24/2/16

Jorge Monteleone: Borges, el tiempo y la marea. Diálogo y retrato








Martin Amis, en el prólogo al notable libro de entrevistas literarias Visiting Mrs. Nabokov and Other Excursions (1993), afirmaba que “la humilde entrevista literaria está agonizando o envejeciendo”. Amis reducía a una especie de protocolo retórico los pasos previstos de ese encuentro. De todos modos, esa cínica declaración de Amis era, en verdad, un lamento. La entrevista literaria, en una época donde las celebridades “forman parte de su propio mecanismo publicitario”, por absurdo que sea, pasa a ser un género anacrónico y devaluado. La razón, me parece, obedece a un cambio en los modos de representación de lo imaginario.

Entrevistar a un escritor era un modo de realizar en el mundo aquello que Gaston Bachelard reclamaba para la lectura: confirmar un escenario de fantasmas. Todo lector apasionado por lo que Bachelard llamaba “la lectura feliz” debería situarse en una especie de orgullo del psiquismo que se adhiere a una imagen poética, como si esa imagen, de algún modo, volviera a escribirse ante nuestros ojos. En ese momento, sugiere Bachelard, revivimos, alentamos y a la vez reprimimos un deseo de ser escritores. Dicha simpatía y dicho deseo son inseparables de la admiración. La identificación admirativa del lector con el escritor persiste aun pasado el asombro feliz que antes despierta la imagen poética, como una figura que no sólo conmueve, sino también compromete nuestra propia experiencia estética. “Parece que el goce de leer −escribe Bachelard en La poétique de l'espace (1958)− fuera reflejo del goce de escribir, como si el lector fuera el fantasma del escritor”. Y en este punto comprendemos que ese acto imaginario de lectura y de escritura está sostenido por dos fantasmas: por la imagen de un sujeto que escribe palabras imaginadas a la vez por otro sujeto, que lee en el umbral mismo de la irrealidad, como si una melodía de música virtual se ejecutara en el espacio sonoro creado por dos instrumentos afinados. Por cierto, simplifico una experiencia muy compleja, pero quiero señalar que el interés del lector apasionado hacia el escritor −en su afán por conocer su biografía, sus costumbres, sus maneras, por soñar su voz y su semblante− nace en ese momento único. Parece, en el fondo, un acto mediúmnico: convocar la imagen que literariamente lo posee. Por esa razón, cuando la entrevista literaria conservaba sus fueros, se trataba de relatar un hecho casi mágico: narrar la encarnación de una proyección imaginaria, la figura de carne y hueso que el lector ha resguardado como a un numen. Esa figura, todavía, preservaba su aura.

Eso le ocurrió a Rilke, por ejemplo, cuando en mayo de 1900 entrevistó a Tolstoi. Recurro a un poeta eminente para eliminar el pensamiento de un reflejo jerárquico y autoritario de la posición del escritor respecto de la del lector. No se trata de eso. La identificación admirativa no es un acto de pasividad, sino la realización imaginaria del arte en su recepción, por limitada que fuera en sus alcances gnoseológicos. Cuando Rilke entrevistó a Tolstoi, su admiración de lector constató una figura aurática. Nunca lo había visto antes, pero sin duda había convocado su fantasma, que se volvía real. Al abrirse la puerta de Yasnaia Poliana vio al conde más pequeño, más inclinado, más blanco, que examinaba a los visitantes con una mirada clara y “los bendecía involuntariamente con alguna bendición indecible”. Mientras conversa en un paseo al aire libre, Rilke percibe que la figura del conde crece en el viento donde la gran barba ondea y que el rostro grave y marcado por la soledad permanece intocado por la tormenta. Cuando Martin Amis anuncia la muerte de la entrevista literaria está diciendo a su modo que ya son imposibles imágenes como las que Rilke refiere en la figura de Tolstoi y tal vez deplora esa pérdida. Acaso porque las figuras auráticas de la literatura son reemplazadas por las representaciones planas de la imago electrónica, en todos sus soportes, que neutralizan la distancia “reverencial” de la admiración, que multiplican los estímulos y generan cierta apatía que apenas puede alterar un apresurado asombro y luego confirmar la insensibilidad. Una especie de ataraxia sentimental transforma al modelo permanente en moda pasajera.

No obstante quiero contar, en ese contexto, mi propia experiencia de una entrevista literaria con Jorge Luis Borges, para dar la enésima versión de la más extraordinaria proyección imaginaria que ha realizado un escritor de este siglo en el espacio público. Se trata de ese Borges que también se ha impuesto como una especie de imagen mitológica, diría que aún aurática, aún venerable en una dimensión mundial (como lo han demostrado los festejos de su centenario en 1999) y que desde la literatura ha sorteado las trampas de los mass-media mediante una especie de autorrepresentación colmada por aquello que ya fantaseaba el texto “Borges y yo”. En Borges, esplendor y derrota (1996), María Esther Vázquez relató esta confesión de Borges, susurrada en 1985, rumbo a Rosario, para participar de una charla: “Hay un Borges personal y un Borges público, personaje que me desagrada mucho. Este suele contestar a reportajes y aparecer en el cinematógrafo y en la televisión. Yo soy el Borges íntimo, creo que no he cambiado desde que era niño, salvo que cuando niño no sabía expresarme”. Mi relato personal sólo quiere ser un testimonio del encuentro de un joven lector desconocido y apasionado con el escritor mitológico.

Entrevisté a Borges una noche de 1980. Habíamos acordado el encuentro unos quince días antes. Yo tenía entonces veintitrés años y preparaba una extensa monografía sobre su obra que pensaba concluir con una entrevista al autor sobre los tópicos tratados. Entonces Borges ya era para mí aquello que él mismo predicaba de Joyce o de Quevedo: “menos un hombre que una vasta y compleja literatura”.

Ésa era mi primera imagen de autor: una figura donde se confundía el bibliotecario vertiginoso con ese hombre que en “El Aleph” o “El Zahir” padecía una innumerable totalidad opresiva y era aludido como el narrador del cuento que afirmaba: “Aún, siquiera parcialmente, soy Borges”. Una imagen que era a la vez un lugar común, como las espadas, los laberintos y los tigres, creado por el autor. Busqué su nombre en la guía y hallé el de su madre: Leonor Acevedo de Borges. Marqué el número: me atendió él mismo. Era sumamente fácil hablar con Borges, aunque yo estaba demudado porque esa voz precipitaba la imagen imposible en un temblor del todo humano. Se lo hice saber aunque, naturalmente, no de un modo tan pomposo. Me dijo que podía entenderme, ya que, sin querer compararse, recordaba lo que él mismo había sentido en los años veinte al conocer a Rafael Cansinos Assens. Convinimos una nueva llamada para fijar el encuentro.

La noche del sábado 18 de octubre viajé desde Ramos Mejía, donde vivía con mis padres, al centro, y llegué hasta el 6º piso, departamento B, de la calle Maipú 994. Eran las ocho en punto. Fani −es decir, Epifanía Uveda de Robledo, la señora que acompañó a los Borges casi cuarenta años− abrió la puerta. Yo sólo pretendía grabar mi conversación con un incómodo y gigantesco magnetófono durante una hora y escapar como un ladrón. Pero Borges me esperaba muy serenamente, con su traje oscuro y su bastón, dispuesto a salir. 

−¿Conoce la comida china?− me preguntó, perentorio. Era evidente que tenía todo previsto al citarme a las ocho. 

−Jamás la probé− le respondí con una falsa seguridad que escondía un terror áulico. 

−No importa −dijo−. Yo voy a ser su iniciador.

