Versión taquigráfica y foto de la conferencia pronunciada por Jorge Luis
Borges en la inauguración del ciclo cultural 1967 de la Escuela
Camillo y Adriano Olivetti, el viernes 7 de abril (Castilla, España)
Aporte de Miguel Blumenbach
Señoras, señores:
Yo compilé hace tiempo un libro titulado Manual de
zoología fantástica, es decir un libro dedicado, no a
los animales comunes, sino a los animales fantásticos.
Ya que estos animales se crean por arte combinatorio, ya
que en el centauro, por ejemplo, se conjugan el caballo
y el hombre; en el minotauro, el hombre y el toro; en el
dragón, la serpiente y el pájaro, pensé que el número de
animales fantásticos sería virtualmente infinito. Lo busqué
en la Historia natural de Plinio, en la Tentación [de San Antonio] de
Flaubert, en diversas mitologías occidentales y orientales,
y comprobé con algún asombro que el jardín zoológico
fantástico, digámoslo así, no era más rico que el jardín
zoológico real.
Ahora bien, podríamos pasar de esto al tema de la
literatura fantástica. De un lado, tenemos la literatura
realista, la literatura que trata de situaciones más o menos
comunes en la humanidad, y del otro la literatura
fantástica, que no tiene otro límite que las posibilidades
de la imaginación. Uno diría también que la literatura
fantástica tiene que ser mucho más rica que la realista
ya que no está ceñida a lo cotidiano, sino que debe y
puede aventurarse a toda suerte de aventuras. Sin embargo,
al cabo de muchos años de ser lector y a veces
autor de libros fantásticos he comprobado que los temas
de la literatura fantástica no son ilimitados; son unos pocos
y, como lo abstracto tiende a ser tedioso, voy a tomar
algunos de sus temas que ciertamente no agotaré, aunque su número es limitado, y voy a ilustrarlos con ejemplos,
con resúmenes de obras de diversas latitudes y de
diversas épocas hechas con esos temas.
Vamos a empezar por uno de los temas más antiguos:
el tema de la transformación, el tema que da su nombre
griego a Las metamorfosis del poeta latino Ovidio. Este
tema se encuentra, en la superstición popular, en el lobisón, en el capiango, en el werewolf, en el loup-garou, etc.
Pero vamos a ver algo un poco más complejo, y ya que el
relato Die Verwandlung, (La metamorfosis) de Kafka es
harto conocido, voy a tomar otro ejemplo, el cuento Lady
into Fox (Dama en zorra), según veremos, del narrador
inglés David Gardner. El autor que escribió creo que en
la segunda década de nuestro siglo, sitúa la acción de su
relato en el siglo XIX, en la época victoriana, en un pueblo
de Inglaterra. Y hace que los personajes sean triviales,
porque ya Wells había dicho que conviene para convencer
al lector que haya un solo hecho fantástico en un cuento
y que lo demás sea cotidiano; porque si todo es fantástico
como sucede en tantos relatos de ficción científica, el lector
no se resigna a imaginar tantas cosas fantásticas a
un tiempo. En esta novela corta o cuento largo, Lady in de Fox, el autor nos presenta a un caballero y a una dama inglesa del año, digamos 1850 y tantos o sesenta y tantos, y son personas perfectamente iguales a miles o centenares de otras damas y caballeros de esa época. Viven en el campo; el señor vuelve una tarde y comprueba que su mujer se ha convertido en una zorra y lo comprueba —aquí tenemos un detalle convincente—, lo comprueba por la mirada de la zorra, por la mirada todavía humana y reconocible de la zorra. Él le habla y le pregunta, aunque ya lo sabe, si es su mujer y ella contesta con un movimiento de cabeza. No puede hablar naturalmente y entonces conversan. El caballero le dice que tales accidentes no han ocurrido nunca en su familia; la mujer le hace recordar que el apellido de ellos es Fox, zorro, y eso puede suministrar un principio de explicación y luego se ponen de