17/2/15

Borges por Christopher Hitchens (Memorias)







Tenía cuatro ambiciones cuando desembarqué en la extravagantemente bonita ciudad de Buenos Aires en 1977. La primera era ver si podía descubrir qué le había ocurrido a Jacobo Timerman. La segunda era entrevistar al presidente, que entonces era el general Videla. La tercera era ver la Pampa y la cuarta era conocer a mi héroe literario Jorge Luis Borges. Fracasé —aunque no del todo— con la primera. Y tuve éxito en las demás, aunque no del modo que había previsto.

[...]

Pese a todo su aparente y fácil encanto latino, Buenos Aires hacía que me sintiera enfermo y angustiado, así que hice un viaje a las grandes llanuras en las que se habían escrito las épicas de los gauchos, y logré comer un par de los famosos asados: la barbacoa argentina (que el John Self de Martin Amis resumió como «una especie de parrillada triple envuelta en filetes») con su servil propiciación a los cálidos dioses del colesterol. Pero hasta eso se estropeó: mis anfitriones se encargaron de la matanza y el olor de la sangre seca del matadero resultó por alguna razón demasiado fuerte (de hecho, dejé el filete por unos años tras ese viaje). Después aprendí del intrépido Robert Cox del Buenos Aires Herald otro alegre término coloquial del fascismo: antes de adaptar el método de arrojar los cuerpos al Atlántico Sur, la cremación secreta de cuerpos mutilados y torturados en la ESMA relucir la política en todas las discusiones. Contestaba que no era culpa mía si la política invadía la esfera privada, y al menos en el caso de Argentina creo que tenía razón. Los miasmas de la dictadura lo impregnaban todo, sin excluir los aperitivos y el plato principal.

Incluso se abrió un nauseabundo camino para llegar al ambiente libresco y aislado del apartamento 6B del número 994 de la calle Maipú, donde vivía Jorge Luis Borges. Me producía una gran timidez acercarme a mi héroe, pero él, como descubrí, estaba muy necesitado de compañía. En aquella época era casi totalmente ciego y estaba enclaustrado e incluso un poco confuso, y quizá eso explique la actitud un tanto escandalosa con que afrontaba la brutal represión que se infligía en las calles y las plazas de los alrededores. «Este es mi país y aún podría serlo —entonó cuando surgió el tema—. Pero algo vino entre nosotros y el sol.» Aseguró que estos versos (nunca he podido localizarlos) eran de Edmund Blunden, cuya nudosa mano me había entusiasmado estrechar muchos años antes, pero Borges no aludía a la junta de Videla. Se refería al anterior gobierno de Juan Perón, que para él había depravado y corrompido la sociedad argentina. Yo no estaba en desacuerdo con eso —y Perón había tratado mal a la madre y a la hermana de Borges, además de despedir al escritor de su trabajo en la Biblioteca Nacional—, pero resultaba triste oír que el viejo prefería sinceramente el nuevo régimen uniformado, ya que era un gobierno de «caballeros» en vez de «chulos». Era como escuchar al Evelyn Waugh más bilioso y gruñón. (Lo redimió en parte un fragmento de filología o etimología erudita sobre el término lunfardo canfinflero. «Una canfinfla —dijo Borges con perfecta compostura— es el coño, o la concha. Así que un canfinflero es un traficante de coños: en anglosajón podríamos decir cunter.» ¿No había evolucionado el mismo tango en un burdel en 1880? Borges podía hablar sin parar de ese tipo de cosas, quizá como venganza por haber tenido una madre excesivamente protectora que lo tiranizó durante toda la vida.)

Quería que le leyera en voz alta y lo hice encantado. Sobre todo recuerdo su petición de «Canción al arpa de las mujeres danesas», un poema que utiliza principalmente palabras anglosajonas y escandinavas (la conversación de Borges estaba salpicada de términos como folk y kin) y que empieza de forma tan hermosa y memorable con el lamento de las esposas de los vikingos:

¿Qué es una mujer, que la abandonáis,
y el fuego del hogar, y vuestro huerto,
para iros con la Vieja que nos hace enviudar?
(Trad.: José Manuel Benítez Ariza)

Borges tenía una síntesis escueta para cada autor. G. K. Chesterton: «Una pena que se volviera católico». Kipling: «Subestimado porque demasiados de sus contemporáneos eran socialistas». «Es una pena que tengamos que elegir entre dos países de segunda fila como la Unión Soviética y Estados Unidos.» Las horas que pasé en su refugio anacrónico, bibliófilo y anglófilo establecían un contraste surrealista con el chirriante espectáculo de horror que se representaba en el resto de la ciudad. Nunca sentí eso de forma más acusada que cuando, al día siguiente, tras llevar al anciano por la escalera de caracol para tomar una infrecuente comida fuera de casa, le ayudé a subir las escaleras. Me invitó para que volviera a leer la mañana siguiente, pero tuve que rechazar su oferta. Alegué sinceramente que tenía un billete de avión para Chile. «Lo siento mucho —dijo ese genio viejo y cortés—. Pero ¿puedo ofrecerle un regalo a cambio de su compañía?» Naturalmente protesté con la energía de una educación inglesa de clase media: no podía oír hablar de algo así; el placer y el privilegio eran míos; de ningún modo aceptaría ningún regalo. «Recordará los versos que voy a recitar —dijo—. Siempre los recordará.» Y a continuación recitó lo siguiente:

¿Qué hombre no se ha inclinado a velar el sueño de su hijo,
para meditar cómo mirará ese rostro el suyo cuando esté frío, o
ha pensado, mientras su propia madre le besa los ojos,
en cómo sería su beso cuando su padre la cortejaba?

El título (Soneto XXIX de Dante Gabriel Rossetti) —«Inclusividad»— puede sonar un poco sentimental, pero la idea que contiene ha vuelto a mí más de una vez desde que me convertí en padre, y Borges tenía bastante razón: nunca he tenido que hacer un esfuerzo para recordar las palabras. Murmuraba mi agradecimiento cuando dijo, de nuevo con perfecta compostura: «¿Piensa visitar al general Pinochet cuando esté en Chile?» Contesté con lo que esperaba que fuera un aplomo equivalente que no tenía tal intención. «Una pena —respondió—. Es un auténtico caballero. Tuvo la amabilidad de concederme un premio literario.» No era el tono ideal para despedirse de Borges, pero constituía una ilustración excelente de algo que me acostumbraba a percibir: que en contraste con lo que me había dicho Colin MacCabe en Lisboa, a veces la gente correcta adoptaba una línea equivocada*.

* Para hacer justicia a Borges, hay que decir que unos años después se dio cuenta de que la junta lo había engañado y firmó una petición bastante valiente por los desaparecidos. A menudo, y pese a sus inclinaciones, hombres como él tienen un «patrón oro» natural cuando se trata de asuntos de principios.


Párrafos seleccionados por Francisco Alvez Francese [FB]
Capítulo "De Portugal a Polonia.[Argentina: muerte y desaparición (y una biblioteca infinita]"
Christopher Hitchens, Hitch-22 - A Memoir (2010)
Traducción: Daniel Rodríguez Gascón
Foto: Christopher Hitchens, NY 2007 © Paolo Pellegrin/Magnum Photos



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