Borges me tomó del brazo y miró con resolución hacia adelante. La ceguera de años le había dado un aire marcial y como envarado, que amonestaban la fragilidad y la lentitud. Era un hombre de ochenta y un años, pero yo apenas lo creía. Yo y mi cuerpo desgarbado padecíamos una especie de petrificación medusea, una fascinación que, según los tratadistas, consiste en el dominio irresistible que se ejerce sobre alguien con la mirada. Que ese poder fuera ejercido por los ojos acuosos de un ciego parecía aumentar el efecto. Borges caminaba hacia adelante, pero no hacia la puerta: yo no podía ser su lazarillo, como no fuera por mi actitud perruna. Fani se impacientaba: “La puerta está acá, Borges”, dijo con firmeza. El Gran Viejo se detuvo, intrigado. A la derecha de la puerta de salida había una biblioteca en la cual se hallaban todos los volúmenes de la Enciclopedia Espasa Calpe que la editorial le había regalado hacía poco. “Estaba caminando hacia la Enciclopedia, Borges”, le dije por toda excusa. 

−Caramba −respondió− ¡Cómo me tiran los libros!

El restaurante estaba a la vuelta de Maipú, no recuerdo si en Esmeralda o Paraguay, en un subsuelo. Eso significaba que debía bajar las escaleras −es decir, acompañar a Jorge Luis Borges a bajar las escaleras− y abrirle la puerta batiente que, sin duda, cedería hacia afuera, con lo cual el precario equilibrio de un hombre ciego que dependía de su acompañante se vería en serio peligro. Me hallaba junto a un caballero impasible del siglo XIX, que parecía esperar el callado paso en falso: ese hombre era, perdónese la hipérbole, la Literatura Argentina. No: también era Shakespeare, era Cervantes, era Joyce, era Kafka el que estaba en manos de un medroso debutante del desastre. Nada grave ocurrió, pero el descenso, con manos confundidas y vacilaciones y carraspeos, no fue del todo elegante.

Nos sentamos a una mesa y Borges comenzó a describirme los platos que comeríamos: las empanaditas chinas, el sencillo arroz mixto y “unos frutos de sabor particular, que no se parecen a ningún otro, llamados lychees”. Beberíamos agua y café. Luego de ordenar el pedido me solicitó, a cambio, que le describiera el lugar. Yo nunca había estado en un restaurante chino y en esos años, por lo demás, no había muchos en Buenos Aires. Si además ése se llamaba, como creo recordar, La Cantina China, su indecisión entre lo xeneize y lo oriental despertaba todas mis sospechas.

−No creo que este lugar sea suficientemente chino −comencé−. Hay mucho rojo, hay farolitos de papel y en el techo se ven figuras de dragón. 

−Entonces no se queje −me interrumpió−. El dragón es el animal sagrado de la China−. Y comenzó a hablarme de dragones. Pudo haber dicho que el pueblo chino cree en los dragones más que en otras deidades, porque los ve con tanta frecuencia en las cambiantes nubes. 

Cuando sirvieron la comida me pidió que le indicara el lugar donde estaba su plato, su vaso y el cubierto. Comíamos y hablábamos, pero yo no podía dejar de mirarlo, de acechar cada movimiento. Algo tan trivial era, para mí, como el oficio de una ceremonia. Veía a Borges tantear los copos del arroz blanco, beber el agua, buscar el pan, con despreocupación alerta. Había a veces un temblor brusco en la mano impaciente por hallar lo que buscaba y luego un gesto veloz hacia la boca, distraída. Parecía disfrutar de la comida y, entretanto, yo me serenaba. Sé que hubo un momento en que todo pareció normal y acostumbrado, un momento fugaz y dócil donde el hombre alcanzaba de pronto la densidad somera de la circunstancia, el aire mortal de un día perdido, mientras transcurría una cena sencilla en Buenos Aires, en el ochenta −es decir, bajo la dictadura− como una débil luz en la monotonía del horror.


Bajo la dictadura. En un momento casual de la conversación, advertí que Borges tenía, al menos, una idea de lo que ocurría. Supe tiempo después que en ese año había firmado una solicitada aparecida en el diario Clarín el 12 de agosto de 1980, en la cual se reclamaba a las “autoridades nacionales”, en solidaridad con los familiares de las víctimas, que “se publiquen las listas de desaparecidos” y “se informe sobre el paradero de los mismos”, aunque en mayo de 1976 Borges había tenido su encuentro con el dictador Videla, junto a Ernesto Sabato, Horacio Esteban Ratti y el sacerdote Leonardo Castellani, y le había manifestado entonces que “salvó al país de la ignominia”.

Un mes atrás de mi entrevista, en septiembre de 1980, había declarado en Roma para el semanario Panorama: “Si hubo crímenes es necesario investigarlos. [...] Se dice que el número de víctimas ha sido exagerado, pero bastaría un solo caso. Caín mató una sola vez a Abel, Cristo fue crucificado una sola vez. [...] He hablado con cierto retardo, pero han venido hace poco personas a verme. Ha venido una señora que desde hace cuatro años no sabe nada de su hija. Desde hace tiempo recibo cartas que me comunican estas cosas...” En nuestra conversación, inesperadamente, algo, un atisbo del horror, apareció de pronto como al pasar, arrastrado por la mención de El proceso. Borges dijo:

−Me sucedió que con una persona muy inteligente (no tengo por qué mencionar su nombre), pero no muy sensible, estábamos leyendo en voz alta The New Arabian Nights, Las nuevas Mil y Una Noches, de Stevenson. Leíamos “The Suicide Club”. Esa persona que me leía ese cuento me dijo: “Pero todo esto es muy inverosímil”. Le dije: “Desde luego. Pero si el libro se titula Las nuevas Mil y Una Noches se entiende que está hecho como un juego y no se disfraza de otra cosa: es con toda inocencia y con toda insolencia un juego”. Pero a mucha gente le molesta eso. Me contó Bioy de un amigo suyo, un matemático, que no había tenido mayor comercio con la literatura y que leyó El proceso de Kafka. Y luego él y su mujer estaban asombrados, pensando: “Caramba... De modo que a las personas las arrestan, las someten a estos juicios...”. Lo cual, desgraciadamente ahora no es tan inverosímil ¿no?

Hablaba con una voz de consonantes arrastradas, suavizadas por un tono aporteñado y a la vez anacrónico, que se agudizaba a veces con un moderado entusiasmo. Era curioso escuchar cómo esa voz, cuando recitaba versos, se ahuecaba y ahondaba, más lenta y precisa. Olvidé casi toda esa conversación de la cena, de la que sólo retengo ráfagas. Sé, por lo menos, que hablamos de literatura gauchesca y de Lugones y de la edad de los hombres más viejos de Buenos Aires, entre los que decía contarse. La gente lo miraba, curiosa, pero al fin se le acercaron dos chicas.

−Queremos pedirle un autógrafo −le dijeron−. Vamos a hacerle un análisis grafológico, para conocer su personalidad a través de su firma.

No hubo respuesta. 

−¿Qué le parece? −insistió. −Borges, a ese hombre lo meterían preso −objetó una de las muchachas.

−Pero señorita: ¡usted está contradiciendo su propia ciencia! −dijo, con exagerada convicción. Cuando se fueron, se echó a reír por lo bajo: “Me parece que las chicas no entendieron el chiste”, dijo.

Al regresar al departamento de la calle Maipú recuerdo que mencionó varias formas de la felicidad: que cierta vez un desconocido le agradeció en la calle haberle regalado la dicha de conocer a Stevenson; que al ser profesor en la Facultad de Filosofía y Letras no imponía lecturas obligatorias porque sería como imponer una felicidad obligatoria; que un pequeño llavero azul y blanco, que tenía la forma de un gato ovillado, de porcelana, felizmente podía pasar por el gato de Cheshire.

