Se ha llegado. En pasado, un pasado que ayuda a visualizar el lugar y las impresiones del personaje puesto allí, aparentemente, para que pueda registrarlas, a su modo. Las cosas transcurren a la velocidad de ese registro, que no es sólo el del personaje sino también el del narrador, que de una manera implacable, hace como si estuviera situado atrás del personaje, cerca, pero con la distancia suficiente como para agregarle su perspectiva. Paredón del hospital, calle del noroeste, el número de puerta, vintén oriental, balconcito, pinturería y ferretería, la expresión “esas cosas”, como un gesto elegante de recapitulación instantánea, y al mismo tiempo de lectura conjunta de lo que hay y de lo que significa lo que hay, adensan el paisaje. ¿De qué se trata el talento? Tal vez, de algo opuesto a la facilidad para escribir: algo opuesto a lo que “sale”, así nomás, en ocasión de cualquier cosa, porque, y en la medida que, esa facilidad no involucra, y por lo tanto no deja, por ejemplo, que “esas cosas” sean la denominación de lo que se ha enumerado allí y de todo lo que también entra, o puede entrar, y en ese momento entra, en la misma categoría de “esas cosas”; no involucra un pensamiento personal, una opción por el modo del relato, sino, como mucho una filigrana de estilo. Tal vez en ese caso ni siquiera se llegara a decir “esas cosas”, por no correr el riesgo de evidenciar que no hay un mundo mental por detrás del acto de denominar. Lo estricto, entonces, lo diferente, necesita concentración. Una vez que se ha decidido contar la historia de un tipo, un delincuente que ha venido a refugiarse a una pensión en un barrio perdido, con un patio interior, que no actúa como delincuente sino como perseguido, y del que ni siquiera se sabe el nombre, hay que seguirlo, con respeto, sin confundirse con él, manteniendo ese doble plano del relato que sólo es posible si se es literal: como si se contuviera la respiración para desplegar, con calma, las actividades y los gestos generales durante la observación. Durante: ésa es la palabra para designar la continuidad de actos y observación de los actos, como un plano que se alisa para que revele, en toda su extensión, la presentación del personaje en su presente. Y ese presente en sí mismo como el cumplimiento de un programa estricto: “prefería no alternar con gente de su sangre” o “ese nombre lo trabajaba” son algo más que designaciones puntuales de lo que le ocurre al personaje: se procede de a poco, pero en profundidad, porque el universo, también mental, que está presentando, lo requiere para transparentar sus elucubraciones. Tiene otros objetivos. Es una profundidad extraña, no sólo porque está ganada a base de descripciones y paciencia, sino porque las descripciones, que tratan por igual lo físico y lo espiritual, producen un tono inseparable, tal como se escucha y porque se escucha, de la situación básica de espera en que está el personaje. El hecho de no poder definirla, de hacerla depender de un azar que viene de otra parte, concede la libertad incierta, pero inmensa, de trabajar con un tiempo acotado: un presente de pesadilla, tenso, con el que sólo se puede hacer eso, describirlo en la medida en que se pueda pensar en él; sobre todo, hablar de él, darse un tiempo para designar y otro tiempo para apartarse de las circunstancias e implantar un lenguaje desde afuera. El personaje, que sabe que lo encontrarán para matarlo, que sabe que su espera terminará tarde o temprano, “quería perdurar, no concluir”; de manera que lo que se llama “perdurar” debe ser tratado, y eso es lo que se siente, como un movimiento en espacio reducido que el lenguaje expande, a partir de las acciones que se dejan ver, en otro espectáculo paralelo. Ahí, en el acto de hablar de lo que le pasa y de cómo vive lo que le pasa, el tono de la narración va encontrando los pliegues por dónde meterse. Si uno se pregunta para qué sirve escribir bien, qué se gana con la precisión de los adjetivos y los verbos, qué implica, más allá de sí misma, la construcción de las frases, qué diferencia puede haber en hacer eso así o de otro modo, la atención a esos pliegues es la respuesta: en cada uno, sin dejarse ganar por el encadenamiento simple de los hechos, y aprovechando además que son pocos, el narrador impone una manera de nombrar las alternativas, los pensamientos que pueden derivarse de lo que pasa, y que seguramente, aunque sin certeza, son (en algún caso) y no son (en otro) los del personaje. Cuando dice “en momentos como ése, no era mucho más complejo que el perro”, “se repitió que no los conocía” o “no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte”, “leía una de las secciones del diario”, el espacio donde se pone para hablar, el mismo tiempo en que pronuncia esas palabras, son tan importantes como los datos en cuestión: como si el espesor de las afirmaciones dejara a la luz, en primer plano, la decisión, elegante, pero sobre todo concreta, de dejar entrar, por el pliegue de los acontecimientos, de lo que se presenta como acontecimientos aunque en realidad no lo sean, otro mundo que transparenta éste. Como si fuera necesario, en las instancias que componen la espera, fragmentar el tiempo de manera casi infinitesimal, desde una distancia mediada por adjetivos o por verbos, no sólo los acontecimientos, sino la figura que los adjetivos y los verbos, como una sombra, agregan a los acontecimientos. El narrador lee por medio de lo que escribe, y lee apoyado en lo que cree, como si la historia de los últimos días del personaje fuera una crónica que hubiera que completar: ese acto de completar, mientras se explica los hechos, llena los espacios vacíos a manera de una puesta en escena que viene de otro tiempo, tan presente como aquél en que se narra. Si no fuera por la exactitud con que su lenguaje, al explicárselos, los conecta con, por ejemplo, “trágicas historias del hampa” o “el último círculo”, y los remite a una experiencia cultural ajena a sus circunstancias, los hechos serían sólo hechos; así, son el pretexto para la reflexión continua que los eleva, de alguna manera: los convierte en una situación. En esa reflexión el narrador especula, se pregunta, concluye pero sin saber. La prueba del valor del lenguaje cuando se desprende y gira alrededor de las cosas, como algo que las cosas “tienen” y se convierte en necesario para leerlas, es que, desde la asunción del no saber, desde el ensayo y la prueba, se descubre algo más: “esto es quizás lo más verosímil”, dice, o se dice, pero de paso introduce una conjetura, dos, cada una de las cuales es, por sí misma, otra historia. En esa ampliación del mundo, en ese tiempo extra desde el cual se ve lo que se escribe está la puesta en escena de una historia.
Aporte de Francisco Alvez Francese (FB)
En Impresiones en silencio, 11
Montevideo, Ed. La propia cartonera, 2011
Entrevista a R. Appratto por F. Alvez Francese
Foto original color: Lisbella Páez