A partir de 1967, fecha de publicación de la última edición de su Obra poética,
Borges escribe cuatro colecciones nuevas: Elogio de la sombra (1969), El oro de los
tigres (1972), La rosa profunda (1975) y La moneda de hierro (1976). Su producción
poética de estos últimos siete años iguala en cantidad a su obra poética publicada entre
1923 (Fervor de Buenos Aires) y 1967 (El otro, el mismo). Los cambios registrados
entre estos dos ciclos son significativos, formal y temáticamente. El más notable entre
estos últimos es su voluntad de intimidad. Como Eliot, el primer Borges parece
comprender la poesía “not as a turning loose of emotions, but as an escape from
emotions; not as the expression of personality, but as an escape of personality”. El
aparente impersonalismo de sus primeros libros define una verdadera estética del
pudor y del gesto épico. Estos temas reaparecen en sus últimas colecciones pero en
ellas Borges explora en profundidad un tema apenas enunciado en su poesía anterior:
la intimidad del hombre que trasciende la máscara del poeta. Desde la vejez y el saldo
de una obra plenamente realizada, Borges se confiesa.
Ante el inesperado hallazgo del volumen undécimo de la Primera Enciclopedia de Tlön, el narrador (Borges) declara sobrecogido: “Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius”.1 ¿Una efusión de Borges? ¿Un artificio del narrador que se vuelve sobre su narración y la cuestiona, comenta o corrige? ¿Una sonrisa de incredulidad respecto a su propia ficción? ¿Un guiño travieso al lector ingenuo? Si, todo eso, pero además una velada profesión de fe que declara los alcances y limitaciones de su arte. Borges se niega a la novela, al libro vasto, por un escrúpulo de economía, como lo ha afirmado en varios textos, pero además porque siendo la función de la novela, según él, “crear un personaje real y mostrar el carácter del héroe” (O.I., 194, 220), tal empeño implica una morosa y trabajada excursión por el territorio de sus emociones y el mundo de su intimidad. Borges se niega a tales excursiones. Una voluntad de artificio y de irrealidad (que él considera “condición del arte”) le hace decir respecto a la novela psicológica: “Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nada es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia; personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad...” Para concluir: “Esa libertad plena acaba por equivaler a pleno desorden. Por otra parte, la novela ‘psicológica’ quiere ser también novela ‘realista’: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo rasgo verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones y a ellos nos resignamos, sin saberlo, como a lo insípido y ocioso de cada día”.2 El cuento en cambio, “fábula de situaciones”, se ajusta más eficazmente al carácter de invención de la literatura. Borges deplora la condición de “informe” de cierta novela psicológica, su estéril alarde de “transcripción de la realidad” y exalta la literatura como un objeto artificial, el texto como “un férreo sistema de simetrías, de coincidencias y de contrastes”.3 Su preferencia por lo fantástico constituye una oblicua formulación de su poética: si la novela realista se atiene a la crónica como criterio de verosimilitud, la narración fantástica es solamente inverosímil en relación a esa crónica, no lo es en cuanto testimonio de la imaginación. Concluir que la fantasía es un arbitrio y que la verdad habita en las versiones de la realidad postuladas por la novela realista equivale a afirmar que la vida de vigilia es más verdadera que el mundo desorbitado de los sueños. Como los sueños, las imágenes de la literatura fantástica son máscaras de su creador pero el creador está en ellas metamorfoseado y así lo reconoce Borges. Interrogado sobre el supuesto “impersonalismo” de sus cuentos, respondió: “No, (con tristeza). Si dejan tal impresión es por mera torpeza mía, porque yo los he sentido muy profundamente. Los he sentido tan profundamente que los he contado, bueno, usando símbolos extraños para que los lectores no se enteraran de que eran todos más o menos autobiográficos. Son relatos sobre mí mismo, sobre mis experiencias personales. Me imagino que es mi timidez anglosajona, ¿no?”.4 La entrevista es de 1967. Tres años antes, en Madrid, Borges ofrece una respuesta semejante. Entrevistado por Gómez de la Serna, comenta respecto a la literatura fantástica: “Pero lo fantástico no es ni arbitrario ni gratuito. Me expreso por medio de símbolos, o más bien diría que determinadas imágenes se forman en mí, a través de las cuales cobro conciencia de ciertas verdades. Algunos creen que yo comienzo por una proposición abstracta. Es lo contrario. Parto siempre de una situación humana, de una posibilidad concreta. Si no sería un moralista y no un poeta”.5 En una tercera entrevista del mismo año ha explicado en relación al aparente impersonalismo de su obra: “Esa suerte de misterio que según algunos lectores parece ‘existir’ en mi obra, no se debe a un deseo de mistificación, sino a una suerte de pudor; quisiera en el fondo alcanzar una mayor intimidad, no solamente con los otros sino conmigo mismo”.6