Al llegar, el departamento estaba en silencio, con una luz tenue que sumía la caoba oscura de los muebles, el brillo denso de la platería y la biblioteca que, contra lo que podía suponerse, no era excesiva. Yo todavía esperaba hacer la entrevista, aunque ya no me importaba demasiado. Borges se retiró un momento y regresó. “Venga”, me dijo, “quiero mostrarle algo”. Me llevó hasta su habitación. Era como una celda blanca de cartuja. Recuerdo la cama, austera. Un tigre de yeso en la pared, cuyo cuerpo era azul y estaba atravesado por nubes, regalo de María Kodama. Una pequeña biblioteca y a la derecha de la puerta de entrada, la reproducción de un grabado de Durero. Era Ritter, Tod und Teufel (El caballero, la muerte y el diablo), que había inspirado dos poemas de Elogio de la sombra (1969).

−Este grabado es como un cuento fantástico −dijo Borges. Y luego, señalando la biblioteca, descubrió el tesoro: −Esta biblioteca es la más completa de América Latina sobre antigua literatura anglosajona.
Cuando volvimos al living ya eran pasadas las diez y Borges me preguntó si sabía escribir a máquina, ya que deseaba dictarme un prólogo. Si sólo escribiera con dos dedos creo que habría mentido, porque la mera posibilidad de ver a Borges componer una sola página era como un desvío del tiempo, un desvío alucinatorio para cualquier lector borgeano. Muchos amigos de Borges, cercanos o circunstanciales, habían visto esa escena que yo esperaba con la credulidad nerviosa de un chico, muchos habían sido su amanuense. La ceguera completaba ese circuito imposible: la voz del escritor que dicta a su lector lo que él mismo escribe, leyéndolo.

−Allí está la máquina, en esa caja. Ábrala. En el cajón hay papel. Voy a dictarle el prólogo para una antología de Lugones −dijo.

El texto aparecería en el ochenta y dos. No recuerdo una línea de lo que escribí, como si a medida que lo hacía una marea de olvido lo estuviera borrando. Cuando años después encontré el prólogo, me resultó imposible reconocerlo, porque no podía evocar con precisión una sola palabra. Pero nada de eso importaba, porque vi y leí, en ese momento único, aquello que Borges me dictaba, y luego lo olvidé, como en un sueño. Esta sensación de irrealidad era, por supuesto, alentada por la propia literatura de Borges: era una invención de Borges.

Componía la frase palabra por palabra, de a tres o de a cuatro y se la repetía a sí mismo. Cerró los ojos y comenzó a balancearse ligeramente, como si siguiera un ritmo o como si la frase lo arrebatara en una cadencia corporal. Se repetía a sí mismo la frase como una especie de rezo y de pronto, tal si despertara repentinamente de un sueño, me ordenaba: “Escriba”. Luego yo releía lo escrito y él continuaba la frase. Casi nunca lo hacía en silencio: podía oírse el ritmo en esa voz grávida de la vejez que buscaba variaciones en los atributos y modificaba los términos y se perdía y se reencontraba en una letanía susurrada. La voz de Borges.

Borges invirtió los términos del ideal estético de los años veinte −que buscaba su eficacia en el tono conversacional, en el modelo arquetípico de la charla porteña− al recuperar la métrica por sus virtudes mnemotécnicas, cuando el origen mismo del verso fue forzosamente oral. Podría afirmarse que, como ningún otro escritor del siglo XX de su trascendencia, toda la literatura de Borges escrita desde los años 60 tiene su origen en el dictado, es decir, en la inflexión oral, en el habla borgeana que los años ahondaron. No es un hecho menor: afecta el conjunto del estilo y a la vez confirma un arquetipo. Tampoco es azaroso que el primer libro de Borges que abre ese período sea El hacedor (1960), donde hallamos ese primer texto que alude a Homero, el poeta ciego que comienza a demorarse en los goces de la memoria y al que frecuenta “un rumor de gloria y de hexámetros”; el texto canónico sobre el desdoblamiento entre una figura pública y otra privada que se enajena en la escritura del otro, es decir, la extraordinaria página llamada “Borges y yo”; y, en fin, el epílogo que finaliza con la figura del hombre que se propone dibujar el mundo, a lo largo de los años puebla el espacio de imágenes y al morir descubre que ha trazado la imagen de su cara.

El don de aquella noche fue para mí percibir el acto mismo de una escritura y de su articulación corporal, que a la vez representa su propio arquetipo. El escritor ciego que dilata su imagen en una marea de oralidad. Curiosamente el cuerpo mismo de Borges se modificaba: los biógrafos y los amigos coinciden en decir que desde entonces su imagen “se afina”, “se estiliza”, se “vuelve etérea”. Y a la vez, en el curso de los años, otro género se va imponiendo, casi como un nuevo género borgeano: el diálogo, la conferencia, la entrevista. Borges no cesa de darlas, recibe a todos, genera una multiplicidad de puntos de vista, de opiniones, de minibiografías, de anécdotas. Construye una especie de obra paralela basada exclusivamente en el intercambio oral. Todavía están por estudiarse las estrategias y las variantes de este vasto conjunto de materiales. Sólo en mi biblioteca hallé más de diez libros de entrevistas con Borges y no sé de otro escritor que lo iguale en este siglo. Están las de Burgin, Milleret, Irby, María Esther Vázquez, Alifano, Carrizo, Montenegro, Sorrentino, Rodríguez Monegal, Montecchia, Victoria Ocampo, César Fernández Moreno, Braceli, Barone, Peicovich, los cuatro volúmenes de Ferrari, sin contar las innumerables notas periodísticas, radiales y televisivas y los encuentros informales o casi anónimos, como el mío propio.

Ese hombre, especie de avatar de su propia leyenda hecho de oralidad y ceguera, esa noche desplegaba ante mí su esplendente escritura en acto, luego de dictarme unas diez líneas, en las que se demoró más de media hora. Había tenido la idea de entrevistarlo para justificar torpemente mis modestísimos descubrimientos destinados a una monografía sobre su obra y presentarla en una materia de la carrera de Letras, que entonces cursaba, pero Borges se distraía a menudo de mi afanosa busca de un criterio de autoridad, disolviéndola con un desapego vagamente irónico y a la vez amable, que transformaba de inmediato esa entrevista prolija en la deriva casual de la conversación. Me dijo entonces una de las más sencillas y exactas defensas de la libertad de lectura hechas por un autor y luego una confesión que no conocía acerca de la lectura de Fervor de Buenos Aires hecha por su padre:

−Yo he escrito mis cuentos una vez, usted los ha leído muchas veces. Yo los he escrito sin mayor placer, usted los ha leído con placer. Esos cuentos son más suyos que míos, desde luego, haga lo que quiera con ellos. Un cuento está para eso, está para ser usado, no para ser recibido rígidamente, solemnemente. Me he pasado la vida escribiendo y nunca pensé que nadie leyera lo que yo escribo. Cuando escribí mi primer libro, Fervor de Buenos Aires, en 1923, la edición tenía trescientos ejemplares. Los repartí entre mis amigos, no los mandé a escritores famosos ni los puse en venta. Esos ejemplares fueron desparramándose y al final me quedé sin ninguno. Pero encontré uno que mi padre tenía escondido y había anotado: tenía muchas supresiones, muchas enmiendas, que yo aproveché para la reedición del libro, muchos años después. Él nunca me dijo una palabra sobre el libro. Se ve que lo había leído, que no le había gustado mucho, que había anotado algunos versos como buenos. Nunca le pedí su opinión porque tenía miedo de que fuera adversa, y supe que leyó y releyó el libro cuando encontré su ejemplar anotado expresamente por él.

