10/3/15

Jorge Luis Borges: Años de plenitud (Autobiografía, V)






La fama, como la ceguera, me fue llegando poco a poco. Nunca la había esperado, nunca la había buscado. Néstor Ibarra y Roger Callois, quienes a principios de la década del cincuenta se atrevieron a traducirme al francés, fueron mis primeros benefactores. Sospecho que su trabajo de pioneros preparó el terreno para que compartiera con Samuel Beckett el Premio Formentor en 1961, ya que hasta que fui publicado en francés yo era casi invisible, no sólo en el exterior sino también en Buenos Aires. A consecuencia de ese premio, de la noche a la mañana mis libros brotaron como hongos por todo el mundo occidental.
Ese mismo año, bajo los auspicios de Edward Larocque Tinker, fui invitado como profesor visitante a la Universidad de Texas. Era mi primer encuentro físico con Norteamérica. De alguna manera, debido a mis lecturas, siempre había estado allí. Pero tuve una extraña sensación en Austin, oyendo a los obreros que cavaban una zanja hablar en inglés, idioma que hasta entonces creí negado a esa gente. De hecho, Norteamérica había adquirido tales proporciones míticas en mi imaginación, que me asombraba sinceramente encontrar allí cosas tan comunes como yuyos, barro, charcos, caminos de tierra, moscas y perros vagabundos. Aunque a veces sentíamos nostalgia, sé que mi madre y yo terminamos amando a Texas. Ella, que siempre detestó el fútbol, llegó a alegrarse de nuestra victoria cuando los “Longhorns” derrotaron a sus vecinos los “Bears”. 

En la Universidad, al terminar una clase que dictaba sobre literatura argentina, solía concurrir como oyente a otra de poesía sajona que dictaba el Dr. Rudolph Willard. Mis días estaban colmados. Descubrí que los estudiantes norteamericanos -al contrario de la mayoría de los estudiantes argentinos- estaban más interesados en las materias que en las notas. Yo trataba de interesarlos en Ascasubi y en Lugones, pero ellos me preguntaban obstinadamente sobre mi propia obra. Pasaba el mayor tiempo posible con Ramón Martínez López, quien como filólogo compartía mi pasión por las etimologías. Durante esos seis meses viajamos mucho y di conferencias en universidades de costa a costa. Conocí Nuevo México, San Francisco, Nueva York, Nueva Inglaterra, Washington. Norteamérica me pareció la nación más indulgente y generosa que había visitado. Los sudamericanos tendemos a pensar en términos de conveniencia, mientras que la gente en los Estados Unidos tiene una actitud ética. Como protestante vocacional, eso era lo que más admiraba. Hasta me ayudaba a pasar por alto los rascacielos, las bolsas de papel, la televisión, los plásticos y la horrible selva de aparatos.
Viajé por segunda vez a Norteamérica en 1967, para hacerme cargo de la cátedra de poesía Charles Eliot Norton en Harvard y dar conferencias -frente a auditorios benévolos- sobre “This Craft of Verse” (El oficio de la poesía). Pasé siete meses en Cambridge, dando un curso sobre escritores argentinos y recorriendo Nueva Inglaterra, donde parecen haberse inventado la mayoría de las cosas norteamericanas, incluyendo el Oeste. Hice numerosas peregrinaciones literarias: a los lugares de Hawthorne en Salem, de Emerson en Concord, de Melville en New Bedford, de Emily Dickinson en Amherst y de Longfellow a la vuelta de donde yo vivía.
En Cambridge los amigos parecían multiplicarse: Jorge Guillén, John Murchison, Juan Marichal, Raimundo Lida, Héctor Ingrao y un matemático persa, Farid Hushfar, que había desarrollado una teoría del tiempo esférico que no entiendo mucho pero que pienso plagiar algún día. También conocí a escritores como Robert Fizgerald, John Updike y el difunto Dudley Fitts. Aproveché la oportunidad para conocer otras partes del continente: Iowa, donde me esperaba mi pampa natal; Chicago, con el recuerdo de Carl Sandburg; Missouri; Maryland; Virginia. Hacia el final de mi estadía tuve el honor de asistir a una lectura de mis poemas en el “YM-YWHA Poetry Center” de Nueva York, en la que participaron varios de mis traductores con la presencia entre el público de un número considerable de poetas.
Debo mi tercer viaje a los Estados Unidos (en noviembre de 1969) a mis dos benefactores de la Universidad de Oklahoma, Lowell Dunham e Ivar Ivask, que me invitaron a dar conferencias en su universidad y reunieron un grupo de estudiosos para analizar y enriquecer mi trabajo. Ivask me regaló un puñal finlandés en forma de pez, que era bastante ajeno a la tradición del viejo Palermo de mi infancia. 

