11/12/14

Daniel Balderston sobre Borges: El asesinato considerado como una de las Bellas Artes



Jorge Luis Borges photographed by Sylvia Plachy




...los géneros literarios dependen, quizás. menos de los textos 
que del modo en que éstos son leídos. 
El hecho estético requiere la conjunción del lector 
y del. texto y sólo entonces existe. 
Borges, “El cuento policial” 174

En 1935, con motivo de la aparición del quinto y último volumen de los cuentos del Padre Brown de Chesterton, Borges publicó un breve ensayo en Sur, “Los laberintos policiales y Chesterton”, que es su primero y más importante estudio del cuento policial, un género al que dedicaría sus obras críticas y narrativas, durante los próximos quince años. Reiteró varias veces los puntos principales de este ensayo, especialmente en las numerosas notas sobre literatura policial británica y norteamericana que publicó en El Hogar de 1936 a 1939, y que figuran entre sus más importantes declaraciones sobre teoría narrativa. En este ensayo Borges se interesa en: describir la forma ideal del relato policial; distinguir la novela policial del cuento policial mediante un criterio que no tenga en cuenta la extensión; elucidar el código que gobierna al cuento policial. 

Refiriéndose a uno de los primeros ejemplos del género (The Mystery of Marie Rogêt de Poe) y a uno de los más recientes hasta esa fecha (Unravelled Knots de la baronesa Orczy), Borges señala que en el cuento policial “genuino”, “la historia se limita a la discusión y a la resolución abstracta de un crimen, tal vez a muchas leguas del suceso o a muchos años. Las cotidianas vías de la investigación policial... parecerían solecismos ahí”. Y comenta: “Se objetará lo convencional de ese veto, pero esa convención, en ese lugar, es irreprochable: no propende a eludir dificultades, sino a imponerlas”. 175 Cuatro años después, refiriéndose a la invención del cuento policial por obra de Poe, lo llama “acaso el más artificial de cuantos la literatura comprende”, 176 y en 1945, comentando La espada dormida de Manuel Peyrou, dice: “Puede perjudicarlo todo exceso de verosimilitud, de realismo; trátase de un género artificial, como la pastoral o la fábula”. 177 Hace hincapié en la artificialidad y el carácter abstracto del cuento policial (una idea acorde con la insistencia de Borges y Stevenson en que el relato sea deliberadamente artificial y abstracto, como vimos en el primer capítulo). 

También hace objeción al abuso de datos técnicos en la literatura policial: “La solución "científica" de un misterio puede no ser tramposa, pero corre el albur de parecerlo, ya que el lector no puede adivinarla”. 178 El relato policial está en su estado más puro e ideal, según Borges, cuando alcanza el nivel de un problema intelectual, que debe ser resuelto intelectualmente. En el ensayo de 1935, el segundo punto —que el relato policial en su estado más puro sólo existe en el cuento— se menciona al pasar: “La novela policial de alguna extensión linda con la novela de caracteres o psicológica (The Moonstone, 1868, de Wilkie Collins, Mr. Digweed and Mr. Lamb, 1934, de Philpotts). El cuento breve es de carácter problemático, estricto...”. 179 Más adelante fundamenta su juicio: “Otro (género) que raras veces me parece justificado es la novela policial. En ella me incomodan la extensión y los inevitables ripios. Toda novela policial que no es un mero caos consta de un problema simplísimo, cuya perfecta exposición oral cabe en cinco minutos, pero que el novelista —perversamente— demora hasta que pasen trescientas páginas”. 180 Sin embargo, como después veremos, admite a veces la eficacia de una novela policial —su lista incluye a Dickens, Collins, Zangwill, Stevenson y Phillpotts— cuyo interés no se agota en lo policial; es decir, en la que hay suficientes elementos novelísticos de otra clase para lograr que el interés no se limite a un problema puramente intelectual. Dentro de las formas del relato policial, dejando de lado estas pocas excepciones, Borges muestra una marcada preferencia por el cuento, y su segundo propósito es elucidar los principios que lo gobiernan. 

Para que un cuento policial resulte eficaz, propone seis reglas, reglas que derivan, como dice más adelante, de su lectura reciente del libro de Chesterton: 

A) Un límite discrecional de seis personajes. La infracción temeraria de esa ley tiene la culpa de la confusión y el hastío de todos los films policiales... (En la sección B agrega una subregla que corresponde muy bien aquí: “En los cuentos honestos, el criminal es una de las personas que figuran desde el principio”.) 

B) Declaración de todos los términos del problema. Si la memoria no me engaña (o su falta) la variada infracción de esta segunda ley es el defecto preferido de Conan Doyle... 

C) Avara economía de los medios. El descubrimiento final de que dos personajes de la trama son uno solo, puede ser agradable —siempre que el instrumento de los cambios no resulte una barba disponible o una voz italiana, sino distintas circunstancias y nombres... 

D) Primacía del cómo sobre el quién... 

E) El pudor de la muerte. Homero pudo transmitir que una espada tronchó la mano de Hypsenor y que la mano ensangrentada rodó por tierra y que la muerte color sangre y el severo destino se apoderaron de los ojos; pero esas pompas de la muerte no caben en la narración policial, cuyas musas glaciales son la higiene, la falacia y el orden. 

F) Necesidad y maravilla en la solución. Lo primero establece que el problema debe ser un problema determinado, apto para una sola respuesta. 181 Lo segundo requiere que esa respuesta maraville al lector — sin apelar a lo sobrenatural, claro está, cuyo manejo en este género de ficciones es una languidez y una felonía. 182 

En 1936, comentando Haif-Way House de Ellery Queen, Borges reduce esta lista a cinco reglas: 

Puedo afirmar que cumple con los primeros requisitos del género: declaración de todos los términos del problema, economía de personajes y de recursos, primacía del cómo sobre el quién, solución necesaria y maravillosa, pero no sobrenatural. 183 

Al combinar los puntos A y C da más importancia a la noción de economía, necesaria al relato policial porque permite la posibilidad de un problema riguroso y difícil, que sin embargo atrae la imaginación del lector puesto que se compone de un mínimo de elementos que pueden ser fácilmente tenidos en cuenta y (quizá) resueltos. 

Borges no propone para el relato policial la misma clase de reglas que S. S. Van Dine en 1928: que no tenga ningún interés amoroso, que haya un cadáver, que el culpable no sea un sirviente, y así sucesivamente. 184 Borges, consciente como es de la inestabilidad del género y de las continuas innovaciones a que está sometido (por ejemplo, “entiendo que el género policial, como todos los géneros, vive de la continua y delicada infracción de sus leyes”) 185 , prefiere fijar los límites que el relato policial no puede sobrepasar sin perder rigor e interés. Esta falta de dogmatismo le permite innovar en sus propios cuentos policiales, sin dejar de atenerse a sus propias exigencias de rigor y economía —en “La muerte y la brújula”, por ejemplo, los tres roles tradicionales de víctima, detective y criminal se reducen a dos, puesto que Lönnrot demuestra ser a la vez detective y (finalmente) víctima, y el convencional tiempo retrospectivo de la investigación resulta sólo un pretexto para el tiempo progresivo del crimen, gobernado por las elaboradas intrigas de Scharlach. 

El “código” que Borges propone para el cuento policial es interesante, entonces, por el énfasis que pone en la creación de un problema riguroso y económico para el intelecto, y por sus omisiones: ya sea que da por sentado las convenciones del género (el empezar con un cadáver, para luego tratar de reconstruir el hecho investigado; posición central de la figura del detective; la categoría de aficionados para el detective y el criminal), ya sea que no considera necesarias esas condiciones para la creación y subsistencia del interés policial de un cuento. Un examen de sus propios relatos policiales, y de los que especialmente le gustan, indicaría que la segunda hipótesis es la correcta: que el relato policial no es para él un género convencional sujeto a fórmulas, sino un experimento constante con toda la gama de lo posible, en que un relato deberá siempre ser juzgado por el rigor y la economía de los problemas intelectuales que plantea. 

Entre los cuentos que figuran en el primer volumen de Los mejores cuentos policiales 186 hay un extracto de The Master of Ballantrae titulado “La puerta y el pino”. Su presencia en la antología —junto a incuestionables obras maestras del género como “The Purloined Letter” (La carta robada) de Poe, “The Honour of Israel Gow” (El honor de Israel Gow), de Chesterton y “La muerte y la brújula” inmodesta contribución de Borges, dado el título del volumen— es fascinante por varias razones. Este fragmento ya había sido reconocido como cuento policial por Dorothy Sayers, que lo incluyó en su antología Tales of Detection (Cuentos de averiguación). 187 Como se diferencia marcadamente de las ideas convencionales sobre el cuento policial, su presencia obliga al lector a replantearse la definición del género. Y hay en él llamativas anticipaciones de obras de los dos autores de esta antología. 

