El don verbal de Juan José Arreola es capaz de crear prosas orales en las
que lucidez y capacidad inventiva encarnan con asombrosa naturalidad en
la perfección formal. Ser interlocutor de Arreola es una tarea en extremo
sencilla. Basta una sola pregunta, lo demás lo provee el gran narrador. Si se corre
con más suerte, acaso se le puedan “intercalar algunos silencios”, como decía
Jorge Luis Borges al referirse a su propia experiencia como interlocutor
arreoliano. En más de un sentido Borges y Arreola son espíritus afines. Ambos son
a un tiempo humoristas y moralistas; comparten deudas y gastos literarios;
descreen del folclorismo, del color local y de los nacionalismos estrechos. Borges
siempre se dijo admirador de la obra del mexicano, al grado de incluirlo en su
Biblioteca Personal, donde Arreola es vecino de Quevedo, Shaw, De Quincey,
Wilde, O’Neill, Schwob… Arreola, por su parte, ya no lee a Borges, pero no por
otra cosa sino porque se lo sabe de memoria.
En la presente entrevista, realizada en ocasión del décimo aniversario de la
muerte del escritor argentino, Arreola hace un recorrido por el universo borgiano.
Las escasas preguntas y los más escasos silencios que este interlocutor pudo
intercalar al espléndido monólogo de Arreola hubieron de ser retirados sin ningún
pesar, con la misma naturalidad con que se desmontan los andamios de la finca
terminada.
JJD
Lo primero que me trae a la mente el nombre Borges es la fantasía dentro de los
límites de lo posible. A él le debo muchas cosas, entre otras haber entendido que hay
escritores posibles y escritores imposibles. La primera categoría es la que demuestra
que alguien puede llegar a ser escritor por una serie de actos de la voluntad. Ésta es
una especie que se hace prácticamente a mano, con tenacidad, estudio, disciplina y
otros medios racionales a través de los cuales sin embargo es posible también, a
veces, conseguir—sería más propio decir: merecer—uno que otro “ don de la
noche”, para usar una expresión feliz del mismo Borges.
Por el otro lado está el escritor imposible —la especie que a mí más me interesa
—, el que con mucha frecuencia escribe a pesar de sí mismo; el que no es consciente
de que en él habita la capacidad de transmitir lo inefable, eso que hasta antes de su
advenimiento parecía indecible. Es quien mejor encarna al ángel de Mallarmé, aquel
que viene a renovar y purificar el lenguaje de la tribu (“Donner un sens plus pur
aux mots de la tribu”). Pienso en Rimbaud, en Baudelaire, en Kafka, en Poe, en el
compañero Vallejo…, y en López Velarde y Juan Rulfo, para mencionar también a
dos de los nuestros. El suyo es un caso parecido al milagro; nada más lejano a este
tipo de escritor que el redactor voluntarioso, trabajador (probablemente correcto)
que se impone la profesional tarea de publicar una novela cada año o el
comprometido con la idea de terminar un libro de relatos para tal fecha o el que tiene
la urgencia exterior de darle fin a una colección de poemas. Pero tampoco pretendo
hacer una caricatura del escritor posible —aunque por desgracia esta caricatura se
dé con tanta frecuencia en la realidad—, pues no son pocos los grandes autores que
también honran este linaje: Goethe, Victor Hugo, Paul Valéry (quien negaba la
existencia de la inspiración), nuestro Alfonso Reyes y tantos otros, Borges entre
ellos.
Rubén Darío es un caso singular en el que concurren, aunque en tiempos distintos,
ambas categorías. Más de la mitad de su obra lírica se sustenta demasiado en los
recursos formales, fonéticos, lógicos, de la retórica poética. A pesar de las
innovaciones que introduce, en el primer Darío encontramos aún al poeta posible.
