30/3/16

Juan José Saer: Borges francófobo






«Nada gana el Quijote con que lo refieran de nuevo»: el 29 de enero de 1937, Borges publicaba esta frase en su columna literaria de la revista El Hogar, un semanario mundano para el que escribió, de 1936 a 1939, una serie de ensayos, reseñas bibliográficas y biografías sucintas de escritores contemporáneos. Seleccionadas y reunidas en libro en 1986, esas crónicas son sin duda el texto más importante de Borges aparecido en volumen desde El hacedor (1960). A diferencia de las autoimitaciones deslavadas de los años setenta, los Textos cautivos nos sumergen otra vez en la efervescencia borgiana de la década del treinta, y en los antecedentes teóricos inmediatos de muchas de sus páginas fundamentales. Al margen de los grandes mitos culturales de su obra, esos artículos periodísticos han preservado sus lecturas cotidianas y, sobre todo, el juicio que le merecen sus contemporáneos, de los que, salvo rarísimas excepciones, no se ocupan los ensayos críticos de Inquisiciones y de Discusión.
Las almas delicadas (de las que formo parte) deben abandonar toda esperanza antes de entrar: lo arbitrario se pasea con total libertad en esas páginas. En primer lugar, la predilección de Borges por la literatura anglosajona deja de ser un mero gusto estético para alcanzar las fronteras de la obsecuencia, y en cuanto a sus ideas políticas, no problem: se ajustan en todo a la doctrina oficial del Foreign Office. Pero a eso ya nos tenía acostumbrados. Su inclinación conocida por ciertos escritores de segundo orden (H. G. Wells, Chesterton, Leon Bloy) es complementada en esta antología por la exaltación o la mención de autores de tercero, de cuarto e incluso de ene-orden. Es verdad que, de los grandes, aparecen O’Neill, Joyce, Virginia Woolf, Faulkner, pero son únicamente estos dos últimos los que salen ilesos. Los elogios que reciben Pound, Joyce o Eliot vienen siempre acompañados de críticas severas. Así, Pound, por ejemplo, igual que Mallarmé y James Joyce, incurre en la «coquetería literaria» de usar la inteligencia para simular el desorden. Y Joyce, si bien es probablemente el escritor más eminente de su época, «sus primeros libros (anteriores a Ulises) no son importantes», y, en cuanto a Finnegans Wake, es una «concatenación de retruécanos cometidos en un inglés onírico y que es difícil no calificar de frustrados e incompetentes»: los de Jules Laforgue le parecen superiores. En compañía de estos rigores cuánta admiración, benevolencia o imparcialidad para autores como Ellery Queen, Louis Golding, Countee Cullen, Eddna Ferber e incluso Mae West (por su contribución a la literatura moderna y no al arte cinematográfico).
Una sola pasión puede compararse en intensidad a la anglofilia de Borges: su francofobia. Si no vacila en ser neutro con Mae West, complaciente con un tal Alan Griffiths (título de su novela: Of Course, Vitelli!), es implacable con Corneille, sangriento con Breton, desdeñoso con Baudelaire. Llama a Isidore Ducasse «el intolerable conde de Lautréamont» y afirma que Rimbaud fue «un artista en busca de experiencias que no logró». En media página, mata de un solo tiro dos pájaros de especies diferentes, Etiemble y Daniel-Rops; en otra ridiculiza a Romain Rolland, y en párrafos sucesivos se permite ser condescendiente con Jules Romains (a causa de una epopeya en verso) y con Lenormand. A pesar de que ya estamos en 1939 no se encuentra, en las 338 páginas del volumen, la menor referencia a Gide o a Proust. Dos autores se salvan de la hecatombe: Henri Duvernois, porque su libro «acaso no es inferior a los más intensos de Wells», y Robert Aron, autor de una novela llamada La victoria de Waterloo, título que podría explicar el entusiasmo de Borges, que no se priva de ilustrar a sus lectores: «el título puede parecer paradójico en París, pero para nosotros, los argentinos, Waterloo no es una derrota». A simple vista, adivinamos una especie de alergia a lo que Thomas De Quincey —uno de los maestros de Borges— llamó «las normas parisinas en materia de sentimiento».
Por curioso que parezca, esos dislates, esas manías —qué escritor no los comete o no las tiene—, todos esos extraños caprichos reunidos constituyen una excelente literatura, y Textos cautivos (el título es de los compiladores), por su sensatez teórica, por su gracia verbal, por su humor constante, merece figurar entre los mejores libros de Borges. Las «biografías sintéticas de autores» recuerdan las biografías de facinerosos de la Historia universal de la infamia, y las reseñas críticas, los resúmenes de libros imaginarios de los años cuarenta, con la delicia suplementaria de que muchos de los libros verdaderos que comenta son más inverosímiles que los ficticios. Fue probablemente el primero que habló de William Faulkner en idioma español: «en sus novelas no sabemos qué pasa, pero sabemos que lo que pasa es terrible». Es, me parece, gracias a las obligaciones didácticas de esos artículos periodísticos, que el barroquismo un poco decorativo de su prosa juvenil adquiere la sencillez y la precisión incomparable de los grandes textos de las dos décadas venideras.