Lo común en las tres respuestas es una defensa o justificación de la timidez y del
pudor. Más que negarse a escribir sobre sí mismo, Borges se niega a la fácil confesión,
a la intimidad romántica, al egocentrismo existencial. Acosado por el destino de “sus
antepasados de muerte romántica”, exalta la valentía de héroes y cuchilleros dispuestos
a morir en defensa de un ideal o de una virtud más cara que sus propias vidas. Los
derroteros y las derrotas de un Roquentin, por ejemplo, le aburren; las hazañas de un
héroe épico, en cambio, ganan su admiración. De ahí su preferencia por Shaw de quien
ha dicho:
Creo que además de ese Shaw circunstancial, hay en Shaw un sentido épico, y
que es el único escritor de nuestro tiempo que ha imaginado y presentado héroes
a sus lectores. En general, los escritores tienden a mostrar las flaquezas de los
hombres y parecen complacerse en sus derrotas; en cambio, en el caso de Shaw
hay personajes como Major Barbara o César, que son personajes heroicos que
uno puede admirar. Eso es muy raro en la literatura contemporánea. La literatura
contemporánea desde Dostoiewsky y aun antes, desde Byron, parece complacerse
más en las culpas, en las flaquezas del hombre. En cambio, en la obra de Bernard
Shaw hay una exaltación de las mayores virtudes humanas. Por ejemplo, que un
hombre pueda olvidarse de su propio destino, que a un hombre no le importen
sus venturas, que pueda decir como nuestro Almafuerte: “A mí no me interesa
mi propia vida”, porque le interesa algo que está más allá de las circunstancial
personales.7
La defensa que Borges hace del pudor, entonces, no es un alegato de la debilidad
o del mero impersonalismo; es una afirmación de un sentido épico de la vida y un
esfuerzo por trascender su inmediatez. El poeta olvida su biografía para ser ese
hombre que esencialmente es o quiere ser: Walt Whitman “es el modesto periodista
Walter Whitman, oriundo de Long Island, que algún amigo apresurado saludaría en
las aceras de Manhattan, y es, asimismo, el otro que el primero quería ser y no fue, un
hombre de aventura y de amor, indolente, animoso, despreocupado, recorredor de
América”.8 Para Borges, Leaves of Grass es una epopeya: “Whitman se impuso la
escritura de una epopeya de ese acontecimiento histórico nuevo –la democracia
americana”.9 El héroe de esa epopeya es Whitman, un innumerable Whitman que
olvida al otro de Long Island y de las aceras de Manhattan para desdoblarse en los
destinos infinitos de una nación en ciernes. El esfuerzo poético de Borges apunta a una
dirección semejante aunque sus temas y propósitos difieran. La Argentina de Borges
no es la América de Whitman, pero, como el poeta del Norte, Borges se reconoce
menos en el modesto bibliotecario que por esos años escribía “Vida y muerte le han
faltado a mi vida”, que en las gloriosas vidas de sus antepasados muertos a caballo.
Borges ha dicho de esos nueve años en una oscura biblioteca del suroeste de la ciudad
de Buenos Aires: “Fueron nueve años de sólida infelicidad”;10 pero su realidad por
esos años es menos esa miserable biblioteca que la ciudad conjurada desde su poesía,
menos las dos horas diarias de tranvía entre su casa y esa biblioteca que los libros
leídos durante la rutina del viaje. En su poesía de esos años no hay ni una palabra de
ese mundo indigente y banal. Si el destino épico de sus antepasados le ha sido negado
en el campo de batalla, Borges convertirá la literatura en su batalla. No son sus
flaquezas y derrotas las que triunfan en su poesía de esa época. De sus libros juveniles
emerge una ciudad reconquistada: “La ciudad esta en mi como un poema/que no he
logrado detener en palabras” (OP, 32). Borges rescata viejos barrios, calles ignoradas
del arrabal, plazas suspendidas en la tarde, íntimos jardines, ponientes herrumbrados,
almacenes rosados, sepulcros, horizontes, ciudad que se disuelve en la llanura, y con
esos adarmes funda por tercera vez Buenos Aires, fundación mítica de una ciudad
hecha de nostalgia y de historia familiar:
A mi ciudad de patios cóncavos como cántaros
y de calles que surcan las leguas como un vuelo,
a mi ciudad de esquinas aureoladas de ocaso
y arrabales azules, hechos de firmamento.