acuerdo para que los vecinos no sepan nada, porque la gente es muy mal hablada. El hecho puede comentarse; se trata de algo incorrecto o, en todo caso, anómalo. Van despidiendo a los sirvientes o les prohíben que entren en el dormitorio de la señora; tratan de organizar su nueva vida sin asombrarse demasiado y sin indagar las causas, porque no son personas intelectuales. El marido trata de distraer a la zorra, le compra un calidoscopio, le lee novelas de Sir Walter Scott, poemas de Byron y por un tiempo piensan que esa nueva vida es posible; pero luego el señor nota que la zorra se distrae de las lecturas, que las formas del calidoscopio le causan tedio, es decir que el cuerpo bestia! está venciendo al alma humana que la habita; ya él habla poco con ella, se da cuenta que a ella le cuesta seguir sus palabras y una mañana no la encuentra. Recorre la casa, llega al gallinero y, ante el espectáculo sangriento que lo espera ahí, comprende lo que le ha ocurrido. Además ahí está la zorra con los colmillos y las patitas ensangrentadas; él la toma y ella parece pedirle perdón, pero sigue recayendo en su animalidad y un día, casi con alivio, nota que ella se ha escapado de la casa. Se queda solo, pero al mismo tiempo piensa que la situación era insoluble. Se da a largas caminatas por el campo y un día, en la entrada de una madriguera, ve a su mujer rodeada de zorritos y comprende que está haciendo vida marital con un zorro. Vuelve horrorizado a su casa y en las últimas páginas asistimos a una cacería: ahí los perros dan caza a la zorra y la despedazan. El cuento concluye sin ninguna explicación; queda como un cuento triste, no más.
Y ahora vamos a recordar un relato de Wells, anterior,
en el cual el tema también es la transformación. Era un
estudiante de medicina, un muchacho sano —eso es importante
para el cuento—, un muchacho honesto, estudioso.
Conoce a un señor que se llama Mr. Elvesham, que
dice que ha seguido sus estudios y que piensa nombrarlo
su heredero universal, pero quiere cerciorarse ante todo
de la salud del muchacho, de la rectitud de su vida. Lo
hace examinar por médicos; luego él escribe el testamento
ante un escribano y luego el muchacho y el protector
van a celebrar el acontecimiento. Van a un restaurant,
beben, el muchacho nunca ha bebido, pero le parece notar,
aunque no está seguro, porque ya la realidad y la alucinación
se confunden, le parece notar que el protector ha
derramado en la copa el contenido de un frasquito que
llevaba. Los dos brindan, se separan. El estudiante vuelve
a su casa y en una esquina piensa "cómo ha cambiado
todo esto". "Antes había una casa de dos pisos aquí,
ahora hay cinco; aquí me despedí por última vez de mi
hermano." Y luego se da cuenta de que eso es ridículo, que
no había tenido nunca un hermano, que no ha recorrido
nunca esa calle. Y luego llega a un lugar que él cree que
es su casa; se duerme y se despierta en la mitad de la
noche. La cama le parece más vasta. Luego se pasa la
lengua por las encías, comprueba que su boca está desdentada;
se pasa la mano por la frente, ve que su cara
está arrugada. Al final prende la luz y casi con temor se
mira en el espejo. En el espejo ve la cara del señor Elvesham; comprende que el otro ahora está habitando su
cuerpo, que su alma ha sido trasladada al cuerpo decrépito
de su pseudoprotector. Luego descubre que está en un asilo; que los médicos ya saben que él padece alucinación
de ser otro y encuentra en uno de los cajones
de la habitación un frasquito, y ese frasquito tiene, dice
veneno, entonces él lo toma pero antes deja escrita su
historia. Y luego hay una posdata en la que se dice que
el señor Elvesham había sido internado allí y que, en cuanto
al joven estudiante, éste fue atropellado por un coche
esa misma noche y el cuento queda en suspenso.