Pero volvamos a un tema preciso de esas crónicas: Paul Valéry. En la «biografía sintética» más que sibilina que le dedica, adverbios, opiniones indirectas y adjetivos ambiguos, califican la prosa de Valéry, después de haber demolido en forma lapidaria su poesía. Según Borges, «Monsieur Teste es quizá la invención más extraordinaria de las letras actuales». Pero, en el contexto, «extraordinaria» no es necesariamente un elogio, y podemos interpretarla como «curiosa», «inverosímil», «monstruosa». Ya en un artículo importante de 1930, «La supersticiosa ética del lector», leemos que «el hábito hiperbólico del francés está en su lenguaje escrito asimismo: Paul Valéry, héroe de la lucidez que organiza, traslada unos olvidables y olvidados renglones de La Fontaine y asevera de ellos (contra alguien): les plus beaux vers du monde». Es verdad que a la muerte de Valéry, en 1945, Borges escribió su necrológica, en la revista Sur, pero, a pesar de algunos elogios de circunstancia, la sempiterna objeción vuelve a aparecer: «Valéry ha creado a Edmond Teste; ese personaje sería uno de los mitos de nuestro siglo si todos, íntimamente, no lo juzgáramos un mero Doppelgänger de Valéry». ¡Una idea fija! En Santa Fe, una tarde de 1968, es decir treinta y ocho años después de las primeras reticencias, durante una caminata se detuvo bruscamente y me lanzó a quemarropa: «¿No le parece una grosería de parte de Valéry llamar “Cabeza” (Teste) a un señor muy inteligente?»
La «biografía sintética» de Paul Valéry apareció en El Hogar el 22 de enero de 1937, es decir una semana antes de que apareciera, en un artículo sobre Unamuno, la frase que cito al principio: «Nada gana el Quijote con que lo refieran de nuevo…». Un año y medio más tarde, el 10 de junio de 1938, Borges reseña (y refuta) la Introduction a la Poétique, publicación en volumen del curso de Valéry en el Collège de France. De ese libro, Borges cita la idea de Valéry según la cual una verdadera historia de la literatura debería ser «una historia del espíritu como productor o consumidor de literatura, historia que podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor». Más adelante, analizando otros conceptos (en particular el de la literatura como resultado de una simple combinatoria de las propiedades del lenguaje y, por otra parte, el de que la obra literaria sólo existe en acto, lo que equivale a decir durante la lectura), Borges observa una contradicción: «Una parece reducir la literatura a las combinaciones que permite un vocabulario determinado; la otra declara que el efecto de esas combinaciones varía según cada nuevo lector». Y Borges analiza esa variación histórica de un texto literario, tomando como ejemplo un verso de Cervantes.
Espero que mis lectores ya perciban el sentido de mi demostración: en los escritos periodísticos que acabo de señalar está el origen del primer cuento de Ficciones, el primer cuento que Borges escribió, en 1939, después de un accidente grave, un cuento que, por otra parte, goza de una celebridad mundial y de una estima particular entre sus lectores franceses: me refiero a «Pierre Menard, autor del Quijote». Ese cuento ha servido a muchos estudiosos para deducir de él la quintaesencia de la poética borgiana, su manifiesto sobre la figura del creador y de su concepción de la literatura. En rigor de verdad, la idea que Borges tiene de la literatura es exactamente opuesta a la de Pierre Menard: su cuento es una sátira de «las normas parisinas en materia de sentimiento» y el personaje principal una caricatura, o una reducción al absurdo, de Paul Valéry. Comparar a Borges con su criatura sería, más que una equivocación crítica, una verdadera ofensa: para Borges, Pierre Menard es, en el mejor de los casos, un frívolo, y, en el peor, un plagiario y un charlatán.
«Pierre Menard…» es uno de los hechos más curiosos de la literatura contemporánea: un texto al que la crítica, que sin embargo rara vez deja de percibir su intención satírica, se obstina en interpretar al revés de lo que el autor se ha propuesto. Se ha querido ver repetidas veces en el personaje de Pierre Menard la figura emblemática de todo escritor, pero esa interpretación, que puede ser válida para todo el mundo, no lo es para Borges. De los diecisiete cuentos que contiene Ficciones, es el único claramente cómico, y en los otros cuentos en que se habla de escritores, como el «Examen de la obra de Herbert Quain» o «El milagro secreto», la concepción del trabajo y de la ética del hombre de letras (experimentación y dignidad política) contrastan sugestivamente con las ambigüedades de «Pierre Menard…». Casi treinta años después de haber escrito «Pierre Menard…», Borges compuso con Bioy Casares una parodia, «Homenaje a César Paladión», donde, con trazos un poco más gruesos, construye otra figura de plagiario. Los dos cuentos tienen aproximadamente el mismo esquema: un esnob se empecina en exaltar, contra toda evidencia, una personalidad literaria que no es otra cosa que un farsante. En los cuentos encontramos una situación narrativa idéntica: del personaje en cuestión, el lector sabe más