A mi ciudad que se abre clara como una pampa,
yo volví de las tierras antiguas del naciente
y recobre sus casas y la luz de sus casas
y esa modesta luz que urgen los almacenes
(OP, 96)
Si para Whitman cantarse a sí mismo es cantar las multitudes en que se desgrana
América, y para Neruda el canto general de América es su propio canto como canto
de todos, para Borges la patria es apenas ese diálogo íntimo con las calles de Buenos
Aires, “no las calles enérgicas,/molestadas de prisas y ajetreos,/sino la dulce calle de
arrabal/enternecida de penumbra y ocaso” (OP, 17): “Mi patria es un latido de
guitarra, unos retratos y una vieja espada” (OP, 80). Una patria entrañable que más que
loar se cultiva como una amistad: “Grato es vivir en la amistad oscura/de un zaguán,
de una parra y de un aljibe” (OP, 30). La historia de esa patria entrañable “que
condesciende a higuera y aljibe” no puede ser otra que la historia de sus propios
antepasados, una historia en que el destino del país se confunde con el destino de su
sangre como en la amistad el yo y el tú se entrelazan en un diálogo verbal y de destino:
Una amistad hicieron mis abuelos
con esta lejanía
y conquistaron la intimidad de la Pampa
y ligaron a su baquía
la tierra, el fuego, el aire, el agua.
(OP, 88)
Pero además de los temas de la ciudad íntima y la patria entrañable, las primeras
colecciones (Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín)
incluyen también poemas de inquietud metafísica, como “Amanecer”, y de materia
literaria, como “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”. Estos temas son
todavía la excepción y solamente a partir de El otro, el mismo, que reúne su producción
poética escrita entre Cuaderno San Martín (1929) y Elogio de la sombra (1969),
devendrán lo dominante. Los primeros temas, lejos de desaparecer, alcanzan en esta
colección de madurez su más concentrada intensidad –basta leer, por ejemplo, los dos
sonetos titulados “Buenos Aires” y el memorable “Poema conjetural”–, pero lo
central será ahora la reflexión filosófica, sus preferencias literarias y las paradojas de
la cultura. De esta época data el tan citado epílogo a El hacedor, libro que incluye una
buena porción de los poemas recogidos más tarde en El otro, el mismo; en ese epílogo
Borges retoma el motivo de vida y literatura, formulado primero desde el prólogo a
Discusión, y reitera: “Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho:
pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de
Schopenhauer y la música verbal de Inglaterra” (H, 109). La literatura y las aventuras
del pensamiento alcanzan en su poesía adulta la magnitud de una pasión: Gracián,
Quevedo, Camoens, Ariosto, Milton, la Biblia, Homero, la Gesta de Beowulf, Snorri
Sturluson, Swedenborg, Jonathan Edwards, Emerson, Poe, Whitman, Heine, Cansinos-Assens, Spinoza –son algunos de los nombres de esa pasión.
Para algunos esta poesía puede parecer excesivamente sofisticada e impersonal,
más próxima al intelecto que al corazón, pero solamente si se identifica al corazón con
facilidades sensibleras y a la poesía, no como la invención del poeta de su propia
realidad, Paz dixit, sino como una mera efusión confesional. Para Borges la poesía es
una música, un sueño dirigido y un espejo “que nos revela nuestra propia cara”; una
manera de decir que “la literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico”,11 que la
realidad de crónica es tan empobrecedora como las noticias de los periódicos y que
los sueños y los mitos nos devuelven a ese ser que íntimamente somos. El poema es
“un objeto artificial” como lo son todas las creaciones del hombre –Lévi-Strauss ha
definido la cultura como “ese mundo artificial en el cual vivimos como miembros de
una sociedad”12–, y cada escritor escribe, como ha observado Borges, “no sobre lo que
quiere sino sobre lo que puede”. Sus tres últimas colecciones –El oro de los tigres
(1972), La rosa profunda (1975) y La moneda de hierro (1976)– presentan variaciones
de esos temas a que nos ha acostumbrado su poesía: la patria íntima, el culto de los
mayores, la pasión por los libros, la preocupación filosófica, la ceguera, la germanística
de Inglaterra y de Islandia, los antepasados, el tiempo, el olvido y la memoria, la vejez,
la muerte.
Una variación no es la repetición de un tema sino su desarrollo, un esfuerzo por
hilar más fino y encontrar una versión más, la final, de esas imágenes que en la obra
de todo escritor se sobreponen como láminas de sueños borradas por la vigilia. Pero
esa versión última no coincide con la cronología; es apenas un nuevo ángulo desde el
cual el mismo tema reaparece revelado con la profundidad a que accede desde esa
redescubierta perspectiva: “Otro poema de los dones” no es la mera reiteración de
“Poema de los dones” sino su complemento, un punto focal de intensidad y claridad
diferentes.
Junto a estos temas, aunque no agotados, ya recorridos, emerge un Borges más
dispuesto a hablarnos de sí mismo, no de la persona creada por la literatura, no del
escritor que “trama su literatura” para justificar al otro, sino justamente de ese “otro
que vive y se deja vivir”, un Borges asediado por “las miserias de cada día”, prisionero
de la condición humana, un hombre ciego que “una u otra mujer han rechazado”, en
resumen, un Borges más dispuesto a contarnos esas “pocas cosas que le han ocurrido”.
