3/5/15

Juan José Arreola: [Borges] Escritor imposible *








El don verbal de Juan José Arreola es capaz de crear prosas orales en las que lucidez y capacidad inventiva encarnan con asombrosa naturalidad en la perfección formal. Ser interlocutor de Arreola es una tarea en extremo sencilla. Basta una sola pregunta, lo demás lo provee el gran narrador. Si se corre con más suerte, acaso se le puedan “intercalar algunos silencios”, como decía Jorge Luis Borges al referirse a su propia experiencia como interlocutor arreoliano. En más de un sentido Borges y Arreola son espíritus afines. Ambos son a un tiempo humoristas y moralistas; comparten deudas y gastos literarios; descreen del folclorismo, del color local y de los nacionalismos estrechos. Borges siempre se dijo admirador de la obra del mexicano, al grado de incluirlo en su Biblioteca Personal, donde Arreola es vecino de Quevedo, Shaw, De Quincey, Wilde, O’Neill, Schwob… Arreola, por su parte, ya no lee a Borges, pero no por otra cosa sino porque se lo sabe de memoria. 

En la presente entrevista, realizada en ocasión del décimo aniversario de la muerte del escritor argentino, Arreola hace un recorrido por el universo borgiano. Las escasas preguntas y los más escasos silencios que este interlocutor pudo intercalar al espléndido monólogo de Arreola hubieron de ser retirados sin ningún pesar, con la misma naturalidad con que se desmontan los andamios de la finca terminada. 
JJD 


Lo primero que me trae a la mente el nombre Borges es la fantasía dentro de los límites de lo posible. A él le debo muchas cosas, entre otras haber entendido que hay escritores posibles y escritores imposibles. La primera categoría es la que demuestra que alguien puede llegar a ser escritor por una serie de actos de la voluntad. Ésta es una especie que se hace prácticamente a mano, con tenacidad, estudio, disciplina y otros medios racionales a través de los cuales sin embargo es posible también, a veces, conseguir—sería más propio decir: merecer—uno que otro “ don de la noche”, para usar una expresión feliz del mismo Borges. 

Por el otro lado está el escritor imposible —la especie que a mí más me interesa —, el que con mucha frecuencia escribe a pesar de sí mismo; el que no es consciente de que en él habita la capacidad de transmitir lo inefable, eso que hasta antes de su advenimiento parecía indecible. Es quien mejor encarna al ángel de Mallarmé, aquel que viene a renovar y purificar el lenguaje de la tribu (“Donner un sens plus pur aux mots de la tribu”). Pienso en Rimbaud, en Baudelaire, en Kafka, en Poe, en el compañero Vallejo…, y en López Velarde y Juan Rulfo, para mencionar también a dos de los nuestros. El suyo es un caso parecido al milagro; nada más lejano a este tipo de escritor que el redactor voluntarioso, trabajador (probablemente correcto) que se impone la profesional tarea de publicar una novela cada año o el comprometido con la idea de terminar un libro de relatos para tal fecha o el que tiene la urgencia exterior de darle fin a una colección de poemas. Pero tampoco pretendo hacer una caricatura del escritor posible —aunque por desgracia esta caricatura se dé con tanta frecuencia en la realidad—, pues no son pocos los grandes autores que también honran este linaje: Goethe, Victor Hugo, Paul Valéry (quien negaba la existencia de la inspiración), nuestro Alfonso Reyes y tantos otros, Borges entre ellos. 

Rubén Darío es un caso singular en el que concurren, aunque en tiempos distintos, ambas categorías. Más de la mitad de su obra lírica se sustenta demasiado en los recursos formales, fonéticos, lógicos, de la retórica poética. A pesar de las innovaciones que introduce, en el primer Darío encontramos aún al poeta posible. Pero inusitadamente se separa de esa condición para aventurarse por los parajes de lo inefable: 

¡Divina Psiquis, dulce mariposa invisible 
que desde los abismos has venido a ser todo 
lo que en mi ser nerviosa y en mi cuerpo sensible 
forma la chispa sacar de la estatua de lodo! 

Y luego va más lejos y abandona también las referencias mitológicas y culturales — podría decirse que se desnuda de los últimos ropajes preciosistas—, para ahondar mejor en los abismos de la incertidumbre y tocar la condición primigenia de los seres, del ser y estar en el mundo: 

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, 
y más la piedra dura porque ésa ya no siente, 
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, 
ni mayor pesadumbre que la vida consciente. 

Otro caso parecido es el de Leopoldo Lugones, retórico en muchas páginas, pero poeta imposible en Lunario sentimental, El libro fiel y en tantas páginas más. Carlos Pellicer es otro ejemplo de la misma especie. En el momento en que escribe sus versos cívicos, su canto a Cuauhtémoc o Bolívar, no sale del terreno de la posibilidad; pero cuando no se propone hacer poesía, sino que simplemente la hace, entonces aparece el escritor imposible, como cuando amanece a la vida poética en aquel pueblecito de los Andes: 

Aquí no suceden cosas 
de mayor trascendencia que las rosas. 