Como ustedes ven, el tema de la transformación es común
a ambos cuentos; sin embargo, los cuentos son totalmente
distintos. Es decir, la idea de la transformación
es una idea verdadera, tan verdadera que los años nos
van transformando a todos; las enfermedades y el tiempo
nos transforman. Yo no soy el que era cuando leí en
Ginebra, en 1915, el cuento de Wells. Es decir, el tema
de la transformación, aunque sea tratado de un modo fantástico
como los dos ejemplos de Gardner y de Wells, que he
resumido, se basa en algo real, ya que la vida está cambiándonos.
Ahora vamos a tomar otro tema fantástico; es el de
la confusión de lo onírico con lo real, de los sueños con
la vigilia. Voy a tomar un cuento que está en el libro de
Las mil y una noches: la historia del hombre que soñó;
es una historia muy breve. Empieza en Alejandría: un
hombre sueña. Sueña que una voz le dice que vaya a la
ciudad de Isfaján en Persia, y que si hace ese viaje le
será deparado un tesoro. El hombre, es un hombre sencillo;
al día siguiente emprende el largo viaje. Estamos en
la Edad Media; tiene que atravesar selvas, montañas, desiertos,
corre peligros; y al cabo quizá de años, llega rendido
a Isfaján. Se tiende a dormir en el patio de una mezquita.
Entran bandoleros; luego los bandoleros son sorprendidos
por la policía; arrestan a toda la gente que está
ahí, los llevan ante el cadí, ante el juez, y éste los interroga.
Cuando le toca el turno al egipcio, el egipcio dice
que ha nacido en Alejandría, que siempre ha vivido ahí,
que no ha pensado nunca en viajar, pero que una voz
le ha dicho que si él emprende el azaroso viaje a Persia,
logrará un tesoro. El juez se ríe de él. Le dice: yo también
he soñado un sueño análogo. He soñado con un
jardín; en el fondo de ese jardín hay un aljibe, detrás del
aljibe hay una higuera y al pie de la higuera está enterrado
un tesoro. Luego ordena que le den 50 azotes al
egipcio y el egipcio vuelve otra vez a Alejandría. Las
palabras del juez le han revelado todo; ese jardín, el jardín
del aljibe, de la higuera y, finalmente, del tesoro enterrado,
ese jardín es el de su propia casa. Pero ha sido necesario
que él emprenda el viaje. Los dos sueños eran proféticos; el juez hubiera podido lograr el tesoro, pero no
ha hecho el esfuerzo. El hombre sí lo ha logrado. Aquí
tenemos el sueño mezclado con la realidad.
Todo esto lo había hecho ya, de una manera más lacónica
y más maravillosa, un místico chino del siglo V antes
de nuestra era, Chuang Tzu. Aquí no voy a resumir, voy
a repetir sus palabras tal como las he leído en diversas
traducciones occidentales. Dicen así, simplemente:
Chuang Tzu soñó que era una mariposa y no sabia al
despertar si era un hombre que había soñado ser una
mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.
Yo querría que nos detuviéramos en el arte de esta
parábola que hizo famoso a su autor. Creo que el arte
está en el empleo de la palabra mariposa. Si Chuang
Tzu hubiera escrito: Chuang Tzu soñó que era un tigre
y no sabía si al despertar era un hombre que había
soñado ser un tigre o un tigre que había soñado ser un
hombre, la historia perdería toda su fuerza; porque el
tigre sugiere velocidad. En cambio, la mariposa concuerda
de algún modo con el carácter onírico de nuestra
vida. La mariposa es frágil como el sueño; es decir,
Chuang Tzu ha elegido bien la mariposa, así como Heráclito eligió bien el río cuando escribió: "Nadie baja dos
veces al mismo río". Si hubiera dicho "nadie abre dos
veces la misma puerta", su frase no sería eficaz porque
la puerta es sólida; en cambio el río fluye. El río está
hecho de tiempo. Además, al leer la sentencia de Heráclito, pensamos primeramente: nadie baja dos veces al
mismo río, porque el río es otro, porque las gotas de
agua ya no son las mismas. Luego, con un principio
de horror, sentimos que nosotros somos el río; que nosotros,
hechos de tiempo, somos tan fluidos y tan inconstantes
como el río.
