita a cenar. Cuando el deudor llega al banquete, los esclavos lo expulsan, porque el acreedor ya no es la persona que hizo la invitación.
Una famosa obra apologética del siglo II, Las preguntas del Rey Milinda, refiere un debate cuyos interlocutores son el rey de la Bactriana, Milinda (Menandro) y el monje Nagasena. Este razona que, así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de estas partes ni existe fuera de ellas. Los cinco elementos (skandhas) enumerados por el monje corresponden a una noción común de la psicología hindú; el penúltimo ha sido traducido también como subconsciencia o individualidad. Nagasena pregunta si la llama que arde al principio de la noche es la del fin; le responden que sí. Nagasena aplica estas analogías de la lámpara y de la llama al caso del hombre que, desde el nacimiento hasta la muerte, ni es el mismo ni es otro. Al cabo de varios días de diálogo, el rey griego se convierte a la fe del Buddha.
En el budismo hay seis condiciones para el hombre después de la muerte. Se las llama los Seis Caminos de la Transmigración y se las enumera así:
1) La condición de dios (deva). Estos seres han sido heredados de la mitología indostánica y, según ciertas autoridades, son treinta y tres: once para cada uno de los tres mundos. Deva y Deus proceden de la raíz div, que significa «resplandecer».
2) La condición de hombre. Esta es la más difícil de lograr. Una parábola nos habla de una tortuga que habita en el fondo del mar y asoma la cabeza cada cien años y de un anillo que flota en la superficie; tan improbable es que la tortuga ponga la cabeza en el anillo como que un ser, después de la muerte, encarne en un cuerpo humano. Esta parábola nos insta a no desaprovechar nuestra humanidad, ya que sólo los hombres pueden alcanzar el nirvana.
3) La condición de asura. Los asuras son enemigos de los devas y parcialmente corresponden a los gigantes de la mitología escandinava y a los titanes griegos. Una tradición los hace nacer de la ingle de Brahma; se cree que habitan bajo tierra y que tienen sus reyes propios. Afines a los asuras son los nagas, serpientes de rostro humano que moran en palacios subterráneos, donde conservan los libros esotéricos del budismo.
4) La condición animal. La zoología budista los clasifica en cuatro especies: los que no tienen pies, los que tienen dos pies, los que tienen cuatro pies y los que tienen muchos pies. Los jatakas[9] refieren vidas anteriores del Buddha en cuerpos de animales.
5) La condición de preta. Son réprobos atormentados por el hambre y la sed; su vientre puede ser del tamaño de una montaña y su boca como el ojo de una aguja. Son negros, amarillos o azules, llenos de lepra y sucios. Algunos devoran chispas, otros quieren devorar su propia carne. Suelen animar los cadáveres y merodear por los cementerios.
6) La condición de ser infernal. Sufren en lugares subterráneos, pero también pueden estar confinados en una roca, un árbol, una casa o una vasija. El Juez de las Sombras habita en el centro de los infiernos y pregunta a los pecadores si no han visto al primer mensajero de los dioses (un niño), al segundo (un anciano), al tercero (un enfermo), al cuarto (un hombre torturado por la justicia), al quinto (un cadáver ya corrompido). El pecador los ha visto, pero no ha comprendido que eran símbolos y advertencias. El Juez lo condena al Infierno de Bronce, que tiene cuatro ángulos y cuatro puertas; es inmenso y está lleno de fuego. Al fin de muchos siglos una de las puertas se entreabre: el pecador logra salir y entra en el Infierno de Estiércol. Al fin de muchos siglos puede huir y entra en el Infierno de Perros. De este, al cabo de siglos, pasará al Infierno de Espinas, del que regresará al Infierno de Bronce.


Notas

[8] Nombres de castas ínfimas.
[9] Fábulas sobre las reencarnaciones del Buddha

Título original: Qué es el budismo 
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Foto: Borges con Alicia Jurado (s-d)
Revista dominical de La Nación ca. 1980s


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