16/1/15

Jorge Luis Borges: Madurez (Autobiografía, IV)







En el transcurso de una vida consagrada a la literatura, he leído muy pocas novelas; y en la mayoría de los casos sólo he llegado a la última página por sentido del deber. Al mismo tiempo, siempre he sido un gran lector de cuentos. Stevenson, Kipling, James, Conrad, Poe, Chesterton, los cuentos de Las Mil y Una Noches en la versión de Lane y ciertos relatos de Hawthorne forman parte de mis lecturas habituales desde que tengo memoria. La sensación de que grandes novelas como Don Quijote y Huckleberry Finn prácticamente carecen de forma, sirvió para reforzar mi gusto por el cuento, cuyos elementos indispensables son la economía y una formulación nítida del comienzo, el desarrollo y el fin. Sin embargo, como escritor creí durante años que el cuento estaba más allá de mis posibilidades, y sólo después de una larga serie de tímidos experimentos narrativos me senté a escribir verdaderos cuentos.
Tardé seis años, de 1927 a 1933, en pasar del afectado ejercicio de “Hombres pelearon” a mi primer cuento logrado, “Hombre de la esquina rosada”. Un amigo mío, don Nicolás Paredes -antiguo caudillo y jugador profesional del viejo Barrio Norte- había muerto, y yo quería perpetuar algo de su voz, de sus anécdotas y su manera particular de contarlas. Me esforcé en cada página, recitando en voz alta las frases hasta encontrar el tono exacto. Vivíamos en Adrogué; y como sabía que mi madre desaprobaría el tema de manera terminante, escribí en secreto durante varios meses. Con el título original de “Hombres de las orillas”, el cuento apareció en el suplemento de los sábados del diario “Crítica”, del que yo era colaborador. Pero por timidez, y quizá creyendo que el cuento no era digno de mí, lo firmé con seudónimo: el nombre de uno de mis tatarabuelos, Francisco Bustos. Aunque tuvo un éxito casi vergonzoso (hoy lo encuentro teatral y afectado y los personajes me parecen falsos), nunca lo consideré un punto de partida sino una especie de excentricidad.
El verdadero comienzo de mi carrera de cuentista se produjo con la serie de ejercicios titulada Historia universal de la infamia, que publiqué en las columnas de “Crítica” entre 1933 y 1934. Por alguna ironía, “Hombre de la esquina rosada” era realmente un cuento, mientras esos ejercicios, y algunas de las ficciones que siguieron y me llevaron poco a poco a la escritura de cuentos legítimos, asumían la forma de falsificaciones y seudoensayos. En Historia universal de la infamia no quería repetir lo que hizo Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias. Schwob inventó biografías de hombres reales sobre los que hay escasa o ninguna información. Yo, en cambio, leí sobre la vida de personas conocidas, y cambié y deformé deliberadamente todo a mi antojo. Por ejemplo, después de leer The Gangs of New York de Herbert Asbury, escribí mi versión libre de Monk Eastman, el pistolero judío, en flagrante contradicción con la autoridad de referencia. Lo mismo hice con Billy the Kid, John Murrel (a quien rebauticé Lazarus Morell), con el Profeta Velado del Khorassán, con el Demandante Tichborne y con varios más. Nunca pensé publicarlos en un libro. Esos relatos estaban destinados al consumo popular en las páginas de “Crítica”, y eran deliberadamente pintorescos. Supongo que el valor secreto de esas ficciones -además del placer que me dio escribirlas- consiste en el hecho de que son ejercicios narrativos. Ya que los argumentos o las circunstancias generales me habían sido dados, sólo tenía que tramar vívidas variaciones.
Mi cuento siguiente, “El acercamiento a Almotásim”, escrito en 1935, es una falsificación y un seudoensayo. Simula ser una reseña de un libro publicado por primera vez en Bombay tres años antes. Para su segunda falsa edición le atribuí un editor real, Víctor Gollancz, y un prólogo de una escritora real, Dorothy L. Sayers. Pero tanto el autor como el libro son pura invención mía. Sinteticé la trama y proporcioné detalles de algunos capítulos (tomando elementos de Kipling e introduciendo al místico persa del siglo XII Farid al-Din Attar) y luego me concentré en señalar sistemáticamente sus defectos. El cuento apareció un año después en un volumen de ensayos titulado Historia de la eternidad, sepultado entre las últimas páginas junto a un artículo sobre el “Arte de injuriar”. Los que leyeron “El acercamiento a Almotásim” lo tomaron de manera literal, y uno de mis amigos hasta encargó un ejemplar a Londres. No apareció abiertamente como ficción hasta 1942, cuando lo incluí en mi primer libro de cuentos, El jardín de los senderos que se bifurcan. Quizá fui injusto con ese cuento. Ahora creo que prefigura y hasta establece el modelo de los cuentos que de algún modo me esperaban, y sobre los que se asentaría mi fama como narrador.


