Poco antes de su partida de la Argentina, tuvimos una larga charla (con Borges) acerca de su trabajo reciente, sus creencias y sus dudas. Comenzamos conversando acerca de uno de sus últimos libros Los conjurados, donde se refiere a Ginebra como a “una de mis patrias”. Le pregunté por qué decía eso.
—Yo soy, de algún modo, suizo. Pasé mi adolescencia en Ginebra. Nosotros fuimos a Europa en el año 1914. Éramos tan “ignorantes” que no sabíamos que aquél era el año de la Primera Guerra Mundial. Quedamos atrapados en Ginebra; el resto de Europa estaba en guerra. De mi adolescencia ginebrina, todavía me queda un amigo, el doctor Simón Jichlinski. Los suizos son gente muy reservada. Tres amigos que yo tenía eran Simón Jichlinski, Slatkin y Maurice Abramowicz que era poeta y ha muerto.
—Usted lo recuerda en Los conjurados.
—Sí. Fue una noche muy linda. La viuda de Abramowicz, María Kodama y yo, estábamos en una taberna griega, escuchando música griega que es tan valerosa; y yo recordé el poema: “Mientras dure esta música, / mereceremos el amor de Helena de Troya. / Mientras dure esta música, / sabremos que Ulises volverá a Itaca”. Y sentí que Maurice no estaba muerto, que nadie realmente muere, porque todos aún proyectan su sombra.
—En Los conjurados, como en toda su obra, hay una permanente busca de sentido […]; ¿cuál es para usted el sentido de la vida?
—Posiblemente si nos lo explicaran, no lo entenderíamos. Podemos vivir sin comprender qué es el mundo, ni quiénes somos. Lo importante es el instinto ético y el instinto intelectual también, ¿no? El instinto intelectual es el de buscar y saber que uno no va a encontrar nunca. Creo que Lessing dijo que si Dios dijera que en su mano derecha tiene la verdad y en su mano izquierda la investigación de la verdad, Lessing le pediría a Dios que abriera la mano izquierda, es decir que le diera la investigación de la verdad y no la verdad. Desde luego, porque la investigación permite infinitas hipótesis y la verdad es una sola, y no conviene a la inteligencia, pues la inteligencia necesita la curiosidad. En cuanto a un Dios personal, alguna vez traté de creer en él, pero creo que ahora no. Recuerdo, a ese propósito, una frase admirable de Bernard Shaw: God is in the making, Dios está haciéndose.
—Aunque usted se presenta como un no creyente, hay en su obra algunas referencias a experiencias místicas. En La escritura del Dios usted dice: “Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra. Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo”. Parecería que cuando acepta sus circunstancias y las bendice, vuelve a su centro y se produce la iluminación. También en El Aleph, sólo cuando acepta sus circunstancias logra ver el punto en que coincide todo el cosmos.
—Es cierto, es la misma idea. Como no pienso en lo que he escrito, no había reparado en ello. Sin embargo es mejor que sea instintiva y no intelectual, ¿no le parece? Lo importante es lo instintivo en un cuento. Lo que el escritor quiere poner es lo de menos, lo importante es lo que pone a través de sí mismo, o a pesar de sí mismo.
—Otra idea que aparece en muchos de sus cuentos es la de la unión de todo lo creado, como cuando en La escritura del Dios, el sacerdote se da cuenta de que él es una de las hebras de la trama total, y que Pedro de Alvarado, que le dio tormento, es otra; o en Los teólogos, en que Aureliano y Juan de Panonia, aunque rivales, eran una sola persona, y en El fin, Martín Fierro y el Negro tienen un mismo destino.
—Es cierto. Pero yo no pienso en lo que he escrito. Pienso en lo que voy a escribir, que es generalmente lo que ya he escrito… levemente disfrazado. Estoy escribiendo un cuento en estos días sobre Segismundo, un personaje de La vida es sueño. Vamos a ver cómo me sale. Voy a releer La vida es sueño antes de escribir el cuento. Se me ocurrió hace algunas noches. Yo me desperté. Serían las cuatro de la mañana y no podía dormir. Y pensé, vamos a utilizar el insomnio, ¿no? Y de golpe recordé esa tragedia de Calderón que habré leído hace cincuenta años. Y me dije: “Aquí hay un cuento posible”. Se parecerá, aunque no demasiado a La vida es sueño. Para que se entienda que es así, va a titularse “Monólogo de Segismundo”. Un monólogo bastante distinto, desde luego. Creo que va a ser un buen cuento. Se lo he contado a María Kodama, ella lo ha aprobado. Hace bastante que no escribo cuentos, pero la fuente es ésa.