Bueno, ahora hay otro tema que también encontramos
en muchas literaturas. El tema del hombre invisible.
A primera vista, se diría que un hombre que lograra
la invisibilidad sería omnipotente: pero a fines del siglo
pasado el joven Wells escribió El hombre invisible. Ahí
el protagonista es un estudiante de medicina; es albino,
además, para que nosotros podamos creer con más facilidad
en su invisibilidad ulterior. Ese hombre piensa
que puede lograrse un líquido que dé invisibilidad a los
hombres. Al fin, por medios científicos, lo logra; llega
a ser invisible y piensa: "soy el señor de Londres, soy
el señor de Inglaterra; soy el señor del mundo". Pero
luego ve sus limitaciones. Por lo pronto él vive en un
barrio pobre; la estación es el invierno, el duro invierno
de Inglaterra, y él no puede vestirse porque él es invisible,
pero sus ropas no lo serían. Sin embargo, él sale
a la calle desnudo; está temblando. La calle lo aterra,
porque los conductores de los vehículos no lo ven y al
rato comprueba que está dejando huellas en la nieve,
huellas inexplicables. Además, una o dos veces tropieza
con alguien. Comprende que su poder es limitado y, finalmente,
y aquí llegamos al primer capítulo del libro,
porque todo esto es la explicación del libro, se disfraza;
se pone anteojos negros, se venda la cara, usa bufanda,
sobretodo, guantes. Todo esto para ocultar que es invisible.
Luego él llega a un pueblo, ahí naturalmente llama
la atención, tienen que servirle la comida en su cuarto
para que no se vean, digámoslo así, sus manos invisibles. Más tarde se encuentra con un amigo suyo, le refiere su historia y le propone fundar una suerte de reino del terror
en la pequeña aldea. Se ha apoderado de un revólver.
Tiene el revólver y las seis balas; pero de día no puede
andar por el pueblo, porque la gente vería un revólver
suelto que anda y cuando ha comido no puede salir
hasta haber asimilado la comida, que sería visible. El
amigo lo traiciona; el comisario piensa pedir ayuda de la
capital. Pero luego dice que encuentra un medio bastante
sencillo. Y es hacer que el hombre invisible sea perseguido
por perros; por perros para los cuales el mundo
olfativo es más importante que el mundo visual. Finalmente
los perros le dan caza, lo alcanzan y lo matan. Y a medida que el cadáver va corrompiéndose se hace visible.
Así termina el primer hombre invisible.
Y dice Wells que, cuando él escribió ese cuento, se
sentía muy solo. Tenía a veces la convicción de que
todos los hombres lo perseguían. Es decir, este cuento
El hombre invisible, no es, como podría parecer, una mera
arbitrariedad fantástica; corresponde a la angustia de la
soledad y por eso tiene una fuerza especial. Ya los griegos
habían tomado el tema de la invisibilidad en la "historia
del anillo", de Gyges. Pero ahí falta ese sentimiento
de angustia. También en la India se habla de un sabio
Nagarjuna, rey de las serpientes, que logra ser invisible.
Penetra en un harem y comete toda clase de fechorías,
pero, como su futuro continuador, el héroe de Wells
es descubierto por las huellas que sus pies dejan en la
arena o en la nieve.
Hemos visto dos temas fantásticos; ahora tendríamos
otro: el de los juegos con el tiempo. Un escritor contemporáneo,
Priestley, tiene una serie de "time comedies",
comedias del tiempo, en las cuales se juega con la idea
de que no tengamos un "antes", un "mientras" y un
"después", sino que los tiempos pueden modificarse. Aquí
vuelvo otra vez a Wells. Wells escribió La máquina del
tiempo. Empieza por un capítulo de razonamiento científico.