Indicios de ese Borges aparecen ya en sus primeros libros. Son poemas que evocan una
mujer (“Ausencia”), celebran su hermosura (“Sábados”, “Trofeo”), se duelen de su
ausencia (“Despedida”), sellan una despedida (“Dualidá en una despedida”), hacen
un voto (“Two English Poems”). Dejan un sabor, como toda poesía amatoria, de
nostalgia y pasión frustrada. Son poemas que por ser excepción confirman la regla y
en su entusiasmo exaltado corresponden a una edad de ilusa y elusiva exuberancia.
Hay que esperar hasta 1964 para encontrar un segundo asalto de intimidad. Cronológicamente, el salto no es menos abrupto: entre los poemas juveniles de tema
amoroso y ese poema que lleva como título el año de su composición (“1964”), Borges
ha publicado Otras inquisiciones y las tres colecciones más importantes de su obra
narrativa, ha sido descubierto en Europa y los Estados Unidos y ha recibido el Premio
Nacional de Literatura y el Premio Internacional Formentor. Un escritor plenamente
realizado y, sin embargo, un hombre que se siente profundamente desdichado;
oigamos cómo lo dice él mismo en el segundo de los dos sonetos compuestos en 1964
y así titulados:
Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
Un instante cualquiera es más profundo
Y diverso que el mar. La vida es corta
Y aunque las horas son tan largas, una
Oscura maravilla nos acecha,
La muerte, ese otro mar, esa otra flecha
Que nos libra del sol y de la luna
Y del amor. La dicha que me diste
Y me quitaste deberá ser borrada;
Lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
Esa vana costumbre que me inclina
Al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
(OP, 256)
Borges se solaza todavía en la patria íntima, tema al cual volverá en sus tres
últimos libros de poesía, pero el tono épico ha sido reemplazado ahora por un tono
elegíaco; véase, por ejemplo, “Elegía del recuerdo imposible” y “Elegía de la patria”
de La moneda de hierro. Si en “Inscripción sepulcral”, de 1923, el coronel Isidoro
Suárez es el héroe que:
Dilató su valor sobre los Andes.
Contrastó montañas y ejércitos.
La audacia fue costumbre de su espada.
Impuso en Junín término venturoso a la lucha
y a las lanzas del Perú dio sangre española.
Escribió su censo de hazañas
en prosa rígida como los clarines belísonos.
(OP, 29)
en “Coronel Suárez”, de 1976, Suárez es percibido en su intimidad de hombre y
en su condición de héroe, pero de esa condición quedan apenas las cenizas de la gloria
y la metáfora del bronce no invulnerables a la obra del tiempo:
Alta en el alba se alza la severa
Faz de metal y de melancolía.
Un perro se desliza por la acera.
Ya no es de noche y no es aún de día.
Suárez mira su pueblo y la llanura
Ulterior, las estancias, los potreros,
Los rumbos que fatigan los reseros,
El paciente planeta que perdura.
Detrás del simulacro lo adivino,
Oh joven capitán que fuiste el dueño
De esa batalla que torció el destino:
Junín, resplandeciente como un sumo.
En un confín del vasto Sur persiste
Esa alta cosa, vagamente triste.
(MH, 17)
La resignación, melancolía y tristeza de este Suárez elegíaco son de una pieza con
el tono resignado del soneto “1964”. Borges, como Suárez, contempla las cenizas del
pasado (“Lo que era todo tiene que ser nada”); la dicha pasada, de Borges, como la
gloria antigua, de Suárez, se borran en el agua del tiempo y “sólo queda el goce de estar
triste”, en Borges, y “esa alta cosa, vagamente triste”, en Suárez. En el soneto “Junín”,
de 1966, se mezclan las dos voces (y los dos destinos) y el tono de resignación cede
a un sentimiento de futilidad: la ceguera y el olvido dejan sobre el fuego apagado
apenas una ceniza o una sombra: “Acaso buscas por mis vanos ojos/el épico Junín de
tus soldados (...)/ Te imagino severo, un poco triste (...)” (OP, 286).
Con “1964” Borges inicia un ciclo de poemas dedicados a su vocación de
infelicidad. Si los dos poemas de los dones representan un esfuerzo de gratitud por
todo lo que tuvo, desde “el pan y la sal” hasta “la felicidad de los otros”, “Alguien”,
de 1966, es su reverso: el poema de lo que no tuvo. Los dones son apenas “modestas
limosnas”; la felicidad, en cambio, es un misterio que, como los dioses, se manifiesta
desde su ausencia, esta menos en el individuo que en la especie y es más un reflejo que
resplandece desde una distancia primordial y cuya fuente no está en nosotros. Del
fondo de estas cavilaciones asciende otra vez la mirada de la muerte con una promesa
de cielo o infierno:
Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostraran su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.