A manera de contraste con el cuento policial típico de esa época (como los que escribieron Poe, Collins y Conan Doyle), el fragmento de Stevenson es anormal por el hecho de prescindir enteramente del personaje del detective, e incluso de cualquier disquisición sobre la prehistoria (o motivación) del crimen o sus consecuencias —es decir, de la investigación que normalmente tiene prioridad en el cuento policial clásico. El cuento nos lanza directamente a la preparación de un crimen, un asesinato que se constituye como puro acto imaginativo, o como dice De Quincey, “una de las bellas artes”. 

En la novela de Stevenson, el narrador (Mackeilar, un viejo sirviente sin imaginación) se ve obligado a cruzar el Atlántico en compañía del mayorazgo de Ballantrae, el malvado hermano mayor de su señor, Henry Durie, a quien insiste en considerar como puramente bueno en contraste con la monstruosidad del hermano. En la mitad del relato, el mayorazgo “me tiene que contar un cuento y demostrarme a la vez lo inteligente y malvado, que era... (E)ste cuento contado de manera nerviosa en medio de un tumulto muy grande, y por un narrador que en un momento determinado estaba mirándome desde los cielos y al siguiente espiándome por debajo de las suelas de mis zapatos —este cuento, digo, se apoderó de mí de manera bastante singular” (IX, 209). 188 Borges y Bioy dan una traducción bastante fiel, omitiendo sólo ocasionales referencias a Mackellar y el mayorazgo e intensificando el efecto del relato como una totalidad al aislarlo del contexto. 

El relato del mayorazgo consiste en cuatro momentos o escenas diferentes e incluye sólo dos personajes: un conde, amigo del mayorazgo, y un barón alemán a quien el conde detesta por alguna razón oculta. La primera escena muestra un día al conde cabalgando en las afueras de Roma y descubriendo una antigua sepultura junto a un pino. Entra en la sepultura por una puerta, dobla por la derecha de un corredor que se bifurca y se salva apenas de caer en un pozo. Reflexionando sobre lo ocurrido, se pregunta: “un fuerte impulso me trajo a este lugar: ¿con qué fin? ¿qué he logrado? ¿por qué he sido enviado a mirar este pozo?” (IX, 210). En la segunda escena inventa un sueño sobre él mismo y el barón, con el objeto de tentar a este último para que entre en la sepultura: además de describir el lugar, dice que cuando el barón abrió la puerta y dobló por la derecha, “le comunicaron algo, no creo haber sabido lo que era, pero el pavor me arrancó del sueño, y me desperté temblando y llorando” (IX, 212). En la tercera escena se los ve cabalgando juntos, pasando junto a la sepultura y el barón fingiendo un rapto de terror —que no explicará, pero que es motivo suficiente para que el barón mire a su alrededor y reconozca el lugar por la descripción que aquél había hecho en el falso sueño. Al volver a Roma, el conde “se acostó, diciendo que tenía fiebre” (IX, 213). La cuarta escena es la más breve de todas: “Al día siguiente había desaparecido el barón; alguien halló su caballo atado al pino”. Y el mayorazgo, “interrumpiendo bruscamente”, agrega: “¿Y fue éste un asesinato?” (IX, 213). 189 

El cuento, breve y reticente, es estructuralmente muy complejo. El primero y el último de los episodios incluye sólo uno de los dos personajes, primero con la casi muerte del conde y al final con la muerte del barón. En cada caso la cercanía del pozo provoca una pregunta y un relato: el conde se pregunta por qué fue llevado allí (a lo que responde maquinando una intriga y modificando levemente sus experiencias al convertirlas en un “sueño”, que satisface de diferentes maneras sus propias ilusiones y las del barón, y el mayorazgo pregunta si la muerte del barón fue un asesinato (en la novela de Stevenson esto induce a Mackellar a tratar de matar al mayorazgo empujándolo por la borda, pero incluso en el fragmento publicado en la antología de Borges y de Bioy exige una respuesta del lector, una continuación o un suplemento). El segundo y tercer episodios se enfrentan de manera similar. Ambos consisten en excursiones a caballo que llevan a cabo los dos personajes conjuntamente, primero en una ficción (el sueño del conde), y más adelante en un hecho. En ambas el conde simula (el sueño, el ataque), y la simulación supuestamente contiene un mal presagio para él (dice que se despierta aterrorizado de su “sueño”, se mete en la cama después de la excursión). En ambos episodios se comunica algo misterioso sin formularlo: en el sueño, según el conde, “le comunicaron algo”, pero no sabe lo que fue; durante la excursión, el conde se niega a decir qué lo perturba, y su silencio sirve para “comunicar algo”. 

La eficacia del cuento depende de que esté narrado de manera reticente, es decir, que el narrador calla varios puntos esenciales (el motivo del odio, la comunicación desde el pozo, la forma exacta de la muerte del barón, y la pregunta de si fue o no un asesinato). Así, el lector tiene que llenar los huecos, suplir lo que es dado aplicando su imaginación y responder a las preguntas planteadas por el texto. Es decir, el lector está obligado a cumplir las mismas operaciones mentales que el conde cumplió al maquinar el plan. El cuento es una pregunta dirigida al lector, y desafía su sentido moral al declarar francamente: si un asesinato puede ser cometido por el mero poder de sugestión, ¿qué es, entonces, la lectura de obras de imaginación sino la representación mental de toda clase de crímenes? Y la pregunta es reveladora en el contexto del relato preliminar de Tire Master of Ballantrae: el narrador, el formal anciano Mackellar, después de escuchar el relato del mayorazgo, responde a su manera tratando de empujarlo por la borda. Tal es, entonces, el poder de la imaginación. 

El relato funciona dentro de la totalidad de The Master of Ballantrae como una mise en abîme demasiado literal; un relato dentro de un relato que, al reflejar la totalidad de la que forma parte, pero sólo en su esencia, en su contorno, sirve para revelar más claramente la forma de la totalidad. 190 El odio que el mayorazgo siente por su hermano Henry, y que. es correspondido, es tan inmotivado como el odio del conde hacia el barón, e igualmente letal. En el relato, el mayorazgo dramatiza el inmenso poder de sugestión (que le permite, en la novela como totalidad, dominar tan completamente a su hermano que este último termina por ser una abyecta parodia del mayorazgo), así como la ambigüedad moral de esa sugestión. Obliga a Mackellar a enfrentar la pregunta, en el momento mismo en que la narración se traslada de la casa solariega y Escocia a la selva americana, de quién es responsable cuando se comete un acto de violencia. Aun después de la excursión a la selva que ocasiona la muerte de los dos hermanos, Mackellar se queda con la pregunta de a quién hay que culpar de la tragedia, si es que alguien tiene la culpa; y al negar su responsabilidad presentando al lector una versión simplificada del relato, en que el mayorazgo es un villano y Henry un mártir, nos pasa a nosotros la pregunta. 

En uno de sus artículos para El Hogar, refiriéndose al famoso “problema del cuarto cerrado” en la historia del relato policial, Borges dice: “En alguna página de alguno de sus catorce volúmenes piensa De Quincey que haber descubierto un problema no es menos admirable (y es más fecundo) que haber descubierto una solución”. 191 Atribuye a Poe (en “The Murders of the Rue Morgue” [Los crímenes de la calle Morgue] el haber descubierto el problema del cuarto cerrado; no sé si atribuir a Stevenson el descubrimiento del problema del asesinato por sugestión en el relato a que nos hemos referido, pero con seguridad podemos afirmar confiados que éste es un problema que ha sido fructífera y apasionadamente estudiado en los relatos policiales de Borges y Bioy Casares (y en el de su monstruosa creación, H. Bustos Domecq). Para citar unos pocos ejemplos: “La muerte y la brújula” (1942) de Borges explora la manipulación y el asesinato final del detective por el asesino, que basa inicialmente su plan en algunos hechos casuales (así como el conde empieza por su experiencia casual de descubrir el sepulcro), que más adelante elabora en un complicado sistema; 192 “Las previsiones de Sangiácomo” (también de 1942) de Bustos Domecq refiere la intriga sumamente complicada por medio de la cual un hombre obliga a su supuesto hijo (en realidad producto de una relación adúltera de su mujer) a suicidarse; 193 O “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto” (1951) de Borges refiere detalladamente la trampa que urdió Zaid, para que cayera su amo Abenjacán, y la novela de Bioy Casares El sueño de los héroes (1954) puede ser considerada en su totalidad como un intento de responder a las preguntas planteadas por el breve texto de Stevenson, o de plantear esas preguntas de manera distinta, más insistente. 

“Abenjacán”, para elegir un solo ejemplo, empieza con una disquisición sobre el género policial. Duraven, el poeta, enumera las razones por las cuales nunca fue aclarado el misterio de la muerte de Abenjacán, ocurrida veinticinco años antes; su amigo el matemático Unwin le dice que no mezcle tanto las cosas:

 —No multipliques los misterios —le dijo—. Estos deben ser simples. Recuerda la carta robada de Poe, recuerda el cuarto cerrado de Zangwill 

—O complejos —replicó Dunraven—. Recuerda el universo (OC, 600). 