Al recordar esta última década, advierto que he sido bastante nómade. En 1963, gracias a Neil MacKay del British Council de Buenos Aires, pude visitar Inglaterra y Escocia. Allí (también en compañía de mi madre), hice mis peregrinaciones: a Londres, tan cargada de recuerdos literarios; a Lichfield y el doctor Johnson; a Manchester y De Quincey; a Rye y Henry James; al Lake District; a Edinburgo. Visité la casa natal de mi abuela en Hanley, uno de los Five Towns, la patria chica de Arnold Bennett. Pienso que Escocia y Yorkshire están entre los lugares más encantadores de la tierra. En algún rincón de las colinas y valles de Escocia reviví una extraña sensación de soledad y desolación. Tardé algún tiempo en descubrir que esa sensación se remontaba al lejano desierto de la Patagonia.
Unos años más tarde hice otro viaje a Europa, esta vez en compañía de María Esther Vázquez. En Inglaterra, Herbert Read nos hospedó en el magnífico caserón que tenía en los páramos. Nos llevó a Yorkminster, donde nos mostró unas espadas danesas antiguas en la sala Viking Yorkshire del Museo. Más tarde escribí un soneto a una de las espadas, y poco antes de su muerte sir Herbert corrigió y mejoró mi título original, para el que sugirió “A una espada en Yorkminster” en lugar de “A una espada en York”. Después fuimos a Estocolmo invitados por Bonnier, mi editor sueco, y por el embajador argentino. Estocolmo y Copenhague están entre las ciudades más inolvidables que he visto, al igual que San Francisco, Nueva York, Edimburgo, Santiago de Compostela y Ginebra.
A comienzos de 1969, invitado por el gobierno israelí, pasé diez días emocionantes en Tel Aviv y Jerusalén. Volví a casa con la convicción de haber visitado la más vieja y al mismo tiempo la más joven de las naciones, de haber regresado de un país muy vivo y alerta a un rincón del mundo que está medio dormido. Desde mis días de Ginebra siempre me interesó la cultura judía, que considero un elemento intrínseco de la llamada civilización occidental. Durante la guerra árabe-israelí tomé partido de inmediato; y cuando el desenlace era todavía incierto escribí un poema sobre la contienda. Una semana más tarde escribí otro poema sobre la victoria. Cuando estuve de visita, Israel era todavía un campamento armado. Allí, en las costas de Galilea, recordé estas líneas de Shakespeare:

Over whose acres walk’d those
/blessed feet,
Which, fourteen hundredyears ago,
/were nail’d,
For our advantage, on the bitter cross.

[Sobre cuyos acres caminaron aquellos
/pies benditos
que, hace mil cuatrocientos años,
/clavaron,
para nuestra salvación, en la
/amarga cruz.]

Hoy, a pesar de los años, sigo pensando en las muchas piedras que me falta mover, y en otras que me gustaría mover de nuevo. Todavía tengo la esperanza de ver el Utah de los mormones, que me fueron revelados de niño por Roughing It de Mark Twain y A Study in Scarlet, el primer libro de la saga de Sherlock Holmes. Otro sueño es una peregrinación a Islandia, y otro más es regresar a Texas y a Escocia. 

