20/7/15

Jorge Luis Borges: Mitologías del odio







Acerca de los mitos a que el odio da vida, Jorge L. Borges hace ingeniosas reflexiones en este artículo, cuidándose —nueva prueba de la exquisitez de su gusto— de no incurrir en la cri-ética, [sic]"ciencia de los canallas ", como él la llama.


Las atrocidades fueron casi el único artículo de primera necesidad que no escaseó durante la guerra y que la población civil devoró con una felicidad repugnante. El mercado norteamericano fue el decisivo y la superioridad de los productos anglo-franceses determinó en abril de 1917 la capitulación final de noviembre de 1918. Un continente militó contra los imperios centrales por obra y gracia de las Shahrazads de Lord Northcliffe. El hecho no es injusto, y lo está corroborando la primacía de los novelistas "aliados" —la de Bouvard et Pécuchet y de Lord Jim sobre el inadmisible Meister de Goethe.

La historia de esa propaganda no ha sido escrita, pero sus datos pueden ser excavados de un reciente volumen. Su título, Spreading germs ofhate (Diseminando gérmenes de odio); su fecha y su lugar, Londres 1931; su redactor, el imaginario prosista pero no menos afligente poeta Jorge Silvestre Viereck. Para secreta y vasta felicidad de los que comprenden inglés, copio su primera línea, que parece un autógrafo directo del conde Drácula: The Master Propagandist toyed with his de mi—Tasse. Afortunadamente, los hechos que relata son otra cosa. Son los genuinos rudimentos de una mitología, privada de terrores ahora, pero que tuvo el imprimatur de Wells, de Sandburg, de Unamuno, de Verhaeren, de Bergson, para no mencionar un etcétera de millones, que probaron la muerte metalúrgica de las fundiciones de Krupp, en los confines de la tierra, el aire y el mar. Entresaco un par de episodios. El primero es el camino de perfección de un hecho inocente. Un día entre los días del mes de octubre de 1914, declaró la "Koelnische Zeitung":

Cuando se anunció la toma de Amberes, fueron echadas a vuelo las campanas.

Se entiende que esos campanarios felices eran los de Alemania. A las veinticuatro horas, el diario "Le Matin" de París, propuso una versión ya patética:

Según la Gaceta de Colonia, el clero de Amberes tuvo que echar a vuelo las campanas cuando esa plaza fuerte capituló.

Siempre los belgas fueron detestados en Francia. El "Times", imparcial como de costumbre, no consintió los reprensibles errores de la versión francesa: uno el molesto verbo capitular, otro la conjetura de que los belgas —entonces oficialmente heroicos— se dejaban mandar por los alemanes. Tradujo así:

Anuncia "Le Matin" que fueron destituidos de su cargo los sacerdotes belgas, que se negaron a tocar las campanas cuando Amberes cayó.

Algo mejor está, pero la mera destitución de los eclesiásticos carece del horror conveniente. Una tercera refacción se imponía y el "Corriere della Sera" la acometió:

Según informaciones del "Times", los valerosos sacerdotes belgas que se negaron a tañir las campanas cuando Amberes cayó, han sido condenados a presidio por el tribunal militar.

Adulta en pocos días y transformada, la noticia vuelve a París. Oh, anagnórisis! el padre, el periodista de "Le Matin", le sale al encuentro. Le da la forma simétrica que le falta, la que elabora con sus medios estrictos el cortejado horror, la que hará temblar a Almafuerte en el suburbio de ladrillo y de cinc de una ciudad sudamericana.

Recordarán nuestros lectores aquellos bravos sacerdotes de Amberes que se negaron a tañir las campanas cuando la fortaleza capituló. Ahora se confirma desde Milán que fueron amarrados a las campanas, los pies en alto, la cabeza pendiente, y que debieron hacer de badajos vivos.