Termina prevaleciendo el argumento de Unwin a favor de la simplicidad: el universo, que para el poeta es complejo, está representado en el sermón del rector Allaby por un desierto, un laberinto “donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso” (OC, 607). La historia de Abenjacán contada por Dunraven contiene un misterio romántico o cierta complejidad; Unwin adivina que Dunraven la ha contado muchas veces, “con idéntico aplomo y con idéntica ineficacia” (OC, 603). Cuando encuentra Unwin una solución al misterio, Dunraven no quiere conocerla, porque, “versado en obras policiales, pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio” (OC, 604-605). La solución de Unwin es elegante por su lógica y la economía de sus términos; depende de la idea de las series algebraicas y de la lógica formal. Inocentes espectadores en el momento del asesinato dieron por sentado que el hombre muerto cuya cara había sido destrozada tenía que ser el que habían conocido como Abenjacán, ya que era el último término de la serie que incluía a su león y a su esclavo, ambos muertos, cuyas caras también habían sido destrozadas por el asesino. Un cuentista inocente y romántico como Dunraven repite la versión errónea; sólo Unwin, debido al rigor lógico con que examina el problema, puede percibir que la serie fue establecida para condicionar una deducción errónea por parte de aquellos espectadores incapaces de analizar las premisas defectuosas en que se basó la deducción. 

William H. Gass, en su interesante ensayo “The Concept of Character in Fiction” (El concepto del personaje en relato) (cuya concepción de la realidad del relato es muy semejante a las opiniones de Stevenson y Borges analizadas en el capítulo primero), dice: “En un relato bien regulado, la mayor parte de las cosas están sobredeterminadas”. 194 En este cuento Zaid ha llevado su plan demasiado lejos, como Unwin inmediatamente percibe: el sueño de las serpientes entrelazadas, la tela de araña, el laberinto de la costa de Cornwall, todo sirve para subrayar exageradamente el hecho de que Abenjacán no se oculta de su cobarde visir sino que el cobarde Zaid espera que caiga en la trampa su primo y antiguo amo. La sobredeterminación no es fatal para la intriga, puesto que la verdad sólo se descubre veinticinco años después, pero si Allaby hubiera sido menos crédulo, lo hubiera adivinado; su sermón, con sus dos laberintos (uno complejo pero artificial, el otro simple pero aterradoramente real), muestra que es un hombre cuya inteligencia le permite percibir los símbolos opacos del engaño pero no la simple, horrible verdad. En cambio Unwin tiene la ventaja de examinar el acontecimiento a cierta distancia en el tiempo, y de esa manera puede reflexionar desapasionadamente, mientras Allaby era directamente engañado por la disimulación de Zaid. 

Los paralelos manifiestos con “La puerta y el pino” son asombrosos: hay dos personajes, dobles unidos por el odio y el miedo; el laberinto es una trampa mortal parecida más bien al sepulcro; el odiado rival es atraído a la trampa por medio de una intriga elaborada sobre un sueño (aunque el sueño en la historia del conde es ficticio); y la muerte del rival es producida de tal manera que engaña a los espectadores (tiene la apariencia de un accidente o de un suicidio en el caso del barón; considerada por todos, menos Unwin, la muerte del falso en vez del verdadero Abenjacán, en el cuento de Borges). Sin embargo, así como el conde puede matar al barón con sólo contarle una historia incitante, Zaid se ve obligado a matar a su primo y a destruir su cara (y las del esclavo y del león) con una roca; atrae a Abenjacán a su laberinto construyéndolo en un lugar prominente, para que otros le hablen de él a Abenjacán; el público de su engañoso cuento no es tanto Abenjacán como el pueblo entero de una ciudad de Cornwall, que al caer en el engaño garantiza su fuga y, en consecuencia, la perfección de su crimen. Pero en ambos casos el relato cumple una doble función: atraer al enemigo a su muerte, y ocultar la verdad a los testigos o al público. El relato sirve para destruir las huellas del odio y la duplicidad que lo originaron, una destrucción completada con un acto de violencia. 195 

Ambos relatos son sobre crímenes perfectos que resultan perturbadores en razón del arte con que fueron cometidos. Hubiese sido imposible para un testigo no familiarizado con el relato del mayorazgo haber atribuido al conde la muerte del barón, ya que el primero había cubierto tan inteligentemente sus huellas. Y aunque hubiese sido posible para Allaby o algún otro testigo haber adivinado la verdad sobre Zaid y Abenjacán, en realidad el crimen de Zaid había permanecido sin descubrir hasta que Unwin lo dedujo años más tarde. 

La desconcertante pregunta del conde: “¿Y fue éste un asesinato?” no es aplicable a “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”, pero Borges logró un final igualmente misterioso al hacer que Unwin formulara la hipótesis de que Zaid descubrió que el tesoro no era tan importante para él, como la muerte de Abenjacán, pero una vez que su rival pereciera Zaid perdía su identidad, como tantos otros dobles en los cuentos de Borges: “Simuló ser Abenjacán, mató a Abenjacán y finalmente fue Abenjacán” (OC, 606, subrayado en el original). Al eliminar a su rival el impostor se aniquila: cada uno de los dobles necesita del otro. 

Los relatos que hemos estado considerando son enigmas intelectuales puros: el conde puede matar a su enemigo sin dejar su cuarto el día de la muerte de este último; Unwin puede resolver el misterio de la muerte de Abenjacán veinticinco años después del hecho, sin descubrir una nueva prueba. Ambos relatos son rigurosos, abstractos, económicos. Pero hay muchas otras variedades de relatos policiales, que interesan a Stevenson y a Borges como lectores, críticos y escritores. Una de las principales formas que ha adoptado el relato policial en el mundo de habla inglesa en el siglo pasado es la novela policial, a la cual Borges se refiere en “Los laberintos policiales y Chesterton”: “La novela policial de alguna extensión linda con la novela de caracteres o psicológica”. Comparte con Stevenson la idea de que la novela policial pura es un género fatigoso, ya que no imposible. Stevenson, en su epílogo 196 a The Wrecker, dice: 

"Hace mucho que sentirnos a la vez atracción y rechazo por esa forma muy moderna de la novela o del cuento policial, que consiste en comenzar el cuento en cualquier parte menos el comienzo y concluirlo en cualquier parte menos el final; atracción por su peculiar interés cuando está bien realizado y por las peculiares dificultades atinentes a su ejecución; rechazo por esa apariencia de falsedad y por el tono trivial, que parece ser su inevitable inconveniente. Porque la inteligencia del lector, siempre dispuesta a obtener indicios, no recibe ninguna impresión de realidad o de vida, sino más bien de un sofocante, elaborado mecanismo; y si bien el libro subyuga, no deja de ser insignificante, como un partido de ajedrez, no como una obra de arte. Parecería que la causa se debiera en parte a la brusquedad del comienzo; y si nos aproximáramos gradualmente al relato, los personajes fueran introducidos (por decirlo así) de antemano y el libro comenzara a la manera de una novela de costumbres y experiencia brevemente desarrollada, este defecto se atenuaría y nuestro misterio parecería inherente a la vida" (X, 495-96, subrayado por mí). 

Las frases “impresión de realidad o de vida” e “inherente a la vida” parecerían contradecir su idea de que una obra de arte es artificial y no realista, pero obsérvese los modificadores: una impresión de realidad o de vida, de manera que nuestro misterio parecería inherente a la vida. Se refiere a la verosimilitud, a la creación de un mundo autónomo dentro de la ficción, no al realismo per se. La “novela policial” podría tener mayor alcance e interés si se le incorporaran elementos de la “novela de costumbres y experiencia”, sin perder el “peculiar interés” y las “peculiares dificultades” del género. Supongo que el “peculiar interés” es una trasposición de elementos de la novela de aventuras a un enigma intelectual, ganando así en suspenso y complejidad; 197 supongo que las “peculiares dificultades” son los requisitos especiales del género, que se añaden a los problemas usuales de la narración. 

Borges se refirió por lo menos tres veces a este fragmento del epílogo de The Wrecker. En una entrevista con Milleret dice: “Stevenson había observado ya ese defecto de la novela policial, ese carácter un poco mecánico del desarrollo de la intriga”. 198 En el prólogo a la traducción inglesa de El estruendo de las rosas de Manuel Peyrou, dice: 

"En un libro admirable y casi secreto, The Wrecker, Stevenson observó que los caracteres de las novelas policiales corren el albur de parecer meros elementos de un mecanismo, ingenioso pero sin vida... un cuento puramente policial quizá sea posible... Una novela pura de esta clase no lo es, por las razones indicadas por Stevenson alrededor de 1880" (sic). 199 

En una conversación con Jorge B. Rivera y Jorge Lafforgue, dice: “...descubro que ese rigor y esa coherencia (en el género policial) pueden reducirse a un pequeño grupo de artificios; comienzo a sentir que Stevenson tiene razón cuando dice que la novela policial deja la impresión de algo ingenioso pero sin vida”. 200 Está de acuerdo substancialmente, entonces, con la idea de Stevenson de que un relato policial puro que tenga la extensión de una novela no es un propósito deseable, si bien no explora en sus propias obras (como Stevenson lo hace en The Wrecker y otras) las posibles formas impuras que combinan elementos del cuento policial y de la novela en sus diversas formas. 