El protagonista dice que hay en realidad cuatro
dimensiones y que la cuarta dimensión es el tiempo; si no
nos damos cuenta de ello es porque todos estamos viajando
por el tiempo a una velocidad uniforme. Pero que esa
velocidad, mediante medios mecánicos —ahora preferimos
creer en los medios mecánicos y no en los talismanes—,
podría modificarse. Sus amigos no lo creen. Entonces
él va a su laboratorio y vuelve con un aparatito, que
vendría a ser algo así como la maquette de una bicicleta;
hay un asiento y él dice: "Ésta es una maquette de la máquina
del tiempo. Mírenla bien, voy a hacerla viajar al pasado".
Todos se quedan mirando la máquina, él hace girar un eje, la máquina se vuelve nebulosa y desaparece. Él
dice: "está viajando hacia el pasado; está viajando indefinidamente
hasta que el infinito tiempo pasado la desgaste".
Y uno de sus amigos le dice: "si está viajando
hacia el pasado nosotros estuvimos comiendo aquí hace
diez días; cómo no la vimos a la máquina". El inventor
dice: "no la vimos porque su velocidad era mayor que
la nuestra. Es decir, la máquina es tan rápida que es invisible;
pero yo me cuidé muy bien de poner las manos
encima de la mesa, porque la máquina hubiera podido
destruirlas". Los otros se van; algunos están convencidos,
otros no. Y luego el hombre, cuyo nombre no se nos
dice —Wells lo llama "the time traveller" (el viajero del
tiempo)— los cita para una fecha futura y vuelve y entonces
él les cuenta su historia. Dice que él ha viajado al porvenir,
a un porvenir muy lejano, a un porvenir apenas calculable
en cifras humanas. Y que él ha detenido su máquina,
ha comprobado que estaba lloviendo; ha pensado
que era un imbécil en mojarse, ya que podría adelantar
la máquina unos días. Pero ha dejado la máquina; ya no
está, naturalmente, en su laboratorio, sino en un jardín,
en un vasto y ocioso jardín. Luego él descubre que en
ese jardín hay seres humanos más pequeños y más delicados
que los seres actuales. Descubre que se llaman Eloi.
Y esas personas no trabajan, viven de las frutas de los
que tienen escaleras espirales; él conversa con una muchacha,
le muestra uno de esos pozos y luego inmediatamente
siente que ha cometido algo equivalente a una obscenidad;
que no hubiera debido mostrarle ese pozo. Que
no se debe hablar de esas cosas. Luego habla con esas
personas, se enamora un poco de esa muchacha; empieza
a enseñarle inglés, ella le enseña su lengua futura. Pero
una noche, devorado por la curiosidad, baja por uno de
los pozos y llega a un mundo subterráneo; el mundo de los
morlocks. Los morlocks son los descendientes de los descendientes
de los descendientes de los proletarios actuales, y al cabo de siglos de trabajar en la oscuridad se han
vuelto ciegos. Su mundo está lleno de máquinas, de máquinas
complejas e inútiles, que ellos siguen moviendo
por una fuerza hereditaria. Las máquinas no producen
nada; las ruedas giran en el vacío; pero los morlocks siguen
manejándolas instintivamente y a veces, de noche,
suben por las escaleras, entran en los palacios abandonados
y en los jardines y devoran a los aristócratas degenerados
de la superficie del planeta. Los morlocks persiguen
al héroe. La muchacha, a quien él ya quiere, le
entrega una flor y él vuelve con esa flor en la mano y la
muestra a sus amigos y esa flor se corrompe. Es una flor
que no ha florecido aún, y está marchitándose en sus
manos. Luego los amigos se quedan pensando y en el
último capítulo leemos que el viajero del tiempo ha desaparecido
y el autor se pregunta si ha viajado hacia un
remoto pasado o hacia el remoto porvenir. El viajero no
vuelve nunca.