Otros mitos nacen perfectos: verbigracia, el de la Kadaververwertungsanstalt —laboratorio utilizador de cadáveres— improvisación feliz o genial de un militar inglés, a principios del diecisiete. Ese fraude sutil, espejo y paradigma de fraudes, abundó en piezas justificativas auténticas de origen alemán, en su mayoría oficiales. Entre los laberintos y las fugas de la escritura gótica, se traslucía la palabra Kadaver, descarada y confesa. Todo era verdad: los cadáveres, la profanación metódica de la muerte, la glicerina que las materias grasas rendían, el abono animal. El arte radicaba en una omisión: las patas, crines, herraduras y corvejones de esos cadáveres.

Los chinos (que saben que una de las tres almas del hombre se adhiere a su despojo y que abominan de toda medicina quirúrgica por su mutilación del cuerpo, obra final de los divinos antepasados) fueron los primeros consumidores de esa ficción. Debidamente retemblaron con ella. Charteris, su inventor, no se avenía a suponer que en América la escucharan sin risa. Northcliffe, mejor conocedor de la época, la desencadenó sobre el mundo. Nadie cometió el faux pas de no creer. En París, dicen, aún conserva cierta frescura, a la diestra de un mito lucrativo sobre la culpabilidad de la guerra.


Sitiada por el hierro, el oro y el hambre, Alemania debió capitular en 1918. El coronel inglés Liddell Hart, en un examen de las causas primarias de ese derrumbe —The real war, página 505— reconoce la vasta colaboración de la propaganda. Northcliffe, después de haber inculcado en los pueblos el evangelio o chisme o simbología del peligro alemán, difundió en Alemania el otro chisme de los catorce puntos. Ambos apresuraron el fin.

Inferir de lo embustero de esas historias la inocencia total de los alemanes o de los no alemanes, sería de malísima lógica. El problema es de orden patético: hay hechos esencialmente crueles que, referidos, no conmueven a nadie. De ahí la conveniencia de las mentiras que cifran en un rasgo portátil los horrores confusos y chapuceros de una invasión. Ya Bernard Shaw apuntó, en algún prólogo, que las batallas de la guerra excedían la imaginación de los hombres y que ésta las tenía que reducir a la escala de siniestros marítimos o ferroviarios.

Para 1933 los charros mitos de 1918 son conjuros inútiles. No nos vanagloriemos demasiado. Que estalla el lunes una guerra y el martes nadará en mitologías este planeta. De un lado haremos que milite la luz, de otr[o] la perdición... Ya una reciente vez, a raíz de un concurrido seis de setiembre, nos animó un obsceno apetito de prevaricaciones, coimas y escándalos. Antes, unos pocos homúnculos perdieron o deterioraron su alma inmortal con el ejercicio del robo; luego, su vergonzante ocupación recayó en manos provisionales y —lo que es peor— la República entera se dedicó a la infinita beatitud de hablar de ellos. Hubo quien improvisó honestamente una memoria falsa, capaz de recordar cualquier atropello del imperceptible Klan Radical —que era una broma lucrativa de Alberto Hidalgo, sin otra culpa que unos chabacanos carteles... Ignoro cuál es peor: ejecutar un crimen mientras llega la hora del té, o insumir la vida y los días en la imaginación y discusión de hechos criminales. Lo primero es desaprobado por el lenguaje, que es responsable del error judicial de mantener palabras como asesino, que derivan de un acto la definición eterna de un hombre, pasado y venidero —como si hubiera un mote indeleble para el que una vez envidió.


Pablo de Tarso dijo: Más vale casarse que arder. Miguel de Unamuno confirma: Son las intenciones y no los actos los que nos estragan el alma, y no pocas veces un acto delictuoso nos limpia de la intención que lo engendrara. El criterio jurídico sólo ve lo de fuera y mide la punibilidad del acto por sus consecuencias; el criterio estrictamente moral debe juzgarlo por su causa y no por su efecto. También recuerdo que en el poema heroico de Milton, el pecado del primer hombre y de la mujer no es el acto carnal (ya cumplido por ellos en el Jardín con límpida inocencia), sino el ejecutarlo con malicia y con remordimiento ulterior. Para el santificado Spinoza, todo remordimiento es una desdicha, no una virtud.

Dios me perdone de incurrir en la ética: ciencia de los canallas.


Diario Crítica, Buenos Aires, 29 de septiembre de 1933
En Textos recobrados 1931-1955 (2001)
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