En otros escritos sobre el relato policial se extiende sobre la idea de que una novela policial eficaz debe ser un género híbrido y da una lista útil de novelas de esta clase que le parecen eficaces. En varios artículos de El Hogar, dice: 

«Michael Innes, en “Death at the President‟s Lodging”, hace de la novela policial una variedad de la psicológica. Ese procedimiento, como se ve, lo acerca más a Poe que al minucioso y gárrulo Conan Doyle, y más a Wilkie Collins que a Poe. (Hablo de los clásicos; entre los contemporáneos, yo lo emparentaría más bien con Anthony Berkeley, que en su prefacio a la novela “The second shot”, expone ideas casi idénticas a las que Michael Innes pone en boca de alguno de sus héroes.) 201 

»Yo espero demostrar algún día que la pura novela policial, sin complejidad psicológica, es un género espurio y que sus mejores ejemplos —“El misterio del cuarto amarillo” de Gaston Leroux, “El crimen de la luz egipcia” de Ellery Queen, “El crimen del escarabajo” de S. S. Van Dine— ganarían muchísimo reducidas a cuentos breves... No en vano la primera novela policial que registra la historia —la primera en el tiempo y quizá en el mérito: “The Moonstone” (1868) de Wilkie Collins— es asimismo, una excelente novela psicológica. 202 

»En la dedicatoria de una de sus novelas anteriores, Anthony Berkeley ha proclamado que los artificios del género policial están virtualmente agotados y que fuerza es manejar los procedimientos de la novela psicológica. Esa conducta, dicho sea de paso, nada tiene de revolucionaria: las primeras novelas policiales —“The woman in white” (1860) y “The moonstone” (1868) de Wilkie Collins— eran también novelas psicológicas, al modo de Charles Dickens".»203 

Aquí Borges celebra algunas novelas policiales por ser a la vez excelentes novelas psicológicas, mientras que en otra parte suele referirse con desdén al género de la novela psicológica, poniéndole comillas al adjetivo o si no acentuando su desconfianza del género. 204 Quizá tolera mejor el relato “psicológico”, cuando los elementos pseudopsicológicos (que nada tienen que ver con problemas de atención, imaginación y memoria, como dice en otra parte) 205 se integran en una obra que depende especialmente de la trama y en la que esos elementos se utilizan para reforzar, pero no para desplazar, la trama. De todas maneras, es interesante que Borges renuncie, en este caso particular, al tema central de sus obras de crítica sobre el relato —un caso en el que Stevenson enunció una posición muy parecida. 

Si bien Borges nunca escribió el estudio prometido en la segunda de las tres citas tomadas de El Hogar, en la que dice que probaría que la pura novela policial es un género espurio, es evidente lo que quiso decir en ese estudio: que el relato policial es el vehículo más apropiado para el enigma intelectual, pero que una ocasional novela policial lo consigue apropiándose de técnicas de la novela psicológica y de la novela de costumbres: más aún, habría de esbozar una especie de contradicción de la novela policial, que incluye obras tales como The Mystery of Edwin Drood de Dickens, The Moonstone y The Woman in White de Wilkie Collins, The Wrecker de Stevenson, The Big Bow Mystery de Zangwill y algunas obras del siglo XX escritas por Innes, Berkeley y Phillpotts. En suma, crearía una tradición, crearía precursores (como lo dice en el famoso ensayo sobre Kafka), quizá no para sus propios relatos, pero para obras como El sueño de los héroes de Bioy Casares, El estruendo de las rosas de Peyrou y Las ratas de Bianco. En una reciente conferencia sobre el cuento policial (citada como epígrafe de este capítulo), Borges dice que un género literario depende para su existencia de la manera en que lo leen los lectores; para examinar la tradición de la novela policial en la que está interesado, leamos un texto central de esa tradición: The Wrecker (1892) de Stevenson y Osbourne. 

Borges ha dicho que The Wrecker es “una de las más admirables novelas policiales que se conocen... y también satírica y psicológica”. 206 Cuando le pregunté qué es lo que más le gusta del libro, Borges me contestó que disfrutaba especialmente de los personajes, especialmente de Pinkerton, “el mejor retrato de un norteamericano”. 207 Pero Pinkerton, por simpático e ingenuo que sea, no es uno de los protagonistas principales de la segunda mitad del libro, en que Loudon Dodd cuenta su viaje a la isla de Midway y lo que allí encontró, y su viaje a Europa en busca de Carthew y la historia de este último. El admirable enigma, que alcanza el grado más alto de suspenso con el hallazgo de una fotografía de la tripulación del Flying Scud cerca de la mitad del libro —un retrato que no coincide con las caras de los hombres que vendieron los restos del naufragio en San Francisco— y que finalmente no se resuelve hasta que Dodd oye la historia directamente de Carthew en las últimas páginas de la novela, es un ejemplo clásico de relato policial construido desde el final, como lo describen sus autores en el epílogo: 

«A bordo de la goleta Equator, casi a la vista de las islas Johnstone (si es que alguien sabe dónde están situadas) y en una noche de luna en que era una dicha estar vivo, los autores se divirtieron con varios relatos sobre la venta de restos de naufragios. El tema los atrajo; y se sentaron aparte en la cubierta para hablar sobre sus posibilidades. “Qué enredo sería”, sugirió uno de ellos, “si a bordo estuviera la tripulación que no corresponde. ¿Pero cómo conseguir eso?”—“¡Ya sé!” exclamó el otro; “¡el asunto tal y cual!” Porque no muchos meses antes, y no muchos cientos de millas de donde navegábamos entonces, una propuesta casi equivalente a la del capitán Trent la hizo un capitán británico a unos náufragos británicos » (X, 495). 

El caso específico a que se refieren se describe con mayores detalles en el prólogo de la señora Stevenson a algunas ediciones de la obra. 208 El método de construcción —trabajando desde el desenlace por medio de etapas lógicas— es la que propone Poe en “La filosofía de la composición” (aunque respecto de la poesía, no de la prosa), y practicada primero por William Godwin en Caleb Williams (1794). Murch, en su autorizada historia de la novela policial, comenta: 

«Aquí hay una diferencia fundamental entre otros tipos de relato y la novela policial. En esta última, la importancia principal reside en los mecanismos complicados, ingeniosos de la trama, que debe funcionar exactamente como se ha planeado. Un personaje sólo puede “cobrar vida” dentro de las limitaciones de su finalidad en el relato, porque cada incidente, cada acto, cada frase debe cumplir su función dispuesta de antemano, ya planteando el problema, complicándolo con pistas falsas, ya contribuyendo a la solución. En consecuencia, la caracterización de los personajes está subordinada a la trama en casi todos los relatos policiales.» 209 

Estaría de acuerdo con Borges en que los personajes de The Wrecker —especialmente la caricatura del atolondrado norteamericano que ha triunfado por su propio esfuerzo, Pinkerton, y el torturado inglés Carthew— son admirables, pero más admirable todavía es el misterio que los rodea, que lleva al narrador alrededor del mundo en busca de las claves, y que lo deja más triste pero más sabio (más bien como el Marlow de Conrad, que se le parece bastante) cuando conoce la historia y cuando a su vez la relata. 

James Sandoe, en su “Reader's Guide to Crime”, hace este conciso comentario: “The Wrecker (1891) (sic) fue clasificado como roman policier por sus autores pero los críticos generalmente le negaron admisión en el género. Sometido aquí a reconsideración como espléndido ejemplo de narración, profundamente misteriosa”. 210  En cambio, Murch es difusa pero menos entusiasta: 

«En The Wrecker, publicado en 1892, pero que podría haber sido escrita unos años antes, los autores se propusieron escribir una “novela policial‟, pero sus intentos de darle “vida‟ y “realidad‟ la convirtieron en un relato de aventuras antes que en una novela policial. En el relato policial, el ambiente por lo general resulta familiar al lector, pero las claves son tales que al menos puede tener la esperanza de interpretarlas en base a sus conocimientos generales. The Wrecker, sin embargo, es un relato de las Islas Marquesas y el Pacífico azul; de sabotaje y salvamento, piratería, asesinato y contrabando de opio; planes de enriquecimiento que acarrean bancarrotas y demandas fraudulentas de seguros. El lector terrestre sabe tan poco de barcos veleros que a gatas puede seguir, mucho menos anticipar, las conclusiones de los hombres que investigan las diversas tretas y contratretas. No puede determinar por sí solo, por ejemplo, si el Flying Seud realmente naufragó o si fue deliberadamente encallado. No tiene idea de lo que normalmente almacena un bergantín o qué artículos lleva consigo un capitán si tiene que abandonar el barco. El lector, entonces, no está preparado para deducir la solución del misterio, como espera cuando busca entretenimiento en tales relatos, y The Wrecker falla como relato policial, no porque carece de un tema bien pensado, sino porque, sus escenarios, claves y argumentos están muy alejados de los conocimientos generales del lector medio.» 211 