En 1937 encontré mi primer empleo estable. Anteriormente había hecho pequeñas tareas de redacción. Colaboré en el suplemento de “Crítica” (una publicación de pasatiempos profusa y vistosamente ilustrada) y en “El Hogar”, semanario popular de sociedad donde escribía dos veces al mes un par de páginas sobre libros y autores extranjeros. También escribí textos para noticieros y coordiné una revista seudocientífica llamada “Urbe”, órgano promocional de un sistema de subterráneos privado de Buenos Aires. Todos habían sido trabajos mal pagos, y desde hacía mucho tiempo estaba ya en edad de contribuir con los gastos de la casa.
A través de amigos, conseguí un puesto de auxiliar primero en la sucursal Miguel Cané de la Biblioteca Municipal, en un barrio gris y monótono hacia el suroeste de la ciudad. Si bien tenía por debajo un auxiliar segundo y un auxiliar tercero, también tenía por encima un director y un oficial primero, un oficial segundo y un oficial tercero. El sueldo era de doscientos diez pesos mensuales, que después aumentaron a doscientos cuarenta.
En la biblioteca trabajábamos muy poco. Éramos alrededor de cincuenta empleados, haciendo lo que podrían haber hecho quince con facilidad. Mi tarea, compartida con otros veinte compañeros, consistía en clasificar los libros de la biblioteca que hasta ese momento no habían sido catalogados. Sin embargo la colección era tan reducida que podíamos encontrarlos sin necesidad de recurrir al catálogo, que elaborábamos con esfuerzo pero nunca usábamos porque no hacía falta. El primer día trabajé honradamente. Al día siguiente, algunos compañeros me llamaron aparte y me dijeron que no podía seguir así porque los ponía en evidencia. “Además -adujeron- como esta clasificación está pensada para dar una apariencia de trabajo, nos vas a dejar en la calle.” Les dije que en vez de clasificar cien libros como ellos, yo había clasificado cuatrocientos. “Bueno, si seguís así el jefe se va a enojar y no sabrá qué hacer con nosotros”, me contestaron. Para que todo fuera más verosímil, me pidieron que un día clasificara ochenta y tres libros, el siguiente noventa, y ciento cuatro el tercero.
Resistí en la biblioteca nueve años. Fueron nueve años de continua desdicha. Los empleados sólo se interesaban en las carreras de caballos, los partidos de fútbol y los chistes verdes. Cierta vez, una de las lectoras fue violada en el baño de mujeres. Todos dijeron que eso tenía que pasar, ya que el baño de hombres y el de mujeres estaban uno al lado del otro.
Un día, dos amigas elegantes y bienintencionadas (damas de sociedad), vinieron a visitarme al trabajo. Después me llamaron por teléfono y me dijeron: “Quizá te parezca divertido trabajar en un sitio como ese, pero prométenos que antes de fin de mes encontrarás un empleo de por lo menos novecientos pesos”. Les di mi palabra de que lo haría.
Aunque resulte irónico, en esa época yo era un escritor bastante conocido, salvo en la biblioteca. Una vez un compañero encontró en una enciclopedia el nombre de un tal Jorge Luis Borges, y se sorprendió de la coincidencia de nuestros nombres y fechas de nacimiento.
Cada tanto, los trabajadores municipales éramos premiados con un kilo de yerba. De noche, mientras caminaba las diez cuadras hasta la parada del tranvía, se me llenaban los ojos de lágrimas. Esos pequeños regalos de arriba marcaban mi vida sombría y servil.
Durante un par de horas diarias, mientras viajaba en tranvía, leía La divina comedia ayudado hasta el “Purgatorio” por la traducción en prosa de John Aitken Carlyle. Después continué el ascenso solo.
Hacía todo el trabajo de la biblioteca en una hora y después me escapaba al sótano, donde pasaba las otras cinco horas leyendo o escribiendo. Así leí los seis volúmenes de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon y la Historia de la República Argentina de Vicente Fidel López. Leí a León Bloy, a Claudel, a Groussac y a Bernard Shaw. Durante las vacaciones traducía a Faulkner y a Virginia Woolf. En cierto momento fui ascendido a las vertiginosas alturas del puesto de oficial tercero. Una mañana mi madre me llamó por teléfono y pedí permiso para volver a casa. Llegué apenas a tiempo para ver morir a mi padre.