Antes de iniciar el diálogo, me dijo: “Lo mejor será que me haga algunas preguntas”, y agregó con burla solemne: “No voy a brindar un Discurso para la Juventud de Ramos Mejía”. Y cuando me despidió, al saber que regresaría al oeste suburbano, recordó a los hermanos Dabove cuando le contaban historias de guapos de Morón. Me dijo que había llegado a conocer a algunos cuchilleros en Palermo y en Turdera, y que luego de ese tiempo desaparecieron con el uso de las armas de fuego:

−Algunos famosos matones de Avellaneda ya no eran cuchilleros porque usaban revólver −dijo−, y hubieran sido considerado demasiado flojos antes, cuando un hombre guapo tenía que defenderse con su cuchillo. En el Quijote y en Quevedo aparece eso: las armas de fuego favorecen al certero y no al valiente. El hecho de usar un arma de fuego era, posiblemente, un artificio de la cobardía. Recordé un artículo de 1978 cuando Borges se opuso a la posibilidad de una guerra con Chile. Entonces refutó una columna, aparecida en el diario La Prensa, del periodista Manfred Schönfeld, apólogo de la dictadura en 1976, del posible conflicto con Chile y, luego, de la guerra de Malvinas, titulado “Borges y el crimen de la guerra”, que decía, afanosamente literal y brutalmente reaccionario:

'la guerra, el coraje y la crueldad que llega a un nivel de soberbia demoníaca, acompañan al lector de Borges con retumbantes pulsaciones nietzscheanas. […] Con semejantes antecedentes, el hombre que es en la actualidad la figura prócer de la vida intelectual argentina no debería asombrarse −ni aterrarse− ante el hecho de que se hable de guerra como de una posibilidad.'

Borges respondió unos días después en el mismo diario, alegando que su curioso destino no era argumentar contra un agresor, sino “defenderse de un defensor”:

'Yo afirmé que la guerra que nos amenaza sería una insensatez y un crimen, no que todas las guerras lo sean. En cuanto al copioso arsenal que ha coleccionado a lo largo de una obra de medio siglo el autor del artículo, básteme aclarar que no me identifico con esos argumentos. No he exaltado el “sórdido cuchillo” (el adjetivo es mío) de Juan Muraña; mis milongas de orilleros no son didácticas. No soy ninguno de los hermanos Nielsen de “La intrusa”. Acusarme de ello sería como acusar de piratería en alta mar a Robert Louis Stevenson, cuyas hermosas páginas abundan en bucaneros. […] Escribe mi apologista: “Si algún día, en un punto de alguna frontera que preferimos no precisar, un soldado argentino que quizá no haya leído el ‘Poema conjetural’ sintiese un ‘íntimo bayonetazo’ en su garganta, ¿dirá Jorge Luis Borges que la guerra es un crimen, o dirá que ese soldado se ha encontrado con su destino sudamericano?”. Precisamente si me opongo a una guerra es para salvar a ese joven, argentino o chileno (los hombres no se miden con mapas), de la bayoneta que el señor Schönfeld agrega a su ya considerable panoplia' (La Prensa, 6 de septiembre de 1978, citado en Textos recobrados, 298).

Transcribo buena parte de la entrevista mantenida con Borges aquella noche. Conservo algunos giros y redundancias propias de la oralidad, que tal vez el escritor deploraría, sólo porque al hacerlo tengo la ilusión de conservar algo del ritmo de su dicción:

−Fuera de las razones biográficas, que muchas veces evocó, ¿qué otras razones lo inclinaron a la escritura de cuentos fantásticos?

−Por dos razones: una, el hábito de leer cuentos fantásticos y la otra, la costumbre de sentir las cosas como fantásticas, de sentir mi vida como fantástica. Ésa es la verdadera. Le preguntaron a Joseph Conrad si un cuento de él, que se llama “The Shadow-Line”, “La línea de sombra”, era un cuento realista o un cuento fantástico. Contestó admirablemente: “El mundo es tan misterioso, es tan fantástico, que tratar de escribir algo fantástico es una osadía, es una insensibilidad”. Es decir que estamos en un mundo fantástico.

−De modo que la literatura sería siempre realista, en ese caso...

−Sí, o mejor dicho, toda la literatura sería fantástica. Es lo mismo. Como yo vivo en eso −aunque no me parezco a Chesterton, desde luego−, me hallo en un estado de asombro incesante... Me asombran las cosas, todo me parece raro. El hecho de estar conversando con usted ahora. El hecho de haber borrajeado ese prólogo en un día −yo se lo he dictado a usted, usted me lo ha sacado de encima−: todo me parece raro. El hecho de estar en Roma, de haber estado en Portugal... quizás muy pronto estaré en Nueva York. Todo eso es sorprendente y es muy grato, también. Yo agradezco todo eso.

¿Su escritura parte de la perplejidad?

−Yo creo que sí. Aristóteles dijo que el asombro es la raíz de la filosofía. Es una linda idea. La gente se pregunta ¿qué es este mundo?, ¿qué soy?, ¿quién soy? Esas dudas organizadas son la filosofía. Por eso me llamó tanto la atención una especie de catecismo de un profesor de filosofía, de cuyo nombre no quiero acordarme, en la Facultad de Filosofía y Letras, que empezaba así −y había que repetirlo exactamente, no había que variar la sintaxis ni cambiar las palabras−: Pregunta: “¿Qué es la filosofía?”. Contestación: “Un conocimiento claro y directo”. Punto. Yo diría más bien que la filosofía es un sistema de perplejidades. Si yo le digo a usted que la continuación de la calle Esmeralda se llama Lima o se llama Piedras, se trata de un conocimiento claro, pero no sé si tiene algún valor filosófico. O “siete y cuatro son once” es claro y es cierto, pero no tiene ningún valor filosófico. La filosofía es más bien la organización de las dudas del hombre, o una posible organización.

Un plano del laberinto, como escribió alguna vez...

−Un plano del laberinto, sí. Recuerdo que De Quincey dijo que no menos importante que el descubrimiento de una solución puede ser el descubrimiento de un problema. Linda idea ¿no? Porque un problema es algo que puede ser un alimento, puede ser un punto de partida, puede ser un manantial. Ahora, previamente a una sistematización que supone la filosofía, ha habido mitos.

¿Cómo explicaría la aparición del mito?

−Yo creo, por razones históricas, que el modo primitivo de pensar es el mito y que el pensamiento abstracto llega después. Y creo que hay un momento en el cual es posible usar ambos lenguajes y que eso corresponde, digamos, al quinto siglo antes de la era cristiana, cuando Platón escribe sus Diálogos. Por ejemplo, en aquél que recrea la última tarde de Sócrates, cuando él discute la inmortalidad del alma. Es un tema que le importa mucho, porque él está por morir y quiere saber si seguirá conversando con otros amigos en otro mundo o si ha de ser borrado. En ese diálogo sobre la inmortalidad es muy curioso que él use, a la vez, razonamientos y mitos. Es decir, en aquel momento todavía era posible pensar de ambos modos. En cambio, ahora pensamos de un modo, con razonamientos, y soñamos de otro, con mitos.

Es decir, soñamos con mitos y pensamos mediante abstracciones...

−Sí, pero Platón podía usar ambos medios, quizás sin darse cuenta de la diferencia. Pero hay un libro, el libro de Job, que tendría que estar escrito con razonamientos, y sin embargo al leerlo, uno comprueba que no hay realmente argumentos, lo que hay son mitos. Dios no dice que es inexplicable, pero Dios habla del Leviatán y del Behemoth, y los personajes no usan argumentos, usan metáforas. Quizás el mito y la metáfora corresponden a un modo más antiguo y el pensamiento abstracto tiene que ser más reciente. Además, eso se prueba, creo, con el lenguaje, porque Emerson dijo que todo lenguaje es poesía fósil, “fossil poetry”. Es decir, que todas las palabras abstractas han tenido al principio un sentido concreto, físico. Por ejemplo, en inglés antiguo está la palabra tyt y esa palabra significaba marea, que dio en inglés tide y después time, tiempo. Pero se empezó por la marea, que era un hecho físico, y se llegó después a la idea abstracta del tiempo. Hay una frase inglesa que dice “Time and tide wait for no man”, “el tiempo y la marea no esperan a nadie”, pero realmente vendría a ser lo mismo. O en la palabra remordimiento: primero hay una imagen, la idea de volver a morder, remorder. Y después se pasó ya al sentido abstracto: a Fulano le remuerde la conciencia. Y creo que hay idiomas, el guaraní es uno de ellos, que sólo constan de palabras concretas. Lo abstracto viene después, se empieza por lo concreto. Es decir que el lenguaje está hecho de metáforas. O lo que decía Emerson, “el lenguaje es poesía fósil”, que es una metáfora también.