Pero el descontento de Murch arranca de una falsa premisa: de que debe conformarse el género policial definido por Poe como relato de “puro razonamiento”, y tal como fue cultivado por Conan Doyle, Christie, Sayers y demás. El relato convencional de un asesinato en una casa de campo inglesa —que Chandiler considera tan increíblemente aburrido e ingenuo, en su divertido ensayo “The Simple Art of Murder” (El sencillo arte del asesinato)— 212 se desarrolla, sin duda, en un “ambiente (que) resulta familiar al lector”, citando a Murch, aunque no necesariamente es el único sitio de tales relatos. Un ejemplo clásico de un asesinato perpetrado en un sitio así —lo que recibe la plena aprobación de Murch— es precisamente The Moonstone de Collins, si bien ningún lector puede deducir que Franklin Blake —uno de los narradores y el que encarga a los demás narradores que escriban sus relatos— había robado el diamante mientras se paseaba en estado de sonambulismo bajo el efecto del opio que no sabía que había tomado, o que Godfrey le había robado a su vez el diamante: esa información no puede ser deducida ni siquiera por el astuto Sergeant Cuff, por más que al pasar haga tres o cuatro sugerencias precisas. La inhabilidad de Cuff para resolver el misterio de la mancha pintada —y por tanto de toda la serie de hechos que encierra— se debe precisamente a la misma falta de información que obstaculiza a Dodd y al capitán Nares a mitad de camino en The Wrecker, y el proceso de elucidación es muy parecido— recoger más relatos y finalmente localizar a un testigo clave que pueda proporcionar las piezas que faltan del rompecabezas. Ninguna de las dos novelas se rige por lo que Borges llama “declaración de todos los términos del problema”, y se sostienen o fracasan juntas como novelas policiales. 

En realidad, la prueba material de un juego sucio —una fotografía de la tripulación del Flying Scudd, con un Jacob Trent que no es el hombre apesadumbrado que Dodd había visto en San Francisco— está mucho más cerca de la experiencia o de la imaginación del lector que el curare, los carámbanos y otros artificios de la novela policial inglesa, y la solución es mucho menos rebuscada; como escribió Stevenson en una carta a James, es “el único mecanismo policial sin criminal” (XXIV, 281). El suspenso creado por la fotografía se transforma en una suerte de investigación moral, cuando se hace evidente que los asesinos fueron provocados hasta un punto en que no tuvieron una alternativa y actuaron en defensa propia. Este uso del misterio de un asesinato como tema con fines morales y metafísicos tal vez nos recuerde “El jardín de senderos que se bifurcan” de Borges, en que repentinamente el asesino y la víctima son confundidos por una multitud de cuestiones filosóficas que los alejan del crimen que uno de ellos cometerá contra el otro, y el lector es llevado más allá del cuento, sometido a un diálogo interminable, aun cuando está sellado por la muerte y el fin del relato. Confirma la semejanza de los dos relatos la aparición del mismo último nombre, Madden: en The Wrecker es el último nombre supuesto de Carthew en su retiro en Barbizon; en “El jardín”, el nombre del detective cuya llegada hace que Yu Tsun mate a Albert. En ambos casos el personaje llamado Madden es exasperante para el narrador, y quizá para el lector, y su presencia obliga finalmente a revelar el misterio. 213 

La “novela de aventuras” que contiene el libro es principalmente la historia del aprendizaje de Loudon Dodd como escultor y su encuentro en París con Pinkerton, un joven y muy ambicioso reportero. También hay escenas que transcurren en Barbizon (donde Stevenson conoció a su mujer), Edimburgo - (introducidas con demasiada facilidad cuando Dodd visita a su abuelo escocés), San Francisco (las especulaciones de Pinkerton y Dodd, Montana Biock, los llevan finalmente a comprar los restos del naufragio, pero antes se dedican, entre otras cosas, a vender champaña, especular en minas y organizar picnics en Angel Island), y Australia (donde Carthew conoce a Hadden y varios otros personajes que se ven involucrados en el Dream y el Flying Scud). También está el relato secundario en el que Dodd es presentado, en las Marquesas, a un club de caballeros. A pesar del hecho de que muchos de estos incidentes están atractivamente narrados, y varios de los personajes están deliciosamente caracterizados (además de Pinkerton, Dodd y Carthew, personajes menores como Hadden y Bellairs son excelentes), muchas de las escenas poco contribuyen a la revelación del misterio. Sin embargo, cambian de manera notoria el efecto del libro como una totalidad: puesto que conocemos bastante bien a los personajes antes que nos sea revelada la verdad del asunto, es menos probable que los consideremos como autómatas, meros héroes o malvados, y estamos mejor preparados para que la investigación se vuelque a cuestiones morales y éticas en vez de “puro razonamiento”.

Esto es especialmente cierto en el caso de Carthew, que resulta ser lo que Dodd sospecha a medias que es: “la causa principal del misterio” (X, 310). El prólogo lo presenta subrepticiamente, por su función ya que no por su nombre, como el “socio” del capitán Dodd, “un tipo de aspecto muy agradable”, “un hombre de intereses más bien amplios”, y su “amigo íntimo” (X, 6, 13). El primer contacto de Dodd con Carthew es por teléfono: sorprende una conversación telefónica de Bellairs, el dudoso abogado, con su patrón, “Dickson”, en que le dice que los restos del naufragio fueron vendidos a Pinkerton y a Dodd; después que se va Bellairs, marca el mismo número y oye “una voz con la cadencia inglesa —evidentemente la voz de un caballero” (X, 177). Cuando le pregunta a la voz por qué quiso comprar los restos del naufragio a ese precio exorbitante, no recibe contestación, y conjetura: 

"¿El hombre entonces se había escapado? ¿se había escapado de una pregunta impertinente? Esto me parecía poco natural; excepto que respondiera al principio de que los malvados huyen cuando nadie los persigue... 

"Yo tomaba conciencia de un nuevo elemento de lo incierto, lo solapado, quizá incluso lo peligroso, en nuestra aventura; y había ahora un nuevo cuadro en mi galería mental, para colgar junto al de los restos del naufragio bajo su cielo de pájaros marinos y del capitán Trent limpiándose su frente colorada —el cuadro de un hombre con el tubo de un teléfono junto a su oreja, y ante la sola pregunta de una voz débil, poniéndose repentinamente pálido" (X 177). 

Cuando encuentra la foto de la tripulación del Flying Scud a bordo del bergantín (una foto en que las caras no corresponden a las que vio en San Francisco), observa con especial ansiedad el parecido del segundo oficial Goddedaal: 

"El, a quien nunca había visto, podría ser idéntico: podría ser la clave y el origen de todo este misterio; y observé sus rasgos con ojos de detective. Era de gran estatura, aparentemente rubio como un viking, cubierta la cabeza de desaliñados rizos y dos enormes patillas, como los colmillos de un extraño animal, que sobresalían de sus mejillas. 

"Estos accesorios viriles y su actitud desafiante, sólo imperfectamente armonizaban con la expresión de su rostro. Era una expresión salvaje, heroica y algo femenina; sentí que estaba preparado a oír que era un sentimental y a verlo sollozar" (X, 268). 

Y cuando oye la historia del reconocimiento de Carthew a bordo del buque de guerra británico que recogió a la falsa tripulación del Flying Scud, y cómo se desmayó al oír que se dirigían a él por su verdadero nombre, siente que ha llegado al “umbral inmediato de estos misterios” (porque se da cuenta que Dickson es Carthew, porque se da cuenta de dónde proviene el dinero con que Dickson trató de comprar los restos del naufragio), pero más aún es capaz de evocar una imagen visual: 

"...en mi galería de ilustraciones de la historia de los restos del naufragio, colgaba otro cuadro más; quizá el más dramático de la serie. Me mostraba la cubierta de un buque de guerra en ese punto distante del gran océano, con los oficiales y los hombres de mar que miraban con curiosidad y un hombre bien nacido y educado, que había estado navegando con nombre supuesto en un barco mercante, y era rescatado ahora de un peligro mortal, caía desplomado con sólo oír su propio nombre. No podía dejar de recordar mi propia experiencia en el teléfono del Occidental. El héroe de tres estilos, Dickson, Goddedaal. o Carthew, debe ser el dueño de una vivaz —o abrumada— conciencia, y la reflexión me trajo a la memoria la fotografía encontrada a bordo del Flying Scud precisamente un hombre como ése, razoné, sería capaz de tales sustos y crisis; y me incliné a pensar que Goddedaal (ó Carthew) era la causa principal del misterio" (X, 309-10). 