La existencia de estos dos linajes literarios fue clara para mí desde el momento en que leí, a principios de los años cuarenta, Historia universal de la infamia, el primer libro de Borges que cayó en mis manos. En esta obra el autor demuestra —no directamente, desde luego— que alguien puede llegar a ser escritor si se lo propone. La misma idea aparece más explícitamente en otros textos suyos, como sería el caso de “Robert Browning resuelve ser poeta”, que puede ser leído como una suerte de arte poética suya, pues en él se dice que la escritura es una “profesión humana” que el sujeto elige. 


Cómo se hace un escritor 

Borges fue un hombre de letras (narrador, poeta, ensayista) self-made man, y ello a pesar de todo lo que recibió del otro (el estímulo y la ayuda que vienen de fuera), lo cual en su caso se remontaba a su primera infancia, porque si alguien tuvo un pasado de lector ése fue Borges. Y desde la infancia aparece en él la voluntad (palabra clave para explicar el fenómeno Borges) de ser escritor. Desde el principio creció en un medio eminentemente literario, en el seno de una familia donde la posibilidad de la escritura literalmente lo envolvía. Aparte de la excelente biblioteca familiar, estaba el ejemplo vivo de su padre, Jorge Guillermo Borges, que además de gran lector, fue muy buen traductor (sus versiones sobre Omar Khayyam son especialmente notables) e incluso novelista; el de la abuela paterna, que recordaba tanta literatura inglesa y, desde luego, el de su madre, que lo acompañó durante tantos años. 

Pero aparte de todo lo anterior, estuvo siempre la voluntad férrea del niño que a una edad tempranísima resuelve ser escritor. Para ventura de sus sucesivos e innumerables lectores en el ancho mundo, lo excepcional del caso Borges viene de esa fe inquebrantable —de la cual se ha dicho con acierto que mueve montañas—, del empeño granítico del niño que dice: “Yo quiero escribir. Acabo de leer esta línea prodigiosa de tal poema, este relato maravilloso; yo quiero hacer estas cosas también”. Uno de sus biógrafos nos cuenta que a los siete u ocho años este niño letrado no sólo había escrito ya un relato de nombre “La visera fatal”, sino que también había traducido al español “El príncipe feliz” de Oscar Wilde. 

Al principio casi todo le llega de fuerza, hasta su argentinidad. Porque bien visto, todo ese fervor bonaerense y aun su apego cordial a Argentina —lo descubre cuando en compañía de su familia regresa a su tierra natal, luego de una prolongada residencia de varios años en Europa— provienen de un acto volitivo. Borges llegó a ser argentino casi de la misma manera en que consiguió ser poeta: por una elección consciente. Es, pues, un argentino hecho a mano, un ser que se inventa su propio mito de la patria. También opta voluntariamente por el español —su patria literaria—, venciendo las tentaciones de otras lenguas que formaron parte asimismo de su vida cotidiana, familiar e intelectual: el inglés, el francés, el alemán. Elige el español para expresarse y enseguida se da cuenta del acierto de su elección. Descubre que su ser resuena, como él mismo lo dirá después, “al bronce de Quevedo”. Advierte que en la obra de éste habían desembocado muchas cosas, que ahí habitaba el genio vivo de la lengua, sobre todo cuando pudo comprobar cómo el gran poeta español había mejorado el texto francés de “Buscas en Roma a Roma, oh peregrino”. Si Borges hubiera optado por cualquiera de las otras lenguas, posiblemente no habría podido conectarse con el esprit profond

El trato cotidiano con las grandes obras, aunado a su inteligencia y su cultivada sensibilidad, le permiten desarrollar muy pronto eso que se conoce como buen gusto. Afina asimismo su oído, un don que se verá intensificado luego con la pérdida gradual de la vista. El aislamiento, propio también de su condición de ciego, le facilita el repaso y la corrección constantes de sus textos, los cuales rumia una y otra vez antes de darlos a la imprenta. En este sentido, Borges hizo virtud de la necesidad. 