¿Sostiene entonces, como escribió alguna vez, que la raíz del lenguaje es de carácter irracional y mágico?

−Sospecho que es así, pero es una mera conjetura mía. Yo creo que escribí, en efecto, que era un error decir que Thor es el dios del trueno, ya que sin duda para los germanos el trueno y el dios no eran distintos.

−Es decir, era un símbolo.

−Bueno, la palabra Thor significaba la divinidad y significaba el valor del trueno. No se dividían las dos cosas...

−Por supuesto, por eso era un símbolo. Etimológicamente la palabra símbolo proviene del griego y significaba unir, juntar dos cosas.

−Sí. Yo he leído que si usted permanecía un tiempo en una casa, cuando se iba tomaban un anillo, lo rompían y le daban un pedazo. Eso se llamaba “símbolo”. Luego, cuando usted volvía, o su hijo o su nieto volvía y traía la mitad del anillo, se unía con la otra mitad, con la otra parte del anillo, del círculo.

¿Cree que es lícito afirmar que lo mítico, ese comienzo irracional del pensamiento que usted menciona, persiste en el cuento fantástico?

−En todo caso toda la literatura es fantástica, está hecha de palabras, y las palabras, como dijimos, están hechas de metáforas. Yo creo que toda la literatura es irreal. Nadie cree que en un lugar de La Mancha vivió un hidalgo llamado Alonso Quijano que enloqueció leyendo libros de caballería, nadie cree eso.

Pero a veces hay una diferencia entre el relato “realista” y el relato “fantástico”, que...

−Una diferencia de grado, nada más... Por ejemplo, se supone que Martín Fierro es “realista”, sin embargo los personajes hablan en verso, y hay otras singularidades también. Recuerdo una de las cosas que me llamaron la atención cuando era chico... Yo leía el Martín Fierro a hurtadillas, porque me habían prohibido leer “esa guarangada”, pero conseguí un ejemplar. Y cuando leí el momento en el que Cruz se alía con Fierro y le cuenta su historia, si bien yo era chico, sentí: “No, esto no tiene que haber sido así. Sin duda no se dijeron nada. Sin duda Fierro fue conociendo la historia de Cruz poco a poco”. Desde luego esa crítica es injusta, porque Hernández no se proponía hacer una obra realista. Yo creo que si eso hubiera ocurrido, habría ocurrido así. Y luego he pensado, hace poco, que una de las irrealidades del Quijote son las famosas pláticas del hidalgo y del escudero, porque si el hidalgo conversara de ese modo me parece muy natural, pero que el escudero contestara con esos argumentos retóricos me parece falso.

La diferencia que quería mencionarle es que ciertos relatos postulan, virtualmente, una serie de posibles continuidades en la trama y eligen una; en cambio, en muchos de sus cuentos fantásticos hay varias, o no menos de dos continuidades posibles y simultáneas...

−Eso yo lo aprendí de Henry James, sobre todo del cuento Otra vuelta de tuerca, como tradujo admirablemente Pepe Bianco el título The Turn of the Screw. Ese cuento está hecho para ser ambiguo. Cuando le pedían a James una explicación, decía que eso no tenía ninguna importancia y que había escrito el cuento para ganar unos pesos, pero eso lo hacía para mantener y salvar la ambigüedad de su cuento. Él sabía que si daba una solución, eliminaba las otras. Y yo estaba pensando en James cuando escribí el cuento “El Sur”, que puede ser leído de varios modos. Podemos pensar que ocurren los hechos tal como los leemos; podemos pensar que el personaje muere en la operación y que el resto del cuento es algo que él sueña bajo la anestesia; o lo podemos leer como una parábola de que a todo hombre lo mata lo que quiere: este hombre se encuentra con el Sur y el Sur lo mata. Es decir, allí hay tres lecturas posibles. Dante, en la epístola al Cangrande della Scala, explica que su poema puede ser leído de cuatro modos distintos y los enumera. Escoto Erígena compara la escritura con el plumaje tornasolado de un pavo real: puede ser leída de un modo infinito. Creo que los judíos decían que el Autor, el Espíritu, Dios había creado el mundo, había creado la Biblia, y ya que también había creado a cada uno de los lectores, entonces debería haber creado un sentido distinto para cada uno de los miembros de Israel. Yo creo que he tratado en mis cuentos de ser ambiguo: después de todo, la ambigüedad es una riqueza. Que un texto pueda ser leído de varios modos puede ser racionalmente un error, pero estéticamente una virtud. Sin embargo yo creo que hay textos que, desde luego, no exigen verosimilitud. El cuento de Chesterton “La cruz azul”, no ha sido escrito para ser creído, sino para ser soñado. O para que el lector comparta el sueño de Chesterton.

Al hablar de “verosimilitud” ¿qué entiende por eso, Borges?

−“Verosimilitud” es una palabra que se ha empleado mal. Lo importante no es que creamos en la verdad histórica de lo que se narra, en cambio es necesario que creamos que el autor al escribirlo era fiel a su sueño, o creía en ese sueño. Lo que puede arruinar un libro es el hecho de que sintamos que el autor es irresponsable, y eso suele ocurrir; pero si sentimos que el autor está imaginando lealmente, que está soñando rigurosamente, todo está bien. En cambio, si pensamos que ha puesto algo porque no se le ocurrió otra cosa, que está haciendo trampa, entonces el autor ha fracasado o, mejor dicho, ha fracasado el texto del autor.

¿De modo que hay que creer en la creencia del escritor? ¿Eso sería lo verosímil, entonces?

−Sí, creer en la creencia. Lo que importa es que uno crea en eso que el poeta creía. Lo verosímil sería lo que parece un sueño sincero, no la simulación de un sueño.

Lo verosímil no sería, entonces, una convención...

−Es una conjetura mía, que podría ser falsa. Un lector puede no haber pensado en lo que yo pienso ahora, sin embargo obra de acuerdo con eso. Muchas veces he sentido leyendo un libro: “esto es algo no ha sido imaginado por el autor, sólo está hecho de palabras”. No sé si usted ha leído Los trabajos de Persiles y Segismunda, de Cervantes. Ese es un libro que uno no puede leer con credulidad, porque se da cuenta de que el autor está mintiendo, no en el sentido en que es infiel a la verdadera historia, sino en el sentido en que él simula, es infiel a sí mismo. Infiel a su sueño o, mejor dicho, no ha tenido ningún sueño, porque todo está hecho de palabras. En cambio hay libros de sueños soñados sinceramente y son preciosa literatura, como Las mil y una noches, por ejemplo, o las fábulas de Chesterton, o el Orlando furioso, de Ariosto. Uno siente que los autores han creído en todo eso.

Lo que no supone saberlo todo acerca de lo que se narra. Como en su cuento “El acercamiento a Almotásim” (leo): “Al cabo de los años, el estudiante llega a una galería ‘en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y atrás un resplandor’. El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim. Una voz de hombre −la increíble voz de Almotásim− lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye”.

