29/11/15

Jorge Luis Borges: El advenimiento de Buenos Aires






Me he referido ya a las dificultades que ofrece una definición de Buenos Aires; buena prueba de ello es la perplejidad que sentimos cuando llega un hombre de otro país y queremos mostrarle nuestra ciudad. ¿Qué ocurre entonces, qué nos ocurre a todos entonces? Inevitablemente, instintivamente, le mostramos lugares inexpresivos o lugares que son típicos en sí mismos, pero no del alma general de Buenos Aires. De todos los paseos y plazas le mostramos el menos íntimo: el parque de Palermo; también le mostramos el centro, que es una suerte de tierra de nadie donde se congrega la gente de todos los barrios. Finalmente, ya que por obra del tango el suburbio de Buenos Aires ha logrado cierta nombradía en el mundo, le mostramos la Boca del Riachuelo, es decir un barrio sui generis, que también para nosotros es forastero. Los otros arrabales de Buenos Aires son casi iguales y poco importa su delimitación topográfica; están hechos de tierra, de llanura, de mucho cielo y ante todo de soledad. Nada de eso mostramos al amigo que visita nuestra república; lo llevamos a un suburbio muy populoso, a un suburbio movido, en el que hay algo que no encontramos en ningún otro: delicados y melancólicos tintes de crepúsculo y de agua. ¿Por qué obramos así? Yo entiendo que lo hacemos porque nos consta que Buenos Aires es incomunicable. Inútil sería mostrar el parque Lezama o tal o cual árbol memorable que hay en la Recoleta o los casi infinitos barrios modestos que integran la ciudad.
En ociosas y largas caminatas del crepúsculo y de la noche, he andado por todos los barrios de Buenos Aires; sospecho que cada uno es una especie de tácito convenio o de conspiración amistosa y está vedado a quienes no pertenecen a él. Cabe, sin embargo, afirmar la realidad de una división que ha entrado en el habla: la que separa el Norte y el Sur. Las dos corresponden a una nostalgia: el Norte es nuestra nostalgia de Europa, el Sur nuestra nostalgia del pasado. La primera de esas nostalgias es del espacio; Europa estará lejos, pero lo que ahora está lejos puede algún día estar muy cerca. La lejanía es una forma de lo alcanzable. La segunda de esas nostalgias es más patética, porque no es del espacio sino del tiempo, y del irrevocable tiempo que fue. Por eso, cuando extraño a Palermo, al borroso y ya mítico Palermo de la memoria, al Palermo de Evaristo Carriego y del caudillo Nicolás Paredes y de Muraña el guapo, no lo busco en las calles que se perdían hacia el Maldonado y hacia el poniente sino en el Sur. Sé que en el Sur un almacén que alumbra una esquina, un rostro aindiado y resentido o, alguna vez, una valerosa y trabajosa música de milonga me traerán lo que hace tantos años sentí en Palermo o lo que sueño haber sentido.
¿Cómo definir el Sur? La fácil tentación es definirlo por casas viejas, por arcos de zaguanes, por la puerta cancel detrás de la cual se adivinan patios o un patio, pero estas cosas también están desparramadas en el Norte y en el Oeste. Sin embargo, podemos llamarlas Sur, porque el Sur es menos una categoría geográfica que sentimental, menos una categoría de los mapas que de nuestra emoción. Buenos Aires cambia y se contradice incansablemente: las imágenes que creemos actuales pueden muy bien ya ser pretéritas. Hacia el ocaso yo imagino en una llanura menesterosa un arroyo de agua sangrienta, un arroyo aún más pobre que el Maldonado, que ahora también es un recuerdo; a esa increíble cosa le decían el Arroyo de la Sangre y salía detrás de los Mataderos. En el agua chapaleaban chicos descalzos y a los lados estaba la llanura, con ranchos y con huesos. El sol poniente enrojecía el arroyo rojo; todo esto yo lo he visto una tarde y seguiré viéndolo, pero el tiempo y la ciudad ya lo habrán borrado. En el Adonis de Marino leemos de un caballero que va a la Luna y descubre en una caverna de ese planeta (en el siglo XVII la Luna era todavía un planeta) a Saturno, que al principio es el anciano ritual de la mitología, con la guadaña y el reloj de arena. Luego el viajero ve que el rostro del dios cambia incesantemente, como las llamas. Lo mismo nos ocurre con Buenos Aires. Buenos Aires es lo que ha sido, lo que ahora es y lo que mañana será; quizá nada sabemos de ese mañana, que se desdoblará en muchos otros, pero todos estamos trabajando para su advenimiento.
* En diario Crítica, Suplemento Literario Letras Hispano-Americanas, a cargo de Héctor A. Murena, Buenos Aires, Año XLIV, Nº 15.121, 30 de noviembre de 1956



Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1999)
Foto: Borges y Nino Ramella en Mar del Plata (s-d)

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