El insomnio y la ceguera lo alejan de lo inmediato y lo hacen optar por la mediatización cultural, algo que acabó teniendo un peso enorme en su obra. Aunque esto también tuvo consecuencias desfavorables. Durante mucho tiempo, Borges se engañó a sí mismo, pensando que con la mediatización podía adquirirlo todo. (Su magnífico repertorio de mediatización estuvo dado en buena medida por la Enciclopedia británica y la Historia de la filosofía de Baumer.) Pero desde sus primeros balbuceos poéticos —y ahí están para probarlo Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, que son sobre todo un buen resumen del arte de la composición— hasta los libros de madurez, resulta claro que fueron precisamente los datos inmediatos de la conciencia —y no la erudición— los que hallaron la mejor resonancia en su ser. Al poeta hay que buscarlo menos en sus recreaciones mitológicas y eruditas y mucho más en el hombre que nos habla sin patetismo (una de sus grandes enseñanzas) del sentido hondo de las cosas que lo rodean: 

…¡Cuántas cosas, 
limas, umbrales, atlas, copas, clavos, 
nos sirven como tácitos esclavos, ciegas y extrañamente sigilosas! 
Durarán más allá de nuestro olvido: 
no sabrán nunca que nos hemos ido. 

No trato de minimizar la importancia de sus libros iniciales —libros que rescribió innecesariamente tratando de perfeccionarlos, aunque en ocasiones terminó agotándoles algunos de sus mejores jugos—. Todos los poemas en los que mitifica Buenos Aires o “El general Quiroga va en coche al muere” son textos muy apreciables. Pero son hijos sobre todo de la razón. Sin embargo, en su última etapa, el Borges poeta tocó los umbrales de lo imposible, ahí donde habitan esos dones que vienen de más allá del yo consciente; de ese último yo oscuro y caótico. A partir de Elogio de la sombra, por ejemplo, aparecen con alguna frecuencia, aun en ciertos poemas de circunstancias, líneas dictadas por esa otra voz, que surgen de ese fondo inconsciente que da luz a las obras grandes, ésas que a veces llamamos maestras. 


La enciclopedia tiene un estilo 

En la raíz de la obra de Borges están la historia, la mitología, la filosofía y la literatura universal y, naturalmente, un grupo de obras y autores más o menos precisos. Ahora, lo curioso en su caso es que la enciclopedia le disolvió a casi todos los autores. De esta manera, las huellas de muchos de sus ascendientes literarios, que él en ocasiones negaba, quedaron prácticamente borradas. En Borges hay un efectivo regodeo por las formas literarias, las cuales encontraba incluso en las notas de los periódicos, en los sucesos misceláneos, a los que los franceses llaman fait divers, y ya no se diga en las fichas de la enciclopedia. 

Pero hay algo más: la enciclopedia tiene un estilo. Y no me refiero sólo a la Británica. La enciclopedia universal, escrita en alemán, en italiano, en español… es un lenguaje, y un lenguaje que es lección para los literatos. Los autores de fichas y artículos, los redactores enciclopedistas, practican el arte de la concisión. El estilo pulcro y sobrio de Borges viene en buena medida de esa concisión, del estilo clausular (encapsulador) de la enciclopedia. 


De conceptista al gran poeta 

La primera vez que hablé con Borges logré que tolerara la idea de que su desestima de la literatura castellana de conceptistas y retruecanistas provenía de que en el fondo él era uno de ellos. Le recordé el poema terrible que había escrito sobre Baltasar Gracián: 

Laberintos, retruécanos, emblemas, 
helada y laboriosa nadería, 
fue para este jesuita la poesía, 
reducida por él a estratagemas… 

Repasamos este poema a lo largo de sus once cuartetos y, para mi asombro, Borges acabó aceptando que se reconocía en los reproches que le hacía a Gracián: en las argucias, en los laberintos, en los emblemas, pues también él había cultivado la “helada y laboriosa nadería”. Entonces vio con un espíritu fraternal al gran retórico español y pudo decir de él lo que Baudelaire dice del lector en el prólogo de Las flores del mal: “mon semblade, mon frère!” [Años después, me llamó la atención encontrar en su libro La moneda de hierro, que es de 1976, un poema precioso (“Remordimiento”), donde al hacer un balance de su propia vida y de lo que los demás esperaban de él, se hace a sí mismo precisamente este reproche: “Mi mente / se aplicó a las simétricas porfías/ del arte, que entreteje naderías”]. 

Pero el Borges poeta —el prosista es otra cosa— de las laboriosas naderías da un salto maravilloso al Borges macizo y hondo de los últimos poemas, donde al hablar, por ejemplo, del destino de sus mayores está hablando del destino de todos los hombres. La lápida que cubre la tumba de su padre se nos presenta como el umbral al infinito o a la nada: “Nadie sabe/ de qué mañana el mármol es la llave”. 


El arte del pastiche y el universo de los raros 

En el Borges cuentista son dignas de destacarse su preocupación casi neurótica por el arte de la composición, su gusto por el pastiche y su fascinación por seres y personajes que representan conductas humanas anómalas. El pastiche, que no ha gozado de buena fama entre los escritores de nuestra lengua, es un género que cuando se practica con arte ilumina al autor y al modelo originales. En Francia, en cambio, ha llegado a ser una verdadera manía. Uno de los primeros libros de Marcel Proust, Pastiches et mélanges, es una buena prueba de ello; ahí Proust escribe a la manera de Sainte-Beuve, a la de Renan, a la de Michelet, iluminando a estos autores, mostrándonos su arte de composición. Otro caso notable fue el del grupo de jóvenes poetas que se pusieron a rescribir a Mallarmé. 

