Los años le han dejado unas palabras en guaraní, que sabe usar cuando la ocasión lo requiere, pero que no podría traducir sin algún trabajo.
Los otros soldados lo aceptan, pero algunos (no todos) sienten que algo ajeno hay en él, como si fuera hereje o infiel o padeciera un mal.
Este rechazo lo fastidia menos que el interés de los reclutas.
No es bebedor, pero suele achisparse los sábados.
Tiene la costumbre del mate, que puebla de algún modo la soledad.
Las mujeres no lo quieren y él no las busca.
Tiene un hijo en Dolores. Hace años que no sabe nada de él, a la manera de la gente sencilla que no se escribe.
No es hombre de buena conversación, pero suele contar, siempre con las mismas palabras, aquella larga marcha de tantas leguas desde Junín hasta San Carlos. Quizá la cuenta con las mismas palabras, porque las sabe de memoria y ha olvidado los hechos.
No tiene catre. Duerme sobre el recado y no sabe qué cosa es la pesadilla.
Tiene la conciencia tranquila. Se ha limitado a cumplir órdenes.
Goza de la confianza de sus jefes.
Es el degollador.
Ha perdido la cuenta de las veces que ha visto el alba en el desierto.
Ha perdido la cuenta de las gargantas, pero no olvidará la primera y los visajes que hizo el pampa.
Nunca lo ascenderán. No debe llamar la atención.
En su provincia fue domador. Ya es incapaz de jinetear un bagual, pero le gustan los caballos y los entiende.
Es amigo de un indio.
*El lector español debe imaginar que su historia ocurre en la provincia de Buenos Aires, hacia mil ochocientos setenta y tantos.
En La cifra (1981)
Foto: Borges en San Juan, 1984