Pero inusitadamente se separa de esa condición para aventurarse por los parajes de
lo inefable:
¡Divina Psiquis, dulce mariposa invisible
que desde los abismos has venido a ser todo
lo que en mi ser nerviosa y en mi cuerpo sensible
forma la chispa sacar de la estatua de lodo!
Y luego va más lejos y abandona también las referencias mitológicas y culturales —
podría decirse que se desnuda de los últimos ropajes preciosistas—, para ahondar
mejor en los abismos de la incertidumbre y tocar la condición primigenia de los
seres, del ser y estar en el mundo:
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Otro caso parecido es el de Leopoldo Lugones, retórico en muchas páginas, pero
poeta imposible en Lunario sentimental, El libro fiel y en tantas páginas más.
Carlos Pellicer es otro ejemplo de la misma especie. En el momento en que escribe
sus versos cívicos, su canto a Cuauhtémoc o Bolívar, no sale del terreno de la
posibilidad; pero cuando no se propone hacer poesía, sino que simplemente la hace,
entonces aparece el escritor imposible, como cuando amanece a la vida poética en
aquel pueblecito de los Andes:
Aquí no suceden cosas
de mayor trascendencia que las rosas.
La existencia de estos dos linajes literarios fue clara para mí desde el momento en
que leí, a principios de los años cuarenta, Historia universal de la infamia, el
primer libro de Borges que cayó en mis manos. En esta obra el autor demuestra —no
directamente, desde luego— que alguien puede llegar a ser escritor si se lo propone.
La misma idea aparece más explícitamente en otros textos suyos, como sería el caso
de “Robert Browning resuelve ser poeta”, que puede ser leído como una suerte de
arte poética suya, pues en él se dice que la escritura es una “profesión humana” que
el sujeto elige.
Cómo se hace un escritor
Borges fue un hombre de letras (narrador, poeta, ensayista) self-made man, y ello a
pesar de todo lo que recibió del otro (el estímulo y la ayuda que vienen de fuera), lo
cual en su caso se remontaba a su primera infancia, porque si alguien tuvo un pasado
de lector ése fue Borges. Y desde la infancia aparece en él la voluntad (palabra
clave para explicar el fenómeno Borges) de ser escritor. Desde el principio creció
en un medio eminentemente literario, en el seno de una familia donde la posibilidad
de la escritura literalmente lo envolvía. Aparte de la excelente biblioteca familiar,
estaba el ejemplo vivo de su padre, Jorge Guillermo Borges, que además de gran
lector, fue muy buen traductor (sus versiones sobre Omar Khayyam son
especialmente notables) e incluso novelista; el de la abuela paterna, que recordaba
tanta literatura inglesa y, desde luego, el de su madre, que lo acompañó durante
tantos años.
Pero aparte de todo lo anterior, estuvo siempre la voluntad férrea del niño que a
una edad tempranísima resuelve ser escritor. Para ventura de sus sucesivos e
innumerables lectores en el ancho mundo, lo excepcional del caso Borges viene de
esa fe inquebrantable —de la cual se ha dicho con acierto que mueve montañas—,
del empeño granítico del niño que dice: “Yo quiero escribir. Acabo de leer esta
línea prodigiosa de tal poema, este relato maravilloso; yo quiero hacer estas cosas
también”. Uno de sus biógrafos nos cuenta que a los siete u ocho años este niño
letrado no sólo había escrito ya un relato de nombre “La visera fatal”, sino que
también había traducido al español “El príncipe feliz” de Oscar Wilde.