La imagen que evocó de Carthew se caracteriza por sus incongruencias o “armonías imperfectas”: los “accesorios viriles” y los “rasgos afeminados”, 214 el terror de ser llamado por teléfono o llamado por su propio nombre, el caballero de alta alcurnia que trabaja en un barco mercante, los muchos seudónimos. También percibe cierto parecido consigo mismo en un temperamento artístico compartido: escultor él mismo (quien, como se puede comprobar por las citas que transcribimos, constantemente imagina detalles visuales, cuadros para su “galería mental”), encuentra una espátula y un lápiz de artista en la cabina del bergantín, que luego resultó que pertenecía a Carthew. 215 Y cuando finalmente alcanzó en Francia al hombre llamado Madden, sabe (antes de verlo) que es ése el hombre indicado al ver una pintura suya, la imagen de una pesadilla compartida: 

"El primer plano era de arena y maleza y madera de naufragio; en la mitad los variados matices y la suave extensión de una laguna, cercada por un círculo de olas; más allá, la franja azul del océano. El cielo estaba despejado, y yo podía oír cómo rompían las olas. Porque el lugar era la isla de Midway; el punto de vista el lugar exacto en que yo había desembarcado con el capitán por primera vez, y desde el cual volví a embarcarme el día antes de que zarpáramos. Yo había estado contemplándolo unos segundos, antes de que mi atención se detuviera en una mancha en el horizonte; e inclinándome para mirar, reconocí el humo de un barco a vapor"(X, 380-81). 

No es extraño que terminen como socios y amigos íntimos, puesto que tienen mentes e intereses afines. Cuando Dodd habla con “Madden”, y se identifica como el que habló con “Dickson” por teléfono, Carthew dice: “Ese pequeño susurro ha silbado en mi oído desde entonces, como el viento en el ojo de una cerradura”, y Dodd comenta: “Parece que hubiéramos nacido para volvernos locos el uno al otro con adivinanzas” (X, 385). El relato de Carthew, cuando lo narra, es paralelo en muchos aspectos con el de Dodd que lo precede en el libro: frustrada vocación artística, juventud alocada, conflicto con los padres, combinados con una afinidad por el mundo laboral y su ética y un deseo de tener éxito por sí solo. El lector llega a respetar a Carthew a través de Dodd, y Dodd reconoce en Carthew mucho de sí. Y —así como Dodd empieza a contar toda la historia para responder a las preguntas sobre cómo se vio comprometido en el contrabando de opio, en la compra de restos de naufragios, en intentar el chantaje— el relato de Carthew sobre la matanza de la tripulación del Flying Scud es un intento de contar “mi versión” de “una historia abominable” (X, 386), que al contarla muestra a Dodd y al lector que cualquiera en la situación en que se encontraba la tripulación del Currency Lass hubiera procedido de igual manera. 

Es difícil imaginar cómo la misma compenetración con la mente y el espíritu de alguna de las partes culpables hubiera podido lograrse sin el uso intensivo de las técnicas de la “novela de costumbres”, y sin la amplitud de una especie de novela en que cada detalle no tiene que “desempeñar su papel preestablecido, ya sea planteando el problema, complicándolo con pistas falsas o contribuyendo a la solución”. 216 Y sin embargo el enigma permanece en el fondo del libro: Dodd, en cuanto ve a los marineros en San Francisco, asume el papel de un detective que averigua un secreto, y el mismo se ve de esa manera (como cuando mira una fotografía “con ojo de detective”). Cuando Nares y Dodd registran la cabina y descubren algunas claves importantes, se quedan sentados en silencio, “cada uno devanándose los sesos por encontrar una solución a esos misterios” (X, 257), y Dodd dice de sí mismo: “Mi mente era un pizarrón, en el que garabateaba y borraba hipótesis; comparando cada una con los documentos pictóricos de mi memoria: calculando con imágenes” (X, 257: nótese otra vez la insistencia en su imaginación visual). Después que han completado la busca y encontraron una cantidad más pequeña de opio que la esperada así como muchos detalles desconcertantes (el cuaderno de bitácora, la fotografía, el agua dulce que “Trent” dijo que era inmunda, el bote suplementario), incendian el bergantín “el nuestro fue el último humo que se levantó en nuestra historia; y al desvanecerse el secreto del Flying Scud se convirtió en propiedad privada” (X, 287). De ahí en adelante, el problema consiste en ensamblar las piezas del rompecabezas, lo que constituye un problema para una mente imaginativa, un cálculo con imágenes. Nares y Dodd hacen algunas adivinanzas a lo largo del trayecto (X, 261, 269, etc.), pero confiesan que sus cerebros no son “lo suficientemente grandes como para dar un nombre a este negocio” (X, 269). Esta parte del libro concluye con un desafío explícito al lector para superar lo que ellos hicieron: 

"Era bastante difícil formular una teoría adecuada a las circunstancias del Flying Scud; pero una en la cual el principal actor tenga el mínimo de disculpas, y mantenga la estima o al menos la compasión de un hombre como el Dr. Urquart, se me escapaba enteramente. Aquí al menos estaba el final de mis descubrimientos; no averigüé más nada, hasta que lo supe todo; y mi lector tiene las pruebas completas. ¿Es él más astuto de lo que yo era? ¿o, como yo, renuncia a ello?" (X, 316-17). 

El libro continúa unas ciento setenta páginas más después de esa pregunta, un tiempo inconcebiblemente largo para demorar la solución en una novela policial, pero que se justifica en este caso porque permite al lector apreciar el carácter moral del socio y amigo íntimo de Dodd. 

Dado que Borges afirma que la novela policial no debería ocuparse únicamente de la investigación, sino que debería incluir elementos realistas y psicológicos, es interesante notar su desdén por el llamado relato policial “duro”, que precisamente responde a esas características. Dashiell Hammett y Raymond Chandler aportaron un nuevo realismo a la novela policial, y crearon una serie de personajes vívidos; sin embargo Borges (y el mismo Bioy Casares) tienen por esos autores el desprecio más absoluto, lamentando especialmente la naturaleza desagradable de sus personajes y del medio en que se mueven. Más que otra cosa, lo que repele a Borges y a Bioy Casares es la violencia de la “novela dura”. De Hammett, Borges escribe en su introducción a la literatura norteamericana: “El ambiente de su obra es desagradable”. 217 Años antes, refiriéndose a la escasez de buenos relatos policiales en los Estados Unidos en comparación con Inglaterra, dice: “La acción de las novelas de Ellery Queen siempre es interesante; el ambiente, en general, es desagradable”.218 La violencia, como dice Chandler, sirve para recordar al lector que el asesinato es “un acto de infinita crueldad”, lo cual tal vez sugiere que no es ético el placer intelectual que procura el rompecabezas abstracto que consiste en resolver ese crimen. 

En Borges se observa una tensión que a veces asoma a la superficie entre un placer hedónico en el arte por el arte y una ansiedad puritana de que el arte es frívolo o de cierto modo inmoral. 219 Esa tensión llega tal vez a su punto máximo en sus especulaciones y sus experimentos sobre el relato policial, porque ahí la ocasión inmediata del relato es el crimen —no, desde luego, de un ser humano que vive y respira— sino de un simulacro de persona, “una sarta de palabras”. Si bien el crimen es un acto puramente mental, hay sin embargo una ambivalencia moral asociada con el placer que procura ese acto. De ahí el rechazo del relato policial “duro”, en el cual el autor no siente vergüenza ni retrocede en la descripción de la muerte y la violencia. De ahí la ocasional descripción de la vergüenza misma como meollo de un acto de violencia (“Emma Zunz”, “La forma de la espada”). Y hay otras dos posibilidades: el rompecabezas puramente intelectual, casi incorpóreo (“Tema del traidor y del héroe”, “El jardín de senderos que se bifurcan”), y la farsa extravagante en que el horror del asesinato es atenuado por lo absurdo de la invención (por ejemplo, las obras de Bustos Domecq y Suárez Lynch, pero también, hasta cierto punto, “La muerte y la brújula”). 

Para Stevenson las alternativas eran similares. Su ascendencia puritana tuvo profundos efectos en su vocación literaria, haciendo que reflexionara al final de su vida sobre la frivolidad de su obra. 220 A menudo se muestra preocupado en sus escritos por cuestiones éticas, especialmente por la presencia del mal en el comportamiento humano. Y sus preocupaciones éticas hicieron que se mantuviera apartado de un tratamiento directo del género policial tal como existía en su tiempo: 221 si se ocupó de un rompecabezas intelectual, como en el relato del Mayorazgo (“La puerta y el pino”), fue para sugerir que el lector queda atrapado en la cadena de la culpa por el hecho de experimentar placer en el problema; si trataba de integrar el interés policial en una novela, como en The Wrecker, era para mostrar la vergüenza que sigue torturando a uno de los que estuvo involucrado en la matanza y sugerir que cualquier lector podría haber sido obligado a actuar de esa manera y habría sufrido las mismas consecuencias. Y en alguna de sus obras más livianas, investigación y farsa aparecen totalmente entrelazadas, como en The Wrong Box, en que el inevitable cadáver se convierte en “cierta cosa lúgubre, envuelta en mantas” (XI, 90-91), y la novela como totalidad es una especie de juego en que los personajes tratan de deshacerse de un objeto indeseable, en este caso el cadáver. De igual manera, en The Dynamiter tres caballeros ociosos se dedican a ser detectives como una forma de jugar, de buscar aventuras, como propone uno de ellos: 