A los setenta y un años sigo trabajando y lleno de planes. El año pasado escribí un nuevo libro de poemas, Elogio de la sombra. Es mi primer volumen de poemas desde 1960, y fueron los primeros que escribí en mi vida pensando en hacer un libro. Mi preocupación central, como se advierte en varios de los poemas, es de naturaleza ética, independiente de toda inclinación religiosa o antirreligiosa. La “sombra” del título se refiere tanto a la ceguera como a la muerte. Para completar Elogio de la sombra, trabajé todas las mañanas, dictando en la Biblioteca Nacional. Cuando lo terminé, me había acostumbrado a una cómoda rutina: tan cómoda que no la cambié y empecé a escribir cuentos. Esos cuentos, los primeros escritos desde 1953, fueron publicados el año pasado. El libro se llama El informe de Brodie; y consiste en experimentos modestos, narraciones sencillas: el libro al que me he referido con frecuencia durante los últimos cinco años. Hace poco terminé el guión de una película que se llamará Los otros. El argumento es mío, y fue escrito con Adolfo Bioy Casares y el joven director argentino Hugo Santiago. Mis tardes están ahora dedicadas a un proyecto de largo alcance, que acaricié durante mucho tiempo. Desde hace casi tres años, por fortuna, tengo al lado a mi propio traductor, y juntos vamos a publicar entre diez y doce volúmenes de mi obra en inglés, idioma que no merezco usar y que ojalá hubiera sido mi lengua materna.
Pienso empezar un nuevo libro, una serie de ensayos personales -no eruditos- sobre Dante, Ariosto y temas nórdicos medievales. También quiero escribir un libro sincero e informal de opiniones, caprichos, reflexiones y herejías personales. Después de eso, ¿quién sabe? Todavía tengo una cantidad de historias, oídas o inventadas, que quiero contar. En este momento estoy terminando un relato largo llamado “El Congreso”. A pesar del título kafkiano, espero que se acerque más a la línea de Chesterton. La acción transcurre en la Argentina y el Uruguay. Durante veinte años he estado aburriendo a los amigos con el argumento. Por fin, mientras se lo contaba a mi mujer, ella me hizo notar que no necesitaba más elaboración. Tengo otro proyecto que ha estado pendiente durante más tiempo todavía: la revisión y quizá la reescritura de El caudillo, la novela de mi padre, tal como él me lo pidió hace años. Habíamos llegado a discutir muchos de los problemas; y me gusta pensar en esa tarea como un diálogo que no se ha interrumpido y una colaboración muy real.
La gente ha sido inexplicablemente buena conmigo. No tengo enemigos, y si ciertas personas se han puesto ese disfraz, han sido tan bondadosas que ni siquiera me han lastimado. Cada vez que leo algo que han escrito contra mí, no sólo comparto el sentimiento sino que pienso que yo mismo podría hacer mucho mejor el trabajo. Quizá debería aconsejar a los aspirantes a enemigos que me envíen sus críticas de antemano, con la seguridad de que recibirán toda mi ayuda y mi apoyo. Hasta he deseado secretamente escribir, con seudónimo, una larga invectiva contra mí mismo. ¡Ay, las crudas verdades que guardo!
A mi edad uno debería tener conciencia de los propios límites, y ese conocimiento quizá contribuya a la felicidad. De joven pensaba que la literatura era un juego de variaciones hábiles y sorprendentes. Ahora que he encontrado mi propia voz, pienso que corregir y volver a corregir mis originales no los mejora ni los empeora. Por supuesto, eso es un pecado contra una de las principales tendencias de la literatura de este siglo: la vanidad de la reescritura, que llevó a Joyce a publicar fragmentos con el presuntuoso título de “Work in Progress” (Obra en curso).
Supongo que ya he escrito mis mejores libros. Eso me da una cierta satisfacción y tranquilidad. Sin embargo, no creo que lo haya escrito todo. De algún modo, la juventud me resulta más cercana que cuando era joven. Ya no considero inalcanzable la felicidad como me sucedía hace tiempo. Ahora sé que puede ocurrir en cualquier momento, pero nunca hay que buscarla. En cuanto al fracaso y la fama, me parecen irrelevantes y no me preocupan. Lo que quiero ahora es la paz, el placer del pensamiento y de la amistad. Y aunque parezca demasiado ambicioso, la sensación de amar y ser amado.




Autobiografía (1899-1970), Cap. V 
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999

Foto cabezal: Roger Caillois, directeur de la collection La Croix du Sud, et Borges.  
Ancienne coll. J.L. Borges - dans Borges, fotografias y manuscritos de Miguel De Torre 
Borges aux Éditions Renglon (Buenos Aires, 1987) 
Source: Álbum Borges - Sélection et commentaires: Jean Pierre Bernès
París, Gallimard, 1999 
Cortesía: Samuel Chagalov

     


Foto al pie y nota: Norman di Giovanni with Borges 
c. 1970 (photographer unknown)



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