El día de Nochebuena de 1938 (año en el que murió mi padre) sufrí un grave accidente. Subía corriendo una escalera, y de pronto sentí que algo me raspaba la cabeza. Había rozado la arista de un batiente recién pintado. A pesar de que fui atendido en seguida, la herida se infectó y pasé alrededor de una semana sin dormir, con alucinaciones y fiebre muy alta. Una noche perdí el habla y tuvieron que llevarme al hospital para una operación urgente. Tenía septicemia, y durante un mes me debatí entre la vida y la muerte. Mucho después escribiría sobre eso en mi cuento “El Sur”.
Cuando empecé a recuperarme temí haber perdido la razón. Mi madre quería leerme un libro que yo había encargado, Out of the Silent Planet de C. S. Lewis, pero durante dos o tres noches fui postergando la lectura. Finalmente prevaleció su voluntad, y después de escuchar una o dos páginas rompí a llorar. Mi madre me preguntó qué significaban esas lágrimas. “Lloro porque entiendo”, dije.
Poco después me atemorizó la idea de no volver a escribir nunca más. Había escrito una buena cantidad de poemas y docenas de artículos breves, y pensé que si en ese momento intentaba escribir una reseña y fracasaba, estaría terminado intelectualmente. Pero si probaba algo que nunca había hecho antes y fracasaba, eso no sería tan malo y quizá hasta me prepararía para la revelación final. Decidí entonces escribir un cuento, y el resultado fue “Pierre Menard, autor del Quijote”.
Al igual que su precursor, “El acercamiento a Almotásim”, “Pierre Menard” era todavía un paso intermedio entre el ensayo y el verdadero cuento. Pero los resultados me alentaron a seguir. Después intenté algo más ambicioso: “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, acerca del descubrimiento de un mundo que finalmente sustituye al nuestro. Ambos fueron publicados en “Sur”, la revista de Victoria Ocampo.
Aunque mis colegas me consideraran un traidor porque no compartía su diversión bulliciosa, yo seguí escribiendo en el sótano de la biblioteca, o en la azotea cuando hacía calor. Mi cuento kafkiano “La biblioteca de Babel” fue concebido como una versión pesadillesca o una exageración de aquella biblioteca municipal, y ciertos detalles del texto no tienen ningún significado especial. La cantidad de libros y anaqueles que allí figuran son literalmente los que tenía junto al codo. Críticos ingeniosos se han preocupado por esas cifras, y han tenido la generosidad de dotarlas de significado místico.
“La lotería de Babilonia”, “La muerte y la brújula” y “Las ruinas circulares” también fueron escritos (del todo o en parte) durante ese tiempo robado a la biblioteca. Acompañados por algunos más, se convirtieron en El jardín de los senderos que se bifurcan, libro que amplié y cuyo título modifiqué por el de Ficciones en 1944. Ficciones y El Aleph (19 y 1952) son, según creo, mis libros más importantes.