Quizás en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.
(OP, 264-265)
En “Elegía”, de 1963, esa “obligación de desdicha” se abre a través de un pasado
poblado con mares solitarios y lejanos países, con enciclopedias y atlas, con espadas
y espejos, para dejarnos frente al “rostro de una muchacha de Buenos Aires,/un rostro
que no quiere que lo recuerde”. Este motivo del amor negado es el tema del dístico
apócrifo “Le regret d’Heraclite”: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca/aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach” (OP, 332). Borges vuelve al amor
como la medida, tal vez la única, de la paz, y detrás de sus “mitologías” y “sus
pequeñas magias inútiles” descubre un gran dolor: “El nombre de una mujer me
delata./Me duele una mujer en todo el cuerpo” (OT, 61). Pero la amenaza del amor
(“El amenazado” es el título de ese poema) no amengua un estado de soledad que es
la condición de un hombre y, tal vez, de todos los hombres: “Un sólo hombre ha
sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne./Hablo
del único, del uno, del que esta siempre sólo” (OT, 69), y esa condición se define en
“El centinela” como una avasalladora esclavitud: “Vuelvo a la esclavitud que ha
durado más de siete veces diez años” (OT, 77). El amor puede manifestarse en esa
amenaza y en ese dolor como “una magia inútil”, ser un Proteo cuyo verdadero rostro
se oculta entre efímeros rostros, o tal vez una multitud de caras que se niegan a la única
cara de la felicidad, pero, como la sangre, está en el hombre: se lo puede postergar o
sublimar, huir de él, para finalmente comprobar que todos los caminos conducen
inevitablemente a él:
“¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.” (OT, 61)
El tema recurre, como una variación, en el soneto “Al triste”. La tristeza nace de
un sentimiento de futilidad ante esos “talismanes” que antes fueron todo y que ahora
aceptan el fracaso de su momentáneo exorcismo. Los trabajos del amor son tan
implacables como la vida misma; todas la máscaras que el arte crea para reinventar la
vida o colmar su vaciedad son tan falibles como la ciencia de Fausto ante las promesas
de Mefistófeles o la vejez de Kohelet ante la muerte. Frente al amor sucumben libros,
espadas, tiempo y hasta el mismo verso que inscribe su propia derrota:
Ahí está lo que fue: la terca espada
Del sajón y su métrica de hierro,
Los mares y las islas del destierro
Del hijo de Laertes, la dorada
Luna del persa y los sin fin jardines
De la filosofía y de la historia,
El oro sepulcral de la memoria
Y en la sombra el olor de los jazmines.
Y nada de eso importa. El resignado
Ejercicio del verso no lo salva
Ni las aguas del sueño ni la estrella
Que en la arrasada noche olvida el alba.
Una sola mujer es tu cuidado,
Igual a las demás, pero que es ella.
(OT, 87)
Borges acepta su condición de poeta, la literatura como su inexorable realidad:
“No haber caído, / como otros de mi sangre, / en la batalla./ Ser en la vana noche/ el
que cuenta las silabas” (OT, 22), y desde esa condición de hombre de letras realizado
explora ahora su soledad, sus desengaños y desdichas. Como Kohelet, que desde su
sabia vejez reflexiona sobre el brillo perdido de las vanidades humanas, este Borges
septuagenario accede a la verdad cruda de la intimidad: “Y detrás de los mitos y las
máscaras,/ el alma, que está sola” (OT, 25). Retorna al pasado, pero no a un pasado
visible signado en esa vida dedicada a los libros y consignado en su obra literaria, sino
a un pasado invisible, a un tiempo reversible en el cual la inscripción pudo haber sido
diferente: ¿Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y no fue?”(OT, 41). Pero el
tiempo es irreversible y su respuesta, el olvido:
Esas cosas no son. Otra es mi suerte:
Las vagas horas, la memoria impura,
El abuso de la literatura
Y en el confín la no gustada muerte.
Sólo esa piedra quiero. Sólo pido
Las dos abstractas fechas y el olvido.
(OT, 45)
Ya Guillermo Sucre ha observado que en Borges el olvido es una forma de
posesión y que de la misma manera que “la vida adquiere sentido a partir de la muerte
misma”, el olvido es también la realización última de la memoria.13 En el poema “El
pasado” de El oro de los tigres evoca los mitos y las máscaras del tiempo transcurrido
para concluir: “Esas cosas pudieron no haber sido./ Casi no fueron. Las imaginamos/
en un fatal ayer inevitable./ No hay otro tiempo que el ahora, este ápice/ del ya será
y del fue, de aquel instante/ en que la gota cae en la clepsidra” (OT, 18).