−Con ese cuento ocurre lo mismo que en el cuento “There Are More Things”: si se revela se viene abajo, porque yo no sé qué es, insinúo algo que no poseo. Vino a verme alguien y me dijo que le habían vendido una edición de unos cuentos míos a los que les faltaba el final; decía que en “There Are More Things” faltaba la descripción del monstruo. No, no falta, le dije, porque sabía que toda descripción sería ridícula. Es mejor que el cuento cese porque no se puede ir más allá. Quizás un gran escritor podría describir un monstruo, pero yo creo que no, porque el efecto ha sido dado, ya que todos están aterrados por él, y además porque sería la descripción de algo imposible: si yo dijera que tiene tres cabezas y siete cuernos sería seguramente ridículo ¿no?, es mejor que no se sepa.

El escritor, entonces, también ignora parcialmente ese sueño...

−Escribí un cuento llamado “La memoria de Shakespeare”: una persona le entrega a otra la memoria de Shakespeare, y está abrumada por esa memoria, como Funes por su memoria infinita. Ese cuento me fue dado en un sueño, en East Lansing. Yo recuerdo que me desperté y luego, conversando con María Kodama, le dije: “soñé un sueño intrincado, y de ese sueño me ha quedado una frase: ‘le vendo la memoria de Shakespeare’”. Y de allí salió todo el cuento. En la primera versión se vendía la memoria, pero luego yo comprendí que la transacción comercial era desventajosa para el cuento y preferí que una persona diera esa memoria a otra para librarse de ella, con lo cual se sabe desde un principio que tener la memoria de Shakespeare es un presente griego, puede ser terrible. Yo empecé a jugar con esa frase del sueño y a escribir el cuento. Había escrito cuatro páginas cuando comprendí que me había equivocado y que la idea de la venta de la memoria era un error.

Es posible pensar que la variación de posibilidades que se le da al lector en muchos de sus cuentos fantásticos es...

−Y en algún cuento realista también ¿por qué no? Por ejemplo en ese sobre la muerte de mi tía bisabuela, “La señora mayor”. Eso ocurrió exactamente así. ¿La familia la mató, realmente, infiriéndole esas celebraciones, esas visitas para recordar el aniversario de la guerra?

Me recuerda vagamente un cuento de Henry James, que trata acerca de un escritor abrumado...

−Abrumado por la indiferencia de la gente que lo quiere: “La muerte del león”. Pero en el caso de mi tía bisabuela, la idea es que la “mataron” los hijos y los nietos por esa celebración vanidosa del centenario y acabaron con ella.

¿La coincidencia sería que su muerte fue causada por gente que los quería?

−Pero al mismo tiempo yo le encontré otra vuelta. Pensé en la batalla de Junín, a la que le puse otro nombre, Cerro Largo. Y escribo al final del cuento que la última víctima de esa batalla fue esa señora, la bisnieta del coronel que había ganado. Esa batalla la mata, o la celebración de esa batalla la mata.

Un crítico norteamericano, Carter Wheelock, en su libro The Mythmaker, dice que usted ofrece...

−¿Pero se refiere a mí o a Kipling? The Mythmaker yo lo oí aplicado a Kipling, decían que tenía “the mythmaking mind”, la mente hacedora de mitos.

Bien, Wheelock dice lo mismo de usted.

−Caramba, estoy, como diría Góngora, “ilustremente acompañado”: “piso, aunque ilustremente acompañado, / la noble arena con humilde planta”.*

¿Por qué cree que lo dice?

−¿Acaso piensa que mis cuentos tienen la fuerza de un mito?

Afirma que la mentalidad primitiva, la mente de los hacedores de mitos, es una mente fluida, que no somete las percepciones del universo a un solo sistema, de modo que la variación de posibilidades que ofrecen sus cuentos, como antes comencé a decirle, se asemeja a ese universo fluido y cambiante del mito.

−Y eso correspondería a la infancia también. Teníamos la costumbre de contarnos los sueños. Y una vez le pregunté a mi sobrino Miguel, que tendría seis años o quizás menos, los sueños de esa noche. Y me dijo que se había perdido en un bosque, que había encontrado una casita y que de esa casita salí yo. Y me dijo: “¿Qué estabas haciendo en esa casita?”. Lo conté muchas veces y está en Libro de sueños. Allí se ve cómo todo confluye en la vigilia y el sueño.

A menudo esa confluencia entre ambas dimensiones está dada en sus cuentos por un pasaje físico: corredores, galerías, escaleras, canales, senderos, umbrales o calles que se atraviesan. Como en “El Sur”, que dice: “quien atraviesa esa calle, entra en un mundo más antiguo y más firme”. Y laberintos, que es una serie de corredores, de galerías.

−Parece entonces que es un hábito, una mala costumbre de mi pluma de la que no me libro fácilmente, y que yo hablo de pasajes y galerías al pasar de un mundo más o menos real a un mundo obviamente irreal. Estoy condenado a laberintos. Yo comprendo que esos símbolos pueden ser bastante fatigosos, pero no encuentro otros. Tiene que ser “laberinto”, no puede ser “maze”, ni siquiera la palabra “dédalo” me serviría. Para mí es indudable.

Esa confluencia a través de un pasaje ocurre en los libros de Alicia también.

−Es cierto. ¿Recuerda que en el grabado hay un reloj inverso? Qué raro que a Lewis Carroll le desagradaban mucho las ilustraciones de Tenniel y para nosotros ya son parte integral del libro. En Everyman’s Library hay una edición de los dos libros de Alicia −Alice in Wonderland y Through the Looking Glass− con las ilustraciones de Carroll, que son una vergüenza realmente: son muy débiles y parecen trazados por el lápiz de un chico. Pero las ilustró así, con mucha torpeza y de un modo infantil, porque no le gustaban las ilustraciones de Tenniel. Posiblemente se imaginaba todo de un modo distinto, porque esas ilustraciones son muy sólidas, parece que tuvieran tres dimensiones, todo es macizo. Quizás eso le molestara a Lewis Carroll. Aunque quizás a ningún autor le gusten las ilustraciones, porque uno se imagina las cosas de un modo y el ilustrador las imagina de otro. Cuando Henry James autorizó la publicación de sus obras completas ilustradas, estipuló que las ilustraciones tenían que ser vagas, que en ningún momento había que representar a un personaje. Supongo que la razón es ésta: el lector ve la imagen y la acepta enseguida; en cambio la lectura es sucesiva, va imaginándose un rasgo después del otro.

Volviendo a la idea de los hacedores de mitos, Bergson hablaba de la “función fabuladora” como aquella que pertenece al hombre y posibilita las religiones, los mitos, el hábito de contar fábulas. Esa función también vincularía la ficción al mito. ¿Cree que existe esa función fabuladora?

−Creo que sí. Por lo pronto existe todas las noches cuando soñamos, sin ningún propósito literario. Todas las noches somos, como decía Joseph Addison, el teatro, el escenario, los espectadores, los actores, y también el inventor de la trama: cada noche somos todo eso.

“El sueño (autor de representaciones)”...

−...“en su teatro, sobre el viento armado, / sombras suele vestir de bulto bello”. Yo recordaba “vulto” con v corta ¿cómo la recuerda usted? Porque me han dicho que no, que es “bulto”. Pero Góngora escribe “vulto” en el sentido de vultus, que es rostro, aspecto, no de “bulto” como algo... abultado.

Recuerdo que en mi edición de los sonetos está escrito con b larga: “bulto”. Pero usted sugiere que es un latinismo: “vulto”.

−Es que tiene que tratarse de un error, porque “bulto” es una palabra conocida, y “vulto” no. Tiene que ser “rostro”. “El sueño (autor de representaciones) / en su teatro sobre viento armado, / sombras suele vestir de vulto bello”.** Recuerdo un verso de ese soneto tan lindo de Dante Gabriel Rossetti: “Sleep sank them lower than the tide of dreams”, “el sueño los hundió más abajo que la marea de los sueños”. Que linda imagen, ¿no?