En 1946 subió al poder un presidente de cuyo nombre no quiero acordarme. Poco después fui honrado con la noticia de que había sido “ascendido” al cargo de inspector de aves y conejos en los mercados. Me presenté en la Municipalidad para preguntar a qué se debía ese nombramiento. “Mire -dije al empleado-, me parece un poco raro que de toda la gente que trabaja en la biblioteca me hayan elegido a mí para desempeñar ese cargo.” “Bueno -contestó el empleado- usted fue partidario de los aliados durante la guerra. Entonces, ¿qué pretende?” Esa afirmación era irrefutable, y al día siguiente presenté mi renuncia. Los amigos me apoyaron y organizaron una cena de desagravio. Preparé un discurso para la ocasión, pero como era demasiado tímido le pedí a mi amigo Pedro Henríquez Ureña que lo leyera en mi nombre.


Me había quedado sin trabajo. Meses antes, una vieja dama inglesa me leyó las hojas del té y predijo que yo iba a viajar y que ganaría mucho dinero hablando. Cuando se lo conté a mi madre nos echamos a reír, ya que hablar en público estaba lejos de mis posibilidades.
Un amigo me rescató de la encrucijada, y fui nombrado profesor de Literatura en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Al mismo tiempo me ofrecieron dictar conferencias sobre literatura clásica norteamericana en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Dado que recibí las ofertas tres meses antes del comienzo de las clases, convencido de que estaba a salvo acepté. Sin embargo, a medida que se acercaban las fechas me empecé a sentir cada vez peor. La serie de nueve conferencias incluía a Hawthorne, Poe, Thoreau, Emerson, Melville, Whitman, Twain, Henry James y Veblen. Escribí la primera, pero no tuve tiempo para escribir la segunda. Además, como la primera conferencia era para mí el día del Juicio Final, sentí que después sólo quedaba la eternidad. Milagrosamente la primera salió bien. Dos noches antes de la segunda, llevé a mi madre a dar un largo paseo por Adrogué, e hice que me tomara el tiempo mientras ensayaba la conferencia. Me dijo que le parecía excesivamente larga. “En ese caso -dije- estoy salvado.” Mi temor era quedarme corto.
De modo que a los cuarenta y siete años descubrí que se me abría una vida nueva y emocionante. Recorrí la Argentina y el Uruguay dando conferencias sobre Swedenborg, Blake, los místicos persas y chinos, el budismo, la poesía gauchesca, Martin Buber, la cábala, Las Mil y Una Noches, T. E. Lawrence, la poesía germánica medieval, las sagas islandesas, Heine, Dante, el expresionismo y Cervantes. Iba de ciudad en ciudad y pasaba la noche en hoteles que nunca más vería. A veces me acompañaba mi madre o una amiga. No sólo terminé ganando más dinero que en la biblioteca, sino que disfrutaba del trabajo y me sentía justificado.


