Es innegable que la eficacia de Girondo me
asusta. Desde los arrabales de mi verso he llegado a su obra, desde ese largo
verso mío donde ha puestas de sol y vereditas y una vaga niña que es clara
junto a una balaustrada celeste. Lo he mirado tan hábil, tan apto para
desgajarse de un tranvía en plena largada y para renacer sano y salvo entre una
amenaza de klaxon y un apartarse de transeúntes, que me he sentido provinciano
junto a él. Antes de empezar estas líneas, he debido asomarme al patio y
cerciorarme, en busca de ánimo, de que su cielo rectangular y la luna siempre
estaban conmigo.
Girondo es un violento. Mira largamente las cosas
y de golpe les tira un manotón. Luego, estruja, las guarda. No hay aventura en
ello, pues el golpe nunca se frustra. A lo largo de las cincuenta páginas de su
libro, he atestiguado la inevitabilidad implacable de su afanosa puntería. Sus
procedimientos son muchos, pero hay dos o tres predilectos que quiero destacar.
Sé que esas trazas son instintivas en él, pero pretendo inteligirlas.
Girondo impone a las pasiones del ánimo una
manifestación visual e inmediata; afán que da cierta pobreza a su estilo
(pobreza heroica y voluntaria, entiéndase bien) pero que le consigue relieve.
La antecedencia de ese método parece estar en la caricatura y señaladamente en
los dibujos animados del biógrafo. Copiaré un par de ejemplos:
El cantaor tartamudea una copla que lo
desinfla nueve kilos.
(Juerga)
A vista de ojo, los hoteleros engordan ante
la
perspectiva de doblar la tarifa.
(Semana Santa ‑ vísperas)
Esa antigua metáfora que anima y alza las
cosas inanimadas ‑la que grabó en la Eneida lo del río indignado contra el
puente (pontem indignatus araxes) y prodigiosamente escribió las figuras
bíblicas de Se alegrará la tierra desierta, dará saltos la soledad y
florecerá como azucena‑ toma prestigio bajo su pluma. Ante los ojos de
Girondo, ante su desenvainado mirar, que yo dije una vez, las cosas dialogizan,
mienten, se influyen. Hasta la propia quietación de las cosas es activa para él
y ejerce una causalidad. Copiaré algún ejemplo:
¡Noches, con gélido aliento de fantasma,
en que las piedras que circundan la población
celebran aquelarres goyescos!
(Toledo)
¡Corredores donde el silencio tonifica
la robustez de las columnas!
(Escorial)
las casas de los aldeanos se arrodillan
a los pies de la iglesia,
se aprietan unas a otras,
la levantan
como si fuera una custodia,
se anestesian de siesta
y de repiqueteo de campana.
(El Tren Expreso)
Es achaque de críticos prescribirles una
genealogía a los escritores de que hablan. Cumpliendo con esa costumbre, voy a
trazar el nombre, infalible aquí, de Ramón Gómez de la Serna y el del escritor
criollo que tuvo alguna semejanza con el gran Oliverio, pero que fue a la vez
menos artista y más travieso que él. Hablo de Eduardo Wilde.
Buenos Aires, 2000
Nota: OG publicó Calcomanías en 1925
Foto: Reunión del comité fundador de la revista Sur en casa de Victoria Ocampo en 1931. De izquierda a derecha, de pie: Eduardo Bullrich, Jorge Luis Borges, Francisco Romero, Eduardo Mallea, Enrique Bullrich, Victoria Ocampo y Ramón Gómez de la Serna. Sentados: Pedro Henríquez Ureña, Norah Borges, María Rosa Oliver, Carola Padilla y Guillermo de Torre. Sentados en el piso: Oliverio Girondo y Ernest Ansermet. Sobre la mesa: una foto de Ricardo Güiraldes. Vía