Ese libro, La máquina del tiempo, fue leído y admirado
por el psicólogo, o por el novelista psicológico, Henry
James, autor de Otra vuelta de tuerca; entonces a él se le
ocurrió escribir algo parecido. Pero a Henry James le
desagradaba por igual la idea de los talismanes o del
talismán que nos hiciera viajar por el tiempo y la idea de
una máquina. A él le había preocupado siempre la situación
del americano en Europa. Lo veía como un hombre
más ingenuo, quizá moralmente superior, pero rodeado
de una civilización más compleja, quizá más implacable
que la suya. Entonces empezó un cuento que se llama
El sentido del pasado. Es la historia de un joven norteamericano
de antepasados ingleses que va a vivir en la
casa de sus antepasados en Londres y ahí en la pared ve
un retrato; un retrato que lo sorprende, singularmente,
porque es su propio retrato, salvo que está vestido según
la usanza del siglo XVIII; además, el retrato está incompleto.
Entonces piensa que le gustaría volver, digamos
así, al siglo XVIII, y que la única manera de lograrlo es
mediante un esfuerzo mental. Ahí están los libros de la
biblioteca; ahí están las obras de Voltaire, las obras de
Gibbon, las obras de Johnson, las obras de Boswell, de
Pope; ahí está el siglo XVIII esperándolo, en su mejor expresión,
en sus libros. Y él se sumerge en su lectura;
además, un poco en broma, un poco creyéndolo, les dice
a sus amigos que él va a volver al siglo XVIII. Está leyendo
en su casa y comprueba sin demasiada sorpresa que
la habitación contigua está llena de gente; se toca la ropa,
ve que está trajeado a la manera del siglo XVIII y entra
en la habitación. Descubre, poco a poco, que él es un
joven americano que vuelve de las colonias, de las entonces
colonias de Norteamérica, y se siente feliz porque él
se sentía perdido en el siglo XX y piensa que podrá encontrar
su felicidad en el siglo XVIII. Luego, conoce a un
pintor, a un famoso pintor. Y el pintor dice: "Hay algo
que me atrae en su cara; me gustaría pintarla". El muchacho,
que ya se ha enamorado de una joven contemporánea,
le dice "sí" , pero le advierte que no logrará concluir
el cuadro. Esto él lo sabe, porque ha visto el cuadro
inconcluso. El pintor le dice que no tendrá ninguna dificultad
en concluir el cuadro pues, según su fama, él es un
retratista excelente, y emprende la pintura del cuadro. Pero
al cabo de unas cuantas sesiones el pintor le dice que hay en su cara que se le escapa, algo que su pincel no puede
captar. El muchacho se ríe, había previsto que esto ocurriría.
El cuadro había llegado exactamente a la etapa en
que él lo vería más de un siglo después. Pero luego comprende
el sentido íntimo de ese episodio y se llena de
tristeza; porque de igual modo que él en el siglo XX era
un forastero, de igual modo en el siglo XVIII él sigue
siendo un hombre del siglo XX, del futuro siglo XX. Es
decir, que él no pertenece realmente a ninguna época.
Llama a su novia, le dice que muy pronto él tendrá que
irse; que va a volver a América y que es muy posible que
no regrese nunca a Inglaterra. Ella lo abraza, llora, le pide que no haga ese viaje o que la lleve con él. Él se separa
bruscamente de ella y entra en el escritorio contiguo y en
cuanto ha entrado, se apagan las luces, se apagan los
candelabros de la pieza contigua, y él está otra vez vestido
a la manera del siglo XX, ante el cuadro inconcluso. Hay
un rasgo muy curioso en este cuento, que quizá no fue
advertido por el autor pero que fue señalado por el poeta
Spender: en un libro titulado El elemento destructivo.
Versa sobre la idea de causa y la idea de efecto. En el
tiempo la causa es anterior al efecto; pero en un libro en
el cual se juega con el tiempo, asistimos a este hecho que
nos parece imposible: el muchacho del siglo XX vuelve
al siglo XVIII porque su retrato ha sido pintado en el siglo
XVIII, pero ha sido pintado en el siglo XVIII porque él
ha regresado del siglo XX. Es decir, hay un juego con
el tiempo.