Uno de los principales acontecimientos de esos años (y de mi vida) fue mi amistad con Adolfo Bioy Casares. Nos conocimos en 1930 o 1931, cuando él tenía diecisiete años y yo poco más de treinta. En esos casos siempre se supone que el hombre mayor es el maestro y el menor el discípulo. Eso puede haber sido cierto al principio, pero algunos años más tarde, cuando empezamos a trabajar juntos, Bioy era el verdadero y secreto maestro. Él y yo emprendimos juntos muchas aventuras literarias. Compilamos antologías de poesía argentina, de cuentos fantásticos y de cuentos policiales; escribimos artículos y prólogos; anotamos a sir Thomas Browne y a Gracián; tradujimos cuentos de escritores como Beerbohm, Kipling, Wells y Lord Dunsany; fundamos una revista, “Destiempo”, que duró tres números; escribimos guiones para cine que fueron siempre rechazados. Al contradecir mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo sentir que la discreción y el control son más convenientes. Si se me permite una afirmación tajante, diría que Bioy me fue llevando poco a poco hacia el clasicismo.
A principios de la década del cuarenta empezamos a escribir en colaboración, proeza que hasta ese momento consideraba imposible. Yo había inventado algo que nos parecía un buen argumento para un cuento policial. Una mañana lluviosa Bioy me dijo que debíamos hacer una prueba. Yo acepté de mala gana, y un poco más tarde, esa misma mañana, ocurrió el milagro.
Apareció un tercer hombre, Honorio Bustos Domecq, que se adueñó de la situación. Era un hombre que a la larga terminó dirigiéndonos con mano de hierro. Primero divertidos y luego consternados vimos cómo -con sus propios caprichos, sus propios juegos de palabras y hasta su propia y rebuscada manera de escribir- se diferenciaba totalmente de nosotros. Domecq era el apellido de un bisabuelo de Bioy y Bustos el de un bisabuelo mío de Córdoba. El primer libro de Bustos Domecq fue Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), y en ningún momento se nos escapó de las manos. Max Carrados había creado un detective ciego; Bioy y yo dimos un paso más y confinamos a nuestro detective en una celda. El libro era al mismo tiempo una sátira sobre los argentinos. Durante años la doble identidad de Bustos Domecq se mantuvo en secreto. Cuando al final se supo, la gente pensó que como Bustos era una broma, no se podía tomar muy en serio lo que escribía.


Nuestra siguiente colaboración fue otra novela policial, Un modelo para la muerte. Ese libro era tan personal y estaba tan lleno de bromas privadas que sólo fue publicado en una edición que no salió a la venta. Bautizamos B. Suárez Lynch al autor de ese libro. Creo que la “B” correspondía a Bioy y Borges, Suárez era otro bisabuelo mío y Lynch otro bisabuelo de Bioy. Bustos Domecq reapareció en 1946 en otra edición privada, esta vez de dos cuentos, titulada Dos fantasías memorables. Tras un largo eclipse, Bustos tomó de nuevo la pluma y en 1967 sacó sus Crónicas, artículos sobre artistas imaginarios de una modernidad extravagante -arquitectos, escultores, pintores, gastrónomos, poetas, novelistas, modistos- escritos por un crítico fervientemente moderno. Tanto el autor como los personajes de sus artículos son tontos, y no es fácil saber quién engaña a quién. El libro tiene esta dedicatoria: “A esos tres grandes olvidados: Picasso, Joyce, Le Corbusier”. También el estilo es una parodia. Bustos utiliza una jerga periodística literaria que abunda en neologismos, vocabulario pedante, lugares comunes, metáforas estrafalarias, incongruencias y pomposidades.
Me han preguntado muchas veces cómo se hace para escribir en colaboración. Creo que exige el abandono conjunto del yo, de la vanidad y quizá de la cortesía. Los colaboradores deben olvidarse de sí mismos y pensar sólo en función del trabajo. De hecho, cuando alguien quiere saber si tal o cual broma o epíteto salió de mi lado de la mesa o del lado de Bioy, sinceramente no lo sé. He tratado de colaborar con otros amigos -algunos de ellos muy cercanos- pero la incapacidad de ser francos, por un lado, y de armarse de una coraza, por el otro, han imposibilitado esos proyectos. En cuanto a las Crónicas de Bustos Domecq, pienso que son mejores que todo lo que publiqué bajo mi propio nombre y casi tan buenas como cualquier cosa escrita individualmente por Bioy.