Al principio casi todo le llega de fuerza, hasta su argentinidad. Porque bien visto,
todo ese fervor bonaerense y aun su apego cordial a Argentina —lo descubre cuando
en compañía de su familia regresa a su tierra natal, luego de una prolongada
residencia de varios años en Europa— provienen de un acto volitivo. Borges llegó a
ser argentino casi de la misma manera en que consiguió ser poeta: por una elección
consciente. Es, pues, un argentino hecho a mano, un ser que se inventa su propio mito
de la patria. También opta voluntariamente por el español —su patria literaria—,
venciendo las tentaciones de otras lenguas que formaron parte asimismo de su vida
cotidiana, familiar e intelectual: el inglés, el francés, el alemán. Elige el español
para expresarse y enseguida se da cuenta del acierto de su elección. Descubre que su
ser resuena, como él mismo lo dirá después, “al bronce de Quevedo”. Advierte que
en la obra de éste habían desembocado muchas cosas, que ahí habitaba el genio vivo
de la lengua, sobre todo cuando pudo comprobar cómo el gran poeta español había
mejorado el texto francés de “Buscas en Roma a Roma, oh peregrino”. Si Borges
hubiera optado por cualquiera de las otras lenguas, posiblemente no habría podido
conectarse con el esprit profond.
El trato cotidiano con las grandes obras, aunado a su inteligencia y su cultivada
sensibilidad, le permiten desarrollar muy pronto eso que se conoce como buen gusto.
Afina asimismo su oído, un don que se verá intensificado luego con la pérdida
gradual de la vista. El aislamiento, propio también de su condición de ciego, le
facilita el repaso y la corrección constantes de sus textos, los cuales rumia una y otra
vez antes de darlos a la imprenta. En este sentido, Borges hizo virtud de la
necesidad.
El insomnio y la ceguera lo alejan de lo inmediato y lo hacen optar por la
mediatización cultural, algo que acabó teniendo un peso enorme en su obra. Aunque
esto también tuvo consecuencias desfavorables. Durante mucho tiempo, Borges se
engañó a sí mismo, pensando que con la mediatización podía adquirirlo todo. (Su
magnífico repertorio de mediatización estuvo dado en buena medida por la
Enciclopedia británica y la Historia de la filosofía de Baumer.) Pero desde sus
primeros balbuceos poéticos —y ahí están para probarlo Fervor de Buenos Aires,
Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, que son sobre todo un buen resumen del
arte de la composición— hasta los libros de madurez, resulta claro que fueron
precisamente los datos inmediatos de la conciencia —y no la erudición— los que
hallaron la mejor resonancia en su ser. Al poeta hay que buscarlo menos en sus
recreaciones mitológicas y eruditas y mucho más en el hombre que nos habla sin
patetismo (una de sus grandes enseñanzas) del sentido hondo de las cosas que lo
rodean:
…¡Cuántas cosas,
limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos, ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido:
no sabrán nunca que nos hemos ido.
No trato de minimizar la importancia de sus libros iniciales —libros que rescribió
innecesariamente tratando de perfeccionarlos, aunque en ocasiones terminó
agotándoles algunos de sus mejores jugos—. Todos los poemas en los que mitifica
Buenos Aires o “El general Quiroga va en coche al muere” son textos muy
apreciables. Pero son hijos sobre todo de la razón. Sin embargo, en su última etapa,
el Borges poeta tocó los umbrales de lo imposible, ahí donde habitan esos dones que
vienen de más allá del yo consciente; de ese último yo oscuro y caótico. A partir de
Elogio de la sombra, por ejemplo, aparecen con alguna frecuencia, aun en ciertos
poemas de circunstancias, líneas dictadas por esa otra voz, que surgen de ese fondo
inconsciente que da luz a las obras grandes, ésas que a veces llamamos maestras.
La enciclopedia tiene un estilo
En la raíz de la obra de Borges están la historia, la mitología, la filosofía y la
literatura universal y, naturalmente, un grupo de obras y autores más o menos
precisos. Ahora, lo curioso en su caso es que la enciclopedia le disolvió a casi todos
los autores. De esta manera, las huellas de muchos de sus ascendientes literarios, que
él en ocasiones negaba, quedaron prácticamente borradas. En Borges hay un efectivo
regodeo por las formas literarias, las cuales encontraba incluso en las notas de los
periódicos, en los sucesos misceláneos, a los que los franceses llaman fait divers, y
ya no se diga en las fichas de la enciclopedia.