El instante es el vértice visible que cancela y a su vez manifiesta el cono del
pasado, y es en este ahora inmediato y paradójicamente hecho de pasado en el que la
poesía de Borges se detiene. El olvido y la muerte pertenecen a ese instante en que,
como un cruce de caminos, se sale de la memoria y de la vida para llegar al único centro
posible que espera detrás del instante, pero el instante es un puente, y para Borges un
puente último desde el cual puede atalayar lo que fue y lo que no fue: “... Todo esto
estoy cantando y asimismo/ la insufrible memoria de lugares de Buenos Aires/ en los
que no he sido feliz/ y en los que no podré ser feliz” (OT, 153).
En la colección siguiente, La rosa profunda, Borges explora una vez más el
vedado territorio de su intimidad. Junto a los temas que forman el bulbo de su poesía
–los antepasados y la patria, la memoria y el olvido, el ejercicio de la literatura y los
libros– recurren reflexiones sobre el amor frustrado, la soledad y la muerte. En el
primer poema, “Yo”, Borges se retrata como el cuerpo de vísceras y huesos que el otro
arrastra, como el poeta soñado desde sus mitos, para concluir en uno de sus versos más
desgarradores: “Soy el que envidia a los que ya se han muerto” (RP, 13). La muerte
es una forma más del olvido: “Cuando yo muera morirá un pasado” (RP, 123), que se
salva parcialmente en la literatura: “el verso es la única memoria” (RP, 45). Pero detrás
de los mitos de la poesía esta la muerte grande: “Soy eco, olvido, nada” (RP, 53) y la
pesadumbre del destino que no fue: “Soy el que es nadie, el que no fue una espada”
(RP, 53), “No soy el oriental Francisco Borges/ que murió con dos balas en el pecho”
(RP, 107). En “Talismanes” Borges hace un balance de sus mitologías (un ejemplar
de la primera edición de la Edda Islandorum de Snorri impresa en Dinamarca, los
cinco tomos de la obra de Schopenhauer, los dos tomos de las Odiseas de Chapman,
las Empresas de Saavedra Fajardo, líneas de Virgilio y de Frost), un balance de objetos
que cifran su pasado (“una espada que guerreó en el desierto”, “un mate con un pie de
serpientes que mi bisabuelo trajo de Lima”, “un prisma de cristal”, “unos daguerrotipos
borrosos”, “un globo terráqueo de madera que me dio Cecilia Ingenieros y que no fue
de su padre”, “un bastón de puño encorvado que anduvo por la llanuras de América,
por Colombia y por Texas”, “varios cilindros de metal con diplomas”, “la toga y el
birrete de un doctorado”) y un balance del saldo que el tiempo deja en el recuerdo (“la
memoria de una mañana”, “la voz de Macedonio Fernández”, “el amor o el diálogo
de unos pocos”); en el último verso concluye: “Ciertamente son talismanes, pero de
nada sirven contra la sombra que no puedo nombrar, contra la sombra que no debo
nombrar” (RP, 136).
“Inventario”, del mismo volumen, propone una conclusión semejante; recuerda
las enumeraciones prolijas a que nos acostumbró la poesía de Neruda hasta en el uso del verbo anafórico hay, pero en Borges la tirada no es una exaltación del caos o la
celebración de una olvidada belleza o un esfuerzo de multitud aprendido en Whitman,
sino una manera de hurgar en el pasado, una forma de ponernos otra vez ante el olvido
desde la memoria –“la memoria, esa forma del olvido” dice en “El ciego”, y en
“Inventario” concluye: “Al olvido, a las cosas del olvido, acabo de erigir este
monumento” (RP, 30). Para este Borges que sentencia “La meta es el olvido” y que
desde la breve alegoría “El prisionero” percibe la vida como una prisión y la muerte
como una libertad, como su más íntimo anhelo, la poesía es “un alto río que sigue
resonando en el tiempo”, una música hecha con los objetos y seres del pasado, con
“máscaras, agonías y resurrecciones”, y además una música que finalmente se rinde
a los secretos de la intimidad.
En una entrevista reciente hecha por William Buckley para la televisión americana,
Borges dijo de pasada: “I will welcome death since I am very tired, since life has few
pleasures left for me”. De esta resignada aceptación de la muerte, aunque como la
forma más alta de realización de la vida (“Llego a mi centro,/ a mi algebra y mi clave,/
a mi espejo./ Pronto sabré quien soy”, dice en el poema que cierra Elogio de la
sombra), emerge mucha de su última poesía como una larga meditación sobre el
olvido y la muerte. De este talante deriva también una voluntad de confesión y un tono
conmovedoramente elegíaco. Borges viola su recato porque sabe que en esa hora de
aceptaciones y reconciliaciones el pudor puede ser una miseria más de nuestra vanidad
y porque ahora recordar las flaquezas es olvidarlas. Ya no importa, y lo dirá: “Soy un
triste” (MH, 73). Tal es el sentido del poema “Elegía del recuerdo imposible” que abre
la colección La moneda de hierro. Es un íntimo balance (como “Inventario” y
“Talismanes”) de recuerdos (vividos, leídos o imaginados) y deseos. Recuerda lo que
una vez tuvo y desea lo que no pudo tener, pero en ninguno de los dos casos se trata
de poseer, de vivir o revivir, sino apenas de recordar, de la posibilidad de una
evocación última ante la inminencia del olvido total. El tono es elegíaco porque lo que
fue es una memoria que el tiempo deshace implacable, y lo que no fue no podrá ya ser.