En 1950 me eligieron presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. La República Argentina era entonces, como ahora, un país sumiso, y la S.A.D.E. uno de los pocos bastiones contra la dictadura. Eso era tan evidente, que muchos distinguidos hombres de letras no se atrevieron a pisarla hasta después de la Revolución Libertadora. Un curioso rasgo de la dictadura era que hasta sus declarados defensores daban a entender que en realidad no tomaban en serio al gobierno y que actuaban por interés personal. Eso se justificaba y se perdonaba, ya que la mayoría de mis compatriotas tienen conciencia intelectual, aunque no moral. Casi todos los chistes verdes que se contaban sobre Perón y su mujer eran inventados por los propios peronistas para guardar las apariencias. La S.A.D.E. fue finalmente clausurada. Recuerdo la última conferencia que se me permitió dar allí. El público, bastante escaso, incluía a un policía muy desconcertado que hacía con torpeza todo lo posible por anotar algunos de mis comentarios sobre el sufismo persa. Durante ese período gris y desesperanzado, mi madre, que andaba por los setenta años, estuvo bajo arresto domiciliario. Mi hermana y uno de mis sobrinos pasaron un mes en la cárcel. Yo mismo tenía un agente pisándome los talones; al principio lo llevaba a dar largos paseos sin rumbo fijo y finalmente me hice amigo suyo. Admitía que también odiaba a Perón y que sólo obedecía órdenes. Ernesto Palacio me ofreció una vez presentarme al Innombrable, pero no quise conocerlo. ¿Para qué presentarme a un hombre a quien no le daría la mano? La revolución tan esperada ocurrió en setiembre de 1955. Después de una noche de preocupación, en la que nadie durmió, casi toda la población salió a las calles, vivando la Revolución Libertadora y gritando el nombre de Córdoba, donde habían tenido lugar la mayoría de los combates. Era tal nuestro entusiasmo que por un tiempo no nos dimos cuenta de que la lluvia nos estaba calando hasta los huesos. Nos sentíamos tan felices que nadie profirió una palabra contra el dictador caído. Perón se ocultó y más tarde se le permitió salir del país. Nadie sabe cuánto dinero se llevó consigo.


Dos amigas muy queridas, Esther Zemborain de Torres y Victoria Ocampo, concibieron la posibilidad de que se me nombrara director de la Biblioteca Nacional. Pensé que era un disparate: esperaba como mucho que me dieran la dirección de una pequeña biblioteca de barrio, preferentemente por el sur de la ciudad. En el curso de un día firmaron una petición la revista “Sur” (léase Victoria Ocampo), la reabierta S.A.D.E. (léase Carlos Alberto Erro), la Sociedad Argentina de Cultura Inglesa (léase Carlos del Campillo) y el Colegio Libre de Estudios Superiores (léase Luis Reissig). El documento llegó al despacho del ministro de Educación y terminé siendo nombrado por el general Eduardo Lonardi, que era el Presidente provisional. Unos días antes, de noche, mi madre y yo habíamos caminado hasta la Biblioteca para mirar el edificio, pero por superstición no quise entrar. “No hasta que consiga el trabajo”, dije. Esa misma semana me llamaron para que tomara posesión del cargo. Mi familia estuvo presente en la ceremonia y pronuncié un discurso para los empleados, diciéndoles que de verdad yo era el Director, el increíble Director. Al mismo tiempo, José Edmundo Clemente, que unos años antes había logrado convencer a Emecé de que publicara una edición de mis obras, se convirtió en subdirector. Desde luego que me sentía muy importante, pero durante los tres meses siguientes no cobramos el sueldo. No creo que mi predecesor, un peronista, haya sido siquiera despedido de manera oficial. Sencillamente no volvió por la Biblioteca. Me designaron en el cargo, pero nunca se ocuparon de echar al que lo había ocupado antes.
Al año siguiente recibí una nueva satisfacción, al ser designado en la cátedra de Literatura inglesa y norteamericana de la Universidad de Buenos Aires. Otros candidatos habían enviado minuciosos informes de sus traducciones, artículos, conferencias y demás logros. Yo me limité a la siguiente declaración: “Sin darme cuenta me estuve preparando para este puesto toda mi vida”. Esa sencilla propuesta surtió efecto. Me contrataron y pasé doce años felices en la Universidad.