—¿Cuál fue la fuente de La escritura del Dios?
—Ese cuento es autobiográfico. Yo uní dos experiencias. Viendo al jaguar en el jardín zoológico, se me ocurrió que las manchas del jaguar parecían una escritura, cosa que no sucede con las del leopardo o con las rayas del tigre. Luego, me habían hecho una operación y yo tenía que estar de espaldas, sólo podía mover la cabeza a derecha o izquierda. Entonces uní esas dos ideas, la ocurrencia de que las manchas del jaguar parecieran una escritura y el hecho de que yo estuviera virtualmente preso. Hubiera sido más natural que el protagonista no fuera un sacerdote de no sé qué religión bárbara, sino un hindú o un hebreo, pero el jaguar tenía que ser ubicado en América. Eso me obligó a la pirámide, a los aztecas, porque el jaguar no podía ser usado en otra parte. Aunque Víctor Hugo describe el Circo romano y entre los animales están jaguars enlacés, jaguares enlazados, lo cual es imposible en Roma. Quizá tomaba leopardos por jaguares, o a Víctor Hugo no le importaba ese tipo de equivocaciones, como a Shakespeare tampoco.
—¿Considera como los cabalistas que el mundo entero puede estar presente en una palabra? ¿Cómo concibe usted el origen del universo?
—Yo soy fácilmente idealista. Casi toda la gente cuando piensa en la realidad piensa en el espacio, y las cosmogonías empiezan por el espacio. Yo pienso en el tiempo. Pienso que las cosas suceden en el tiempo. Creo que podríamos prescindir del espacio fácilmente, pero no del tiempo. Tengo un poema mío que se llama Cosmogonía. En ese poema yo digo que es absurdo pensar que el universo empieza por el espacio astronómico, que presupone por de pronto, la vista; y la vista viene mucho después. Más natural es pensar que al principio hubo una emoción. Bueno, es lo mismo que decir que en el principio fue el Verbo. Es una variación del mismo tema.
—Podríamos relacionar las distintas concepciones acerca del origen del mundo en Grecia, los pitagóricos, los hebreos…
—Curiosamente todos empiezan por el espacio astronómico. Está también la idea del Espíritu, que sería anterior al espacio, desde luego. Pero en general suele pensarse en el espacio. Los hebreos piensan en la creación del mundo a partir de una palabra de Dios. Pero esa palabra tiene que ser anterior al mundo… La solución la dio san Agustín. Mi latín es pobre pero, recuerdo la frase: Non in tempore, sed cum tempore Deus creavit… ordinem mundi. Es decir: “No en el tiempo sino con el tiempo Dios creó al mundo”. Es decir, crear al mundo es crear el tiempo. Si no la gente preguntaría: ¿qué hizo Dios antes de crear el mundo? Pero con esta aclaración se dice que no hubo un antes. Cosa que es inconcebible, desde luego, porque si yo pienso en un instante, pienso en el tiempo anterior a ese instante. Se nos dice que no hubo un tiempo anterior y quedamos contentos con lo inconcebible. ¿Un tiempo infinito? ¿Un tiempo con un principio? Las dos ideas son imposibles. Pensar que el tiempo empezó es imposible. Y pensar que no empezó, es decir, que vamos, como dice Shakespeare: the dark backward on the abysm of time, ¡¿qué raro, no?!, “el oscuro detrás en el abismo del tiempo”, tampoco es posible.
—Me gustaría que volviéramos a la idea de la palabra en el origen del mundo. Los hebreos buscan a través de métodos criptográficos y hermenéuticos, la palabra exacta.
—Sí, eso es la Cábala.
—Hace poco se dio a conocer […] que las letras que forman la palabra Torah aparecen en todo el Génesis, una por una y en estricto orden, a intervalos regulares de cuarenta y nueve letras, perfectamente integradas en el texto.