El poema es la respuesta desde la literatura a ese recuerdo imposible, su realización
por el lenguaje, pero al verbalizar el “recuerdo imposible” el poema replantea el
espacio infranqueable entre las palabras y las cosas. Es un espacio íntimo que antes
de ingresar al olvido debe ser recorrido aunque la evocación tome apenas la forma de
un voto irrealizable:
Qué no daría yo por la memoria
De que me hubieras dicho que me querías
Y de no haber dormido hasta la aurora,
Desgarrado y feliz.
(MH, 14)
(MH, 14)
El logro de esta poesía reside menos en la confesión que en la aceptación del
fracaso confesado, es menos un acto de fácil sentimentalismo que un gesto de matiz
épico. Entre la actitud de complacencia ante las derrotas que Borges censuraba en la
novela psicológica y su actitud de resignada aceptación ante su fracaso de felicidad,
presente en su poesía última, media una distancia semejante a la que separa la novela
que exalta las flaquezas humanas del poema épico que celebra virtudes que trascienden
las circunstancias puramente personales. Y sin embargo esta poesía última es
eminentemente personal. Lo es en cuanto habla de la infelicidad de un hombre, pero
en el contexto todo de su obra esa voz solamente permitida desde la vejez adquiere la
dimensión de un silencio, es una astilla de luz que acentúa aún más la oscuridad
rasgada. Hasta 1964, tiene 65 años, más allá de los pocos poemas juveniles de tema
amatorio, ni una sola palabra de ese mundo íntimo y personal. Borges hace su obra
como un héroe épico libra sus batallas: olvidando su propio destino personal. Sabe que
la espada de sus abuelos no le ha sido permitida: convertirá el ejercicio de la literatura
en su espada. Sus poemas que acceden a la intimidad definen, por contraste, una obra
que posterga el yo personal o que lo sublima en los juegos y los fuegos de la
imaginación. “Un hombre que entreteje endecasíbalos” (MH, 140) es su definición de
sí mismo: el poeta que escoge la literatura como un destino, el poeta que busca en las
pasiones de la cultura una sordina a sus propias pasiones, el poeta que hace del destino
de los otros su propio destino. Próximo al ocaso de su vida, su exabrupto de intimidad
es, más que una flaqueza, un acto heroico: la desdicha como una culpa para que la obra
se cumpla.
Borges vuelve a su yo más íntimo como Ulises a su Itaca: “harto de prodigios”.
Sus prodigios son las “simétricas porfías del arte que entreteje naderías”, pero como
el héroe homérico Borges sabe que solamente después de haber recorrido los
prodigios, de la aventura o del arte, es posible el regreso. “Se vuelve al yo como a una
casa vieja” escribió Neruda en uno de sus libros póstumos.14 Para Borges ese retorno
desde su poesía equivale a una confesión: el pecado de no haber sido feliz. Hay
momentos de su obra que ilustran ese diálogo callado entre los dos Borges: en la prosa
“Borges y yo” y más recientemente en el poema “El centinela” de El oro de los tigres.
Es un diálogo en el que sólo se oye la voz del otro, la del escritor; la voz del hombre,
en cambio, es apenas una queja de su larga esclavitud al destino y a las preferencias
del otro: “Yo vivo para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me
justifica” (H, 50). Es esta elección del destino del otro y la subsecuente supresión en
su poesía de aquel que “se perderá definitivamente” la que define su gesto como un
acto heroico. También Borges, como los héroes épicos, dice a lo largo de su obra
dedicada al destino del otro: “A mí no me interesa mi propia vida, porque me interesa
algo que está más allá de las circunstancias personales”. Solamente en raros y tardíos
momentos de intimidad Borges cede la palabra a ese yo personal que se confiesa
brutalmente. La versión más reciente de esa confesión es el poema “El remordimiento”
incluido en La moneda de hierro. En su íntimo reconocimiento hay visos trágicos: la
certeza de una vida dedicada a la literatura que sabe que en ese acto, a sabiendas o no,
a queriendas o no, sacrifica su felicidad personal:
He cometido el peor de los pecados
Que un hombre puede cometer. No he sido
Feliz. Que los glaciares del olvido
Me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
Arriesgado y hermoso de la vida,
Para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
No fue su joven voluntad. Mi mente
Se aplicó a las simétricas porfías
Del arte, que entreteje naderías.