La ceguera me fue alcanzando gradualmente desde la infancia. Fue como un lento atardecer de verano; no tuvo nada de patético ni de dramático. A partir de 1927 soporté ocho operaciones en los ojos, pero desde fines de la década del cincuenta, cuando escribí el “Poema de los dones”, a efectos de la lectura y la escritura ya estaba ciego. La ceguera fue una característica de mi familia; una descripción de la operación de ojos que le hicieron a mi bisabuelo, Edward Young Haslam, apareció en las páginas del “Lancet”, la revista médica de Londres. La ceguera también parece ser una característica de los directores de la Biblioteca Nacional. Dos de mis ilustres predecesores, José Mármol y Paul Groussac, sufrieron el mismo destino. En el poema hablo de la magnífica ironía de Dios, que me dio al mismo tiempo ochocientos mil libros y la noche.
Una consecuencia importante de mi ceguera fue mi abandono gradual del verso libre en favor de la métrica clásica. De hecho, la ceguera me obligó a escribir nuevamente poesía. Ya que los borradores me estaban negados, debía recurrir a la memoria. Es evidente que resulta más fácil memorizar el verso que la prosa, y el verso rimado más que el verso libre. Podría decirse que el verso rimado es portátil. Uno puede caminar por la calle o viajar en subterráneo mientras compone y pule un soneto, ya que la rima y el metro tienen virtudes mnemotécnicas.
Durante esos años escribí docenas de sonetos y poemas más largos compuestos por cuartetas de endecasílabos. Creía haber adoptado a Lugones como maestro, pero cuando los versos estuvieron escritos mis amigos opinaron que lamentablemente tenían poco que ver con él. En mi poesía más reciente siempre aparece un hilo narrativo. En realidad, hasta pienso argumentos para los poemas. Quizá la mayor diferencia entre Lugones y yo es que él tenía como modelo a la literatura francesa y vivía intelectualmente en un mundo francés, mientras que yo miro hacia la literatura inglesa. En esta última actividad poética nunca se me ocurrió construir una secuencia de poemas, como había ocurrido en mi primera época de escritor, sino que me interesé en la individualidad de cada uno. De esa manera escribí poemas sobre ternas tan diversos como Emerson y el vino, Snorri Sturluson y el reloj de arena, la muerte de mi abuelo y la decapitación de Carlos I. También pasé lista a mis héroes literarios: Poe, Swedenborg, Whitman, Heine, Camoes, Jonathan Edwards y Cervantes. Y desde luego rendí el debido homenaje a los espejos, el Minotauro y los cuchillos.