—¡Qué raro que la computadora se aplique a la Cábala! Es una cábala, claro. Yo no sabía que estaban haciendo esos estudios. Es lindísimo eso.
— […] ¿Es importante probar que la Escritura es palabra revelada para comenzar a creer en la existencia de Dios, o eso es algo que se siente más allá de las pruebas?
—Yo no puedo creer en la existencia de Dios a pesar de todas las estadísticas del mundo.
—¿Por qué?
—No sé. Es una incapacidad mía.
—Pero usted dice que en una época creyó.
—No. No en un Dios personal. Buscar la verdad, sí; pero pensar que hay un señor que se llama Dios, o a quien llamamos Dios, no. Es mejor que no exista, si no sería responsable de todo. Este mundo suele ser atroz, además de ser espléndido. Yo ahora me siento más feliz que cuando era joven. Estoy looking forward (esperando el porvenir), aunque no sé qué porvenir me queda, porque a la edad de ochenta y seis años, habrá sin duda mucho más pasado que porvenir.
—Cuando dice looking forward, ¿se refiere a seguir creando literariamente?
—Sí. ¡¿Qué otra cosa me queda?! Bueno, no. Me queda la amistad. Me queda de algún modo, el amor… y me queda sobre todo la duda, que es tan preciosa, ¿no? Es el don más precioso.
—Si no pensáramos en Dios como un Dios personal, sino como conceptos de Verdad, de Bien, ¿usted lo aceptaría?
—Sí, la Ética. Hay un libro de Stevenson que se llama Lay Morals, es decir Moralidad laica. La idea de una ley moral sin una creencia teológica. Yo creo que todos sabemos cuándo obramos bien o mal. Creo que la Ética es algo indiscutible ¿no? Yo, por ejemplo, habré obrado mal muchas veces, pero cuando obro mal, sé que obro mal. No se trata de las consecuencias. A la larga las consecuencias equilibran, ¿no? Se trata del hecho de obrar bien u obrar mal. Stevenson decía que del mismo modo que un rufián sabe que hay cosas que no se deben hacer, así un tigre, o una hormiga, sienten que hay cosas que no deben hacer. La ley moral penetra todas las cosas. Otra vez la idea de God is in the making.
—¿Y en cuanto a la Verdad?
—Yo no sé, sería muy raro que nosotros pudiéramos comprenderla. En un cuento mío, o una especie de cuento, hablo de eso. Yo estaba releyendo la Divina Comedia, y usted recordará que en el Primer Canto, Dante se encuentra con dos o tres animales, y uno de ellos es un leopardo. Luego el editor hace notar que llevaron a Florencia un leopardo en tal fecha, y que Dante habría visto ese leopardo, como todo ciudadano de Florencia, y por eso puso un leopardo en el Primer Canto del Infierno. Entonces, yo imagino que a ese leopardo un sueño le revela que él ha sido creado para que Dante lo vea y lo use en su poema. El leopardo en el sueño entiende eso, pero cuando despierta, naturalmente ¿cómo va a entender que él existe para que un hombre escriba un poema? Y luego yo digo que si a Dante le hubiera sido revelado por qué él ha escrito la Comedia, él podría entenderlo en un sueño, pero al despertar, no. Sería tan complicada la razón, como la otra para el leopardo.
—En “El espejo de los enigmas” usted dice, citando a De Quincey, que cada cosa es un secreto espejo de otra. Esa inquietud en busca de sentido está en toda su obra.
—Yo creo que sí. Es una ambición humana bastante común, ¿no? El que todas las cosas tengan explicación, o el pensar que uno pueda comprenderlas.
Tome usted por ejemplo las distintas concepciones acerca del origen del mundo de las que hablábamos hace un rato. Como yo no puedo imaginarme ni un tiempo infinito, ni un principio del tiempo, todo razonamiento es estéril, ya que de cualquier modo es inconcebible. Yo no he llegado a nada. Soy un mero hombre de letras, nada más. No estoy seguro de haber pensado nada en mi vida. Soy un weaver of dreams, un tejedor de sueños.
En diario La Prensa, Buenos Aires, 3 de agosto de 1986
Luego en Textos recobrados (1956-1986)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© Emecé editores
Buenos Aires, 2003
Foto: Borges y Amelia Barili [+]