Ahora podríamos tomar otro tema; el de la presencia
de seres sobrenaturales entre los hombres. Aquí vamos
a pasar a otras regiones; voy a referir una leyenda noruega
que se halla, creo, en una historia de los reyes de
Noruega, de la Edad Media, cuando Noruega, como antes
Inglaterra y Alemania, pasó del culto de los dioses germánicos
a la fe del Cristo blanco, como lo llamaban en Noruega.
Se habla de un rey; un rey cristiano, creo que era
Olaf Tryggvason, y de su corte. A su palacio, que podemos
imaginar como un modesto palacio en madera, llega una
noche un hombre viejo. Estamos en invierno; el fuego encendido
en la chimenea; el viejo tiene el sombrero inclinado
sobre los ojos, está envuelto en un manto azul. Debemos
pensar en una suerte de gaucho viejo, nórdico. El
arpa, según la usanza germánica, pasa de mano en mano.
Todos cantan y al fin el arpa llega a manos del anciano y
entonces el anciano canta, en un lenguaje ya arcaico, la
historia del nacimiento del dios Odín, aquel dios que da
su nombre al wednesday, al miércoles inglés, al día de
Woden, en el norte; Wotan en Alemania. Dice que cuando
nació Odín, se presentaron dos hadas, o dos parcas, que
lo colmaron de dulzuras y le presagiaron un porvenir venturoso,
que luego llegó otra que no había sido invitada;
entonces sacó, de entre sus vestiduras, una vela y la encendió
y dijo: "la vida de este niño durará lo que dura
esta vela". Luego esa parca, el hada maligna de cuentos
de hadas futuros, desaparece y los padres apagan la vela
para que no muera el niño. La gente se ríe, le dicen que
ésas son consejas, cuentos de viejas, que ya nadie cree en
esas cosas de los dioses de las fábulas; que ahora ellos
veneran a Cristo y a la Virgen y al Dios que está en los
cielos. Y el viejo dice: "no; lo que yo acabo de decir es
verdad y aquí tienen la prueba". De entre sus vestiduras
saca una vela y la enciende. Todos, incluso el rey, se quedan
mirando la vela como fascinados y la vela se consume
y muere. Luego advierten que el viejo que la ha traído
ya no está ahí. Salen afuera a buscarlo y lo encuentran
junto a su caballo, muerto en la nieve. Entonces comprenden
que el que ha referido la historia es Odín; que él ha
muerto precisamente, como dijo la parca, hace tantos siglos,
en el momento en que se apagó la vela.
Tendríamos otros temas. Un tema que se encuentra
en todas las literaturas; el tema del doble. Un tema sugerido
acaso por los espejos, por nuestro reflejo en los
espejos. En Alemania lo llaman el Doppelgaenger, el doble
que camina a nuestro lado. En Escocia lo llaman el
fetch, de la palabra fetch —buscar—, porque si un hombre
ve a su doble, ese doble viene a buscarlo para llevarlo
a la muerte y aquí podemos citar muchos ejemplos: tenemos
William Wilson, de Poe, en el cual hay un hombre
que comete malas acciones, pero que continuadamente es
denunciado por alguien que se parece extrañamente a él, y
que es su doble. Finalmente él lo reta a duelo al otro y lo
mata y, en el momento en que su espada atraviesa el cuerpo
del otro, él cae muerto porque al morir su conciencia
ha muerto él. Y ese cuento sugirió sin duda a Oscar Wilde
esa novela que todos ustedes conocen sin duda: El retrato
de Dorian Gray. La historia de un joven que envejece y
que peca, pero cuyos años y cuyos pecados se reflejan
no en él sino en un cuadro pintado por un amigo, y que él
tiene escondido en un altillo. En el último capítulo de la
novela sube al altillo, ve su retrato; ese retrato está gastado
por la corrupción y por la maldad. Ese retrato le da
asco. Entonces él toma un arma que yace sobre la mesa
y da muerte al cuadro y en ese momento muere él y luego
los sirvientes entran y ven el cuadro tal como fue pintado
por primera vez; ven el Dorian Gray de hace 30 años. Luego
ven a un hombre que no conocen, viejo y maligno, a su
lado y sólo lo reconocen por los anillos que lleva.