Pero hay algo más: la enciclopedia tiene un estilo. Y no me refiero sólo a la
Británica. La enciclopedia universal, escrita en alemán, en italiano, en español… es
un lenguaje, y un lenguaje que es lección para los literatos. Los autores de fichas y
artículos, los redactores enciclopedistas, practican el arte de la concisión. El estilo
pulcro y sobrio de Borges viene en buena medida de esa concisión, del estilo
clausular (encapsulador) de la enciclopedia.
De conceptista al gran poeta
La primera vez que hablé con Borges logré que tolerara la idea de que su desestima
de la literatura castellana de conceptistas y retruecanistas provenía de que en el
fondo él era uno de ellos. Le recordé el poema terrible que había escrito sobre
Baltasar Gracián:
Laberintos, retruécanos, emblemas,
helada y laboriosa nadería,
fue para este jesuita la poesía,
reducida por él a estratagemas…
Repasamos este poema a lo largo de sus once cuartetos y, para mi asombro, Borges
acabó aceptando que se reconocía en los reproches que le hacía a Gracián: en las
argucias, en los laberintos, en los emblemas, pues también él había cultivado la
“helada y laboriosa nadería”. Entonces vio con un espíritu fraternal al gran retórico
español y pudo decir de él lo que Baudelaire dice del lector en el prólogo de Las
flores del mal: “mon semblade, mon frère!” [Años después, me llamó la atención
encontrar en su libro La moneda de hierro, que es de 1976, un poema precioso
(“Remordimiento”), donde al hacer un balance de su propia vida y de lo que los
demás esperaban de él, se hace a sí mismo precisamente este reproche: “Mi mente /
se aplicó a las simétricas porfías/ del arte, que entreteje naderías”].
Pero el Borges poeta —el prosista es otra cosa— de las laboriosas naderías da un
salto maravilloso al Borges macizo y hondo de los últimos poemas, donde al hablar,
por ejemplo, del destino de sus mayores está hablando del destino de todos los
hombres. La lápida que cubre la tumba de su padre se nos presenta como el umbral
al infinito o a la nada: “Nadie sabe/ de qué mañana el mármol es la llave”.
El arte del pastiche
y el universo de los raros
En el Borges cuentista son dignas de destacarse su preocupación casi neurótica por
el arte de la composición, su gusto por el pastiche y su fascinación por seres y
personajes que representan conductas humanas anómalas. El pastiche, que no ha
gozado de buena fama entre los escritores de nuestra lengua, es un género que cuando
se practica con arte ilumina al autor y al modelo originales. En Francia, en cambio,
ha llegado a ser una verdadera manía. Uno de los primeros libros de Marcel Proust,
Pastiches et mélanges, es una buena prueba de ello; ahí Proust escribe a la manera
de Sainte-Beuve, a la de Renan, a la de Michelet, iluminando a estos autores,
mostrándonos su arte de composición. Otro caso notable fue el del grupo de jóvenes
poetas que se pusieron a rescribir a Mallarmé.
Sin ningún complejo, Borges practicó el pastiche muy provechosamente y acabó
demostrando que éste también puede llegar a ser un género mayor. Es notable cómo,
ya en la vejez, se puso a bordar sobre un tema de Papini, de tal manera que acabó
haciéndolo suyo. Borges aprendió de Kafka, uno de sus maestros, de cómo
exagerando las cosas, llevándolas a ciertos extremos, glosándolas, pueden ser
resignificadas, engrandecidas, parodiadas… Y es que en el pastiche de buena cepa
casi siempre hay una gota de humor.