¿Es cierto, Borges, que cada lengua supone un modo diverso de concebir el mundo?

−Sí, yo supongo que cada idioma es un modo distinto de concebir la vida y el universo. Qué raro... yo estuve con una joven en Inglaterra y también hablamos de eso. Le dije que en realidad un diccionario bilingüe es imposible. Desde luego son necesarios y yo mismo los manejo. Pero, vamos a ver un ejemplo muy sencillo: la palabra luna ¿es exactamente igual a la palabra moon? Creo que no. Porque, por lo pronto, moon parece más adecuado, ya que la luna nos parece algo sencillo y moon es una palabra monosilábica. Luego está esa lentitud a la que la voz se ve obligada por moon, y eso parece condecir con la luna. Si eso se da en palabras tan sencillas (aunque no sé hasta dónde son sencillas, porque están cargadas de poesía, de obras literarias, de versos), si eso se da en esas palabras, qué nos espera con palabras como bien, o mal, o alma. Tienen que ser concebidas de un modo distinto. O, por ejemplo, la palabra mar, para los españoles no estaba cargada especialmente de nada. Usted ve que en la literatura española casi no figura el mar. En cambio para los escandinavos, para los ingleses, para los portugueses, para los griegos, el mar está ahí, y la prueba es que había un dios del mar. De modo que si eso se da con palabras sencillas como mar o luna ¿qué nos sucederá con las otras? Yo le había propuesto a Xul Solar que estudiara inglés antiguo con nosotros, anglosajón. Y me dijo: “No, yo querría estudiar un idioma en el que pueda pensar”. Y yo no creo que nadie pueda pensar en anglosajón o, si lo hace, lo hace haciendo trampa, porque los sajones eran gente muy sencilla, eran guerreros, sacerdotes, leñadores, navegantes. No sé si eran capaces de pensamiento abstracto. Posiblemente no. Sólo fueron capaces de pensamiento poético. Sí, yo creo que sí, que tendemos a pensar el mundo por medio del lenguaje. Bacon habla de los ídolos del mercado, que son las palabras, “ídolos del foro”. Bacon decía que para los tontos las palabras son algo así como dioses y para los inteligentes son fichas, es decir, valores convencionales. Pero la idea de Fritz Mauthner es más curiosa. Dice que el lenguaje sirve para fines estéticos, es decir, que el lenguaje sirve para la poesía, no para el conocimiento.

¿Idea parecida a la de Croce?

−Croce pensaba que el lenguaje es expresión. Viene a ser lo que hemos estado diciendo todo el tiempo.

Un fenómeno estético.

−Un fenómeno estético, sí. De tal modo que las traducciones serían muy difíciles. María Kodama me estuvo hablando sobre Mishima, un gran escritor japonés. Parece que Mishima no sólo aprendió inglés, sino que se acostumbró durante un tiempo a pensar en inglés. Y yo creo que si uno no piensa en un idioma, no lo conoce. Eso puede verse en los sueños. Con mi hermana, por ejemplo, llegamos a Ginebra juntos en el año catorce. Vivimos allí hasta el veinte o el veintiuno y hablamos francés todo el día. Pero yo nunca he llegado a soñar en francés. Cuando doy una conferencia en esa lengua, tiendo a pensar en castellano y traducirlo. Cuando uno llega a soñar con un idioma, ya es algo íntimo. He llegado a soñar en castellano o en inglés, pero nunca en francés y menos en alemán o en anglosajón.

¿Le ha ocurrido enfrentarse a un objeto y ser arrebatado por una palabra de otro idioma, de manera que no puede expresarlo de otro modo?

−Que yo recuerde, no. Me imagino que si usted dice gong, que es un nombre malayo, no lo siente como malayo, sino como el nombre del “gong”. Estaba hablando con un señor y yo le dije que en japonés el cuchillo se llama naifu, que es knife en inglés; la cuchara se llama shfunu, que es spoon en inglés; y el tenedor foruku, que en inglés es fork, con dos consonantes seguidas. Entonces el señor me dijo: “Ah, claro... ¡no inventan nada!”, usando eso como un argumento contra el Japón. Pero no se trata de eso, porque siendo objetos nuevos para la cultura del Japón, llegaron juntas las palabras y las cosas...

Está bien, nombró usted objetos. Pero ante sentimientos... Si pensamos una palabra como détresse, que etimológicamente tiene que ver con “estrechez”, pero que es mucho más que eso, la traducción es más difícil, porque se trata en principio de esa particular angustia causada por las privaciones e incluso por el hambre. No encuentro una palabra en español que la reemplace fácilmente.

−Sí, es verdad... la détresse... El otro día me dijo un amigo, no mayormente supersticioso de la lengua castellana, que hay una palabra que no sabría decir en otro idioma: afán, afanes. Y es verdad, yo no recuerdo una palabra exactamente equivalente. Y con détresse también es cierto, sí... Afán es algo que lo lleva a uno...

Una especie de anhelo...

−Sí, pero anhelo proviene del latín anhelitus, que es respiración. Ocurre que todas las palabras abstractas empezaron siendo palabras concretas.

El lenguaje, entonces, sería una suerte de síntoma poético, una elección artística, estética.

−Sí, yo creo que sí. En ese cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” he imaginado un lenguaje donde ninguna palabra correspondiera a las palabras de lo que llamamos mundo real. Una palabra, por ejemplo, en que se unieran la melancolía, la luna, la contemplación del cielo. Uno podría imaginar una sola palabra en la que se diera todo eso. Claro que si se hiciera combinando sería muy torpe. Vinieron a verme unos filólogos franceses y me preguntaron si yo creía que era posible una frase totalmente insensata. Yo recordé entonces una conversación que ocurrió hacia mil novecientos veintitantos entre González Lanuza y mi padre. González Lanuza decía que él se había dedicado, no en todo momento pero como una broma, a escribir disparates, frases que no quisieran decir nada. Mi padre, que era profesor de psicología, le dijo que eso era imposible. Recuerdo que los ejemplos de González Lanuza eran éstos: “El chocolate en mangas de camisa”, a lo cual mi padre dijo “No, no es un disparate. Puede significar una reunión de personas en mangas de camisa que están tomando chocolate”. “No por mucho madrugar, almanaques para piano”, dijo González Lanuza. “Eso −decía mi padre− puede significar que uno ha hecho muchos esfuerzos y no ha conseguido un almanaque para poner encima de un piano”. Y el tercer ejemplo de González Lanuza era: “Dime con quién andas y te daré un chaleco a cuadros”. Entonces mi padre dijo: “Ah, no. ¡Eso es un soborno!” (risas). Le decía que estos señores me trajeron una frase de Chomsky. En inglés sería “Colourless green ideas furiously dreaming”, es decir, “ideas incoloras y verdes durmiendo furiosamente”. Ahora, según Chomsky esa frase no tiene sentido. Pero yo no sé si eso no tiene sentido. Por lo pronto sugiere algo, es una frase poética. Primero dice “incoloro”, luego “verde”. Eso es una contradicción pero, al mismo tiempo, puede significar un verde muy pálido. “Furiosamente” puede ser “impetuosamente”, durmiendo con ganas. ¿Por qué no “ideas de un verde pálido durmiendo profundamente”? Además, yo puedo imaginar otra frase disparatada: “Tres y cuatro es igual a veintisiete millones”. Es disparatada y no se parece a la otra. Están también los ejemplos de silogismos que daba Lewis Carroll. Yo los invento en este momento porque no tengo el libro a mano. Por ejemplo: “Todos los trípodes son viernes; lechuga es trípode; luego, lechuga es viernes”. Es un silogismo perfecto en lo que se refiere a la lógica, pero al mismo tiempo es aun más disparatado que los ejemplos de González Lanuza. Carroll llegó a silogismos de doce figuras. Porque la idea de Carroll es ésta: si se toma el ejemplo aristotélico “Sócrates es un hombre; todos los hombres son mortales; luego, Sócrates es mortal”, eso no sirve para el manejo del silogismo porque uno sabe de antemano todo lo que el silogismo dice. En cambio, poniendo ejemplos con palabras que no tienen nada que ver unas con otras, uno aprende el manejo de la lógica. Stuart Mill decía que lo que realmente habría que decir es esto: “Si todos los hombres son mortales” (cosa que no sabemos, puesto que ni usted ni yo hemos muerto aún y podemos ser los dos primeros hombres inmortales), “si todos los hombres son mortales y si Sócrates es un hombre” (pues pudo no haber existido), “luego, Sócrates es mortal”. Eso sí, sería condicional. Es decir que el silogismo no sirve para la investigación de la verdad, porque decir “todos los hombres son mortales” requiere una estadística no sólo pasada sino futura.