que el narrador, ya que al lector le es permitido juzgar imparcialmente los elementos que presenta el narrador, a quien la admiración obnubila. Así el narrador de «Pierre Menard…», que no vacila en creer que su admirado maestro ha reescrito palabra por palabra ciertos capítulos del Quijote, se niega a examinar la cuestión capital de los borradores, esos borradores que nadie ha visto y que permiten legítimamente sospechar a los detractores de Menard que su supuesta reescritura no es más que una simple transcripción, es decir un plagio. Pero el plagio (que, por otra parte, es una obsesión borgiana y no únicamente en relación con una metafísica de la identidad) es ridiculizado no por razones morales, sino por ser el síntoma de una teoría literaria equivocada. El plagiario César Paladión llama a sus apropiaciones —Emile, Egmont, Le chien des Barkerville, Les georgiques en traducción española, e incluso De divinatione en latín, etcétera— una «ampliación de unidades», imitando el ejemplo de Pound o Eliot que en sus obras poéticas incluyen fragmentos de diversos autores. Su crédulo comentador menciona un tratado, La línea Paladión-Pound-Eliot que, como por casualidad, fue impreso en París en 1937. Demás está decir que Paladión es contemporáneo de Menard y que su exégeta lo compara con Goethe, con quien «comparte» un Egmont. Para el panegirista de Nîmes «el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes», que le parece innecesario y contingente, y no vacila en considerar a Cervantes un mero precursor del «simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste».
Es verdad que hay una ambigüedad deliberada en el cuento, pero su razón de ser está en la verosimilitud del contexto narrativo y no en una supuesta adhesión borgiana a las teorías literarias de su personaje. La alusión a John Wilkins y a Raymundo Lulio como antecedentes de la concepción que Valéry tiene del lenguaje y de la literatura no debe hacernos olvidar que, en repetidas ocasiones, Borges ha considerado el lenguaje universal de Wilkins y el Ars Magna de Lulio como meras curiosidades no exentas de ridículo. Esos pretendidos fundamentos teóricos de la práctica literaria de Menard no soportan el contraste con las enormidades —Cervantes precursor— que profiere su exégeta. La virulencia de la sátira excede incluso lo puramente literario: los amigos de Pierre Menard coquetean con el fascismo (alusión a D’Annunzio, otra bête noire de Borges), y el narrador —que algunos han confundido estúpidamente con Borges— se permite insidiosas alusiones antisemitas: «el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras».
Podemos pues afirmarlo sin vacilaciones: «Pierre Menard, autor del Quijote» es un arreglo de cuentas con la literatura francesa —o con la idea que Borges se hacía en los años treinta de la literatura francesa. Particularmente, con el simbolismo y el postsimbolismo y, personalmente, con la figura de Paul Valéry. Ignorarlo, equivaldría a ignorar l’element transatlantique de sa nature (Henry James). Excepción hecha de Flaubert, de algunos versos de Verlaine y del inenarrable Leon Bloy, Borges consideraba la literatura francesa como artificial y frívola. Que esa convicción era intensa lo demuestra el hecho de que llega a tratar de frívolo incluso a Pascal.
Obviamente, la frivolidad francesa es un lugar común, un prejuicio, y de ningún modo un concepto y, en general, las opiniones de Borges sobre la literatura francesa se manifiestan mediante observaciones satíricas o rasgos de malhumor. Tal vez habría que preguntarse si esas reticencias borgianas no revelan una suerte de incompatibilidad. Si en el mejor de los casos Pierre Menard no es un estafador, podríamos preguntarnos si lo que Borges critica en su método literario (el de Valéry), no es una especie de voluntarismo conceptual que él juzga inadecuado para la creación literaria. Si esto fuese verdad (y muchos textos de Borges que no puedo citar aquí podrían tal vez testimoniarlo) nos encontraríamos ante una curiosa paradoja: Borges sería exaltado por la crítica francesa en nombre de ciertos valores literarios a los que Borges se opuso durante toda su vida. Por una coincidencia histórica, la obra de Borges comienza a ser apreciada en Francia en pleno auge del formalismo estructuralista y postestructuralista, que ha puesto de relieve, preferentemente, una versión intelectualista de sus escritos. En mi opinión, esa versión es tan legítima como cualquier otra. De lo que no estoy seguro, es de que esa opinión pueda ser también la de Borges. Y no son sus salidas caprichosas de los últimos años, sino muchos de sus textos capitales los que me hacen dudar. Hacer de Borges una especie de discípulo de Pierre Menard es tan aventurado como identificar la filosofía política de Shakespeare con las ambiciones truculentas de Macbeth.
(1990)

Juan José Saer: El concepto de ficción (1997)
© 1997, Herederos de Juan José Saer
© 1997, Companía Editora Espasa Calpe Argentina S.A./Aries
Buenos Aires, Seix Barral, 2014 (cuarta edición)

Foto: Juan José Saer por Fabián Marelli Vía


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