En Borges aparece también un manejo muy singular de las anomalías de la
conducta humana; su atracción por ese tipo de seres excéntricos y anómalos le viene
otra vez de Kafka y antes de él de Herman Melville y Nathaniel Hawthorne. La
rareza, la conducta extraña, que han estado siempre en los relatos de todos los
tiempos, llegan a un grado de exacerbación en autores como los mencionados o como
Edgar Allan Poe. Personajes como Bartleby o Wakefield y toda esa galería de seres
que trastornan la realidad o la exageran o que sencillamente crean otra realidad dan
sustento a muchos de los cuentos de Borges. Carlos Argentino, el personaje de El
Aleph, es uno de los mejores ejemplos de ellos.
El humorista
Hasta ahora nadie ha podido dar una respuesta enteramente satisfactoria a la
pregunta de qué es el humor. Es, desde luego, una forma de ver el mundo; una forma
que contrasta con la visión grave de ese sentimiento trágico de la vida de que nos
habla Unamuno. El humorista es que el ve las cosas al sesgo, ya que de frente son
demasiado impresionantes. Y es precisamente esta mirada oblicua, que descompone
el mundo sometiéndolo a una suerte de efecto de prisma, lo que nos ayuda a ver
mejor la realidad. Yo tengo para mí que el verdadero humorista —y no me refiero,
desde luego, al guasón o al chistoso de plazuela— es aquel que en última instancia
nos puede dar una imagen más cabal del mundo.
Para ventura de sus lectores, Borges es un humorista de buena ley. Y no sólo eso,
el mejor Borges, el verdaderamente grande, el más sabio y el más entrañable, es el
humorista; un humorista sin estridencias, sosegado, pero filoso y penetrante. Ahora
bien, se trata de un humorista que en el fondo es también un moralista. En alguna
ocasión, para gran satisfacción mía, Octavio Paz dijo: Arreola es al mismo tiempo
un humorista y un moralista. Pero aparte de esa referencia personal que mucho me
envanece, creo que en Borges concurren admirablemente ambos aspectos. Porque
Paz tiene razón; no se puede ser verdaderamente moralista sin rasgo de humor, sin la
capacidad de ver las cosas al sesgo (por esta razón los predicadores suelen ser
moralistas huecos), y no puede existir un humorista profundo si no tiene ese
antecedente del fondo moral.
Porque hay que reconocer que la mayor parte de la obra de Borges —y aun me
atrevería a decir que casi toda ella— está dominada por el imperio de la razón. Ahí
tenemos de nuevo al escritor posible, al heredero de Grecia y Roma, de los
franceses y los ingleses categóricos que creen en la razón como el instrumento eficaz
—y en ocasiones como el único válido— para explicar el mundo. Borges todavía es
víctima del ensueño de que es posible el conocimiento y la captura de la belleza
fugaz (“presa en laurel, la planta fugitiva”). Pero nuestro escritor acabó venciendo
también su fe desmedida en la razón y en los sueños de ésta, los cuales, al decir de
Goya, sólo crean monstruos. Y lo que salva a Borges, lo que lo diferencia y le da a
su obra esa singularidad y esa malicia tan reconocidas es la mirada humorística.
Aquí está el Borges más hondo: el hombre que sabe que no se puede llegar a la
verdad, al concepto de eternidad, o de azar. En este aspecto, Borges es del mismo
linaje de Kafka —no debe olvidársenos que el gran Kafka es también el humorista
—, el que termina diciéndonos que la razón es un instrumento demasiado precario
para explicar el mundo.
* Primera publicación, en Vuelta, núm 241, diciembre de 1996, pp. 41-46.
En Borges y México
Edición de Miguel Capistrán
México, Lumen, 1995
Imagen: J.J. Arreola y J.L. Borges
Capilla Alfonsina, México 1978
¿Foto de Paulina Lavista?
Cortesía Conaculta - Vía
Gracias por el texto! En el penúltimo párrafo hay un error. Dice: "al heredero de Gracia y Roma".
ResponderBorrarGracias por esta página! Un abrazo!
Ya editado. Siempre agradecemos estas alertas. Un abrazo
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