“Continuamente el azar arrastra delante de nuestros descuidados ojos cien claves 218 La violencia, como dice Chandier, sirve para recordar al lector que el asesinato es “un acto de infinita crueldad”, lo cual tal vez sugiere que no es ético el placer intelectual que procura el rompecabezas abstracto que consiste en resolver ese crimen. En Borges se observa una tensión que a veces asoma a la superficie entre un placer hedónico en el arte por el arte y una ansiedad puritana de que el arte es frívolo o de cierto modo inmoral. 219 Esa tensión llega tal vez a su punto máximo en sus especulaciones y sus experimentos sobre el relato policial, porque ahí la ocasión inmediata del relato es el crimen —no, desde luego, de un ser humano que vive y respira— sino de un simulacro de persona, “una sarta de palabras”. Si bien el crimen es un acto puramente mental, hay sin embargo una ambivalencia moral asociada con el placer que procura ese acto. De ahí el rechazo del relato policial “duro”, en el cual el autor no siente vergüenza ni retrocede en la descripción de la muerte y la violencia. De ahí la ocasional descripción de la vergüenza misma como meollo de un acto de violencia (“Emma Zunz”, “La forma de la espada”). Y hay otras dos posibilidades: el rompecabezas puramente intelectual, casi incorpóreo (“Tema del traidor y del héroe”, “El jardín de senderos que se bifurcan”), y la farsa extravagante en que el horror del asesinato es atenuado por lo absurdo de la invención (por ejemplo, las obras de Bustos Domecq y Suárez Lynch, pero también, hasta cierto punto, “La muerte y la brújula”). 

Para Stevenson las alternativas eran similares. Su ascendencia puritana tuvo profundos efectos en su vocación literaria, haciendo que reflexionara al final de su vida sobre la frivolidad de su obra. 220 A menudo se muestra preocupado en sus escritos por cuestiones éticas, especialmente por la presencia del mal en el comportamiento humano. Y sus preocupaciones éticas hicieron que se mantuviera apartado de un tratamiento directo del género policial tal como existía en su tiempo: 221 si se ocupó de un rompecabezas intelectual, como en el relato del Mayorazgo (“La puerta y el pino”), fue para sugerir que el lector queda atrapado en la cadena de la culpa por el hecho de experimentar placer en el problema; si trataba de integrar el interés policial en una novela, como en The Wrecker, era para mostrar la vergüenza que sigue torturando a uno de los que estuvo involucrado en la matanza y sugerir que cualquier lector podría haber sido obligado a actuar de esa manera y habría sufrido las mismas consecuencias. Y en alguna de sus obras más livianas, investigación y farsa aparecen totalmente entrelazadas, como en The Wrong Box, en que el inevitable cadáver se convierte en “cierta cosa lúgubre, envuelta en mantas” (XI, 90-91), y la novela como totalidad es una especie de juego en que los personajes tratan de deshacerse de un objeto indeseable, en este caso el cadáver. De igual manera, en The Dynamiter tres caballeros ociosos se dedican a ser detectives como una forma de jugar, de buscar aventuras, como propone uno de ellos: “Continuamente el azar arrastra delante de nuestros descuidados ojos cien claves elocuentes, no sólo de este misterio sino de los innumerables misterios que nos rodean. Luego le corresponde actuar al hombre de mundo, al detective innato y de profesión. Esta clave, que la ciudad entera contempla sin entender, veloz como un gato, salta sobre ella, la hace suya, la sigue con destreza y pasión, y desde una circunstancia trivial adivina un mundo” (III, 8). 

Varios de los temas de Stevenson convergen en este fragmento: la busca de aventuras en la vida y en el arte, lo novelesco de todas las cosas (aun de la gran ciudad moderna), 222 la importancia del detalle y también de la imaginación para “adivinar un mundo” en base a diversos detalles, la importancia central del placer. En la novela tanto la vida delictiva y la vocación detectivesca “procuran algo del entretenimiento del juego de las escondidas” (III, 150), como dice uno de los personajes, un juego en que los muchos villanos resultan ser dos con varios disfraces, y en el cual la violencia no tiene consecuencias. De ahí que sea un juego que puede ser jugado sin remordimientos. 

Los relatos en que el cuento policial se convierte en una farsa liviana son en su mayor parte, tanto en el caso de Borges como en el de Stevenson, obras escritas en colaboración: es decir, obras concebidas y escritas en el tono de los juegos de salón.