Me legaron su valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre esta a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.
(MH, 89)
Esta confesión final y descarnada no es una arenga sobre el sufrimiento.
Tampoco una dolorida tirada de quejas y ayes. Menos todavía un lacrimoso lamento.
Es un reconocimiento de la desdicha como un pecado y la aceptación de ese pecado
como una culpa de destino. Este soneto, como otros, quiebra el pudor resguardado en
su literatura y lo restablece desde la literatura, porque haber sido desdichado, no
haber sido feliz, no es un suplicio que se grita como un amargo resentimiento o una
sufrida angustia, sino una culpa que se expía desde el pudor mismo, desde ese silencio
con que los héroes sobrellevan sus adversidades. No se trata, sin embargo, de un
heroísmo mitológico sino apenas de ese condición de todo hombre inmerso en el
absurdo de su propio destino. “Un destino no es mejor que otro, pero todo hombre
debe acatar el que lleva adentro”, observa Borges en “Biografía de Tadeo Isidoro
Cruz”. Tal es el sentido de su propia aceptación. El heroísmo de todo hombre es un
antiheroísmo no menos estoico que el del héroe épico y entre sus hazañas figura la
desdicha. Comentando sobre su cuento “La casa de Asterión”, Borges ha dicho: “En
el epílogo a El Aleph, llamo a Asterión ‘mi pobre protagonista’. Lo llamo así porque,
siendo un ser ambiguo e impar, está condenado fatalmente a la soledad. Ningún
hombre está hecho para la felicidad”.15 Su vocación de infelicidad, entonces, es
menos una queja personal que una aserción de una condición común a todos los
hombres, menos la voz de un hombre que la expresión del destino inexorable del
género humano. Joyce ha escrito que el artista “transmutes the daily bread of
experience into the radiant body of everliving life”; desde su más salvaguardada
intimidad, Borges, y en general el poeta, nos obliga a romper máscaras, a trascender
convenciones y a desandar nuestras propias evasiones para confrontarnos con ese ser
que olvida sus miserias para que triunfe algo que no comprende del todo pero que,
sabe, vale más que sus miserias.
University of California, San Diego
La Jolla
Notas
1 Jorge Luis Borges, Ficciones. Buenos Aires, Emecé, 1963. Se emplean las siguientes abreviaturas: Ficciones: F, El Aleph: A, El hacedor: H, Otras inquisiciones: OI, Obra poética: OP, Elogio de la sombra: ES, El oro de los tigres: OT, La rosa profunda: RP, La moneda de hierro: MH.
2 Jorge Luis Borges, Prólogos con un prólogo de prólogos. Buenos Aires, Torres Agüero, 1975, p. 23.
3 Jorge Luis Borges, “Los libros”. Sur, Buenos Aires, No. 111, enero de 1944, p. 74.
4 Ronald Christ, “Jorge Luis Borges; An Interview”. Paris Review, Winter-Spring, 1967, p. 155.
5 Ramón Gómez de la Serna, “Borges en Paris”. Alcor, 1964, No. 33.
6 Gabriella Toppani, “Intervista con Borges”. Il Verri, Milan, XVIII, dic. 1964, p. 98.
7 Rita Guibert, “Entrevista a J.L.B.” en Siete voces. México, Editorial Novaro, 1974, p. 116.
8 Jorge Luis Borges, Prólogos con un prólogo de prólogos, o.c., p. 172.
9 Ibid. p. 171.
10 Jorge Luis Borges, “An Autobiographical Essay”. The Aleph and Other Stories, 1933-1969; edited and translated by N.T. di Giovanni in collaboration with the author. New York, Dutton, 1970, p. 241.
11 Jorge Luis Borges, “Elementos de preceptiva”. Sur, Buenos Aires, año III, No. 7, abril 1933, p. 161.
12 Claude Lévi-Strauss, Arte, lenguaje, etnología. México, Siglo XXI, 1968, pp. 131-132.
13 Guillermo Sucre, “Borges: El elogio de la sombra”. Incluido en Borges, el escritor y la crítica (ed. de J. Alazraki), Madrid, Taurus, 1976, p. 109.
14 Pablo Neruda, “Se vuelve a yo”. El mar y las campanas. Buenos Aires, Losada, 1973.
15 J. Irby, N. Murat y C. Peralta, Encuentro con Borges. Buenos Aires, Galerna, p. 29.
En 40 Inquisiciones sobre Borges
Revista Iberoamericana Vol. XLIII Números 100-101 Julio-Diciembre de 1977
Foto: Borges en Pittsburgh en 1967 por A.F.Supervielle (Ibidem)
Prop. Alfredo Roggiano y Emir Rodríguez Monegal
Yale University