Cuando la entrevista terminó, Borges recordó aquel verso de Dante Gabriel Rossetti que había mencionado. Dijo:

−Para usar una metáfora audaz, cerremos la noche con un broche de oro. ¿Por qué no me lee ese poema de Rossetti, el soneto erótico llamado “Nuptial Sleep”, donde está ese verso “Sleep sank them lower than the tide of dreams”, “el sueño los hundió más abajo que la marea de los sueños”?. El libro de Rossetti está al lado de los seis volúmenes de Gibbon, Decline and Fall of the Roman Empire, de Everyman’s Library, y en la misma edición los poemas de Rossetti.

En la busca, retuve el título de algunos libros. Estaba la versión original de El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer; dos libros de Hinton sobre la cuarta dimensión; una colección de poemas persas; el Corán; una Historia literaria de Persia; un volumen sobre literatura persa clásica. No encontraba el libro a primera vista, pero Borges recordaba de memoria el orden de su biblitoeca. Naturalmente, el pequeño libro estaba allí. En la última hoja había anotado el título del poema y la página 107. Busqué el texto, que le leí, mientras Borges traducía verso por verso, comentaba las imágenes y el sentido general:

−Lea −ordenó. Lo hice con timidez y una pronunciación timorata, pero no le importó:

“At length their long kiss severed, with sweet smart: / and as the last slow sudden drops are shed / From sparkling eaves when all the storm has fled”.

−“Al fin su largo beso se dividió, con dulce pena: / y del mismo modo en que se derraman las últimas, bruscas gotas / de tejas resplandecientes cuando toda la tormenta ha huido”... Creo que es indudable que eso está hecho para que uno piense en el acto sexual, en el semen. Rossetti no lo dice directamente porque no habría sido poético, pero se entiende que esas últimas gotas después de la tormenta corresponden al orgasmo ¿no? La tormenta es el acto sexual y las últimas gotas no son gotas de lluvia sino gotas de semen, de simiente.

“so singly flagged the pulses of each heart. // Their bosoms sundered”.

−“así se detuvieron los pulsos de cada corazón. / Sus pechos se apartaron”. Porque estaban abrazados y luego se quedan dormidos...

“with the opening start / of married flowers to either side outspread / from the knit stem;”

−... “con la apertura que empieza / con flores casadas que se abren de ambos lados / del tallo unido”. Se entiende que las “flores casadas” son ellos, los dos amantes que se separan. Es raro como artificio literario ¿no?

“yet still their mouths, burnt red, / fawned on each other where they lay apart”.

−… “pero todavía sus bocas, quemadas hasta el rojo, / alentaban una sobre otra cuando los dos están separados”. Yo creo que esas imágenes son eminentemente sexuales, pero está hecho con mucha delicadeza, quiere decir que esas gotas y esas tejas y esas flores representan el acto sexual de un modo poético.

“Sleep sank them lower than the tide of dreams”.

Luego de haber leído todo el soneto hasta el final, vi a Borges de un modo nuevo. Fue a quitarse su saco y su corbata y regresó con el cuello de la camisa desabrochado. Se sentó con displicencia sobre el brazo de un sillón y me pidió que leyera la biografía de Rossetti en la Enciclopedia Británica. Lo vi distinto al caballero argentino e irónico que todos conocíamos públicamente: ahora era un poeta ciego, arrebatado por la lengua, en el paraíso en llamas de la literatura. Era, de pronto, el Hacedor o the Mythmaker. Me relató con cierto fervor el terrible episodio de Rossetti que también figuraba en la Enciclopedia: su mujer, Elizabeth Eleanor Sidall, murió en 1862 a causa de una sobredosis de láudano, y el poeta sintió un dolor tan agudo que insistió en que el manuscrito de sus poemas fueran arrojados a la tumba; pero años después hizo desenterrarlo y abrir el ataúd para recuperarlos. Yo estaba exhausto. Además de esa dimensión visionaria atisbada en la noche alta y, por cierto, la abierta disponibilidad del genio, sentí al lado de Borges un aire de bondad, un ambiente de amistosa bondad y también de juego y como un resplandor de inocencia expectante en la pasión literaria, pero también una melancolía casi física. Me fui pronto. Lo visité tiempo después, por la mañana y luego no volví a hablar con él.

El año de la muerte de Orson Welles, 1985, quise ver de nuevo Citizen Kane que se exhibía en un ciclo de homenaje organizado por la cinemateca del San Martín. El haz de luz blanca generó otra vez, en la oscuridad de la sala, aquellas viejas imágenes conocidas: la gigantesca puerta de hierro con la leyenda No Trespassing, la silueta gótica de un castillo lejano, una verja con la gigantesca letra K, las góndolas y los fosos. Luego, la luz de una lámpara que se apaga y lentamente vuelve a encenderse. Hay, de pronto, un primer plano con un chalet cubierto de nieve y, cuando la cámara retrocede, vemos que se trata de una pequeña bola de cristal en la que una imitación de nieve cubre el chalet en miniatura. La nieve de la imagen ilumina la sala cinematográfica. Desde mi butaca puedo distinguir claramente que en ese instante, iluminado por esa luz irreal, atraviesa el pasillo Jorge Luis Borges de la mano de María Kodama. Cuando se oye la voz cavernosa de Kane diciendo “Rosebud”, Borges ya se ha sentado y lo pierdo de vista. No pude notar su partida, antes de que finalizara el film.

En 1941 había escrito en Sur sobre el film de Welles: “Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra” (Borges en Sur, 200). Pero siempre creí, a pesar de aquel ambiguo menoscabo de los años cuarenta, que Citizen Kane era algo así como la más certera realización cinematográfica de un universo borgeano, sobre todo en esa última imagen de Kane antes de ser revelada la clave de Rosebud, esa imagen de Kane reflejándose al infinito en dos espejos opuestos, mientras sale fuera de campo. La luz especular de Kane iluminando a Borges de perfil, lejano y fantasmal, como un doble de sí mismo que todos ahora evocamos, dispersamos, reconstruimos, proyectamos y conservamos como una memoria abrumadora, inevitable, última.

Jorge Monteleone 
Buenos Aires, Argentina, CONICET



* Los versos del poema de Góngora corresponden al soneto 62, de 1582, dedicado al río Guadalquivir y no dicen “ilustremente acompañado” sino “ilustremente enamorado”: “piso, aunque ilustremente enamorado, / la noble arena con humilde planta” (127). No es posible discernir si la ironía de Borges corresponde a un error deliberado o no.

** En la “Soledad primera”, de Góngora, se lee: “no la que, en vulto comenzando humano, / acaba en mortal fiera, / esfinge bachillera, / que hace hoy a Narciso / ecos solicitar, desdeñar fuentes” (42).



En Variaciones Borges, 35
University of Pittsburg, 2013
Foto: Borges en su casa, 1978
©Francisco 'Tito' Caula






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