Notas

174 Borges oral, Buenos Aires, Emecé/Editorial de Belgrano, 1979, pág. 66.
175 Sur, N° 10, Julio de 1935, págs. 92-93, subrayado por mí.
176 El Hogar, 19 de mayo de 1939, pág. 29, subrayado por mí.
177 Sur, N° 127, Mayo de 1945, pág. 74.
178 El Hogar, 6 de agosto de 1937, pág. 24.
179 Sur, N° 10, pág. 93.
180 Estas mismas palabras aparecen dos veces: en El Hogar, 7 de abril de 1939, pág. 89, y en Sur, N° 65, febrero de 1940, pág. 110.
181 Sin embargo, dos años después comprende que, para mantener el suspenso, la solución necesaria debe ser reemplazada a veces por otra: al comentar Hamlet, Revenge! de Michael Innes, dice: “Prueba de la creciente dificultad del género policial: el autor, para no verse anticipado por el lector, tiene que preferir una solución que no es la necesaria. Una solución (estéticamente) falsa”, El Hogar, 3 de diciembre de 1937, pág. 24.
182 Sur, N° 10, págs. 93-94.
183 El Hogar, 30 de octubre de 1936, pág.25.
184 S. S. Van Dine (seudónimo de Williard Hintington Wright), “I used to be a Highbrow but Look at Me Now”, The American Magazine, N° 106 (Sept. 1928), especialmente las “veinte reglas para cuentos policiales”, págs. 128-29. Estas reglas han sido extensamente comentadas por Thomas Narcejac en Une Machine á Lire: Le Roman policier, Paris, Editions Denoél/Gonthier, 1975, págs. 97-102 (así como en la obra anterior de Narcejac en colaboración con Boileau, Le Roman policier, Paris, Payot, 1964) y por Todorov en su “Typologie du roman policier”, Poétique de la prose, Paris, Editions du Seuil, 1971,págs. 61-62.
185 El Hogar, 15 de abril de 1938, pág. 26.
186 Borges y Bioy Casares, compiladores, Buenos Aires, Emecé, 1942.
187 Sayers incluyó el mismo fragmento, con el título de “Was it „Murder?”, en su antología Tales of Detection: A New Anthology, London, Dent, 1936. Borges comentó la antología de Sayers en El Hogar, 19 de febrero de 1937 y la ridiculizó más aún en su artículo sobre Le Roman Policier de Caillois, en Sur, N° 91, abril de 1942.
188 Brecht, en un artículo de 1925 sobre la traducción alemana de The Master of BaIlantrae, señala que es un grave error suponer que la “perspectiva fílmica” en la literatura moderna procede del cine, y afirma que en escritores del siglo pasado como Rimbaud y Stevenson existe a veces una “perspectiva fílmica”. Da como ejemplo la escena del barco en The Master of Ballantrae en la que Mackellar, que oye el relato del mayorazgo, dice que por momentos este último está por debajo de sus pies y otras veces muy por arriba debido al movimiento del barco (Schriften zur Literatur und Kunst, 1: 1920-1932, Frankfurt, Suhrkamp Verlag, 1967, pág. 31). Cabe señalar la insistencia de Brecht en que Stevenson logró una perspectiva cinematográfica antes de la invención del cine dado el interés que muchos críticos han demostrado por el tratamiento de lo visual en Stevenson. Borges también ha señalado las afinidades de la. obra de Stevenson con el cine, pero Brecht es mucho más explícito al contrastar el uso que hace Stevenson de una perspectiva fílmica con la perspectiva visual de otros escritores de su tiempo. (Véase también el ensayo de Alfonso Reyes sobre New Arabian Nights, citado en el capítulo II: “es un arte cinematográfico‟) Obras completas, XII, 17.
189 Es una lástima que Brecht no haya comentado este cuento, porque es un ejemplo admirable de la “perspectiva fílmica” a que se refiere, y hubiera sido un tema excelente para una película muda.
190 El ejemplo clásico de este artificio, comentado por Borges en “Magias parciales del Quijote”, es la tragedia dentro de la tragedia en Hamlet. Véase también Jean Ricardou, “L‟Histoire dans l‟histoire”, Problémes du nouveau roman, Paris, Seuil, 1967, págs. 171-190, y Dällenbach, Le Récit speculaire: Essai sur la mise en abîme, Paris, Seuil, 1977.
191 El Hogar, 4 de marzo de 1938, pág. 24.
192 El cuento se parece además a “La puerta y el pino” en virtud de su final abierto: la sugerencia de Lonnröt de que el laberinto en que ha sido atrapado se transforme en una línea recta invita al lector a continuar el cuento de manera muy parecida a cómo el mayorazgo formula la pregunta final.
193 “Las previsiones de Sangiácomo” se parece a “La puerta y el pino” más estrechamente que otros cuentos mencionados debido a que la muerte del hijo puede ser considerada un suicidio, aunque es un suicidio provocado por un plan de otro personaje.
194 Fiction and the Figures of Life, pág. 52, en bastardilla en el original.
195 “Abenjacán” ofrece también misteriosos paralelos con el comienzo de Treasure Island. “Abenjacán” transcurre en algún lugar al norte de la costa de Cornwall, en un pequeño puerto donde los barcos a veces recalan de paso a Bristol o Cardiff; la posada “Admiral Benbow” se puede localizar por una ensenada situada en la costa sudoeste de Bristol. Zaid se establece en un gran edificio que se ve desde el mar, desde el cual puede vigilar el mar en busca de signos del temido y odiado primo al que ha suplantado; Billy Bones en “Adrniral Benbow” constantemente pide noticias de marinos, si bien el narrador observa: “Al principio pensamos que la falta de compañía de gente de su oficio lo llevaba a hacer esa pregunta: pero al final nos dimos cuenta que deseaba evitarla” (II, 5). Después de su muerte, los demás piratas hallan vacío el cofre de Billy Bones; después de la muerte de Abenjacán, encuentran a sus pies un arca abierta y vacía (“un arca taraceada de nácar”; OC, 603). Más aún, son similares los hechos previos que conducen a los dos relatos: los hombres de Flint entierran su tesoro y son asesinados por él para mantener secreta la ubicación del mismo; Zaid asesina a su primo y al esclavo que lo había ayudado a enterrar el tesoro, para crear la engañosa serie y conservar el secreto del tesoro.
196 Stevenson escribió el libro en colaboración con su hijastro Lloyd Osbourne, y en el epílogo se emplea la primera persona del plural, peto por el tono y el contenido del epílogo parece que sólo Stevenson lo hubiera escrito.
197 Véase Somerset Maugham: “Los autores de relatos policiales tienen una historia que contar y la cuentan brevemente. Deben captar y mantener la atención del lector y así meterse en su relato con prontitud. Deben despertar curiosidad, provocar el suspenso y mediante la invención de incidentes mantener el interés del lector... En suma, deben respetar las reglas naturales del relato...”, The Vagrant Mood, London, Heinemann, 1952, pág. 110.
198 Milleret, Entretiens avec Jorge Luis Borges, Paris, Editions Pierre Belfond, 1967, pág. 206.
199 Peyrou, The Thunder of the Roses, New York, Herder and Herder, 1972, págs. VII-VIII.
200 Entrevista con Rivera y Lafforgue, “Orden y violencia”, en María Esther Gilio et. al., Borges, Buenos Aires, Editorial El Mangrullo, 1976, pág. 29. Véase también un diálogo con María Esther Vázquez: “Stevenson dijo que las ficciones policiales corrían el albur de ser meros artificios, de tener algo de mecánico. Por ejemplo, si en un libro cualquiera un personaje sale después de almorzar, da una vuelta y luego vuelve a su casa, esto puede hacerlo simplemente porque tales cosas ocurren en la realidad o porque se nos quiere indicar el estado de ánimo de ese personaje. En cambio, si eso ocurre en una ficción policial, el lector sospecha que ha salido para que alguien pueda entrar en su casa; es decir, que los personajes están supeditados al argumento. Y ahí aparece el artificio ingenioso, pero mecánico, porque tiene que seguir un dibujo, la línea premeditada del argumento”, Vázquez, Borges: Imágenes, memorias, diálogos, Caracas, Monte Avila, 1977, pág: 122.
201 El Hogar, 22 de enero de 1937, pág. 30. En cuanto al prefacio de Berkeley, véase nota 31, abajo.
202 El Hogar, 3 de setiembre de 1937, pág. 30. El juicio sobre The Moonstone parafrasea la primera oración del prefacio de T. S. Eliot para esa obra: “The Moonstone es la primera, la más extensa y la mejor de las modernas novelas policiales inglesas”, London, Oxford University Press, 1928, World‟s Classics series, pág. XI.
203 El Hogar, 19 de agosto de 1938, pág. 67; El prefacio a que Borges se refiere es la carta de Berkeley a A. D. Peters al comienzo de The Second Shot, en el que Berkeley dice: “Personalmente estoy convencido de que los días del viejo rompecabezas policial puro y simple, que descansa enteramente en la trama y sin atracciones adicionales de personajes, estilo, y hasta de humor, están, si no contados, al menos en las manos de los verificadores de cuentas; y que el relato policial ya está convirtiéndose en una novela de interés policial o criminal, que retiene al lector mediante vínculos psicológicos antes que matemáticos. El elemento enigmático sin duda subsistirá, pero se convertirá en un enigma con personajes antes que en un enigma de tiempo, lugar, motivo y oportunidad. La pregunta será, no „¿Quién mató al anciano en e1 baño? sino ¿Qué diablos indujo a X, tan luego a él, a matar al anciano en el baño?‟ No quiero decir que el lector necesite saber hasta que transcurra una parte considerable del relato que haya sido X (el interés de lo puramente detectivesco siempre se mantendrá por sí solo); pero los libros ya no se terminarán con la usual exposición del detective en el último capítulo. La solución del detective sólo será el preludio de un cambio de interés; querremos saber exactamente qué notable combinación de circunstancias llevó a X, sobre todo a X, a la decisión de que nada serviría excepto el asesinato. En una palabra, el relato policial debe llegar a ser más sofisticado. Hay en la vida real una complicación de emociones, drama, psicología y aventuras detrás del crimen más común, cuyas posibilidades para fines narrativos escapan completamente al relato policial convencional”, The Second Shot, Doubleday and Doran & Co., 1931, págs. 5-6.
204 Véase Prólogos, pág. 23, y artículo sobre Las ratas de Bianco en Sur, No 111,pág. 78.
205 Artículo sobre Las ratas, Sur, No 111, pág. 78.
206 María Esther Vázquez, obra citada, pág. 121. Véase el prólogo de Borges a la traducción francesa de sus poemas, Oeuure poetique, Paris, Gallimard, 1970, pág. 7.
207 Entrevista, 8 de agosto de 1978.
208 Por ejemplo, South Seas Edition, New York, Scribner‟s, 1925, vol. XXI, págs. XVIII-XX. Esta anécdota, que confirma la del epílogo de la novela, demuestra que Francis Lacassin está equivocado al sostener que la novela tuvo como punto de partida el misterio de la Marie Céleste, en el Atlántico, en 1872. Véase su introducción a la traducción francesa de la novela, Le trafiquant d‟épaves, Paris, Union Générale d‟Editions, 1977, vol. 1, págs. 7-18.
209 Murch, The Development of the Detective Novel, New York, Greenwood Press, 1968, pág. 33.
210 Haycraft, compilador, The Art of the Mystery Story, New York, Simon & Schuster, 1946, pág. 507.
211 Murch, pág.143.
212 En la ya mencionada antología de Haycraft; también publicado en el volumen The Simple Art of Murder, New York, Ballantine, 1972.
213 El último apellido, sin embargo, también aparece en el título de una película de Sternberg, Sergeant Madden (1939). Véase Andrew Sarris, The Films of Josef von Sternberg, New York, Museum of Modern Art, 1966, págs. 46-47.
214 Dodd, por supuesto, se equivoca al pensar que Goddedaal es Carthew, pero lo interesante es cómo se imagina a este hombre antes de conocerlo, y los comentarios que hace sobre la fotografía de Goddedaal son tan reveladoras de sus propios hábitos mentales como lo son del carácter y la fisionomía del segundo oficial.
215 El capitán Nares comenta que la tripulación necesitaba un artista para “ilustrar este folletín” (X, 261).
216 Murch, pág. 33.
217 Introducción a la literatura norteamericana, Buenos Aires, Columba, 1967, Colección Esquemas 77, pág. 58.
218 El Hogar, 19 de mayo de 1939, pág. 29. Borges y Bioy Casares hicieron comentarios similares en sus conversaciones conmigo del 6 de setiembre y del 28 de agosto de 1978, respectivamente.
219 Véase Molloy, págs. 142-43.
220 Véase cartas a Will H. Low (15 de enero de 1894, XXIV, 381-82), H. B. Baildon (30 de enero de 1894, XXIV, 384), a R. A. M. Stevenson (junio de 1894, XXIV, 401), a Henry James (7 de julio de 1894, XXIV, 403).
221 Véase Chesterton: “Ciertos jardines empapados piden a gritos un asesinato, observó muy acertadamente.; y a menudo se sintió impulsado a cometer un asesinato mediante una forma literaria indirecta” (Robert Louis Stevenson, pág. 174).




Daniel Balderstone












Daniel BalderstonEl precursor velado: R.L.Stevenson en la obra de Borges, Cap. V
Trans. Eduardo Paz Leston
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1985
Foto cabecera: R. L. Stevenson
Fotos al pie: DB y cover edición citada