Yo no sé si podríamos ir mucho más lejos; no sé si
hay muchos otros temas fantásticos. Sospecho que no,
sospecho que podemos reducir las maravillas de los cuentos
fantásticos a estas que he bosquejado. En Las mil y
una noches, por ejemplo, abundan los seres sobrenaturales;
el del príncipe convertido por un mago en un mono.
Ese mono demuestra su condición humana, ya que no
puede hablar, jugando tres partidas de ajedrez con el rey
y ganándolas.
Y ahora voy a llegar al último ejemplo. La idea de acciones paralelas; el hecho de que algo que ocurre aquí, está ocurriendo de otro modo, en otro lugar, por obra mágica. Aquí referiré una leyenda irlandesa medieval. En esa leyenda hay dos reyes; dos pequeños reyes de Irlanda cuyos ejércitos combaten al pie de una montaña. Los hombres se entrecruzan y se matan en el valle. Arriba, los dos reyes no se fijan en sus ejércitos, en sus hombres que están desangrándose por ellos abajo. Juegan al ajedrez y hay un momento hacia el atardecer en el cual uno de los reyes mueve una pieza y le dice al otro "jaque mate"; poco después llega un mensajero que sube corriendo por la ladera de la montaña y que le advierte que su ejército ha sido derrotado. Entonces comprendemos que los hombres eran meros reflejos de las piezas de ajedrez; que la verdadera batalla ha sido librada en el tablero y no en el valle.
Y ahora voy a llegar al último ejemplo. La idea de acciones paralelas; el hecho de que algo que ocurre aquí, está ocurriendo de otro modo, en otro lugar, por obra mágica. Aquí referiré una leyenda irlandesa medieval. En esa leyenda hay dos reyes; dos pequeños reyes de Irlanda cuyos ejércitos combaten al pie de una montaña. Los hombres se entrecruzan y se matan en el valle. Arriba, los dos reyes no se fijan en sus ejércitos, en sus hombres que están desangrándose por ellos abajo. Juegan al ajedrez y hay un momento hacia el atardecer en el cual uno de los reyes mueve una pieza y le dice al otro "jaque mate"; poco después llega un mensajero que sube corriendo por la ladera de la montaña y que le advierte que su ejército ha sido derrotado. Entonces comprendemos que los hombres eran meros reflejos de las piezas de ajedrez; que la verdadera batalla ha sido librada en el tablero y no en el valle.
Aquí concluyen estos resúmenes y llego a una pregunta
capital, a una pregunta que quizá he contestado ya parcialmente.
¿En qué reside el encanto de los cuentos fantásticos?
Reside, creo, en el hecho de que no son invenciones
arbitrarias, porque si fueran invenciones arbitrarias
su número sería infinito; reside en el hecho de que, siendo
fantásticos, son símbolos de nosotros, de nuestra vida,
del universo, de lo inestable y misterioso de nuestra vida
y todo esto nos lleva de la literatura a la filosofía. Pensemos
en las hipótesis de la filosofía, harto más extrañas
que la literatura fantástica; en la idea platónica, por ejemplo,
de que cada uno de nosotros existe porque es un
hombre, porque es un reflejo del hombre arquetípico que
está en los cielos. Pensemos en la doctrina de Berkeley,
según la cual toda nuestra vida es un sueño y lo único
que existe son apariencias. Pensemos en el panteísmo de
Spinoza y tantos otros casos y llegaremos así a la terrible
pregunta, a la pregunta que no es meramente literaria,
pero que todos alguna vez hemos sentido o sentiremos.
¿El universo, nuestra vida, pertenece al género real o al
género fantástico?
Ediciones Culturales Olivetti (s/f)
Castilla, España