Siempre me atrajo la metáfora, y esa inclinación me llevó a estudiar las sencillas kenningar sajonas y las muy elaboradas kenningar escandinavas. Ya en 1933 había escrito un ensayo sobre el tema. La extraña idea de usar en lo posible metáforas en vez de sustantivos sencillos, y que esas metáforas fueran al mismo tiempo tradicionales y arbitrarias, me desconcertó y me atrajo. Más adelante conjeturaría que el propósito de esas figuras estaba no sólo en el placer dado por la pompa y la solemnidad de la composición ampulosa sino también en las exigencias de la aliteración. En sí mismas, las kenningar no son particularmente ingeniosas, y llamar a un barco “padrillo del mar” y al mar abierto “el camino de la ballena” no es una gran proeza. Los skalds escandinavos dieron un paso más y llamaron al mar “el camino del padrillo del mar”. Entonces, lo que originariamente era una imagen se convirtió en una laboriosa ecuación. A su vez, la investigación de las kenningar me llevó al estudio del inglés y el escandinavo antiguos. Otro factor que me condujo en esa dirección fue mi ascendencia. Es probable que sea una superstición romántica, pero el hecho de que los Haslam vivieran en Northumbria y Mercia (hoy se conoce esos lugares como Northumberland y Midlands) me liga a un pasado sajón y quizá danés. Mi devoción por ese pasado nórdico ha molestado a algunos de mis compatriotas nacionalistas, que me consideran inglés. Pero no hace falta señalar que muchos hábitos ingleses me resultan del todo ajenos: el té, la familia real, los deportes “varoniles” o la devoción fanática por cada línea de Shakespeare.
Al finalizar uno de mis cursos en la Universidad, algunos estudiantes vinieron a verme a la Biblioteca. Habíamos liquidado toda la literatura inglesa -de Beowulf a Bernard Shaw- en el lapso de cuatro meses, y pensé que debíamos hacer algo serio. Propuse empezar por el principio, y los estudiantes aceptaron. Sabía que en mi biblioteca, en un estante alto, había ejemplares del Anglo-Saxon Reader y la Anglo-Saxon Chronicle de Sweet. El sábado siguiente, cuando llegaron los estudiantes, nos pusimos a leer esos dos libros. Prescindimos todo lo posible de la gramática y pronunciamos las palabras como en el alemán. De pronto nos enamoramos de una frase en la que se mencionaba a Roma (Romeburh). Nos emborrachamos de esas palabras, y bajamos por la calle Perú repitiéndolas en voz alta. Habíamos iniciado una larga aventura. Siempre pensé que la literatura inglesa es la más rica del mundo, pero el descubrimiento de una cámara secreta en el umbral de esa literatura me llegó como un regalo añadido. Personalmente, sabía que la aventura no tendría fin, y que podría seguir estudiando inglés antiguo por el resto de mis días. Mi objetivo principal ha sido estudiar, no la vanidad de dominar, y en los últimos doce años no me sentí defraudado.
Mi reciente interés por el escandinavo antiguo no es más que un paso lógico, ya que ambos idiomas están estrechamente vinculados y el escandinavo antiguo es la culminación de toda la literatura germánica medieval. Mis incursiones en el inglés antiguo han sido absolutamente personales, y han dejado rastros en algunos de mis poemas. Cierta vez un colega de la Universidad me llamó aparte y me dijo preocupado: “¿Qué significa eso de publicar un poema titulado ‘Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona’?”. Traté de hacerle entender que el anglosajón es para mí una experiencia tan íntima como mirar una puesta de sol o enamorarse.


Allá por 1954 empecé a escribir textos breves: ejercicios y parábolas. Un día, mi amigo Carlos Frías, de Emecé, me dijo que necesitaba un libro nuevo para la serie de mis supuestas “obras completas”. Le dije que no tenía ninguno, pero Frías insistió. “Todo escritor tiene un libro -dijo-. Sólo necesita buscarlo.”
Un domingo, revolviendo en los cajones de casa, empecé a descubrir poemas y textos en prosa que en algunos casos se remontaban a la época de mi trabajo en “Crítica”. Esos materiales dispersos -organizados, ordenados y publicados en 1960- se convirtieron en El hacedor. Para mi sorpresa, ese libro -que más que escribir acumulé- me parece mi obra más personal, y para mi gusto la mejor. La explicación es sencilla: en las páginas de El hacedor no hay ningún relleno. Cada pieza fue escrita porque sí, respondiendo a una necesidad interior. Al preparar ese libro ya había comprendido que escribir de manera grandilocuente no sólo es un error sino un error que nace de la vanidad. Creo con firmeza que para escribir bien hay que ser discreto.
En la última página del libro conté la historia de un hombre que se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de naves, de torres, de caballos, de ejércitos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ha trazado la imagen de su cara. Quizá sea ése el caso de todos los libros; sin duda es el de este libro en particular.




Autobiografía (1899-1970), Cap. IV
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999
Photo: Borges with students at La Casa Hispánica (Spanish House) 

1983 (unknown)
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