Sin ningún complejo, Borges practicó el pastiche muy provechosamente y acabó demostrando que éste también puede llegar a ser un género mayor. Es notable cómo, ya en la vejez, se puso a bordar sobre un tema de Papini, de tal manera que acabó haciéndolo suyo. Borges aprendió de Kafka, uno de sus maestros, de cómo exagerando las cosas, llevándolas a ciertos extremos, glosándolas, pueden ser resignificadas, engrandecidas, parodiadas… Y es que en el pastiche de buena cepa casi siempre hay una gota de humor. 

En Borges aparece también un manejo muy singular de las anomalías de la conducta humana; su atracción por ese tipo de seres excéntricos y anómalos le viene otra vez de Kafka y antes de él de Herman Melville y Nathaniel Hawthorne. La rareza, la conducta extraña, que han estado siempre en los relatos de todos los tiempos, llegan a un grado de exacerbación en autores como los mencionados o como Edgar Allan Poe. Personajes como Bartleby o Wakefield y toda esa galería de seres que trastornan la realidad o la exageran o que sencillamente crean otra realidad dan sustento a muchos de los cuentos de Borges. Carlos Argentino, el personaje de El Aleph, es uno de los mejores ejemplos de ellos. 


El humorista 

Hasta ahora nadie ha podido dar una respuesta enteramente satisfactoria a la pregunta de qué es el humor. Es, desde luego, una forma de ver el mundo; una forma que contrasta con la visión grave de ese sentimiento trágico de la vida de que nos habla Unamuno. El humorista es que el ve las cosas al sesgo, ya que de frente son demasiado impresionantes. Y es precisamente esta mirada oblicua, que descompone el mundo sometiéndolo a una suerte de efecto de prisma, lo que nos ayuda a ver mejor la realidad. Yo tengo para mí que el verdadero humorista —y no me refiero, desde luego, al guasón o al chistoso de plazuela— es aquel que en última instancia nos puede dar una imagen más cabal del mundo. 

Para ventura de sus lectores, Borges es un humorista de buena ley. Y no sólo eso, el mejor Borges, el verdaderamente grande, el más sabio y el más entrañable, es el humorista; un humorista sin estridencias, sosegado, pero filoso y penetrante. Ahora bien, se trata de un humorista que en el fondo es también un moralista. En alguna ocasión, para gran satisfacción mía, Octavio Paz dijo: Arreola es al mismo tiempo un humorista y un moralista. Pero aparte de esa referencia personal que mucho me envanece, creo que en Borges concurren admirablemente ambos aspectos. Porque Paz tiene razón; no se puede ser verdaderamente moralista sin rasgo de humor, sin la capacidad de ver las cosas al sesgo (por esta razón los predicadores suelen ser moralistas huecos), y no puede existir un humorista profundo si no tiene ese antecedente del fondo moral. 

Porque hay que reconocer que la mayor parte de la obra de Borges —y aun me atrevería a decir que casi toda ella— está dominada por el imperio de la razón. Ahí tenemos de nuevo al escritor posible, al heredero de Grecia y Roma, de los franceses y los ingleses categóricos que creen en la razón como el instrumento eficaz —y en ocasiones como el único válido— para explicar el mundo. Borges todavía es víctima del ensueño de que es posible el conocimiento y la captura de la belleza fugaz (“presa en laurel, la planta fugitiva”). Pero nuestro escritor acabó venciendo también su fe desmedida en la razón y en los sueños de ésta, los cuales, al decir de Goya, sólo crean monstruos. Y lo que salva a Borges, lo que lo diferencia y le da a su obra esa singularidad y esa malicia tan reconocidas es la mirada humorística. 

Aquí está el Borges más hondo: el hombre que sabe que no se puede llegar a la verdad, al concepto de eternidad, o de azar. En este aspecto, Borges es del mismo linaje de Kafka —no debe olvidársenos que el gran Kafka es también el humorista —, el que termina diciéndonos que la razón es un instrumento demasiado precario para explicar el mundo.



* Primera publicación, en Vuelta, núm 241, diciembre de 1996, pp. 41-46.

En Borges y México 
Edición de Miguel Capistrán
México, Lumen, 1995
Imagen: J.J. Arreola y J.L. Borges 
Capilla Alfonsina,  México 1978
¿Foto de Paulina Lavista?
Cortesía Conaculta - Vía


3 comentarios:

  1. Gracias por el texto! En el penúltimo párrafo hay un error. Dice: "al heredero de Gracia y Roma".

    Gracias por esta página! Un abrazo!

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